Semana 24 de julio: ¿QUIÉN SOY: «YO»… O LA VIDA?

Confusión[La pregunta decisiva, de la que depende todo lo demás:
¿Quién soy: “yo”… o la Vida?
La respuesta inadecuada es fuente de confusión y sufrimiento;
la respuesta adecuada aporta sabiduría, comprensión y liberación del sufrimiento. Así puede leerse el siguiente texto de Jeff Foster].

 
La vida no siempre resulta «a mi manera».
Sin embargo, «yo» nunca entorpezco el camino de la vida queriéndolo hacer «a mi manera».
Entonces, la vida siempre resulta a mi manera.

Yo soy el camino de la vida.
Cualquier camino que tome la vida, lo tomo.
No existe ningún camino en el que pueda yo
separarme del camino de la vida.
La vida ES el camino.
Entonces, no hay «camino».

La vida no siempre resulta «a mi manera».
Pero «yo» nunca entorpezco ese camino.
Entonces, la vida siempre resulta a mi manera.
Incluso cuando no es así.

¿El camino de quién?
Exactamente.

Jeff Foster

 

Semana 10 de julio: LAS CENIZAS DEL AMOR

Camera 360     Rupert SPIRA.

INTRODUCCIÓN

Desde el punto de vista convencional, se cree que la experiencia está compuesta por dos elementos esenciales: un sujeto –el cuerpo mente- y un objeto –las cosas, los demás y el mundo-. Por este motivo, podríamos llamar a esta visión de la experiencia Dualidad Convencional, en la cual está implícita la relación sujeto-objeto.

En la Dualidad Convencional, se cree que el cuerpo-mente (el sujeto de la experiencia) conecta con las cosas, los demás y el mundo –los objetos de la experiencia- mediante un acto de conocer, sentir o percibir. De ese modo, se considera que el cuerpo-mente es consciente, y que “las cosas, los demás y el mundo” son aquello de lo cual “yo” –el cuerpo mente- soy consciente. Esta creencia es la asunción fundamental en la cual está basada nuestra cultura mundial y es encumbrada en nuestro lenguaje con frases como “yo conozco esto y lo otro”, “yo te quiero”, “yo veo el árbol”. En todos los casos, hay un sujeto, “yo”, que conoce, siente o percibe un objeto –“tú” o “ello”-. De hecho, esta creencia está tan integrada en nuestra cultura que la mayoría de la gente no lo considera en absoluto una creencia, sino que lo asume ciegamente como una verdad absoluta.

Como un primer paso hacia la comprensión de la verdadera naturaleza de la experiencia, las enseñanzas no duales señalan que no es el “yo”, el cuerpo-mente, el que es consciente de las cosas, de los demás y del mundo, sino que es el “Yo-Consciencia” el que es consciente del cuerpo y de la mente, así como de las cosas, de los demás y del mundo. De este modo, el cuerpo y la mente son entendidos como objetos de la experiencia, no como el sujeto.

En este caso, se entiende que el sujeto o el conocedor de la experiencia no está hecho de nada objetivo, como pudiera ser un pensamiento, una imagen, un sentimiento, una sensación o una percepción; está simplemente presente y consciente, y por lo tanto nos referimos a él como “Consciencia”.

Al no tener ninguna característica objetiva, se dice que el sujeto de la experiencia -pura Consciencia- está inherentemente vacío: vacío de pensamientos, imágenes, sentimientos, sensaciones y percepciones; transparente, sin color, sin forma, imperceptible y, en última instancia, inconcebible; sin embargo, si queremos poder hablar o escribir sobre la naturaleza última de la experiencia, no nos queda más remedio que hacer una concesión y concebirlo provisionalmente.

El proceso mediante el cual descubrimos que no es el “yo” como cuerpo-mente el que es consciente de las cosas, de los demás y del mundo, sino que es el “Yo” como Consciencia el que es consciente del cuerpo y la mente, así como de las cosas, los demás y el mundo, es denominado en ocasiones neti-neti: “no soy esto, no soy aquello”. No soy mis pensamientos; soy consciente de mis pensamientos. No soy mis sentimientos; soy consciente de mis sentimientos. No soy mis sensaciones corporales; soy consciente de mis sensaciones corporales. No soy mis percepciones –visiones, sonidos, sabores, texturas y olores-; soy consciente de mis percepciones.

Así, el neti-neti es un procedimiento de discriminación o exclusión, mediante el cual vamos de la creencia de que soy “algo” –una mezcla de un cuerpo y una mente- a la comprensión de que soy “nada” (ninguna cosa)- ningún pensamiento, imagen, sentimiento, sensación o percepción.

De este modo, la culminación del camino del neti-neti –el Camino de la Exclusión– es conocer nuestro Yo como pura Consciencia. Sin embargo, este proceso aún no nos dice nada sobre cuál es la naturaleza de la Consciencia, más allá de que está simplemente presente y consciente. Y en ese sentido, no es esto lo que se ha entendido tradicionalmente por despertar o iluminación. El despertar o iluminación no es tan solo la revelación de la presencia de la Consciencia –aunque este sea el primer paso- sino la revelación de su naturaleza

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Para poder avanzar desde el entendimiento de que la Consciencia está presente y es consciente a la comprensión de su verdadera naturaleza, es necesaria, en la mayoría de los casos, una cierta exploración. Sin embargo, ¿quién o qué podría explorar o conocer la Consciencia? Únicamente ella es consciente y, por lo tanto, es tan solo ella la que puede saber algo sobre sí misma. Por este motivo explorar la Consciencia significa ser consciente de la Consciencia. No obstante, para ser consciente de sí misma, la Consciencia no necesita conocer nada nuevo; simplemente siendo ella misma, la Consciencia ya es siempre, de un modo natural y sin esfuerzo, consciente de sí misma, de igual modo que el sol, de forma simple y natural, se ilumina a sí mismo simplemente siendo él mismo.

