Domingo IV de Adviento, 23 de diciembre de 2018.
Lc 1, 39-45
En aquellos días, María se puso en camino y fue aprisa a la montaña, a un pueblo de Judá; entró en casa de Zacarías, y saludó a Isabel. En cuanto Isabel oyó el saludo de María, saltó la criatura en su vientre. Se llenó Isabel del Espíritu Santo y dijo a voz en grito: “¡Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre! ¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor? En cuanto tu saludo llegó a mis oídos, la criatura saltó de alegría en mi vientre. ¡Dichosa tú, que has creído! Porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá”.
EL GOZO, SIGNO DE VIDA
El evangelista quiere mostrar a Jesús, apenas concebido en el vientre de María, como causa de gozo. . Pero no entendamos el texto literalmente, como una “crónica” de lo sucedido. Se trata, sin duda, de una recreación de Lucas, realizada con un objetivo teológico: mostrar a Jesús como “causa de gozo”. La alegría constituye, de hecho, uno de los temas centrales de este tercer evangelio.
Sin duda, la comprensión de lo que somos es fuente de alegría. Una alegría que no elimina las “turbulencias” de todo tipo que podamos experimentar en un nivel más superficial –vaivenes emocionales, consecuencia de la fragilidad y vulnerabilidad de nuestra forma como seres sintientes–, pero que nos ancla en aquel fondo de Quietud que constituye nuestra identidad.
La comprensión nos permite resituarnos cuando constatamos cualquier sufrimiento que se prolonga y que, si sabemos leerlo, constituye una señal de alerta que nos avisa del olvido o la ignorancia en los que hemos caído.
Pero hay más. El relato lucano nos hace caer en la cuenta de que la comprensión de lo que somos no niega nuestra dimensión relacional, así como tampoco deslegitima el modo teísta de vivir la conexión con el Misterio que nos constituye.
Somos seres relacionales, en interacción que busca traducirse, en la práctica, en un movimiento ajustado de dar y recibir. La comprensión nos convierte en motivo de alegría para los otros y, a su vez, los otros pueden ser causa de que el gozo –y la comprensión– despierte y se avive en nosotros. Compartimos la misma identidad, pero nos vivimos en clave relacional. Lo que nos aporta la comprensión es la certeza de que somos “formas” de un mismo “fondo”.
De modo similar, la vivencia del Misterio último –al que las religiones llaman “Dios”– puede darse en clave relacional o profundamente silenciosa. En el primer caso, la persona queda extasiada ante lo que percibe como grandeza sin límites –es el “éx-tasis” del que habla la tradición mística–; en el segundo, ahondando en sí misma, en el silencio de la mente, la persona descubre que su fondo último es el mismo fondo de “Dios” –es el movimiento de “én-tasis” presente también en la historia de la mística–. Dada nuestra constitución –la naturaleza paradójica–, nos resulta posible experimentar ambas formas de vivir el Misterio, la Presencia consciente.
Tal vez resulte más fácil evocar lo que quiero expresar a través de una metáfora: la ola puede quedarse extasiada ante la magnitud y belleza del océano, al que ve como un “otro” o incluso como un “tú” y puede, igualmente, ahondando en sí, descubrir que ella misma no es otra cosa, en el fondo, que el agua que, en su grandeza, la extasiaba.
¿Cómo vivo el Misterio? ¿Vivo gozo?