EL SÍMBOLO DEL PAN

Fiesta de «Corpus Christi»

11 junio 2023

Jn 6, 51-58

En aquel tiempo, dijo Jesús a los judíos: “Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo: el que come de este pan vivirá siempre. Y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo”. Disputaban entonces los judíos entre sí: “¿Cómo puede este darnos a comer su carne?”. Entonces Jesús les dijo: “Os aseguro que si no coméis la carne del Hijo del Hombre y no bebéis su sangre no tenéis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día. Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él. El Padre que vive me ha enviado y yo vivo por el Padre; del mismo modo, el que me come vivirá por mí. Este es el pan que ha bajado del cielo; no como el de vuestros padres, que lo comieron y murieron; el que come este pan vivirá para siempre”.

EL SÍMBOLO DEL PAN

Con el símbolo del pan, aplicado a Jesús en el cuarto evangelio, vuelve a producirse otra objetivación, como la que señalaba en el comentario de la semana anterior, a propósito de la Trinidad. Y parece que esa objetivación fue muy temprana. Si en un primer momento, el evangelio habla de que Jesús es la “palabra de vida” que alimenta al creyente, otro redactor posterior, llevado al parecer por el afán de recuperar el sentido de la eucaristía, cambia el acento para presentar al propio Jesús como alimento.

Sabemos que tal objetivación tuvo un recorrido muy exitoso a lo largo de la historia de la iglesia, alcanzando en el concepto de “transubstanciación” y en todo lo relacionado con la “adoración eucarística” el culmen más elevado.

Una y otra vez se ponen de manifiesto dos grandes dificultades que experimentamos los humanos para manejarnos con los símbolos religiosos: una es la tendencia a objetivarlos de manera constante y, con frecuencia, exagerada; la otra es la propensión a buscar la “salvación”, tal como hacen los niños, “fuera” de nosotros.

Me parece legítimo y adecuado que alguien diga que Jesús alimenta su vida y lo sostiene en su recorrido. Eso mismo podemos decir de muchas personas, del pasado y del presente, sabios famosos o compañeros que caminan a nuestro lado o conviven con nosotros. Todos podemos ser “alimento” vivo y nutritivo para otras personas. Todos podemos ayudar a vivir y agradecemos ser ayudados.

Sin embargo, y sin negar la necesidad y el regalo de tales ayudas cotidianas, el “alimento” real que nos sostiene, nos ilumina, nos fortalece y nos sacia no se halla “fuera” (¿dónde?), sino que es aquello mismo que somos en profundidad. Y nos nutrimos de él gracias a la comprensión de lo que realmente somos.

Y esto no tiene nada que ver con el orgullo, como no se cansan de repetir teólogos y personas religiosas. Porque aquello que nos salva no es el yo -ni nace del yo-, sino el Fondo, la Profundidad, el Misterio que nos constituye y constituye todo lo real. Al entrar en contacto con él, no nos encerramos de manera narcisista en el ego, sino que somos radicalmente des(ego)centrados. El Fondo nos alimenta y nos expande, nos libera de tendencias egoicas y nos abre a los demás.

El “pan” que nos alimenta -y Jesús nos lo recuerda admirablemente con su propia existencia- nos libera, como escribe de manera tan ajustada como bella Javier Melloni, de “toda reducción al yo y a lo mío [que] es algo tóxico, confuso y agresivo. [Porque lo cierto es que] cuanto más vacíos, más plenos; cuanto más profundos, más entregados”.

¿Dónde busco el alimento esencial?

ESPIRITUALIDAD, GNOSTICISMO Y COMPRENSIÓN (II)

La pregunta central es esta: ¿cómo podemos llegar a comprender lo que realmente somos y, de ese modo, alcanzar la liberación de la ignorancia y la experiencia de la plenitud (que las religiones llamaban “salvación”)?

Como quedó insinuado en la primera parte, me parece que podemos estar de acuerdo en que solo hay dos modos de acercarnos a la realidad no material: uno es el camino de las creencias, el otro es el camino de la comprensión experiencial.

Ahora bien, la creencia es solo un constructo mental que, en algún momento hemos recibido, de una forma u otra y al que nos hemos adherido. Es precisamente la adhesión personal la que convierte un pensamiento en una creencia, hasta el punto de otorgarle un estatus de hecho. Pero, mirando con atención, descubrimos que una creencia es siempre un conocimiento de segunda mano.

          La comprensión, por el contrario, nace de más allá de la mente, aunque posteriormente se tematice conceptualmente, es decir, se plasme un “mapa” mental. La comprensión -que no es un mero entender, ni tampoco una “doctrina secreta” o esotérica reservada al círculo de los “elegidos”- puede darse de manera gratuita y sorpresiva o puede ser fruto de la indagación y experimentación. En cualquier caso, se produce en el silencio de la mente y la suspensión del pensamiento. Comprender equivale a “ver”.

          En la comprensión de lo que somos se ventila absolutamente todo lo demás. Sin ella, permanecemos en la ignorancia, la confusión y el sufrimiento. Gracias a ella, reconocemos ser lo que somos y eso transforma de manera radical y liberadora nuestro modo de ver, de actuar y de vivir. Quien comprende, es en profundidad.

          Este es el camino espiritual: el camino que conduce a la comprensión, y que se halla al alcance de todo ser humano que quiera comprometerse honestamente en la búsqueda de la verdad. Lo que suele suceder es que, dado que a la mente se le escapa lo que es la “comprensión” -porque trasciende la mirada mental y requiere activar la mirada espiritual-, la confunde, la trivializa y, con frecuencia, la ridiculiza. Lo cual también suele ser tan frecuente entre los humanos como la tendencia a etiquetar: ridiculizar lo que se desconoce.