Por lo tanto, investigar verdaderamente nuestra naturaleza esencial, aunque casi siempre se inicia razonando, reflexionando y cuestionando, es, en última instancia, simplemente permanecer conscientemente como nuestro Ser esencial de pura Consciencia. En este proceso, la mente queda privada de su objeto y, al no tener nada en lo que enfocarse o a lo que aferrarse, retorna de una forma natural, espontánea y sin esfuerzo a su fuente de pura Consciencia, permaneciendo como tal de manera consciente.

Es en este permanecer como nuestra naturaleza esencial de pura Consciencia donde el recuerdo de nuestra naturaleza ilimitada y eternamente presente comienza a surgir el recuerdo de nuestro eterno e infinito Ser. Por supuesto, no es un recuerdo de “algo”. Sin embargo, el término recuerdo es apropiado porque este conocimiento de nuestro propio Ser –su conocimiento de sí mismo como esencialmente es- siempre ha estado con nosotros y, por lo tanto, no es algo nuevo que se conozca. Tan solo estuvo aparentemente perdido, velado, pasado por alto u olvidado.

Este recuerdo de nuestra naturaleza ilimitada y eternamente presente es designado de formas variadas en las distintas tradiciones espirituales: despertar, iluminación, satori, liberación, nirvana, resurrección, moksha, bodhi, rigpa, kenhso, etc. En todas estas denominaciones se hace referencia a la misma experiencia: el abandono de la identificación con todo lo que previamente considerábamos que era inherente y esencial en nuestro Yo. En la tradición zen se refieren a ello como La Gran Muerte y en la religión cristiana se representa mediante la crucifixión y la resurrección –la disolución de los límites que el pensamiento ha sobreimpuesto en nuestro Yo y la revelación de su naturaleza eterna e ilimitada-.

Este despertar a nuestra naturaleza esencial de Consciencia ilimitada y eternamente presente puede tener o no un efecto drástico e inmediato en el cuerpo y en la mente. De hecho, en muchos casos, este reconocimiento puede darse de un modo tan silencioso y sosegado que incluso puede que a la mente le pase desapercibido.

En cierta ocasión escuché una historia en la que un estudiante de un reconocido maestro zen le preguntaba: “¿Por qué nunca hablas de tu experiencia de iluminación?”. En este punto la esposa del maestro zen se levanta en el fondo de la sala y dice a voces: “¡Porque nunca la ha tenido!”. Otros cuentan que el simple reconocimiento de su Ser esencial los dejó tan desorientados que, por ejemplo, ¡se pasaron los dos años siguientes sentados en un banco del parque acostumbrándose a él!

En cualquier caso, el reconocimiento de nuestra verdadera naturaleza es tan solo una etapa intermedia: la verdadera naturaleza de nuestro Yo –pura Consciencia- ha sido reconocida como el sujeto eterno e infinito de toda experiencia, pero los objetos del cuerpo, la mente y el mundo aún han de ser incorporados en esta nueva comprensión.

En esta etapa, se ha comprendido que nuestra verdadera naturaleza es la Consciencia trascendente; la presencia testigo de la Consciencia en el trasfondo de toda experiencia; el espacio eternamente presente e ilimitado en el que aparecen los objetos temporales y limitados del cuerpo, la mente y el mundo, y mediante el cual son conocidos; el vacío en el que surge la totalidad de la experiencia.

Sin embargo, desde este punto de vista, la experiencia aún consiste en un sujeto –si bien se trata de un sujeto iluminado- y un objeto. El sujeto –la Consciencia eterna e infinita- se equipara en ocasiones a un espacio abierto y vacío como el cielo, en el que los objetos de la experiencia –pensamientos, imágenes, sentimientos, sensaciones corporales y percepciones- aparecen y desaparecen como las nubes. En ese sentido, la Consciencia aún es un (algo), aunque sea un (algo) transparente y vacío. Todavía estamos en el terreno de la dualidad –que podríamos denominar Dualidad Iluminada- en la que un sujeto eterno e infinito parece conocer objetos temporales y finitos.

Es en este contexto en el que la palabra Consciencia se usa en este libro: Las cenizas del amor.

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Para que la paz y la felicidad que son inherentes al conocimiento de nuestro propio Ser –su conocimiento de sí mismo- puedan ser plenamente sentidas y vividas en todos los aspectos de la vida, nuestra comprensión iluminada ha de incorporarse en todos los ámbitos de la experiencia, es decir, en el modo en que pensamos, sentimos, actuamos, percibimos y nos relacionamos.

Por lo tanto, hay una segunda etapa –el Camino de la Inclusión o Camino Tántrico- en la que el modo en que pensamos, sentimos, actuamos y nos relacionamos se readapta gradualmente a nuestra nueva comprensión. En este Camino de la Inclusión –o, como es denominado en la tradición zen, El Gran Renacimiento y en la tradición cristiana, la transfiguración- descubrimos que nuestra naturaleza esencial de pura Consciencia no está tan solo presente como testigo de toda experiencia, sino que además constituye la mismísima sustancia o realidad de la experiencia. Como tal, no es tan solo el trasfondo de la experiencia, sino también lo que está presente en primer plano; no es tan solo trascendente, sino que también es inmanente.

En esta comprensión, la dualidad, es decir, la distinción entre el sujeto –la pura Consciencia- y los objetos del cuerpo, la mente y el mundo, se ha colapsado. De hecho, ni siquiera puede decirse que se haya colapsado, dado que para empezar nunca estuvo ahí realmente. Más bien, se ha visto con claridad que la dualidad es y siempre ha sido completamente inexistente: en realidad, no hay ningún yo –ya sea temporal y limitado o eternamente presente e ilimitado- que conozca, ni tampoco ningún objeto, ser o mundo limitado que sea conocido. Lo único que hay es puro Conocer –una totalidad íntima, continua, indivisible, eternamente presente e ilimitada-.

