NUEVO LIBRO: «PROFUNDIDAD HUMANA, FRATERNIDAD UNIVERSAL. LA ESPIRITUALIDAD NO-DUAL»

A Ana, compañera de vida, admirando su profundidad y su capacidad de amar.

A Ecequiel Subiza, Txemi Pérez y Josu Erro, compañeros de camino en esta nueva andadura.

Dentro de nosotros hay algo que no tiene nombre. Ese algo es lo que somos
José Saramago.

La filosofía sapiencial no tiene como objetivo proveernos de teorías o de modelos mentales; no nos invita a cambiar unas creencias por otras; nos propone situarnos en ese fondo lúcido donde radica nuestro sentido del bien, de la belleza y de la verdad
Mónica Cavallé.

CONTRAPORTADA

Para sorpresa general, la espiritualidad es un valor en alza. Pero en realidad, la emergencia espiritual de la que somos testigos no resulta algo extraño: liberada de lastres del pasado y de superficialidades postmodernas, espiritualidad es sinónimo de profundidad humana y, por tanto, de fraternidad universal. Se trata de una espiritualidad sin adjetivos que no deja nada fuera, sino que lo abraza todo.

Así entendida, la espiritualidad no se refiere a algo que pudiéramos tener –una cualidad o actitud–, sino que nombra aquello que somos en lo profundo, a la vez que nos propone el modo de reconocerlo. En diálogo con los críticos de la que llaman nueva espiritualidad, el autor, aun reconociendo los riesgos que la acechan y que es necesario detectar con lucidez, trata de clarificar rigurosamente sus contenidos y de mostrar la profunda riqueza que encierra.

 El desafío espiritual consiste en comprender lo que somos y buscar modos de compartirlo, celebrarlo y hacerlo operativo para dejarnos transformar por ello, personal y colectivamente. Solo la verdad libera, solo la comprensión transforma.

Editorial Desclée De Brouwer

ÍNDICE

Prólogo: Un salto de consciencia, de Javier Melloni
Prefacio: La generación del deshielo, de Ecequiel Subiza

 Introducción. Espiritualidad: comprender lo que somos

  1. La espiritualidad a debate

La “nueva” espiritualidad
La paradoja
El yo
La no-dualidad
La teoría transpersonal
La sutil trampa teísta
Dios y el misterio último de lo real
La salvación
Fraternidad y compromiso
El equívoco de partida que da lugar a la pseudo-espiritualidad
“Dios (y el compromiso) en tiempos líquidos”

  1. Profundidad humana: una espiritualidad sin adjetivos

El regreso a casa: experimentar la plenitud, dejarse transformar
Un camino de integración: paz y dinamismo
El amor como certeza y la vivencia de la unidad
Un test verificador: gozo, confianza y entrega
Fluir y comprometerse: la libertad de vivir diciendo sí a la vida
No-dualidad: el abrazo de trascendencia e inmanencia
El silencio, puerta a la profundidad
Vivir en el Testigo: el momento decisivo en el camino espiritual

  1. Fraternidad universal: el territorio compartido

La trampa del narcisismo
La dimensión relacional
La profundidad es amor
Compasión: poner amor donde hay dolor
Compromiso: el amor hecho acción
Política: transformar las estructuras para favorecer la vida
No-dualidad y cuidado de las víctimas

Epílogo. Favorecer el diálogo

Anexo 1. Alienación y negocio: las trampas de la espiritualidad

Anexo 2. Ciencia y espiritualidad

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PREFACIO
La generación del deshielo

 Ecequiel Subiza

Los nacidos, mujeres y hombres, hacia la mitad del siglo pasado formamos una generación especial. Es la que ha pasado de vivir entre penurias y ataduras de todo tipo en los años cincuenta, a instalarse en el cambio. Si hoy hablamos de una sociedad y de una forma de vida líquidas, podemos afirmar que nuestra generación ha sido el deshielo que la ha hecho posible.

No sé si, en aquellos años, se plantaron semillas de futuro o si empezaron a despuntar las flores germinadas en el sufrimiento tremendo de las guerras de la primera mitad del siglo.

En todo caso, somos la generación del cambio: para muchos de nosotros y nosotras, la fecha clave es mayo del 68, que centra en la revuelta de París las ansias y anhelos de aquella juventud que afirmaba: “seamos realistas, pidamos lo imposible”.

Los años sesenta son ricos en acontecimientos significativos:

  • La religión católica, fundamental en esta parte del mundo, se había visto sacudida por el Concilio que acabó en 1965 y que fue “convenientemente domesticado” en las décadas posteriores.
  • Jean Paul Sartre, Simone de Beauvoir, Albert Camus, entre otros muchos, impulsaban el existencialismo como filosofía que confrontaba la existencia con la esencia.
  • El ruido de los tanques en una noche de agosto del 68, tan estremecedoramente narrado en la película “La insoportable levedad de ser”, rompía la Primavera de Praga y con ella el sueño de un socialismo real más consecuente.

Hubo muchos autores, sobre todo teólogos protestantes, que reflexionaban sobre el cambio que se abría camino. Harvey Cox publicó en 1965 su obra “La Ciudad secular”, que alcanzó ventas superiores al millón de ejemplares. El paradigma de la secularización, que nace en estos momentos, tiene en su germen mucho de lo que hemos vivido décadas más tarde con la evolución de lo religioso. Una visión del mundo está decayendo, fruto de la diferenciación y autonomización de la sociedad y la religión. Empieza a descender el número de creyentes y de practicantes de la religión. Se desvía, a nivel social y cultural, la atención del mundo sobrenatural hacia el interés por los asuntos de este mundo.

H. Cox dice al principio de su obra: «El surgir de la civilización urbana y el colapso de la religión tradicional son los dos mojones principales de nuestra era; son también movimientos íntimamente ligados». Es lo que Bonhoeffer llamó, ya en 1944, «la mayoría de edad del hombre».

La sociedad, el mundo, ya no estaban bajo la tutela y/o vigilancia de la religión, de las iglesias, y por eso nos preocupaba y mucho lo político y todas las causas que en ello se juegan. Y junto a nuestros libros de teología, ya bastante plurales, empezamos a estudiar sociología, marxismo, a valorar todas las revoluciones posibles, a perseguir todas las causas nobles que creíamos podían ayudarnos a cambiar el mundo. Todo ello formaba parte de la utopía, el mundo nuevo que, aunque inalcanzable, era el motor de la vida.

En las paredes de la colina de Montmartre de París, se podía leer “Dieu est noir et femme”. Afirmar que Dios no pertenece a la raza blanca o al género masculino, puso en solfa la imagen imperturbable de Dios que hasta entonces teníamos. Creo que esta relativización de lo que puede ser Dios es decisiva para entender el declive, incluso la desaparición, de las religiones.

Se confirmaba la muerte de Dios anunciada por Nietzsche. Al menos del dios del mito, del dogma, del dios antropomorfo, del dios administrador de nuestras vidas y dueño de nuestros destinos.

Vivimos con estas pasiones, con estos anhelos, nuestra mejor juventud.

Muchos de nosotros, en aquellos momentos, optamos por seguir en la Iglesia o al menos en los aleros de su tejado, tratando de combinar las nuevas ideas, los nuevos conceptos con el compromiso social y político en sus muchas facetas.

El lógico sucederse de las estaciones cambió en este momento y tras la primavera no llegó el verano, vino el invierno. En lo religioso se produjo una involución. Duró años. Iniciada ya la segunda década del siglo XXI no se ha superado del todo. Se desactivaron los frutos del cambio conciliar y se sofocaron todos los movimientos o doctrinas que impulsaban el cambio, la liberación, la salvación integral de las personas.

Pero hace como diez, quince o veinte años, primero soñamos y después nos pusimos a ello: podíamos salir del letargo, de las dependencias, de las alienaciones, si dábamos los pasos adecuados. Así lo vivimos al menos en muchos ambientes del sur de Europa. Había que tirar el agua sucia de la bañera.

A nivel más local, puedo atestiguar que muchos y muchas evolucionamos hasta dar el paso y abandonar la Iglesia. Pero el anhelo y nostalgia estaban bien vivos. Necesitábamos nuevas claves interpretativas, renovar nuestra cosmovisión, incorporar los nuevos conocimientos, reinterpretar el humanismo, la salvación, la historia, el cambio social.

Silencio, contemplación, meditación sobreviven en formas no tan alejadas de las anteriores. La búsqueda se hace interior, personal, en el pequeño grupo como máximo. Empezamos a leer y escuchar distintas voces. Y a meditar…

Ahí, precisamente ahí, la vida nos presentó a Enrique Martínez Lozano: con paciencia, con respeto, nos fue hablando de la comprensión y la compasión, de la Realidad, de la no-dualidad, de lo transpersonal. Poco a poco, en un despertar, prolongado o no en el tiempo, las creencias se fueron sustituyendo por la reflexión sobre nuestra identidad humana y la experiencia personal de la misma.

Se alumbra entre nosotros, en libertad, una nueva forma de entender la vida en profundidad. La salvación, tan ansiada, ahora es sencillamente comprensión de lo que somos. Nuestra identidad es común. “Somos distintos, pero somos Uno”, es la clave.

Enrique entreteje psicología con espiritualidad y lo hace vida en su propia vida de cada día. Se podrán discutir sus propuestas, pero las avala con su vida. Va moldeándose a sí mismo en base a lo que descubre en su indagación interior.