          La espiritualidad genuina no es una creencia gnóstica ni adolece de aquellos rasgos gnósticos que he mencionado. Es un camino humilde que no tiene otra pretensión que la de buscar -y ayudar a buscar- apasionadamente la verdad, a través de propuestas o pautas que han sido desarrolladas por las grandes tradiciones sapienciales de la humanidad a lo largo de su historia. Sin embargo, todo ese bagaje ancestral no se asume en ningún momento como una “creencia”, sino como una oferta e invitación a indagar por uno mismo.

          Más allá de etiquetas y de contenidos que han podido asociarse a ese término, espiritualidad es, a la vez, nuestra dimensión de profundidad y el camino que nos permite a todos, más allá de creencias de un tipo u otro, volver a casa, comprender y experimentar la plenitud que somos.

LA TRINIDAD, COMO SÍMBOLO

Fiesta de la Trinidad

4 junio 2023

Jn 3, 16-18

Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único, para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna. Porque Dios no mandó a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él. El que cree en él, no será juzgado; el que no cree, ya está juzgado, porque no ha creído en el nombre del Hijo único de Dios.

 LA TRINIDAD, COMO SÍMBOLO

No parece casual que dos grandes religiones, tan distintas como distantes, hablen de Dios en clave trinitaria. La Trinidad (Padre, Hijo y Espíritu Santo) en el cristianismo, y el Trimurti (Brahma, Visnú y Shiva) en el hinduismo -más allá del perfil propio de cada una de esas religiones- parecen responder a una misma intuición y orientar en la misma dirección: la divinidad es relación; lo que es, el fondo último de la realidad es relacionalidad.

El problema surge cuando la intuición se objetiva y, en cierto sentido, se cosifica. Porque, al hacerlo, aunque sea de manera inconsciente, se convierte a dios en un objeto a la medida de nuestra mente.

El motivo no es difícil de explicar: dado nuestro carácter “personal”, nos vemos inclinados a “personalizar” lo divino, haciendo de ello un “Tú” a nuestra imagen y en quien depositar la confianza y la seguridad.

Nos cuesta más permanecer en silencio ante el Misterio. Y más todavía, reconocer que ese Misterio constituye nuestra identidad última. Se trata, para quien se sienta motivado a ello, de recorrer el camino que va de la creencia a la comprensión experiencial de lo que somos. Cuando esto se da, no hay ninguna dificultad en seguir expresándose a través de símbolos, pero sin caer en la trampa de objetivarlos.

Lo que somos, en nuestra verdad profunda, es relación. Lo cual es otro modo de decir que lo real es uno, que la realidad es no-dual: todo lo que percibimos -nosotros incluidos- somos “formas” íntima e inextricablemente interrelacionadas, precisamente porque no hay nada separado de nada, en el “Fondo” común y único que compartimos: ese Fondo, al que las religiones han llamado “Dios” y acerca del cual han intentado balbucear a través de símbolos.

¿Soy consciente de la trampa de objetivar la divinidad?

MIEDO Y PAZ

Fiesta de Pentecostés

28 mayo 2023

Jn 20, 19-23

Al anochecer de aquel día, el día primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas, por miedo a los judíos. En esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo: “Paz a vosotros”. Y diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. Jesús repitió: “Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo”. Y dicho esto, exhaló su aliento sobre ellos y les dijo: “Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos”.

MIEDO Y PAZ

Los “relatos de apariciones” -en realidad, catequesis orientadas a fortalecer la fe de las primeras comunidades- buscan transmitir paz y confianza a aquellos discípulos que, en un medio más o menos difícil en incluso hostil, debían verse atrapados en el miedo. De hecho, el contraste entre miedo y paz se repite en todo ese tipo de relatos.

Con frecuencia, los humanos tendemos a pensar que tanto los miedos como la paz se hallan fuera de nosotros. De se modo, aun sin ser conscientes de ello, terminamos más o menos alienados, implorando de alguien que nos libere del miedo y nos garantice la paz.        

Se trata de una actitud comprensible, pero básicamente infantil: es el niño quien se siente dependiente y necesita que alguien desde “fuera” venga en su ayuda. La persona adulta sabe que tanto los miedos como la paz habitan dentro de ella misma. Es indudable que las circunstancias externas nos condicionan en un sentido u otro. Pero, en último término, la “llave” de nuestro mundo interior está en nosotros.

Aun aceptando que los condicionamientos de mi propia psicobiografía tienen su propio peso, hoy puedo cultivar conscientemente una actitud de paz interior o, por el contrario, alimentar miedos de todo tipo.

La clave para tomar una u otra dirección es la comprensión. Comprensión que no es necesariamente inteligencia ni erudición, sino consciencia lúcida de lo que realmente somos. En este sentido, me parece evidente que, detrás de todo miedo, hay ignorancia acerca de lo que somos, y que la paz solo puede nacer de la comprensión.

La ignorancia me lleva a identificarme con el yo particular y separado. Pero donde se da tal identificación, habrá irremediablemente soledad, miedo y ansiedad. La comprensión, por el contrario, me hace reconocerme como consciencia -o como vida: “Yo soy la vida”, dirá el Jesús del cuarto evangelio (Jn 11,25)-. Esa es la comprensión que nos muestra otro modo de vivir y nos regala paz.

¿Cómo ando en comprensión de lo que soy?