Es en este sentido en el que los términos Conocer o la luz del puro Conocer se usan en Las cenizas del amor; para describir ese sentir y conocer que toda distinción entre un sujeto aparente y un objeto, ser o mundo aparente se ha disuelto, al contrario que los términos Consciencia o pura Consciencia, en los que aún están presentes un sujeto aparente y un objeto.

Y, del mismo modo que utilizamos como metáfora para la relación de la Consciencia con la experiencia el cielo abierto y vacío, en el que los objetos del cuerpo, la mente y el mundo flotan como nubes, para el puro Conocer, en el que no hay sujeto ni objeto, emplearemos la metáfora de la pantalla y la imagen o película.

Sin embargo, la pantalla en esta metáfora es una pantalla consciente; está viendo o conociendo las imágenes que en ella aparecen, y es, simultáneamente, la sustancia de la que están hechas. De este modo, las conoce como sí misma, no como objetos o como otros.

En este caso, no existe un objeto con existencia real independiente en la pantalla que podamos llamar (una imagen). No hay dos cosas –Advaita significa (adual, no dos)-; no hay por un lado la pantalla y por otro la imagen; únicamente existe la pantalla. Es la pantalla la que, vibrando y creando modulaciones de sí misma, aparece como la imagen, pero nunca se convierte en nada diferente a sí misma.

De igual modo, el puro Conocer, vibrando dentro de sí mismo, toma la forma del pensar, sentir, percibir, ver, oír, tocar, gustar y oler, y así, parece convertirse en una mente, un cuerpo y un mundo, pero en realidad nunca se transforma en nada que no sea él mismo.

Por lo tanto, desde el punto de vista del puro Conocer, no hay (objetos). Tan solo hay objetos e individuos desde el punto de vista ilusorio de uno de los personajes de la película.

El nombre común que le damos a la ausencia de distinción entre un sujeto que conoce y un objeto, ser o mundo, que es conocido, es amor o belleza. El amor es la experiencia de que no hay otros; la belleza es la experiencia de que no hay objetos.

De hecho, no hay palabra que pueda ser legítimamente utilizada para describir la realidad de la experiencia, que permanece innombrable, por siempre más allá del alcance del pensamiento, y que, sin embargo, es total y absolutamente íntima. Es por este motivo por el que, cuando se intenta expresar esta Realidad, ¡es posible tanto no emplear ninguna palabra como utilizar muchísimas!

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El Camino de la Exclusión –no soy esto, no soy aquello- nos lleva de la creencia (soy algo) a la comprensión (soy nada). El Camino de la Inclusión –soy esto, soy aquello- nos lleva de la comprensión (soy nada) a sentir y comprender que (soy todo).

El Camino de la Exclusión está basado en la discriminación; en él hacemos una distinción entre lo que es esencial en nuestro Yo y lo que no lo es. El Camino de la Inclusión está basado en el amor; en él se ve que todas esas distinciones no tienen existencia real, y descubrimos nuestra intimidad innata con todos los aparentes objetos y seres. Este Camino del Amor lleva a lo que podría denominarse Iluminación Encarnada, en la que la comprensión de la verdadera naturaleza de Consciencia eternamente presente e ilimitada va impregnando gradualmente todas las facetas de la vida, penetrando y saturando el cuerpo, la mente y el mundo con su luz. Es un proceso que nunca termina.

Tomamos el Camino de la Exclusión para ir de la Dualidad Convencional a la Dualidad Iluminada; tomamos el Camino de la Inclusión o Tántrico, el Camino del Amor o la Belleza, para ir de la Dualidad Iluminada a la Iluminación Encarnada.

Estas tres etapas –Dualidad Convencional, Dualidad Iluminada e Iluminación Encarnada- se encuentran en todas las grandes tradiciones espirituales y religiosas; en el cristianismo son la crucifixión, la resurrección y la transformación; en el budismo, el samsara, después el nirvana y por último el samsara y el nirvana como equivalentes: primero la forma, luego el vacío, y por último la forma es vacío y el vacío es forma. Tal y como lo expresó Ramana Maharshi: “El mundo no es real; tan solo Brahman es real; Brahman es el mundo”.

En primer lugar, descubrimos que toda experiencia aparece en y es conocida por el espacio abierto y vacío de la Consciencia. Después, descubrimos que la Consciencia no es tan solo el contenedor y el conocedor, sino la mismísima sustancia o realidad de toda experiencia.

A medida que la distinción entre la Consciencia y los aparentes objetos del cuerpo, la mente y el mundo se colapsa o, dicho con más precisión, a medida que se percibe que esa distinción es completamente inexistente, se comprende que todo lo que siempre hemos conocido, todo con lo que alguna vez nos hemos relacionado, es únicamente el Conocer de la experiencia. De hecho, no es tan siquiera el Conocer de (la experiencia), porque nunca encontramos una experiencia independiente del Conocer de dicha experiencia.

Tan solo conocemos el Conocer. Sin embargo, el (nosotros) o el (yo) que conoce ese Conocer no está separado ni es distinto de él; el Conocer no es conocido más que por sí mismo.

Todo lo que en todo momento se conoce es Conocer, y es el Conocer el que se conoce a sí mismo.

Lo único que existe es la luz del puro Conocer.

 

Rupert SPIRA, Las cenizas del amor. Aforismos sobre la esencia de la no-dualidad, Sirio, Málaga 2016.

LOS FRUTOS DE LA ATENCIÓN (Mónica Cavallé)

Atención

Compare usted la conciencia y su contenido con una nube. Usted está dentro de la nube, mientras que yo la miro. Está usted perdido en ella, casi incapaz de ver la punta de sus dedos, mientras que yo veo la nube y otras muchas nubes y también el cielo azul, el sol, la luna y las estrellas. La realidad es una para nosotros dos, pero para usted es una prisión y para mí un hogar”. (Nisargadatta).