Frente a muchas de las propuestas actuales, Enrique no quiere erigirse en maestro ni forma en torno a sí grupos o movimientos especiales. Ni escuelas de ningún tipo. Tampoco su actividad busca alojo en la “industria de la espiritualidad”. Vive alejado del dinero y de sus prebendas. Atento a la Realidad y la Vida, va evolucionando. No se estanca en los pasos dados o en los caminos recorridos.

En este sentido, creo que el libro que nos presenta ahora Enrique aporta nuevos hitos en el ya largo camino recorrido. Hay palabras que se van enriqueciendo y otras logran su sentido más pleno. Es el caso de la palabra “paradoja”, que adquiere centralidad como dimensión básica de lo real. Pero más importante es la definición de espiritualidad. Ya teníamos asumido que no hay distintas espiritualidades. Hay distintas religiones, distintas ramas en cada religión, distintas tradiciones de sabiduría, pero espiritualidad solamente hay una. Y no es un campo de la inteligencia. Es mucho más que la “inteligencia espiritual”.

El problema es que la palabra “espiritualidad”, por su acumulado uso histórico, se ha hecho muy polisémica y genera equívocos. Se ha tratado de sustituirla por otras más adecuadas, cayendo, a veces, en casi definiciones.  Por todo ello nos parece acertado que Enrique utilice como sinónimo la palabra “profundidad”. Su uso, sin duda, acota mucho mejor cuanto queremos decir cuando hablamos de espiritualidad.

Pero este libro nos fija otros términos que ya nos eran urgentes. Y me fijo, por brevedad, solamente en tres: política, compasión y víctimas.

Nosotros, los del 68, los que fuimos militantes de base en la misma Iglesia o en otras organizaciones sociales, no nos habíamos olvidado de lo político.

La profundidad es compasión, es amor. Pero el amor tiene, siempre ha tenido, una dimensión social y universal. No tiene límites espaciales. Por eso el amor se hace compromiso cuando se transforma en acción y en acción política.

La intuición, la certeza de la unidad transpersonal, del Uno que somos, nos impulsa hacia la igualdad. Pero para que la igualdad se transforme en fraternidad son necesarias la justicia y la libertad. Y eso es política. La política denostada por muchos, entre otros por la propia Iglesia, como algo negativo.

“Todo otro es, en realidad, no-otro de mí”, afirma Enrique. No hay nadie que nos sea ajeno.

Este libro que vamos a leer es fruto de una apuesta por el diálogo con quienes, desde posiciones religiosas, afirman que la espiritualidad no-dual se olvida de la política, del bienestar social, de las víctimas al fin. Es cuando menos curioso, desde nuestro punto de vista, que lo hagan desde dichas posiciones.

Ojalá que la iglesia católica se abriera a un diálogo sincero con las nuevas formas de entender la vida en general y la humanidad en particular.

No, no nos olvidamos de las víctimas. En la no-dualidad muchos hemos encontrado una interpretación plausible del dolor, del sufrimiento y de lo que cada día viven las víctimas.

El ser humano vive entre el anhelo y la memoria. De la fusión de ambas cosas surge la nostalgia del futuro, la emoción que nos trae el pre-sentimiento de nuestra casa.

Por eso, desde la no-dualidad, desde la espiritualidad o profundidad laica, seguimos pidiendo lo imposible: Igualdad, justicia, libertad, fraternidad, paz.

Por este orden.

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INTRODUCCIÓN
ESPIRITUALIDAD: COMPRENDER LO QUE SOMOS

El ser es uno solo. Los sabios le llaman de muchas maneras
Rig Veda.

El camino espiritual es un camino de comprensión[1]. No me refiero a un conocimiento meramente conceptual ni, mucho menos, a elucubraciones mentales; no se trata de ideas, conceptos o creencias acerca de la realidad, sino de una comprensión experiencial o vivencial de la misma. De hecho, la comprensión nunca se produce en la mente: no solo porque esta es incapaz de atrapar la verdad, sino porque no puede ir más allá de barajar opiniones escuchadas a otros y elaborarlas de un modo en apariencia distinto, pero nunca realmente creativo. Por eso, llamamos “erudita” a la persona que posee muchas “cartas” y gran destreza para barajarlas. La erudición -dijera Macedonio Fernández- es una forma aparatosa de no pensar. Pero la sabiduría o comprensión es otra cosa.

Si la erudición nace de la mente, la comprensión es hija del silencio. Y la persona sabia es aquella que, erudita o no, vive más allá de la mente, en el no-pensamiento, saboreando con inmediatez y expresando en su existencia la verdad de lo que somos. Ese es, decía al inicio, el camino espiritual. Y dada la importancia de esta cuestión y todo lo que se ventila en ella, trataré de plantearla a partir de algunos interrogantes.

¿Qué es la comprensión experiencial? Es una comprensión que no se adquiere a través del razonamiento, el análisis o la reflexión, sino más bien al contrario, gracias al silencio de la mente. Supo verlo con lucidez Krishnamurti, como todas las personas sabias, cuando dijo que solo una mente en silencio puede ver la verdad, no una mente que se esfuerza por verla, añadiendo que solo cuando la mente está libre de ideas y creencias, puede actuar correctamente.

La comprensión brota de la sabiduría de una manera directa, en forma de intuición; nos sorprende por su novedad; a diferencia de la reflexión, es siempre creativa y transforma nuestro modo de ver y de actuar. Lo cual no niega la necesidad de un trabajo psicológico sobre uno mismo, para integrar lo comprendido y para hacer posible la transformación de nuestro psiquismo. Y tampoco descuida el papel de la mente, para conceptualizar y compartir lo comprendido y ejercer como razón crítica frente a posibles engaños. Pero la fuente de la transformación es siempre aquella comprensión profunda.

¿Cómo acceder a la comprensión experiencial? En ocasiones aparece como regalo inesperado y sorprendente, mostrando la plenitud de lo real y transformando nuestro antiguo modo de ver. Es probable que se refiriera a ello Juan de la Cruz cuando escribía de forma poética: Por toda la hermosura, / nunca yo me perderé, / sino por un no sé qué, / que se alcanza por ventura. A ese tipo de experiencias se refieren expresiones como despertar espontáneo, samadhi, satori, éxtasis, iluminación, experiencia mística o transpersonal… Lo que se produce ahí es una suspensión del pensamiento, la sensación de que se descorre el velo de la mente y aparece la percepción nítida, amorosa y gozosa de la unidad plena de todo lo que es. Más allá de las formas a las que estamos acostumbrados –en ellas se mueve la mente–, en la comprensión se muestra el fondo último que las sostiene y las constituye. En un siempre pálido intento de poner nombre a lo que ahí se percibe –uno sabe lo que ha vivido, aunque luego se siente absolutamente incapaz de expresarlo-, me vienen las palabras de alguien que vivió una de esas experiencias: Perfecta Brillante Quietud[2], un estado de plenitud y de amor.

Pero aun sin una experiencia de ese tipo es posible crecer en comprensión a través de un trabajo de indagación y de experimentación. Por el primero de ellos, me pregunto ¿qué soy yo?, y voy descartando todas las respuestas que aparezcan: todas ellas no serán sino contenidos de consciencia (objetos) de los que soy consciente. Y es claro que yo no soy un contenido (objeto), sino Eso que es consciente de los contenidos. Esta tarea de indagación constituye un camino privilegiado para avanzar en la comprensión de lo que somos en profundidad.

Por su parte, lo que he llamado “trabajo de experimentación” constituye, desde mi punto de vista, una práctica espiritual profundamente transformadora, que invito a vivir como si se tratara de un experimento. Cualquier circunstancia que nos suceda podemos vivirla, bien desde la creencia de ser un yo separado –identificándome con el yo particular-, bien desde la intuición de que, en lo profundo, no somos ese yo, sino Eso que es consciente –en psicología transpersonal se hablaría del Testigo-. La propuesta es simple: experimenta por ti mismo qué es lo que ocurre en un caso y en otro. En un ejemplo: imagina que un hecho concreto o una noticia inesperada te afecta intensamente, generándote una gran inquietud. Una vez reconocido el impacto emocional, tienes dos caminos: vivir todo ello desde el yo o, tomando distancia del yo, vivirlo desde el Testigo. ¿Qué ocurre en un caso y en el otro? Es probable que si lo vivo desde el yo termine inundado por la inquietud y, en consecuencia, a merced de la propia sensación que ha tomado el mando. Por el contrario, si doy un “paso atrás” de la mente y me sitúo en el Testigo, puedo descubrir que Aquello que soy en profundidad se halla a salvo aun en medio de la situación más difícil. Aquí no hay creencias ni autosugestión, sino experimentación.

Junto con esos caminos –experiencia regalada, indagación y experimentación-, la práctica del silencio, empezando a saborear “eso” que queda cuando no ponemos pensamiento, se revelará como el ejercicio espiritual por excelencia. No se trata de buscar ni de perseguir nada, sino de retirar el velo que nos impide ver. Dado que ese velo no es otro que nuestra identificación con –reducción a– la mente, el camino adecuado pasa por entrenarnos en silenciar el pensamiento y permanecer en el estado de ser que ahí se muestra.

¿Qué nos aporta la comprensión experiencial? La trampa primera en la que solemos caer cuando queremos conocernos a nosotros mismos es conformarnos con un conocimiento de “segunda mano”, es decir, asumiendo como propio lo que otros nos han dicho. Frente a ello, el reto al que se ve expuesta la persona que realmente busca la verdad queda expresado en estas palabras de Mónica Cavallé: ¿Descanso en mis propias comprensiones o, en cambio, tiendo a cimentar mi camino interior sobre conocimientos de segunda mano?

