Para muchas personas los días de Navidad presentan una característica extraña y paradójica, entre la superficialidad y la evocación. Por un lado, el consumismo y el narcisismo típicos de nuestro momento cultural conducen a un modo de vida superficial que parece haberse habituado e incluso resignado a lo efímero, aprovechando el disfrute de lo inmediato a cualquier precio. Por otro, sin embargo, son fechas que siguen conservando –tal vez por la densidad que les da una historia milenaria, tal vez porque tocan fibras profundamente humanas– una poderosa carga evocadora.
En ambientes religiosos (cristianos) suele argumentarse que la Navidad actual se ha “paganizado”, olvidando lo acontecido siglos atrás, cuando se produjo exactamente el mismo fenómeno, a la inversa. Jesús no nació un 25 de diciembre; tal fecha correspondía a la fiesta pagana del “Dies Natalis Solis Invicti” –el día del nacimiento del sol invicto–, que fue “cristianizada” de manera forzada para cambiar su significado.
Los humanos solemos movernos así, a ritmo de péndulo. Pero más allá de esos movimientos, me gustaría señalar lo que evoca el relato o “mapa” cristiano de la Navidad, en lo que tiene de valor universal.
Ha sido habitual que las religiones se apropiaran de sus propios mensajes o contenidos espirituales, sin advertir que, de ese modo, restringían o acotaban la universalidad de los mismos. En el caso que nos ocupa, parecía que la Navidad era un tesoro para los cristianos, del que quedaban excluidos quienes no profesaban esa creencia. Sin embargo, cuando tomamos un poco de distancia, observamos que no es así. Navidad es una metáfora de lo humano o, mejor aún, de todo lo real.
Leída en clave universal, Navidad afirma que Dios nace en un bebé. “Dios” –la consciencia, la luz, la vida, el ser…– “toma carne”, se expresa y se manifiesta en todo lo que percibimos. Todo es expresión de Dios, todo es Dios que se está expresando en cada forma.
Con aquella imagen, tan tierna como simple, se da respuesta nada menos que a la única pregunta decisiva: ¿quién soy yo? Somos “Dios” mismo “escondido”, oculto, en la forma (persona) en que nos percibimos. Eso es lo que la fe cristiana afirma de Jesús…, “espejo” de lo que somos todos.
Eso es lo que significa el bebé que se adora en el portal: Dios es incluso lo más pequeño y vulnerable. Y Eso es lo que somos, Eso es lo realmente real, lo que permanece cuando todo cambia.
¿Soy la gota de agua o el agua de la gota?, se preguntaba Raimon Panikkar. La respuesta es clara: somos ambas cosas a la vez. “El Padre y yo somos uno”, proclamaba Jesús. “Yo y Dios somos uno”, replicará el gran místico cristiano Maestro Eckhart en el siglo XIII.
Liberado de las fronteras de la religión, “Jesús” (o Enmanuel = Dios-con-nosotros) es nuestro verdadero nombre, Navidad es la metáfora ajustada de lo que somos todos, el espejo que nos devuelve nuestro verdadero rostro –también en medio del despiste consumista, narcisista y superficial– y, por todo ello, la invitación palpitante y urgente a salir de la ignorancia que genera sufrimiento y nacer a lo que realmente somos.
Por eso, así entendida, quizás no haya mejor felicitación que esta: ¡Feliz Navidad!, dichosa comprensión y vivencia de lo que somos. Os (nos) lo deseo de corazón.