 

Describiremos algunos frutos de esta atestiguación:

 

  • La impersonalidad. Para nosotros, occidentales, la palabra “impersonalidad” suele tener evocaciones negativas.

Puesto que hemos concedido un valor absoluto a nuestra personalidad, asociamos la palabra “impersonal” a la anulación de lo que más estimamos: nuestra persona, nuestra individualidad. Efectivamente, la palabra “impersonalidad” tiene una acepción negativa: denominamos así a aquello que diluye la persona, que “despersonaliza”. Pero esta palabra puede tener otra acepción, la que ha tenido para la sabiduría; en este segundo sentido no es sinónimo de “infra-personal” sino todo lo contrario, de “trans-personal”; no alude a aquello que niega o diluye la persona, sino a lo que la supera –sin negarla- porque es más originario que ella. La sabiduría nos dice que lo impersonal es el sustrato y la realidad íntima de lo personal; que no lo excluye, sino que lo sostiene; que, por eso, para ser plenamente personales tenemos que ser plenamente impersonales.

[…] Es dejar de otorgar un valor absoluto a lo que llamamos “mi cuerpo, mis pensamientos, mis emociones, mis acciones, mi vida, mi persona…”; comprender lo ridícula y miope que es nuestra tendencia a hacer que el mundo orbite en torno a nuestro limitado argumento vital –el definido por nuestro yo superficial-. Equivale a cesar de dramatizar nuestras experiencias, de ver el mundo como el mero telón de fondo de dicho drama, y a las demás personas como los actores secundarios del mismo. Es sentir que las alegrías y los dolores de los demás son tan nuestros como nuestros dolores y alegrías, que el cuerpo cósmico es tan nuestro como nuestro propio cuerpo; desistir de ser los protagonistas de nuestra particular “novela” vital, para convertirnos en los espectadores maravillados, apasionados y desapegados a la vez, del drama de la vida cósmica, del único drama, de la única Vida.

El Testigo nos sitúa directamente en el foco central de nuestra identidad. Ahí somos presencia lúcida, atenta, consciente, que es una con todo lo que es. Esta Presencia lúcida que constituye nuestra Identidad central es la misma en todo ser humano. Es nuestra Identidad real, pues es lo permanente y auto-idéntico, mientras que nuestro cuerpo-mente no hace más que cambiar. Esa Identidad central nada tiene que ver con la pseudoidentidad que depende de algo tan frágil y fraudulento como la memoria.

 

  • El amor incondicional. Saber que la aceptación incondicional es nuestra verdadera naturaleza es sabernos un abrazo dado a todo lo que es. La naturaleza del Testigo es el Amor. El yo superficial, intrínsecamente divisor y separativo, no puede amar, aunque así lo crea.

 

  • La libertad interior. Si soy mi sufrimiento, este me poseerá y me abrumará. Si soy mi ansiedad me sentiré totalmente perdido cuando me sienta ansioso. Al confundirme con mis sentimientos, positivos o negativos, me moveré con ellos y viviré en una montaña rusa emocional, me será imposible alcanzar la paz y la estabilidad. Por el contrario, si no me identifico con lo que experimento, ni tampoco lo resisto, advertiré que el sufrimiento no es la naturaleza interna de ninguna experiencia, sino el resultado de mi deseo de retenerla o de negarla. Descubriré que, en mi más íntima verdad, soy libre.

 

  • La transformación. El Testigo no busca ni pretende nada, ni siquiera busca directamente el cambio y la mejora; por eso puede descansar totalmente en el presente. El yo superficial, por el contrario, experimenta constantemente el contraste entre “lo que cree ser” y “lo que cree que debería llegar a ser”; se considera básicamente incompleto, y por eso solo se siente ser a través de la tensión, la lucha y la búsqueda constante de logros y resultados futuros.

No hay nada que pueda parecer más contrario a nuestro sentido común y a nuestras creencias más arraigadas que la idea de que, en ocasiones, el empeño de ser mejores puede ser contraproducente. Pero la experiencia del Testigo nos proporciona una profunda revelación: cuando aceptamos “lo que hay”, “lo que es”, es decir, cuando otorgamos a todo una atención incondicional, también a lo que solemos calificar de negativo, experimentamos las más revolucionarias transformaciones. […]

La aceptación –entendida no como resignación, sino como la acción del Testigo- es la fuente por excelencia de la transformación, del crecimiento y del cambio profundos. Paradójicamente, cambiamos de forma más radical cuando no nos centramos obsesivamente en el cambio, ni determinamos de antemano cuál será su curso. […].

 

  • La comprensión. La aceptación es la fuente de la transformación, y también de la comprensión. Como ya explicamos […], esta comprensión no ha de confundirse con la pseudocomprensión meramente intelectual. A diferencia de esta última, la comprensión de la que hablamos acontece cuando nos relajamos con relación a algo (y ni siquiera pretendemos entenderlo); es una consecuencia directa de la aceptación y de la transformación que esta conlleva.

Para aceptar no es preciso entender. El Testigo acepta lo que hay, la experiencia presente. Esta experiencia presente puede ser de ignorancia o de confusión. Ahora bien, paradójicamente, esta aceptación de todo –también de la propia ignorancia y confusión- propicia una actitud de lucidez desimplicada y objetiva, favorecedora de la comprensión. La aceptación nos hace más penetrantes; permite que aflore la visión.

 

(Mónica CAVALLÉ, La sabiduría recobrada. Filosofía como terapia, Oberon, Barcelona 2002, pp.213-217; editada posteriormente en Kairós, Barcelona 2011).