Pues bien, la comprensión experiencial nos aporta lo más importante a lo que podemos aspirar: despertar a nuestra verdad y saber lo que somos. Porque, como se lee en el evangelio apócrifo de Tomás, sin esa comprensión no hay verdadero conocimiento: Jesús dice: Quien lo conoce todo, pero no se conoce a sí mismo, no conoce nada” (EvT 67). Hasta que no sepa qué soy no podré saber cómo cambiar el mundo.

La comprensión nos regala la respuesta a la primera y decisiva pregunta, de la que pende todo lo demás: ¿qué soy yo? Más allá de lo percibido por la mente –la forma o persona en la que nos estamos experimentando–, la comprensión nos conduce a reconocer nuestra identidad profunda, el fondo que compartimos con todos los seres. Por ese motivo, porque es compartido, en esa misma luz se hace patente el fondo de la realidad, dando la razón a la antigua inscripción que figuraba en el templo de Apolo en Delfos –Hombre, conócete a ti mismo y conocerás al universo y a los dioses– y al místico cristiano Maestro Eckhart cuando afirmaba que el fondo de Dios y mi fondo son el mismo fondo.

Lo que somos no puede ser conocido a través de la mente, porque esta no puede trascender el mundo de los objetos. Eso significa que, en esta empresa, el conocimiento por análisis y reflexión no nos sirve de mucho. Al no ser objeto, tampoco puede ser pensado ni nombrado. Lo que somos únicamente puede ser conocido porque lo somos… y somos conscientes de ello. Y es precisamente este conocimiento por identidad lo que nos regala la comprensión experiencial. Nos conocemos porque –y al hacernos conscientes de que– lo somos. Y siéndolo nos comprendemos y comprendemos lo realmente real.

¿Y qué es lo que somos? Aquello que está detrás o más allá –en realidad, infinitamente más acá– de cualquier objeto, externo o interno, que podamos percibir. Aquello que es consciente y estable: lo que permanece cuando todo cambia –lo real no cambia, lo que cambia no es realmente real–, pura consciencia o presencia consciente.

En esta comprensión, decía más arriba, se ventila todo: la liberación del sufrimiento mental, el gozo de saborear lo que somos, la relación con la realidad en clave de comunión, el modo adecuado de situarnos en la vida y la acción ajustada. Cuando se nos regala esta comprensión, todo encaja de manera luminosa. Continuarán pesando nuestras inercias mentales y nuestros condicionamientos psicológicos, que será necesario atender, y seguiremos teniendo errores en nuestro modo de expresarlo, pero la experiencia vivida ilumina ahora toda la existencia.

Debido a la insistencia en la comprensión, como realidad central y fuente de transformación y de acción adecuada, la espiritualidad así planteada suele ser tildada de gnosticismo[3], particularmente desde ambientes cristianos. Aun comprendiendo los riesgos que esa etiqueta busca prevenir, me parece que se trata de una crítica simplista e injusta –en realidad, todas las etiquetas lo son–, que olvida dos cosas: los diferentes significados del término gnosticismo y el contenido que la espiritualidad reconoce en la palabra comprensión. En cualquier caso, como vengo insistiendo desde el principio, la comprensión de la que hablamos no tiene nada que ver con lo mental y mucho menos con lo esotérico, tal como habitualmente se entiende este término. Se trata de una comprensión experiencial que permite ver en profundidad. Hasta el punto –esto explica su lugar absolutamente central– de que, en ausencia de la misma, estamos literalmente dormidos. ¿Y cómo podría actuar con acierto una persona que no ha despertado, sino que se mueve en la bruma confusa de sus sueños? Esto no significa afirmar ningún carácter elitista de la comprensión, como si fuera el don de algunos “elegidos”. Se trata, por el contrario, de una invitación y propuesta de trabajo de validez universal para despertar a lo que realmente somos. Una vez despiertos, todo sin excepción queda iluminado[4].

En este sentido he empezado afirmando que el camino espiritual es un camino de comprensión. Pero, ¿qué es la espiritualidad? El término “espiritualidad” hace referencia, no a una cualidad humana más, sino a nuestra dimensión más profunda, aquello que constituye nuestra verdadera identidad. Si no hubiera sido tan manoseada y, por ello mismo, desgastada, contaminada y tergiversada, la palabra espíritu podría resultar adecuada para nombrar lo que realmente somos. En su defecto, suelen utilizarse términos como consciencia, ser, vida, presencia… Si lo que realmente somos es espíritu -experimentándose en la forma de una persona[5]-, la espiritualidad -entendida también como inteligencia espiritual– constituye la capacidad de comprender lo que somos, conectar con ello y vivirnos desde ahí. Remite, por tanto, de manera directa e inmediata, a la profundidad humana, sin más adjetivos, e implica, igualmente, la capacidad de responder de manera ajustada a la primera pregunta: qué soy yo.

Se comprende que cada tradición religiosa e incluso cada grupo humano hayan querido ponerle su “apellido”; se comprende igualmente que, en época más reciente y a consecuencia del proceso de secularización, al lado de una espiritualidad religiosa, se hable también de una espiritualidad laica o incluso atea. Sin embargo, la espiritualidad genuina, aun valorando e integrando la riqueza que suponen todos esos matices, no necesita de apellidos ni de adjetivos. Sencillamente, llamo “espiritualidad” a la profundidad humana, que incluye la comunión –la fraternidad– con todos los seres. Así entendida, la expresión profundidad-fraternidad -en sus dos dimensiones o “rostros” absolutamente inseparables- constituye otro nombre para referirnos a nuestra identidad profunda.

En principio, la espiritualidad no tiene que ver con ideas, creencias, religiones ni dioses[6]. Tampoco es algo, una cualidad más de la persona. Es la misma profundidad humana. Se trata, por tanto, de una espiritualidad que, en principio, carece de adjetivos, dándose el caso de personas genuinamente espirituales –profundas y fraternales– que ni siquiera conocen ese término o incluso reniegan de él.

Tal como la entiendo y me siento llamado a vivirla, podría decir, recurriendo a una imagen espacial, que la espiritualidad –aquello que constituye nuestra identidad profunda– se despliega simultáneamente en la doble dirección vertical y horizontal. Lo vertical habla de profundidad y trascendencia; lo horizontal de fraternidad y comunión. Dicho brevemente: la espiritualidad es profundidad humana y fraternidad universal.

Puede sonar extraño que, sosteniendo que no necesita adjetivos, subtitule este libro como espiritualidad no-dual. Pero la expresión “no-dual” no quiere ser un adjetivo particular que contrapusiera una espiritualidad a otra –veremos más adelante que la no-dualidad no se contrapone a nada, abraza todo; si se presentara como opuesta a algo ya no podría hablarse de no-dualidad–, sino que busca expresar algo básico: la espiritualidad es una con la realidad, es lo que somos en profundidad.

Con todo, el hecho de que la espiritualidad se identifique con la profundidad humana no niega la necesidad de establecer prioridades o subrayar acentos en cada momento particular. Cada cual verá cuáles son esos acentos y prioridades. Por mi parte, considero que, en esta etapa de la historia humana, la espiritualidad ha de estar atenta de manera especial a aquellas situaciones en las que se ignora la profundidad y se ve amenazada la fraternidad. Me refiero, en concreto, a las cuestiones de la superficialidad o banalidad (la posverdad), del hambre, de la desigualdad, de la injusticia estructural, del lugar de la mujer y de la agresión a la naturaleza. Con otras palabras, desde la clarividencia que brota de ella misma, la espiritualidad ha de asumir de manera comprometida la lucidez crítica, la justicia, el feminismo y el ecologismo.

Para terminar esta introducción y enmarcar el conjunto del texto, necesito decir que este libro nació a raíz de la lectura de un cuaderno publicado por el Seminario de Teología de “Cristianisme i Justícia”, bastante crítico con algunos de mis planteamientos[7]. Viví la crítica como una posibilidad de enriquecimiento, con apertura y dejándome cuestionar. Y así fue. Salí enriquecido en varios aspectos: noté que crecía en mí la actitud de respeto sincero, la apertura humilde ante posicionamientos diferentes, la disponibilidad para aprender de ellos buscando la verdad y, gracias a las críticas recibidas, caí en la cuenta de que necesitaba expresar mi postura de una manera más clara y, en ocasiones, menos absolutista y más matizada. Este libro es el resultado de aquel “diálogo” honesto con quienes en gran medida discrepan de mis textos.

El libro aparece dividido en tres capítulos. En el primero, trato de plasmar por escrito lo que fue surgiendo en mí a medida que hacía la lectura del cuaderno citado. En los otros dos, presento la espiritualidad como sinónimo de profundidad humana y fraternidad universal. Aun consciente de que no cabe separación alguna entre ambas dimensiones, las abordo por separado únicamente por motivos pedagógicos. Finalmente, concluiré con un breve epílogo, centrado justamente en la importancia de cuidar y favorecer el diálogo, expresión también de la espiritualidad así entendida. A última hora, a raíz de algunas experiencias puntuales, me pareció oportuno introducir dos anexos: el primero se centra en dos grandes trampas en que puede y suele caer la espiritualidad; el segundo aboga por el diálogo lúcido y constructivo entre ciencia y espiritualidad, para avanzar en pos de un conocimiento integral que no olvide ninguna dimensión de nuestra realidad.

