SER Y HACER

Domingo II de Cuaresma

28 febrero 2021

Mc 9, 2-10

En aquel tiempo, Jesús se llevó a Pedro, a Santiago y a Juan, subió con ellos solos a una montaña alta, y se transfiguró delante de ellos. Sus vestidos se volvieron de un blanco deslumbrador, como no puede dejarlos ningún batanero del mundo. Se les aparecieron Elías y Moisés conversando con Jesús. Entonces Pedro tomó la palabra y le dijo a Jesús: “Maestro, ¡qué bien se está aquí! Vamos a hacer tres chozas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías”. Estaban asustados y no sabían lo que decía. Se formó una nube que los cubrió y salió una voz de la nube: “Este es mi Hijo amado; escuchadlo”. De pronto, al mirar alrededor, no vieron a nadie más que a Jesús, solo con ellos. Cuando bajaban de la montaña, Jesús les mandó: “No contéis a nadie lo que habéis visto hasta que el Hijo del Hombre resucite de entre los muertos”. Esto se les quedó grabado y discutían qué quería decir aquello de resucitar de entre los muertos.

SER Y HACER

  Con imágenes que resultaban familiares al judaísmo, se relata aquí la condición “transfigurada” de Jesús. Sin embargo, la lectura habitual del texto ha estado condicionada por dos claves que no parecen muy acertadas: la separatividad y la desconfianza hacia nuestra realidad profunda.

  Por un lado, la condición de ser “transfigurado” parece que se restringía a Jesús, de acuerdo con la creencia en su divinidad separada y exclusiva. Por otro, se insistía en la “necesidad” de bajar rápidamente en el monte, como si la comprensión de aquella realidad vislumbrada pudiera adormecernos y nos hiciera obviar nuestra acción y compromiso en el mundo.

  Ambas claves definen bien el modo de funcionar de la mente y del ego. Aquella es, por su propia naturaleza, separadora; este se autoafirma en la acción tanto como teme al silencio, en el que se diluye.

  Desnudando el engaño oculto en esa lectura, en la comprensión se hace manifiesto que la realidad “contemplada” en Jesús es una realidad compartida: todos somos seres “transfigurados”; más allá de la apariencia de las formas diferentes, somos Aquello que las transciende, luminosidad y gozo. Y de esta misma comprensión brota la acción y el compromiso, como su expresión natural, ahora caracterizados por la desapropiación. Si el ego exige “hacer” para poder sentirse vivo, en la comprensión la acción fluye sin que haya alguien que se la apropie: el compromiso sabio no viene firmado.

  Todo encaja de manera admirable: lo que somos y lo que hacemos son las dos caras de la misma realidad. Sin comprensión no salimos del engaño de una “identidad pensada” (el yo), aunque nos empeñemos en un activismo desbordante, siempre sospechoso porque aparece marcado por la resistencia –como si la vida debiera responder a nuestra expectativas– y la apropiación.

  La comprensión nos conduce a la aceptación lúcida –superando las trampas de la resistencia y de la resignación– y a la desapropiación en todo lo que emprendemos.

¿Cómo vivo la aceptación y la desapropiación?

MÁS ALLÁ DE LAS IDEAS Y DE LAS CREENCIAS…, LA VERDAD

EUTANASIA, CREENCIAS Y VERDAD

y 6. MÁS ALLÁ DE LAS IDEAS Y DE LAS CREENCIAS…, LA VERDAD

     Estamos tan habituados a identificar la verdad con “algo” –una idea, un concepto, una afirmación, una creencia…– que nos cegamos y obstaculizamos nuestra apertura a ella. Siempre que creemos saber algo, descartamos la posibilidad de que pudiera ser otra cosa. Pero, ¿y si la verdad no fuera lo que habitualmente pensamos acerca de ella?

     El hecho de que identifiquemos la verdad con una creencia no es casual, sino el resultado de la propia naturaleza de la mente, objetivadora y apropiadora.

   La mente objetiva todo lo que aparece ante ella. Basta eso para que convierta la verdad en un concepto. Al mismo tiempo, la mente lee todo de una manera autorreferencial. Con ello, no solo transforma la verdad en un objeto, sino que se arroga el poder de poseerla. La conclusión es tan inmediata como apetitosa para el ego: la verdad es algo que yo creo (o poseo).

  Frente a esos engaños en los que inadvertidamente caemos, basta tomar distancia de la mente y entender cómo funciona para comprender que la verdad –como cualquier realidad transpersonal o transmental– no puede caber en ella.

   El yo no puede tener la verdad porque él mismo, en cuanto se absolutiza, es una mentira; otra creación más de la mente.

   Ahora bien, si la mente no puede alcanzar la verdad, ¿qué podemos esperar de ella?, ¿qué puede aportarnos?

   La mente es la herramienta capaz de poner nombre a los objetos y de intentar nombrar igualmente aquello que la supera. Y en ese nombrar, es obvio que hace lecturas que pueden ser más o menos ajustadas o desajustadas. Ese es su papel: ser lectora y etiquetadora.