 

MIENTRAS CAMINO. 2. Dejarte marchar

Queridos amigos, queridas amigas:

 

Os envío hoy la segunda parte del testimonio de Sara. De nuevo, me ha conmovido su capacidad de verdad, así como su coraje para soltar aquello que, en un momento, consideró como lo más valioso de su vida, cuando ha descubierto que, sencillamente, podía estar alienándola.

 

Tal vez, este testimonio sea difícil de entender para personas religiosas, que han identificado la verdad con su propia creencia. Por eso, quiero invitaros de nuevo a tomar distancia de cualquier creencia –en uno o en otro sentido- para salir al “campo abierto” de la verdad, por más que, de entrada, provoque sensaciones amenazadoras.

 

Sara ha decidido soltar la “religión” recibida y el “dios” aprendido. Con humildad, comparte los motivos que la han llevado a ello. En último término –tal como a mí me llega-, el motivo es solo uno: tanto aquella religión como aquel dios –más allá de la intención de quien los anunciaran- se habían convertido en el mayor obstáculo para la verdad, la vida, la libertad, el gozo…, sumiendo a la persona en una sensación de división interior y de alienación dolorosa.

 

Para ella, “dejar marchar” a “dios” es la condición imprescindible para ver la luz y caminar en la verdad. Los místicos nos recuerdan que, con mucha frecuencia, las creencias sobre Dios constituyen el principal impedimento para encontrarlo. Como decía aquella gran mujer que fue Simone Weil, “lo malo del falso dios es que nos impide ver al verdadero”. La explicación es simple: cuando se ha encerrado a Dios en las creencias (imágenes) sobre él, la adhesión a las mismas nos impide estar abiertos al Misterio siempre sorprendente.

 

Sara nos deja ver la angustia de orfandad que tal abandono le supone. Pero es precisamente ahí, en la más desnuda intemperie, al caer todas las formas, donde se desvela la única verdad, la única certeza: la certeza de ser, en una plenitud ilimitada. Cuando palpas tu “nada”, emerge a tu conciencia el “Todo”: somos uno con Todo.

 

También han sido los místicos, con frecuencia después de pasar por la experiencia dolorosa de la “noche oscura”, quienes han sabido expresarlo del modo más luminoso. Os dejo algunos textos:

 

“Conviértete en nada y Él te convertirá en todo” (Rumi). “Ama la Nada, huye del yo” (Matilde de Magdeburgo). “Hazte vacío y Yo me haré torrente” (Catalina de Siena). “Para venir a serlo todo, no quieras ser algo en nada” (Juan de la Cruz). “Es liberador y hermoso vivir en la Nada, siendo Nadie, libre de toda imagen, incluida la propia; libre de toda opinión o idea, incluida asimismo la idea de la Nada y de Nadie” (Rafael Redondo). “Solo el ser vaciado de sí puede cambiar el mundo” (Rafael Redondo).

 

Como os sugería en el envío anterior, os invito sencillamente a acoger el compartir de esta vivencia, desde lo que es: una vivencia que brota del corazón y, más allá todavía, desde el Anhelo de verdad y de vida que late en todos nosotros.

 

Acogedla…, desde el respeto y la gratitud, y no os sintáis obligados a nada: ni a compartirla ni a etiquetarla. Y solo si se despierta un “eco” en vuestro interior, escuchadlo. Por mi parte, puedo deciros que el texto de Sara me llega como un alegato vibrante y auténtico, en la línea de uno de los más sublimes místicos cristianos, el Maestro Eckhart, cuando exclamaba: “Ruego a Dios que me libre de Dios”. Porque solo “dejando marchar” cualquier idea acerca de Dios, estaremos disponibles para verlo.

Enrique.

 

 MIENTRAS CAMINO

 

 2. DEJARTE MARCHAR

 

 

Tengo que dejarte marchar. Debo apartarte de mí, arrancarte de mi mente y de mi alma.

 

Has estado tan unido a mí, tan trenzado con mis certezas que separarme de ti me produce, no solo un dolor insoportable, sino que me hace sangrar el corazón, como si me extirparan ese órgano vital, el más importante de todos, el que siempre ha dado sentido a mi vida.

 

Desde muy pequeña me impusieron tu imagen, tu presencia, tu poder, tu justicia, tu misericordia, tus mandatos, tus premios y tus castigos. Junto con la leche materna que mantenía vivo mi pequeño cuerpo, se me administraba también otro alimento, se me imbuía de un mito ancestral, se me hacía partícipe de un arquetipo milenario, fui introducida en la gran corriente del inconsciente colectivo y no pude oponerme, no tuve ninguna capacidad para defenderme. Y mientras yo crecía físicamente, mi espíritu  era moldeado por las duras e implacables manos de una escultora llamada “religión”.

 

Yo iba madurando y tú conmigo, y lo que pensaba que era una maravillosa libertad resultó ser una peligrosa prisión donde he estado retenida sin darme cuenta, sin ser consciente de esas alambradas que no me permitían avanzar, que no me dejaban ser quien en realidad he sido siempre sin saberlo.

 

Tú lo ocupabas todo, lo justificabas todo, todo se explicaba a través de ti. Y así me perdí en tu abrazo, me olvidé de cualquier otra posibilidad, de cualquier otra realidad. ¿Para qué indagar, para qué ahondar en los misterios interiores si tú iluminabas con tu inmensa sabiduría todos los rincones oscuros, todas las dudas, todas las preguntas?

 

Y cuando recorría la prisión en la que estaba encerrada y tocaba sus barrotes me preguntaba qué habría más allá y entonces tu poderosa voz gritaba en mi interior: ¡No quieras igualarte a mí, no pretendas conocer lo que está vedado, no puedes alcanzarme, debes conformarte con lo que tienes, con lo que sabes, con lo que tu mente te proporciona! Yo acariciaba esos barrotes y, sumisa y obediente, volvía al interior de mi encierro creyendo que ya nada dependía de mí misma, que todo estaba en tus manos, que tú tenías el poder y la gloria y yo solo mi insolente ignorancia.