Y no quiero terminar esta introducción sin agradecer a Javier Melloni y a Ecequiel Subiza el regalo de sus palabras introductorias, testimonio espiritual de apasionados buscadores de la verdad.

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NOTAS:

[1] Con este término, que utilizaré a menudo a lo largo del texto, me refiero habitualmente a la comprensión experiencial, vivencial o profunda que nos permite responder adecuadamente a la pregunta qué soy yo (equivalente a qué es lo realmente real). En este sentido, comprensión equivale a sabiduría y sabe a no-dualidad.

[2] D. CARSE, Perfecta Brillante Quietud. Más allá del yo individual, Gaia, Madrid 2012.

[3] El gnosticismo –del griego gnosis: conocimiento– alude a todo un conjunto de corrientes filosófico-religiosas, de origen oriental o asiático, en auge en los primeros siglos del cristianismo, hasta el punto de que, en cierto modo, llegó a constituir una especie de atmósfera cultural que coloreaba todo el pensamiento de la época. Prometía un conocimiento misterioso y secreto que conduciría a la salvación. Tras una etapa de cierto prestigio entre los intelectuales cristianos, fue declarado herético. Contenía posturas filosóficas muy diversas; sus ideas tenían un carácter panteísta, sincretista, hermético, elitista y dualista. Hoy en día, se asocia habitualmente, de manera despectiva, al mundo de lo oculto, e incluso a la pura elucubración mental. Sobre el influjo de la tradición hindú en el gnosticismo cristiano: J. RIERA, El Jesús de la historia. Un acercamiento a través del evangelio de Tomás, Almuzara, Córdoba 2017, pp. 42-51. El mismo autor insiste, en otra obra, en las influencias que ejercieron las filosofías y religiones orientales –hinduismo, taoísmo, budismo, mazdeísmo, zoroastrismo– en Grecia y Medio Oriente en general, y en la tradición sapiencial y ética judeocristiana, en particular: J. RIERA, El otro legado de Jesús. Una lectura en clave oriental de la Carta de Santiago, Almuzara, Córdoba 2018, pp. 81-102.

[4] En realidad, dejando de lado tantísimas variantes y sus abundantes y exageradas elucubraciones mentales, en una síntesis escueta, el núcleo del gnosticismo podría resumirse en esta afirmación: La persona tiene acceso directo a la “salvación” personal o liberación y el camino es la comprensión (gnosis) de lo que somos. Afirmación que, así planteada, parece incuestionable. Porque si no se admite el camino de la comprensión, solo quedaría otro: el de la creencia (por la que creemos que lo que nos salva es…); creencias que suelen incluir mitos, como el de una salvación concedida por un ser celeste. Sin embargo, por más que durante mucho tiempo haya ocupado un lugar preeminente, cada vez vemos con más claridad que toda creencia no es más que un constructo mental y, en consecuencia, nada fiable. La comprensión, por el contrario, no se apoya en creencias, sino en la experiencia o en la indagación.

[5] Parafraseando la expresión atribuida a Pierre Teilhard de Chardin, podría decirse que, en nuestra verdadera identidad, no somos personas viviendo una experiencia espiritual, sino el espíritu viviendo una experiencia humana.

[6] He abordado más ampliamente toda esta cuestión en varios libros: La botella en el océano. De la intolerancia religiosa a la liberación espiritual, Desclée De Brouwer, Bilbao 2009; Vida en plenitud. Apuntes para una espiritualidad transreligiosa, PPC, Madrid 2013; Cristianos más allá de la religión. Cristianismo y no-dualidad, PPC, Madrid 2015; Vida, San Pablo, Madrid 2020. También M. CORBÍ, Hacia una espiritualidad laica. Sin religiones, sin creencias, sin dioses, Herder, Barcelona 2007.

[7] SEMINARIO TEOLÓGICO DE “CRISTIANISME I JUSTÍCIA”, Dios en tiempos líquidos. Propuestas para una espiritualidad de la fraternidad, Cristianisme i Justícia, Barcelona 2019. Disponible también en:

https://www.cristianismeijusticia.net/es/dios-en-tiempos-liquidos-propuestas-para-una-espiritualidad-de-la-fraternidad

POSTEÍSMO Y NO-DUALIDAD. UN CAMBIO DE PARADIGMA

 I. INTRODUCCIÓN

No me parece casual el debate que, en este último tiempo, se está produciendo en torno al -así suelen nombrarlo- “no-teísmo”[1]. Más bien, tal debate revela la profunda crisis por la que está atravesando el teísmo, y que se manifiesta en diversos síntomas que van desde una cierta reserva, incluso resistencia, cada vez más generalizada, para pronunciar la palabra “Dios”, hasta una desafección creciente hacia lo religioso, de manera particular entre las generaciones más jóvenes. Por lo que se refiere a nuestro propio ámbito sociocultural y a la tradición religiosa que ha imperado en él, resulta llamativo el grado de disonancia que provocan, tanto los dogmas centrales del cristianismo (creación, encarnación, redención, trinidad, inmaculada concepción, asunción), como las normas morales en el campo de la sexualidad y la cuestión sobre el lugar de la mujer en la iglesia.

Somos cada vez más conscientes de que los dogmas teológicos -a pesar de haber sido asumidos como “caídos del cielo” y dotados de “validez eterna”- son solo constructos religiosos, con fecha de caducidad. Este reconocimiento va de la mano de la superación del paradigma teísta y dualista del que provenimos[2].

Se trata de un paradigma en el que se mueve aún la mayoría de los teólogos. Pero no es difícil advertir signos que hablan de su superación. Lo que ocurre es que, cuando un paradigma se siente amenazado porque advierte el nacimiento de otro nuevo, reacciona a la defensiva…, hasta que finalmente el nuevo, antes rechazado sin contemplaciones, termina siendo finalmente aceptado. Las reacciones “bruscas” de muchos teólogos ante lo que llaman “nueva espiritualidad”, aun sin negar el acierto de algunas de sus críticas, se entienden desde aquella actitud defensiva.

Todo ello me hace pensar que somos testigos de una crisis profunda, que afecta al propio núcleo teísta: no tiene que ver solo con un conjunto de creencias y de normas morales, sino con el propio teísmo, como configuración religiosa que se está viendo superada por la propia evolución de nuestra capacidad de comprensión.

La “escucha” del debate ha producido en mí un movimiento a expresar algunas cuestiones relativas al mismo, y que dividiré en tres puntos: posteísmo, no-dualidad y propuesta de una clave de comprensión, temas que trataré en tres entregas sucesivas.

En muchas personas, entre las que me cuento, la superación del teísmo ha ido de la mano de la emergencia de una espiritualidad no-religiosa o trans-religiosa, expresada en clave no-dual. Ese es el motivo por el que abordaré ambas cuestiones (posteísmo y no-dualidad), introduciendo la que considero una clave decisiva para favorecer la comprensión: la cuestión acerca de lo que somos.

Desde mi punto de vista, nos hallamos en una auténtica encrucijada, no ya solo “religiosa”, sino humana, que se concreta en un profundo cambio de paradigma. El paradigma del que provenimos -materialista, teísta y dualista- da signos de agotamiento ante la emergencia de otro postmaterialista, espiritual y no-dual. La encrucijada, por tanto, como puede ocurrir con todo tipo de crisis, abriga una promesa de mayor plenitud.

Respeto profundamente el posicionamiento de cada persona y tengo presentes los sabios versos de León Felipe: “Nadie fue ayer, / ni va hoy, / ni irá mañana / hacia Dios / por este mismo camino / que yo voy. / Para cada hombre guarda / un rayo nuevo de luz el sol… / y un camino virgen / Dios”. Sé por propia experiencia que cada persona se encuentra en un momento preciso y ha de recorrer su propio camino, según también su peculiar ritmo. Es justamente la variedad de posturas la que da como resultado la “sinfonía” del conjunto.

No pretendo, por tanto, abrir un debate, sino únicamente compartir mi experiencia personal; intentar poner palabras a lo que, en este momento, me es dado comprender.

II.

POSTEÍSMO

Personalmente, no definiría este momento como no-teísta -aunque, en cierto sentido, lo sea-, sino más bien como posteísta. Con ello quiero expresar que considero el teísmo como una forma religiosa específica, que ha prevalecido durante unos milenios, pero que seguramente está destinada a ser superada en otras formas de expresar y vivir la dimensión profunda de la realidad, nuestra propia profundidad (que denominamos con el término “espiritualidad”).

Entiendo por teísmo la creencia en Dios como un ser separado, que actúa en el mundo y en la vida de los humanos. Podría decirse que la mente humana ha proyectado sobre ese dios nuestras propias características, lo que ha dado como resultado una imagen hecha a nuestra medida, es decir, un dios antropomórfico que ha llenado la vida de los humanos durante unos cuantos milenios.

Desde nuestra consciencia actual, se va haciendo patente que, por definición, lo que nombramos como “Dios” no puede ser algo pensado ni separado. Porque todo lo pensado no pasa de ser un constructo mental y porque no puede existir nada separado de lo real.

Parece ser que nos hallamos en un momento en que cae toda imagen de dios así entendida, no solo porque resulta radicalmente disonante con la consciencia moderna, sino porque se está empezando a modificar en paralelo la comprensión que tenemos de nosotros mismos (como trataré de mostrar en la siguiente entrega).

Por lo que se refiere a la superación del teísmo y la emergencia de una etapa posteísta, citaré a tres místicos cristianos que vivieron varios siglos atrás. Porque me resulta significativo que ellos “vieran” ya entonces la necesidad de superar esa imagen de dios, en aquellos tiempos indiscutida.