 Al comprender su función, dejamos de absolutizar sus construcciones y las reconocemos en lo que son: conceptos (nombres) que apuntan hacia algo que los transciende. Un reconocimiento de ese tipo pulveriza el orgullo intelectual y con él todo tipo de dogmatismos y fanatismos. Y se nos hace patente la sabiduría que contienen aquellos versos de Antonio Machado: “¿Tu verdad? No, la verdad. Y ven conmigo a buscarla. La tuya, guárdatela”.

   De ese modo, la mente se sitúa en su lugar. La utilizamos como herramienta, pero ya no nos identificamos con ella ni creemos al pie de la letra todas sus construcciones.

   Con todo ello, se produce en nosotros una apertura a la verdad más amplia, más libre y con menos pre-juicios. De creernos “poseedores” de la verdad nos convertimos en buscadores humildes que no abrigan ninguna pretensión de tener razón ni presumen de estar en la verdad más que quienes opinan de manera diferente.

  En algunos casos, al constatar la incapacidad de la mente de alcanzar la verdad, puede caerse en una cierta decepción que se transforma en nihilismo y que conduce a la creencia de que nada es verdad o que la verdad no existe. Se trata solo de la reacción de una mente decepcionada y frustrada en su ambición, cuando todavía no hemos aceptado su verdadero lugar.

  Evitada esa nueva trampa, superada la doble actitud del orgullo y de la decepción, somos capaces de abrirnos a la verdad con la inocencia de un niño, o mejor, como diría Paul Ricoeur, desde una “segunda inocencia”.

  Con esa apertura, se nos regala quedar extasiados ante la Belleza, la Verdad y la Bondad de lo que es, más allá de las apariencias y más allá, sobre todo, de los juicios y etiquetas que a lo real impone nuestra mente.

  Y se nos regalará igualmente comprender que la verdad no es “algo”; es lo que es, una con la realidad: abierta, amplia, sin opuesto…

  La Verdad –lo que es– no conoce opuesto, es no-dual. Lo que llamamos “mentira” no es sino una lectura desajustada y lo que solemos llamar “verdad” es apenas un constructo mental al que le hemos dado nuestra adhesión. Pero la Verdad abraza a la vez que transciende todo eso, en su amplitud infinita.

   Esa comprensión genera en nosotros una doble actitud: por una parte, de humildad respetuosa e incluso silente ante lo que nos sobrepasa; por otra, de plenitud al reconocer que la verdad –lo que es, el fondo de lo real– constituye nuestra identidad profunda, la mía y la de quien piensa de manera diferente, la mía y la de todos los seres.

  Nadie posee la verdad. Pero la verdad nos sostiene. Y como dijera el sabio Jesús, todos podemos decir con razón: “Yo soy la Verdad”. Sabiendo que el sujeto de esa frase no es el yo particular –que, aunque engañado, se inflaría de orgullo–, sino aquella identidad una, que compartimos con todos los seres. 

IMPERMANENCIA Y PLENITUD

Domingo I de Cuaresma

21 febrero 2021

Mc 1, 12-15

En aquel tiempo, el Espíritu empujó a Jesús al desierto. Se quedó en el desierto cuarenta días, dejándose tentar por Satanás; vivía entre alimañas, y los ángeles le servían. Cuando arrestaron a Juan, Jesús se marchó a Galilea a proclamar el Evangelio de Dios. Decía: “Se ha cumplido el plazo, está cerca el reino de Dios; convertíos y creed en el Evangelio”.

IMPERMANENCIA Y PLENITUD

   En este breve relato, cargado de simbolismo, resaltan los contrastes: Espíritu-Satanás, alimañas-ángeles, huida-buena noticia. La polaridad es una característica del mundo fenoménico o de las formas y, por tanto, de nuestra propia realidad cotidiana.

  La polaridad, a su vez, va de la mano de la impermanencia: los dos polos de la realidad manifiesta se hallan en cambio constante. Y donde hay impermanencia son inevitables los altibajos y el dolor. Porque el cambio significa que, para que algo nazca, algo tiene que morir. El constante nacimiento/muerte parece ser la ley que rige nuestro mundo.

   De acuerdo con esa ley inexorable, la sabiduría consiste en aprender a vivir, de manera consciente y lúcida, esa dinámica, reconociendo que en nuestra existencia todo es una permanente impermanencia: nosotros mismos estamos naciendo/muriendo de manera constante.

   Con lo cual, la cuestión que marca la diferencia es el modo como asumimos y vivimos tal proceso. Sin embargo, con frecuencia, nos situamos como si la vida “debiera” acomodarse a nuestras expectativas, tuviera que ser “justa” con nosotros o responder a nuestras demandas. Y cuando eso no ocurre, quedamos atrapados en la frustración, el enfado o el resentimiento.

   Sin embargo, la vida no es lo que se supone que debe ser. Es lo que es.

 La comprensión es lo que hace la diferencia. La comprensión nos regala un doble fruto: por un lado, nos hace alinearnos con la vida –no con la “idea” que nos habíamos hecho de ella–; por otro, nos libera de nuestra reducción a la impermanencia.