 

Siempre hemos caminado juntos, desde que tengo memoria: tú allá arriba, yo aquí abajo; tú tan poderoso, yo tan humilde; tú tan sabio, yo tan ignorante; tú todo amor, mientras yo, ¡qué paradoja!, no dejaba de sentirme sola, triste, perdida.

 

Mi sed de eternidad la saciabas tú, mis preguntas sin respuestas las asumías tú, mi infelicidad constante la arropabas tú, mientras yo te sentía sonreírme como el amo condescendiente que observa a su alumna díscola y rebelde.

 

Tú siempre fuiste más real que yo misma. Cuando me perdía en medio de mis pesares y mis tristezas, solo te tenía a ti para sujetarme a tu grandeza y no desparecer en medio del dolor y de la angustia. Cuando no hallaba explicaciones a mis desdichas, allí estabas tú para consolarme sin palabras. Cuando me hundía en lo más profundo del pozo, al final aparecías tú sonriendo y animándome a seguir, aunque no me explicaras qué motivos tenía para continuar caminando.

 

Tú me has salvado una y otra vez. Me has rescatado de tormentas que fueron provocadas por ti. Tú creabas las guerras en las que yo me he debatido hasta casi la extinción y al mismo tiempo me proporcionabas las treguas necesarias para no morir en las batallas. Tú me arrojabas al mar y luego me lanzabas el salvavidas de la fe y la conformidad.

 

Nos hemos amado mucho tú y yo. Me has dado todo el cariño que mis padres no me proporcionaron. Me has apoyado cuando el resto del mundo me dejaba sola. Has enjugado mis lágrimas cuando nadie más lo hacía y gracias a ti mi perpetua soledad se ha hecho más llevadera.

 

Tengo mucho que agradecerte, y por eso me resulta tan doloroso tener que dejarte marchar. Pero si no te alejas, si no te vas diluyendo, no podré seguir avanzando, no podré llegar a saber quien soy, no podré encontrar aquello que siempre estuvo oculto en mi interior y que ni el mundo ni tú me habéis dejado explorar.

 

Necesito que te vayas, que te alejes. Deja de inspirarme con tus palabras porque lo que ahora me hace falta es silencio. Deja de iluminarme con tu luz porque ahora me es necesaria la oscuridad, el vacío, la nada.

 

Ya no soy una niña que camina cogida de tu mano. No puedo seguir apoyándome en ti. Debo avanzar sola, sin ayuda, y para eso debes marcharte, debes abandonarme, tenemos que separarnos, aunque ese desgarro me cueste la propia vida.

 

Tú seguirás allá arriba, poderoso, inalcanzable, sentado en tu trono de gloria, rodeado por tus ángeles y supongo que mi partida no supondrá un gran quebranto en los cielos. Pero para mí será mucho más duro el estar sin ti, el concebir la vida a partir de ahora sin ti, porque cuando tú te vayas yo ya no sabré quien soy, me quedaré sin nada en lo que creer, sin nadie a quien amar, mi vida perderá su sentido, mi alma no tendrá consuelo y mi corazón nunca volverá a ser el mismo.

 

Cuando te hayas ido, cuando al fin consiga apartarme de ti, me disolveré como la sal en el mar, me difuminaré como las nubes tras la tormenta. Sin ti no sabré quien soy. Sin ti mi rostro me será extraño y mi cuerpo ajeno. Sin ti no existiré porque siempre he sido tu hija y no yo misma.

 

Ahora debo enfrentarme sola a esta muerte que es estar sin ti sin saber si podré renacer algún día. Ahora debo desaparecer como la que he sido hasta ayer, sin tener la seguridad de volver a sentirme viva. Ahora, cuando me mire en el espejo, no sé si me veré a mí misma o a una extraña.

 

Ya no hay camino que recorrer, ni meta que alcanzar, ni destino que aguardar, ni tú esperándome al final del horizonte.

 

Pronto dejaré de ser esa escultura de barro que el sistema moldeó a su antojo. Debo saltar al abismo de la más absoluta soledad, tengo que lanzarme al vacío y me romperé en mil pedazos sabiendo que nadie frenará mi caída, que nadie me recompondrá.

 

Y tal vez así se acabe mi historia…, o comience por primera vez.

 

Sara

 

MIENTRAS CAMINO. 1. La última travesía

Queridos amigos, queridas amigas:

 

Os envío hoy la primera parte —“La última travesía”— de un texto que me ha impactado, por la capacidad de verdad de la mujer que lo firma. Tal como sugiere el título global —“Mientras camino”—, todo el escrito no quiere ser sino el compartir de lo que esta mujer se ha visto llevada a vivir. Más adelante, os haré llegar la segunda parte —“Dejarte marchar”— en la que ahonda aún más, si cabe, en la vivencia que la ha conducido a desenmascarar lo que ha sido –para ella- el “engaño religioso”.

 

Me admira y emociona la pasión por la verdad y la fuerza con que esta trata de abrirse camino, en cuanto le brindamos la más mínima posibilidad, por rígidas que hayan sido las armaduras anteriores y aun en medio de circunstancias tan duras como la aparición de un cáncer.

 

La autora nos comparte una vivencia. Por eso quiero invitaros a hacer una lectura desde la acogida más limpia, el no-juicio y la gratitud ante alguien que se “desnuda” de esa manera. No la leáis desde ninguna “creencia”; no la juzguéis desde ninguna “idea”. Creencias e ideas son solo “objetos mentales” que, con frecuencia, como dice la autora, esconden más que desvelan; porque son “interesadas”: ofrecen (pseudo)seguridad a cambio de sumisión.