  • En contra de cualquier creencia o cualquier imagen de Dios, la beguina Margarita Porete afirmaba, en el siglo XIII, que “El único Dios verdadero es aquel del que nada puede pensarse”. En nuestro lenguaje: Dios no puede ser pensado; solo puede ser sido (vivido), porque “Aquello” a lo que apunta la palabra “Dios” es lo que somos en profundidad. Y lo conocemos, por tanto, no pensándolo -trasciende la mente-, sino porque lo somos.
  • En contra de cualquier idea de separación y de objetivación de Dios, el teólogo y cardenal Nicolas de Cusa, en el siglo XV, escribía: “Dios no es otro de nada. Dios, en tanto que no-otro, no es otro respecto a la criatura. Nada es otro para el no-otro… Dios es todo en todas las cosas, aunque no sea ninguna de ellas”. En nuestro lenguaje: Dios no es algo (alguien) separado, sino “Aquello” que, sin reducirse a las formas, constituye, sin embargo, su más profunda identidad: es lo que somos.
  • En contra de cualquier absolutización de nuestra idea de Dios, en el siglo XIII/XIV, el Maestro Eckhart, dominico y magister de teología en la Universidad de París -como lo había sido el también dominico Tomás de Aquino-, distinguía entre “Deitas” (Divinidad) y “Deus” (Dios). “Deus” es el dios separado que construye la mente humana; “Deitas” es aquella realidad inefable a la que han apuntado siempre los místicos; el primero es el dios del teísmo, esta otra alude al Misterio último y nuclear de todo lo real y de todos nosotros. El Maestro Eckhart era tan consciente de las trampas de la creencia, que llegó a decir: “Pido a Dios que me libre de Dios”. En nuestro lenguaje: el dios pensado (creído) nos aleja de “Aquello” que constituye la Plenitud de lo real, la Plenitud de lo que somos.

En resumen: hijo de su tiempo y del nivel de consciencia mítico en el que nació, el teísmo proyectó fuera, en un ser separado, a quien llamó “Dios” y a quien adornó de toda una serie de atributos -con frecuencia, contradictorios-, “Aquello” que intuyó como lo más profundo y valioso, lo realmente real, la Plenitud.

Pero “Eso” no es “algo” que detente un ser separado, sino la Profundidad que nos constituye a todos. Al descubrirlo, todo se unifica; al vivirlo, lo experimentamos y lo conocemos de primera mano.

Este reconocimiento -en contra de lo que suelen afirmar algunas críticas superficiales- no supone una inflación del ego, que se endiosaría -cayendo, según esos mismos críticos, en la tentación bíblica del “Seréis como dioses” (Gen 3,5)-, atribuyéndose a sí mismo lo que antes había proyectado en Dios. Más bien al contrario, en esta comprensión queda desvelado el engaño de la identificación con el yo. El sujeto de la Plenitud de la que hablamos no es nunca el yo (o ego), ahora envanecido y autosuficiente, sino “Aquello” que constituye nuestra verdadera identidad (transpersonal). Hasta el punto de que tal comprensión supone, en la práctica, metafóricamente hablando, el “acta de defunción” del ego: nos hemos liberado de lo que creíamos ser, para vivir lo que realmente somos. Seguiremos cuidando y desplegándonos en nuestro yo particular, pero sin reducirnos ni identificarnos con él.

En el teísmo se puso el nombre de “Dios” a “Eso” que no tiene nombre, porque no es un objeto. Trascendida la mente, apreciamos que, en nuestra verdadera identidad, somos justamente Eso que no puede nombrarse, pero que es “más íntimo a nosotros que nuestra propia intimidad” (Agustín de Hipona).

“Eso” que somos -Eso que es- supera y desborda por completo las categorías de lo “personal” y de lo “impersonal”: está más allá de tales etiquetas o atribuciones mentales, por más que nuestra mente quiera imaginarlo como un “alguien” protector. Lo que somos, es transpersonal.

“Eso” que somos -Eso que es- es lo mismo en todo, expresándose en formas diferentes. La realidad es no-dual. Somos uno con todo lo que es. Como escribe Javier Melloni, en su último y estimulante libro, “lo que buscamos ya está en y entre nosotros. En verdad, es nosotros, pero permanece como Otro mientras no lo hallamos… No es cuestión de creer, sino de ver… Todo está Aquí, pero somos incapaces de verlo”[3].

En ocasiones se me ha dicho que la defensa del apofatismo significa silenciar a Dios. Más bien me parece que significa silenciar nuestras imágenes de Dios, el dios construido y proyectado por nuestra mente.

Comprendo las reservas frente al apofatismo por el temor que provoca el silencio de la mente -que suele vivenciarse como soledad e incluso como vacío- y por la sensación de orfandad -y la consiguiente pérdida de seguridad- que produce el abandono de la creencia en un Ser superior, percibido como “protector”. Pero no hay otro modo de evitar el mundo de las proyecciones mentales que construye dioses a nuestra medida.

Sin duda, uno de los rasgos más característicos y más “apreciados” del teísmo sea el hecho de que otorgue a Dios un carácter “personal”. Pero esta es también su mayor debilidad, ya que parece evidente que tal atribución es una proyección humana, que ha dado como resultado un dios antropomorfo: un ser todopoderoso, que repartía premios y castigos, señor absoluto, “dios de los ejércitos”, que habría elegido a un pueblo “especial” para manifestarse al mundo (el mito del “pueblo elegido”, por encima de otros, en consonancia lógica con el carácter etnocéntrico del nivel de consciencia en el que nació esa idea)…, y que nos juzgará después de la muerte.

Parecía además un dios que se fue haciendo “bueno” con el paso del tiempo -sospechosamente, en paralelo al crecimiento de la conciencia ética de los humanos-: ¿qué puede haber en común entre un dios que “mata a todos los primogénitos de los egipcios” (Ex 12,29) y aquel otro que “es bueno con los ingratos y los malvados” (Lc 6,35)? Un dios que “evoluciona” de ese modo nos suena hoy completamente extraño y cada vez más incomprensible.

La “personalización” de dios supuso una gran riqueza y un pesado límite: la riqueza es que hizo avanzar decididamente el proceso de personalización y de etización del ser humano -la creencia teísta nos hizo sentirnos más “personas”, a la vez que intensificó la motivación por un comportamiento ético-; su límite radica en el hecho de que resulta más difícil superar la imagen de un dios “personal”, debido a la carga afectiva que tal imagen posee. Ese mismo contenido es lo que explica la perpetuación del teísmo, por el carácter traumático que comporta la ruptura de la adhesión afectiva a la figura de un dios personal que ha configurado toda la existencia del creyente, dotándola de seguridad y de sentido, así como de la sensación de ser amado: “realidades” demasiado valiosas para nuestro ego como para desecharlas con facilidad. Sin contar, además, con el hecho de que, mientras se mantenga la identificación con el yo, no se podrá percibir a dios sino como un ser igualmente personal.

Y, sin embargo, a mi modo de ver, las expresiones de los místicos citados indican, sin duda, la necesidad de superar también el teísmo. Pero tal superación no significa sostener sin más el ateísmo, sino reconocer como superada una forma de referirnos al misterio que nos constituye. Misterio que, desde mi comprensión, se desvela en clave de no-dualidad. Pero no podremos comprender los límites inherentes al teísmo ni lo relativo a la no-dualidad si no nos clarificamos acerca de lo que realmente somos.

III.

¿QUÉ SOMOS?

(Necesito empezar con un paréntesis personal. Porque, aun con cierto pudor, siento necesario compartir por qué es para mí decisiva esta cuestión: el motivo es que, en mi caso, el cambio en mi “modo de ver” se produjo tras dos experiencias de comprensión profunda, que se “me” regalaron de un modo sorpresivo e inesperado. ¿Qué sucedió? No me resulta fácil expresarlo, pero puedo señalar algunos rasgos de lo que allí se produjo: el pensamiento quedó suspendido por completo, la “idea” del yo se disolvió absolutamente, solo había plenitud de consciencia, de unidad con todo y de amor…, sin nadie que se lo apropiara. No era que “yo” comprendí, no; lo que ocurrió fue, más bien, que la comprensión diluyó el yo y se hizo luminosa la verdadera identidad, lo que luego leí como la respuesta definitiva a la cuestión Qué soy yo. Me quedó claro que mi identidad no era el yo, con el que había vivido identificado, sino “Eso” que queda cuando la mente se silencia, Eso que es pura consciencia. Lo experimentado no me transformó y todavía hoy necesito seguir integrándolo en mi existencia cotidiana, en la que siguen presentes los altibajos. Pero no puedo renunciar a lo visto ni dejar de reconocerlo como la clave primera de cualquier lectura de lo real. Fue a partir de ahí cuando lo que nombramos como “transpersonalidad” y “no-dualidad” se me hicieron evidentes).

Hasta aquí mi necesidad de compartir el motivo por el que no conozco otro punto de partida que no sea la pregunta por nuestra identidad. Con todo, creo que tal cuestión es siempre la primera, porque la respuesta a la misma condiciona todas las demás. Vamos a ello.