 

Tampoco os pido que compartáis lo que expresa: cada persona tiene su propia historia y todas las vivencias, aparte de tener un porqué, son “sagradas”, merecedoras, por tanto, de un respeto exquisito. Simplemente, si lo deseáis, acoged el testimonio, permitid que resuene en vuestro interior…, y quedaos escuchando el “eco” despertado en vosotros. Las vivencias no nos piden nunca que estemos de acuerdo con ellas, sino simplemente que las acojamos.

 

En todo ello, me parece importante ser conscientes, también, del peso que tiene lo que psicólogos y neurocientíficos llaman “disonancia cognitiva” (el término y las primeras investigaciones sobre esta cuestión se deben al psicólogo Leon Festinger). Se trata de un fenómeno que se produce cuando llega a nuestro cerebro alguna idea nueva que choca con creencias previamente arraigadas. Cuando eso ocurre, el organismo genera un mecanismo de defensa, en forma de ansiedad y malestar generalizado, cuyo objeto es descartar lo nuevo y neutralizarlo, para de ese modo salvaguardar las creencias anteriores.

Dado que cada persona tenemos un tempo o “ritmo” único –hijo de nuestros genes, nuestra infancia, nuestra historia psicobiográfica…-, es preciso ejercitar la comprensión, el respeto, la tolerancia…; en una palabra, la compasión hacia sí mismo y hacia todos los demás. Compasión, que es la otra cara de la sabiduría y, por tanto, de la Verdad. 

En la verdad que somos, más allá (más acá) de cualquier creencia, recibid un abrazo sostenido,

Enrique.

MIENTRAS CAMINO

 

 1. LA ÚLTIMA TRAVESÍA

 

 

         Una nueva travesía del desierto: ya ha habido otras y tal vez esta sea la última.

 

         La primera se inició cuando el Dios de mis padres se me quedó tan pequeño que tuve que apartarlo de mí porque me ahogaba, y a partir de ahí vagué sola, sin rumbo, en el vacío. Ese “estar sin Dios” fue una etapa desasosegante, inquieta, pero yo era demasiado joven, demasiado inconsciente y no sabía que esa ausencia era en realidad la verdadera presencia. Solo sentía que estaba sola por dentro y esa sensación no me gustaba, por eso quise solucionarlo cuanto antes y me puse a buscar desesperadamente hasta que apareció en mi vida un Libro, un volumen maravilloso que hablaba  de ese mismo Dios de mis padres pero de una forma más elaborada y lo mostraba más grande, más inabarcable, incluso más incomprensible; un Libro que describía a los Dioses, al Universo y a la Eternidad; que hablaba de lo divino y de lo humano y sus teorías eran tan fascinantes, estaban tan llenas de magia, que estuve más de treinta años embarcada en su estudio y deslumbrada por la luz que sus páginas emitían. Todo era hermoso, legendario y al mismo tiempo racional y lógico. Me vino como anillo al dedo y me agarré a él como un caminante perdido que al fin encuentra el mapa que le conducirá a la tranquilidad.

 

         Pero el Dios de mis padres y el Dios del Libro eran el mismo, solo que uno más simple y el otro más complejo; uno producto de la tradición judeo-cristiana y el otro revelado de manera misteriosa, extraterrestre. Ambos Dioses servían a un mismo propósito: a los dos los utilizaba para sentirme amada, protegida, justificada.

 

         Siempre he sido una niña solitaria y triste y siempre he buscado en esos Dioses el amor, la ternura y la protección que el mundo me negó. Mi miedo, mi soledad, mi cobardía, mi vulnerabilidad conjuraron a esos Dioses y ellos aparecieron en mi vida y fueron evolucionando conforme yo maduraba.

 

         El Dios de mis padres me acompañó durante la adolescencia y la juventud, y a partir de los treinta años se transformó en el Dios del Libro y junto a él he permanecido hasta los sesenta.

 

         Toda una vida creyendo en un arquetipo implantado en mí al mismo tiempo que la leche materna, toda una vida amando a ese “Padre” que siempre me faltó, buscando en él esas caricias que nunca se me brindaron.

 

         Y así no crecí, no maduré, mi espíritu siguió siendo pequeño, infantil, desvalido, tan necesitado de protección y reconocimiento que solo fui capaz de creer en Dioses con rostros y aroma de “Padres”.

 

         Esos Dioses han sido y todavía son un producto de mi mente, una respuesta a mis necesidades. Son y han sido un consuelo, unas muletas que necesité para poder seguir avanzando sin derrumbarme, sin quedarme en la cuneta de este camino que es la Vida por el que siempre he andado con miedo, con temor, con inseguridad.

 

         Mi mente elaboró un complicado edificio, un Templo mágico, y en su interior yo coloqué a estos Dioses que imaginé y a los que otorgué las mejores cualidades posibles. Mis Dioses eran perfectos, bondadosos, dignos de ser amados y venerados. Ellos eran sabios, poderosos, omnipotentes y si a pesar de todo no conseguía ser feliz, la culpa no la tenían ellos sino yo, que no era lo suficientemente perfecta; yo, que tenía demasiados límites y no podía comprender su inteligencia infinita; yo, que pedía cosas que ellos no podían darme, no porque no fueran generosos, sino porque yo nunca estaba preparada; yo, pobre criatura que pretendía entender el designio de los Dioses.

 

         Mi cuerpo ha crecido y ha envejecido, pero mi mente no permitía que mi espíritu madurara. Mi mente había tomado el mando y me había encerrado en ese Templo con mis Dioses y allí, en ese lugar inventado, dentro de ese sueño de Inmortales, he permanecido durante estos sesenta años de mi vida, una vida a la que ya no le queda mucho recorrido, una vida que está llegando al final y que aún desconoce casi todo sobre sí misma y sobre sus Dioses.