Parece evidente que nuestro modo de ver y de leer la realidad es siempre deudor del modo como nos vemos a nosotros mismos. Por lo que se refiere a nuestra cuestión -el teísmo-, lo expresó claramente el filósofo presocrático Jenófanes (siglo VI-V a.C.): Los etíopes dicen que sus dioses son de nariz chata y negros; los tracios, que tienen ojos azules y pelo rojizo (…). Si los bueyes, caballos y leones tuvieran manos y pudieran dibujar con ellas y realizar obras como los hombres, dibujarían los aspectos de los dioses y harían sus cuerpos, los caballos semejantes a los caballos, los bueyes a los bueyes, tal como si tuvieran la figura correspondiente a cada uno”[4].

Cuando hemos mantenido durante bastante tiempo una creencia determinada -por extraña que sea-, es probable que termine siendo para nosotros una “evidencia”, sobre todo si resulta “coherente” con nuestras impresiones más simples: así ocurrió con creencias tales como el terraplanismo, el geocentrismo y el materialismo. Hablar de una tierra esférica (ovalada), que orbita en torno al sol (todavía hoy seguimos diciendo que “el sol sale” o “el sol se ha ido”) y de una materia que, a tenor de los descubrimientos de la física cuántica, no existe en sí misma, es tan contraintuitivo que ha costado mucho tiempo advertirlo, hasta que fuimos capaces de situarnos en “otro lugar”, que nos permitía ver nuestro planeta en el conjunto del espacio, así como los constituyentes básicos de la materia. ¿No pasará algo parecido con nuestra creencia en dios y en todos los rasgos que le hemos atribuido?

El “lugar” para encontrar la respuesta adecuada no es otro que la cuestión acerca de lo que realmente somos. Necesitamos empezar, por tanto, por clarificar la cuestión de nuestra identidad: ¿qué somos?, en línea con lo que han dicho siempre los sabios, tal como se leía, por ejemplo, en el frontispicio del Templo de Delfos: “Hombre, conócete a ti mismo y conocerás al Universo y a los Dioses”. Y como se recoge en el evangelio de Tomás, donde Jesús dice: “Quien lo conoce todo, pero no se conoce a sí mismo, no conoce nada” (EvT 67). O como, en época más reciente, proclamara Immanuel Kant: “El autoconocimiento es el principio de toda sabiduría”.

¿Qué somos? Es probable que muchas personas desechen la pregunta, por la misma razón por la que, siglos atrás, hubiera resultado absurdo cuestionar el geocentrismo: ¿no era acaso evidente que el sol giraba alrededor de la tierra? ¿No es “evidente” lo que somos, sin necesidad de enfrascarnos en otros vericuetos?

Para la gran mayoría de las personas, somos nuestro yo: una entidad psicofísica delimitada y separada del resto. Y esto parece resultarles evidente e incuestionable. Pero, ¿realmente es así? ¿No valdrá la pena indagar acerca de esta cuestión decisiva? ¿Doy por válido lo que me han enseñado o me atrevo a indagar por mí mismo? Por decirlo con palabras de la filósofa Mónica Cavallé: “¿Descanso en mis propias comprensiones o, en cambio, tiendo a cimentar mi camino interior sobre conocimientos de segunda mano?”.

En ese trabajo de indagación, el punto de inflexión se produce cuando nos hacemos conscientes de que todo aquello con lo que nos habíamos identificado -cuerpo, mente, psiquismo…- son solo objetos o contenidos de consciencia. Y, a partir de ahí, nos preguntamos: ¿qué es Eso que es consciente de los objetos? Porque solo “Eso” será el único sujeto que merece este nombre.

Puedo observar mi cuerpo, mi mente, mi psiquismo, mi “persona”… Luego, en mi verdadera identidad, no soy nada de ello, sino justamente Eso que observa, Eso que es consciente. Con lo cual, se me hace manifiesto que lo que llamo mi “personalidad” (o personaje) no es mi “identidad”.

Todos los elementos que conforman mi “personalidad” cambian constantemente: cuerpo, pensamientos, sentimientos, reacciones, modos de ver y de ver la realidad… Sin embargo, en medio de todo ello, hay “algo” que no cambia: el Testigo que observa y que, en cualquier momento de mi historia, a pesar de los cambios ocurridos, me permite reconocerme y decir con verdad: “Yo soy”. Y soy exactamente Eso que no cambia.

A partir de esta comprensión, todo se modifica. Resulta lógico que quien se identifica con su yo particular, separado y “personal”, tienda a creer igualmente en un dios separado y “personal”. Y que, en ese proceso, se proyecte en esa imagen de dios aquello que constituye la identidad última de lo que somos todos. Con lo cual, en la religión teísta, se habría producido un secuestro -no intencionado- de nuestra identidad, en el sentido de que habríamos proyectado en un dios exterior y separado aquello que realmente somos, lo que constituye el Fondo de todo lo real.

Sin embargo, cuando se comprende que nuestra identidad es una con todo lo que es, que más allá de las diferencias o las “formas”, compartimos el mismo “fondo”, las imágenes teístas caen y lo que llamábamos “Dios” (Deitas, en el lenguaje del Maestro Eckhart) se muestra, en realidad -los nombres no pueden ser sino inadecuados-, como el Misterio último o el Fondo consistente de todo lo real: Ser, Realidad, Consciencia, Vida… A la mirada teísta, esto le parece una “pérdida”, dado que desde la mente no se puede pensar nada superior a lo “personal”; sin embargo, la realidad trasciende, tanto las categorías “personales” como las “impersonales”. Tal vez podrían aplicarse aquí las sabias palabras de la filósofa Simone Weil: “La perfección es impersonal [transpersonal]. La persona en nosotros [nuestra tendencia a “personalizar” todo] es la parte del error”. Y también: “Todo lo que en un ser humano es impersonal [transpersonal] es sagrado, y solo eso”[5].

Cuando se regala una comprensión profunda, la mente pensante se silencia por completo -el pensamiento queda suspendido- y se ve con claridad que, en nuestra verdadera identidad, no somos el yo con el que previamente nos habíamos identificado, sino la Presencia consciente -plenitud de Amor y de Ecuanimidad- que todo lo sostiene.

Esto no significa “negar” el yo ni evitarlo. Aquí radica la verdad y la belleza de nuestra paradoja: somos el yo particular -esa es nuestra “personalidad”- y somos la Presencia consciente que lo constituye y lo sostiene -esa es nuestra “identidad”-. Personalidad e identidad abrazadas de manera admirable en la no-dualidad.  

Desde esta autocomprensión, ¿qué pasa con el teísmo? Aun reconociendo todo lo que, con sus luces y sus sombras, ha supuesto en el proceso evolutivo de la humanidad y valorando la existencia de tantas personas que han desarrollado en su seno lo mejor de sí mismas, desplegando su humanidad hasta límites incluso heroicos, no dejo de advertir que fue una creencia acorde con el “lugar” -el nivel de consciencia- en el que los humanos se encontraban. Por eso intuyo que caminamos hacia una etapa posteísta en la que, en contra de lo que tiende a pensar la mente, nada valioso se pierde, sino que todo queda enriquecido, tanto en comprensión como en vivencia.

Esa misma autocomprensión nos muestra la naturaleza no-dual de lo real. En nuestro caso, las dos dimensiones que nos constituyen -personalidad e identidad- se encuentran admirablemente entrelazadas de manera no-dual. Son no-dos (ni una ni dos) caras o polos de la misma realidad.

IV.

NO-DUALIDAD

Hace poco recibí un correo de una persona que me decía: “Creo que entiendo lo que es la no-dualidad, pero no la puedo razonar”. La mente no puede “razonar”, ni siquiera entender la no-dualidad, porque ella misma es dual. Pensar implica, además de objetivar, “separar” el sujeto conocedor del objeto conocido. Ahí nace el “yo” y la mente termina pensando que la realidad es una suma de objetos separados, porque así es como ella la percibe.

La no-dualidad no puede, por tanto, ser pensada. Lo más que podemos alcanzar, a través de la mente, es reconocer que tal planteamiento, no solo no carece de sentido, sino que posee una poderosa potencia explicativa. Nada más. La no-dualidad puede percibirse, no razonando, sino justamente en el silencio de la mente: sea porque se ha vivido una experiencia de comprensión en la que el pensamiento queda completamente suspendido, sea gracias a una práctica del silencio de la mente, que nos permite ver desde “otro” lugar.

Alguien ha escrito también que “el planteamiento de la no-dualidad parece contradecir toda la experiencia humana”. Así es, tal como “parecía” contradecirla el heliocentrismo a quien estaba anclado en la “evidencia” de que el sol giraba alrededor de la tierra.

Sin embargo, incluso la física moderna afirma la interrelación, hasta el punto de que el físico Carlo Rovelli se atreve a escribir: “El aspecto relacional de todas las variables físicas es uno de los descubrimientos básicos de la mecánica cuántica”. Si pudiéramos adentrarnos progresivamente en lo más minúsculo de la materia -del organismo a los órganos, de estos a las células, de ahí a las moléculas, de las moléculas a los átomos, de los átomos a las partículas subatómicas…-, lo que descubriríamos al final del recorrido serían ondas de vibración, cuerdas vibrantes y campos cuánticos. Todo ello apunta hacia un Vacío originario, matriz de todas las formas. Lo cual le ha llevado al filósofo postmaterialista Jordi Pigem a escribir que “la base de la realidad no es la materia, es la consciencia”. En la misma línea, el gran físico cuántico James Jean afirmaba que “el universo material se deriva de la consciencia, y no al revés”. Y el astrofísico Richard Conn Henry: “El universo es inmaterial, mental y espiritual”. Con lo cual, el planteamiento de la no-dualidad no parece ya tan “contradictorio” con la realidad como algunos pensaban.