 

         Sesenta años buscando un sentido, persiguiendo una lógica razonable; sesenta años justificando dolores, pesares; sesenta años queriendo comprender el porqué de desamores, de frustraciones; sesenta años haciéndome responsable a mí y a mis Dioses de tanta soledad externa e interna. Sesenta años escondiéndome de mí misma, sintiéndome una pobre niña perdida, una víctima de esos Dioses que yo creé y que nunca dieron respuestas a mis preguntas, que jamás hicieron realidad mis sueños, que siempre se ocultaron a los ojos de mi corazón.

 

         Yo les di forma, los coloqué en las alturas y luego me desesperé cuando no fui capaz de alcanzarlos. Y en ese laberinto de deseos he estado perdida y vagando durante todo este tiempo sin darme cuenta de que no existen los Dioses, de que solo he dado forma a mis anhelos, unos anhelos que ni siquiera eran míos sino producto de mi tiempo, de mi civilización, de mi tribu, de mi familia.

 

         Inmensa cárcel de sueños dentro de sueños de la que nunca he podido escapar porque siempre he temido a la libertad, porque he preferido estar encerrada con mis Dioses a ser libre sin ellos. Era más fácil postrarme a sus pies, llorar, desesperarme, pero confiar en que tal vez algún día sería digna de su consuelo, que darles la espalda y caminar hasta abandonar el Templo en que me había encerrado para no enfrentarme a lo que en verdad soy, un vacío, pura nada, una incógnita, un misterio para mí misma.

 

         ¿Y qué es lo que a los sesenta años me ha arrojado del Templo? Un cáncer, algo sorprendente, algo que a mí no debía haberme pasado porque yo lo tenía todo bajo control, algo que mis amorosos Dioses no podían enviarme porque yo cumplía todas sus órdenes, todos sus preceptos, porque yo me sentía cuidada y protegida por ellos y, aunque no fuera feliz, al menos ellos me mantenían sana, segura. Ellos me concedían un espacio de confort y comodidad a cambio de que yo los venerara y siguiera creyendo en ellos.

 

         Porque eso han sido estos sesenta años: un toma y daca, un extraño contrato entre mis Dioses y yo donde las cláusulas se iban modificando conforme cambiaban los avatares de mi vida y así todo estaba bien, todo encajaba.

 

         Mi mente, la gran manipuladora, se ha encargado de todo durante estos sesenta años. Ella ha fabricado el Templo, ha imaginado a los Dioses, me ha proporcionado los falsos consuelos que he ido reclamando, me ha mantenido encerrada en un mundo irreal, en un universo de mentiras disfrazadas de certezas. Y cada vez que me he mirado al espejo, no me he visto a mí misma sino al personaje que ella ha creado, a la patética marioneta que ha fabricado y que yo he aceptado y he confundido con mi verdadero rostro, con mi auténtico SER.

 

         Y después de sesenta años me doy cuenta de que esa mujer que he sido es un engaño, de que esos Dioses en los que he creído eran falsos, de que la vida que he vivido nunca me ha pertenecido, ni me correspondía. Todo ha sido un inmenso artificio, una descomunal mentira que se ha derrumbado, que se ha venido abajo mientras yo yacía inconsciente sobre la  fría mesa de un quirófano.

 

         Y ahora estoy aquí, con el cuerpo envejecido y mutilado, sin Templo en el que guarecerme ni Dioses en los que creer, aquí en este nuevo desierto ardiente que tal vez sea el último que me toque atravesar.

 

         Se acabaron los sueños, las ilusiones, los artificios; no más historias que contarme a mí misma, no más cuentos, no más esperanzas para un futuro que no existe, no más rememorar un pasado que traigo al presente para seguir pensando que mi vida tuvo un sentido, que no estuve delirando dentro de una crónica inventada.

 

         Estoy cruzando este páramo desolado y en el camino dejo todos los artificios de los que me he rodeado, dejo los trozos de esta vieja armadura oxidada con la que creía protegerme y que en realidad solo servía para aprisionarme. Dejo a la niña triste y perdida, a la joven asustada, a la mujer frustrada. Dejo mi caparazón de fantasías e ilusiones y solo me atrevo a  conservar las palabras con las que relatar esta última odisea, unas palabras con las que forjé historias que casi nadie leyó pero que me salvaron durante mucho tiempo de la alienación total. Y así, desnuda, sin más equipaje que mis lágrimas, que no dejan de fluir, me acerco a la playa en la que este desierto termina y recuerdo la frase de aquel sabio cuyo nombre he olvidado: “Para descubrir nuevas tierras hay que mantenerse alejado de la costa durante mucho tiempo”.

 

         Miro atrás y ya no queda nada, solo el océano infinito ante mí. En la arena unas tablas viejas que la marea ha traído. Con ellas construyo una balsa endeble, frágil, una barca hecha de desechos, al igual que yo. Y con la sal de mis lágrimas y mis últimas palabras, que son lo único que me queda, tejo unas velas que se despliegan al viento y así me introduzco en este mar sin fin que no sé a donde me conduce ni me importa. Solo deseo navegar, dejar que las corrientes me lleven adonde ellas quieran, abandonarme a los vientos sin más deseo que sentir cómo el agua salpica mi cuerpo y el sol calienta mi piel gastada. Miro cómo la costa se va alejando poco a poco y me pregunto si alguna vez regresaré a la seguridad que la tierra firme proporciona o si seguiré por siempre en este océano de incertidumbre.

 

         Soy un náufrago de mí misma, una superviviente de mil batallas que ya no luchará más. No soy mi mente, no soy mi cuerpo, ya no hay pasado ni futuro, solo este mar que me lleva, este misterio que me envuelve, este bendito silencio en el que poco a poco me diluyo, esta soledad salada y líquida donde descasar al fin.

 

Sara.