Sin querer extenderme demasiado, deseo simplemente puntualizar algunas cuestiones relativas a la no-dualidad que suelen ser tergiversadas con frecuencia. Probablemente por la misma razón por la que no puede ser “razonada”. Cuando se pretende entender la no-dualidad desde la mente, es imposible captar su significado.

Los puntos que deseo clarificar son aquellos que, a mi modo de ver, con mayor frecuencia son mal entendidos:

  • La no-dualidad no niega las diferencias. Lo que afirma es que diferencia no es sinónimo de separación. Somos diferentes, pero somos lo mismo. La realidad es un despliegue de formas diferentes, pero todas ellas no son sino “formas” surgiendo de un mismo fondo y compartiendo una misma identidad profunda.
  • La no-dualidad no niega el mundo de las formas; al contrario, lo característico de la no-dualidad es la afirmación de ambos polos de lo real. Asume un doble principio: el de exclusión (“yo no soy mi cuerpo, ni mi mente, ni mi psiquismo…”) y el de inclusión (“pero soy también mi cuerpo, mi mente, mi psiquismo…”). En el caso humano, se articula con sabiduría la personalidad (o yo) con y desde la identidad (consciencia). En la vivencia adecuada de esa articulación consiste la sabiduría.
  • La no-dualidad no niega el proceso, sino que reconoce la paradoja. Si bien es cierto que, desde el plano profundo -más allá de las formas- todo es ya -todo, simplemente, es; somos plenitud-, esto no niega que, en el plano fenoménico o de las formas, todo es procesual o secuencial. Lo cual puede resumirse de manera sintética en esta afirmación: estamos en proceso -como personas- de llegar a ser aquello que ya somos -en nuestra identidad profunda-.
  • La no-dualidad no niega la acción ni el dinamismo de comprometerse. Al contrario, no-dualidad es amor y sinónimo de compromiso. Y es así porque la comprensión no-dual, al situarnos en la verdad de lo que somos, sin negar nada de lo que nos constituye, me hace reconocer que todo otro es no-otro de mí. Es lo que aprecio en Jesús de Nazaret: fue esta comprensión la que guio su actitud (“lo que le hacéis a otro, me lo hacéis a mí”) y su comportamiento, caracterizado por la más genuina compasión, que viene siempre de la mano de la comprensión. Con lo cual, el compromiso urge, pero naciendo del lugar adecuado: no del voluntarismo ni del dualismo -con las trampas que esto encierra-, sino de la comprensión. No hay un yo que se comprometa, pero eso no conduce a la pasividad, inactividad o indolencia narcisista, porque somos consciencia comprometida; al comprenderlo, empezamos a vivirnos desde nuestra verdadera identidad.

La no-dualidad da razón de la paradoja de lo real: todo son diferencias y, a la vez, todo es uno; lo Uno expresándose en lo Múltiple. Nosotros mismos nos vemos y vivimos como diferentes, pero ojalá nos comprendamos como unidad, y podamos vivirnos en coherencia con ello. Esa es nuestra paradoja: cada cual nos experimentamos en una personalidad diferente, pero compartimos la misma y única identidad. Es precisamente esta comprensión la que hará posible una transformación radical en nuestro estado de consciencia.

No-dualidad es unidad-en-la-diferencia, abrazo de todas las formas en un fondo único, común y compartido, que constituye el “núcleo” de todo lo que es. Nos experimentamos en una forma determinada y diferente a todas las demás, pero somos “Eso” que alienta toda forma, Plenitud de presencia, Vida, Amor…

En síntesis, la comprensión no-dual, una vez que se ha superado la inercia de la mente -similar a las inercias que mantenían a la humanidad en antiguas creencias absolutizadas-, nos atrae poderosamente, porque refleja nuestro Anhelo más profundo, aquel que nos llama de vuelta a “casa”.

Nuestro drama consiste en vivirnos ignorantes y alejados (alienados) de lo que realmente somos, identificados con el yo y la mente pensante. El desafío pasa por silenciar la mente y atrevernos a mirarnos desde “otro lugar”, el lugar del no-pensamiento. Cuando se trasciende el pensamiento -sin renunciar nunca a la mente funcional ni a la lucidez crítica-, se advierte que no hay nada que conseguir ni nada que falte; no hay confusión, no hay yo y no hay que preocuparse por el nacimiento o la muerte. Estamos -siempre hemos estado- en “casa”. Desde esa comprensión vivimos el plano de las formas o del yo, en todas las dimensiones (psicológica, relacional, social, política, ecológica…). Lo que las religiones llamaban “Dios” -en consonancia con un determinado momento de la consciencia humana- es lo que ahora descubrimos como nuestra “casa”, la identidad una y última que nos constituye -consciencia, presencia, vida…- y el fondo luminoso (“Dios”/“dev” significa “luz”) de todo lo que es.

Lo que llamamos “Dios” no puede ser un Ser separado -¿cómo podría haber algo separado de lo real?-, sino un estado de ser. Más aún: la idea de un dios separado no puede ser sino factor de división, porque se piensa la divinidad como “un tercero” entre tú y yo. Por el contrario, al comprenderla como el Fondo común de todos los seres -nuestra identidad última-, la percibimos como la mayor fuerza de cohesión.

Por todo esto decía que, con la superación del teísmo, no se pierde nada valioso; se crece en comprensión y en plenitud de vida.

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[1] Deseo citar únicamente dos libros: Roger LENAERS, Aunque no haya un Dios ahí arriba, Abya Yala, Quito 2013; y José ARREGI, José María VIGIL, Santiago VILLAMAYOR y otros, Después de Dios. Otro modelo es posible, Colección “Nuevo Tiempo Axial”, marzo 2021. Este último puede descargarse de manera gratuita, para lo que basta poner el título en el buscador; o desde la web de “Espiritualidad Pamplona-Iruña”:

https://www.espiritualidadpamplona-irunea.org/wp-content/uploads/2021/04/Despues-de-Dios.-Otro-modelo-modelo-es-posible-Arregi-Vigil-y-otros.pdf

En respuesta a una airada reacción de José María Castillo -que pone de manifiesto que la teología, incluso la más “abierta”, se encuentra en un paradigma dogmáticamente teísta y religiosamente absolutista, olvidando que todas las formas religiosas son solo constructos mentales-, José Arregi escribe: “Nos hallamos en una encrucijada histórica en la que se nos abren tres alternativas: a) Seguir aferrados a esa imagen de Dios concebida básicamente en Sumeria hace unos 7000 años y todavía vigente en el magisterio oficial y en el imaginario popular, así como en la teología predominante; b) Dejar de utilizar el término “Dios”, al menos hasta que dicho imaginario común persista; c) Superar radicalmente el imaginario tradicional y pasar de la imagen teísta de “Dios” a la afirmación de Dios como Misterio fontal y eterno de todo. Nosotras solo descartamos la primera opción, que por lo demás consideramos contraria no solo a la cultura actual, sino a la inspiración de fondo de la Biblia y de las enseñanzas expresas de las grandes místicas y místicos de la tradición cristiana y de otras tradiciones religiosas… Por eso, afirmamos que Dios es “no-teísta” o “transteísta” en el sentido señalado”: https://www.religiondigital.org/opinion/Respuestas-Jose-Arregi-Maria-Castillo_0_2341265859.html

Aporta luz también la respuesta de Santiago Villamayor: https://www.atrio.org/2021/05/la-trascendencia-de-lo-inmanente/

En este debate, han sido varios los teólogos que han adoptado distintos posicionamientos, como puede verse en portales de información religiosa. La mayoría de ellos se mueven en un paradigma teísta y dualista y en una epistemología decididamente dogmática.

[2] “El discurso de fondo de toda la teología actual -escribe Santiago Villamayor- no encuentra eco en la sociedad y no se atreve a poner en cuestión sus creencias y simbolismos. Ni el Dios omnipotente y arriba, ni Jesús como Hijo de Dios, son hoy creíbles. Y menos la Redención”: https://www.atrio.org/2021/05/la-trascendencia-de-lo-inmanente/

[3] J. MELLONI, De aquí a Aquí. Doce umbrales en el camino espiritual, Kairós, Barcelona 2021, pp. 15-16.

[4] El escritor chileno Rafael Gamucio lo ha expresado de este modo: “Yo no puedo asegurarle a nadie que Dios exista. He hablado muchas veces con él, pero estoy dispuesto a admitir que su voz se parece extrañamente a la mía”.

[5] S. WEIL, La persona y lo sagrado, Hermida Editores, Madrid 2019 [orig. 1943].

Zizur Mayor (Navarra), 27 de junio de 2021.

MIS «RECORDATORIOS»

Adicciones y engaño

Quiero compartir con vosotros y vosotras tres textos, que leo cada día, y que me sirven de “recordatorio” de aquello de donde no quiero escapar…, aunque en realidad el “escape” es imposible porque —lo veamos o no, lo sepamos o no— ya somos aquello de lo que pensamos habernos alejado. Pero, como os decía, me viene bien recordármelo.

Ya eres lo que estás buscando

          

         

 

 

 

 

 

 

Los textos son los siguientes:

 

 1. “YO SOY” (Helen Mallicoat)

 

“Estaba lamentándome del pasado y temiendo el futuro… De repente «mi Señor» estaba hablando: «MI NOMBRE ES YO SOY».

Hizo una pausa. Esperé. Él continuó:

Cuando vives en el pasado, con sus errores y pesares, es difícil. Yo no estoy allí. Mi nombre no es Yo fui.

Cuando vives en el futuro, con sus problemas y temores, es difícil. Yo no estoy allí. Mi nombre no es yo seré.

Cuando vives en este momento, no es difícil. Yo estoy aquí. Mi nombre es YO SOY”.

 

Paz

 

            La religión teísta, con la expresión “mi Señor”, se refiere a la divinidad. Lo cual es absolutamente legítimo. Sin embargo, me parece más ajustado afirmar la no-separación de todo, por lo que tal expresión puede entenderse como otro nombre de aquel Fondo común que compartimos todos los seres, y que, aun sin agotarse en las formas, constituye el núcleo de todas ellas. En ese sentido, la citada expresión nos remite a nuestra identidad más profunda, que puede nombrarse también como “Yo Soy”.

          Esta lectura no-dual nos revela algo profundo. Cuando perdemos la consciencia del momento presente, nos alejamos de quienes somos. Por el contrario, en cuanto acallamos la mente y venimos al aquí y ahora, escuchamos en nuestro interior a nuestra verdadera identidad –nuestro “Señor interior”- que nos susurra: “Yo soy”, todo está bien.

 

 

2. ACEPTAR LO QUE VENGA  (Papaji)

 

La Esencia de la Destreza es esta: Lo que sea que venga, déjalo venir; lo que se quede, déjalo estar, lo que se va, déjalo ir.

Quédate callado, y adora al Ser.

Esta es la esencia de vivir hábilmente en la apariencia del mundo.

Durante todas las actividades de la vida recuerda siempre que tú eres el Ser.

La manera de vivir una vida feliz es aceptar cualquier cosa que venga, y lo que no viene, que no te importe.

 

3. “Somos personitas, cada una con su penita”.

 

               Siento no acordarme del nombre de la chica a quien escuché esta frase, en una entrevista reciente. Solo recuerdo que tiene una voz extraordinaria y, acompañada a la guitarra por un muchacho, canta desde una profunda y exquisita sensibilidad.

          Mientras la entrevistaban, estaba yo atendiendo otras cosas. Pero esas palabras suyas me detuvieron y atraparon. Me sonaron, en su sencillez no exenta de humor, a “palabra inspirada” –inspirada es aquella palabra que nos silencia por dentro y produce un movimiento de desegocentración– y se me quedaron grabadas. Lo que me detuvo fue su “carga” de humildad y de invitación a la compasión.

 

          Y nos encontramos, una vez más, con la paradoja, que me parece bueno noTERNURA olvidar: es verdad que somos Plenitud…, pero no lo es menos que tal Plenitud se expresa en estas formas concretas –frágiles y necesitadas de compasión- que palpamos a diario. Lo uno y otro, en un abrazo no-dual que, finalmente, nos unifica en el Ser.

 

          Es lo que, una y otra vez, nos recuerda el sabio, también humilde y divertido, que es Fidel Delgado. De entre los numerosos videos suyos que pueden encontrarse en YouTube, os recomiendo ver este, cuyo enlace os dejo:

https://www.youtube.com/watch?v=_NpmCPsoLfE

          Está aquíSomos –dice Fidel- “seres-humanos”: en cuanto “humano”, soy una forma transitoria, sumamente vulnerable y amenazado de muerte, y por eso lleno de inseguridad y de miedos; sin embargo, en cuanto “ser”, soy una realidad ilimitada y siempre segura.

 

          Esta es nuestra paradoja, que no conviene olvidar, si no queremos perdernos en la confusión: somos “ambas identidades”. Y tal paradoja encuentra una admirable convergencia con lo que ha visto la física cuántica: el Todo se halla en cada parte.

 

          La paradoja –omnipresente en toda la realidad- expresa una doble verdad, que es también en sí misma paradójica: que toda la realidad manifiesta es polar –no existe nada sin su polo opuesto- y que esa aparente contradicción solo queda resuelta en un lugar “superior”, que abraza ambos polos en una unidad mayor. A este abrazo o unidad englobante que no destruye las diferencias es a lo que llamamos “no-dualidad”.

 

          Polaridad y no-dualidad, por tanto, no solo no se excluyen entre sí, sino que explican el carácter paradójico de lo real. Podemos ver lo real como una infinidad de “puntos” separados que, en un nivel más profundo, son una y la misma realidad que están expresando. Si absolutizáramos el valor de los “puntos” en sí mismos, estaríamos ignorando justamente aquello que los explica y les da consistencia. Solo cuando los vemos como expresiones del Todo único, alcanzamos la compresión adecuada, integrada y holística. Pero eso requiere que nos situemos en otro “lugar” desde el que es posible una perspectiva global, un “nuevo modo” de ver.

 

            Al aplicar todo ello a nuestro caso, descubrimos que somos, a la vez, la “parte” –un “punto” particular de la única “red”: el yo individual- y somos, más profundamente, el “Todo” –la “red” completa: el Yo Soy universal-.

 

          Si nos reducimos al yo, todo será confusión y sufrimiento. Solo cuando advertimos nuestra identidad ilimitada, somos capaces de comprender el “juego” de la Vida, que no consiste en otra cosa sino en el despliegue admirable del Ser en cada una de las infinitas formas que lo expresan, en una hermosa e inequívoca no-dualidad. El “Yo Soy” uno se disfraza y “juega” en cada yo individual.

 

          Si nos percibimos únicamente como yoes individuales (o “puntos” aislados en todo el conjunto), serán inevitables la soledad, el miedo y la ansiedad, la comparación, la confrontación, el juicio, la descalificación del otro… Si, por el contrario, tenemos la lucidez suficiente para colocarnos en aquel “lugar” donde los “puntos” son trascendidos, la comprensión y la compasión serán inevitables: porque todo otro, en el nivel más profundo y en el sentido más verdadero, soy también yo mismo.

 

          Con todo ello, me parece claro que vivir ajustadamente esa realidad paradójica que somos requiere consciencia –para no olvidar nunca lo que somos de fondo, aquella realidad ilimitada y siempre a salvo- y compasión –para amar la forma frágil y vulnerable, en que se está expresando de modo transitorio-.

 

          En realidad, la consciencia (o sabiduría) y la compasión son las dos caras de la misma realidad y de la misma actitud. Así lo han expresado los sabios, con cuyas palabras os dejo:

 

El amor dice: «Yo soy todo». La sabiduría dice: «Yo soy nada». Entre ambos fluye mi vida(Nisargadatta).

La compasión ve al Uno en los muchos, la sabiduría ve a los muchos en el Uno (Frances Vaughan).

La gran compasión que surge de la experiencia de unidad se experimentará como la fuerza motriz del universo (Willigis Jäger).

 

 

Para concluir:

 

         El camino es simple: anclarnos en nuestra verdadera identidad, aquello que permanece cuando todo lo demás cambia: ¿qué es lo único que no ha cambiado en mí, a lo largo de mi existencia temporal? Han cambiado mi cuerpo, mis pensamientos, mis sentimientos, mis reacciones… Solo una cosa permanece: la pura consciencia de ser, que puede expresarse como “Yo Soy”. Ese es el Fondo último de cada ser y de todo lo Real.

             Si lo único que permanece siempre es la consciencia, se comprende –y aquí se da otra elegante coherencia- que nuestra única certeza sea esta: la certeza de ser. Como escribe Juan Carlos Savater, no necesitamos ninguna experiencia de “iluminación”; basta anclarnos en esa certeza innata y atestiguar su verdadera naturaleza invulnerable y eterna. “Anterior a la idea de ser tal o cual persona, anterior a cualquier tipo de razonamiento o pensamiento, hay una innata «certeza de ser». Una desnuda o pura consciencia que es y sabe que es. Esta es siempre, no la mayor, sino verdaderamente nuestra única e incuestionable certeza” (J.C. SAVATER, La certeza de ser, La Trompa de Elefante, Madrid 2012, p.35).

              Permanece todo el tiempo que puedas, a lo largo de todo el día, en la única certeza: la certeza de ser.

Descansar confiadamente en Lo que es

           

           Algo similar es lo que recomendaba el sabio Nisargadatta:

 

“Rechace todos los pensamientos excepto uno: “Yo soy”, la mente se rebelará en el comienzo, pero con práctica, paciencia y perseverancia, cederá y se mantendrá en calma. Una vez que usted esté en calma, las cosas comenzarán a suceder espontáneamente y de forma totalmente natural, sin ninguna interferencia de su parte.

No se preocupe por nada que usted quiera, piense o haga, sólo permanezca establecido en el sentimiento-pensamiento “Yo soy”, enfocando “Yo soy” firmemente en la mente. En el momento que usted se desvíe, recuerde: todo lo que es perceptible y concebible es pasajero, y solo el “Yo soy” permanece.

Después de todo, el único hecho del que usted está seguro es de que “usted es”. El “Yo soy” es seguro, el “yo soy esto” no lo es.

Yo solía sentarme durante horas 6 seguidas, solamente con el “Yo soy” en mi mente, y pronto la paz, la dicha y un profundo amor que todo lo abarca llegaron a ser mi estado normal.

Independientemente de lo que suceda, únicamente desvíe su atención lejos de ello y permanezca en el sentimiento “Yo soy”. Parece simple, y hasta ordinario, ¡pero funciona!”.

 Consciencia e inconsciencia

 “Aquellos que ven la luz en sí mismos nunca necesitarán dar vueltas como satélites alrededor de otros” (Michael Michalko).

Teruel, 2 junio 2014.

 

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