  La ignorancia consiste en identificarse con el mundo de las formas o de los objetos y, por tanto, en reducirse a lo impermanente. La comprensión nos muestra que, más allá de la forma (persona) en la que nos estamos experimentando, somos “Aquello” que está más allá de las formas, Aquello –dijera José Saramago– “que no tiene nombre”, pero que saboreamos en cuanto salimos de la hipnosis generada por el hecho de habernos identificado con la mente.

  De la comprensión brotan dos actitudes fundamentales: confianza –somos plenitud– y aceptación: dejamos de estar en lucha con la vida y vivimos diciendo sí a lo que es. Y es entonces cuando, de manera admirable, se nos hace patente que el resultado no es la resignación ni la indiferencia, sino la acción adecuada y creativa que, brotando de la misma vida, fluye a través de nosotros. Esta es la “Buena Noticia” y la realización del “Reino de Dios”.

¿Cómo vivo las frustraciones?

Semana 14 de febrero: LA FUNCIÓN PSICO-SOCIAL DE LAS CREENCIAS

EUTANASIA, CREENCIAS Y VERDAD

5. LA FUNCIÓN PSICO-SOCIAL DE LAS CREENCIAS

      Es probable que todos nos hayamos “cargado de razón” en más de una ocasión. No es raro, porque así es como suele funcionar la mente, que tiende a identificar su propia creencia con la verdad.

     Los neurocientíficos nos recuerdan que al cerebro no le interesa la verdad, sino la “coherencia”, es decir, articular un relato –nada importa que sea real o imaginario– que le resulte “coherente” con su propia lectura de la realidad. Y, con frecuencia, a la mente tampoco le interesa la verdad, sino “tener razón”.

      Esa tendencia mental impera en el estado de consciencia mítico. Para quien se halla en este estado de consciencia, solo existe una verdad, que coincide con su propia creencia. Cualquier discrepancia de esta se considera “error”. En estas condiciones, todo diálogo resulta manifiestamente inviable. Es lo que ocurre en posicionamientos políticos, religiosos o ideológicos caracterizados por ese nivel de consciencia. Quien discrepa es considerado “enemigo de la verdad” y marioneta en manos de quién sabe qué “ideología”.

      Cuando se ha identificado la propia creencia con la verdad, no es extraño que cualquier postura discrepante sea etiquetada de “ideológica”, en el peor sentido de la palabra. A este respecto, me viene a la memoria un suceso reciente, que merece ser contextualizado. Hace aproximadamente un año, el cardenal Robert Sarah, uno de los mayores críticos del Papa Francisco, publicó un libro –del que quiso que figurara también como autor el Papa anterior, Benedicto XVI– titulado “Desde lo más hondo de nuestros corazones”, que suponía un ataque frontal a determinadas actitudes y comportamientos del actual pontífice. Pues bien, en ese libro se llega a hacer esta afirmación: “Si la ideología divide, la verdad une los corazones”.  Ni qué decir tiene que “la verdad” era lo expresado en el propio libro, que pretendía desnudar la “ideología” (falsedad) de determinados pronunciamientos papales. Lógicamente, la verdad siempre es la propia creencia –las ajenas son pura “ideología”–, y quien discrepa, está rompiendo la unidad.

      En una similar línea de pensamiento -tal como vimos en la 2ª entrega de estas reflexiones-, algunos obispos nos tienen acostumbrados a tildar de “ideológicas” todas las posturas que discrepan de su creencia. Hasta el extremo de llegar a afirmar que, al margen de sus creencias, solo habrá caos. Sin cuestionarse, en ningún momento, que su propio planteamiento sea “ideología”, es decir, reflexiones o elucubraciones en torno a una creencia sin otra base real que la adhesión a la misma.    

       Decía que la mente tiende a identificar la propia creencia con la verdad. ¿Por qué? ¿Qué “función psicológica” o incluso “social” cumple la creencia en la vida de los humanos, para que la absoluticemos de ese modo y nos resulte tan difícil soltarla, aun sabiendo que es solo un pensamiento, es decir, un mero constructo mental?

      A mi modo de ver, las creencias son importantes para las personas porque cumplen cuatro funciones (psicológicas y sociales):

  • otorgan seguridad, al proporcionar un sentido: el ser humano necesita –y tiene la capacidad de– crear configuraciones simbólicas con las que intenta dotar de sentido su existencia;
  • alivian los miedos inevitables en una condición insoslayable de impermanencia y en situación ineludible de incertidumbre;
  • fortalecen el sentimiento de pertenencia a un grupo determinado que comparte las mismas creencias, por lo que, gracias a ellas, podemos considerarnos “miembros de la tribu”;
  • potencian la cohesión social entre los miembros que las comparten.

    Funciones tan importantes para sostener el yo hacen que, como han puesto de relieve recientes investigaciones neurocientíficas, el cerebro busque e interprete los datos de una manera tal que vengan a fortalecer nuestras opiniones preestablecidas, impidiendo, al mismo tiempo, ver la fuerza de los argumentos que nos contradicen.

      En la medida en que va creciendo la comprensión –al mismo tiempo que se va superando la consciencia mítica–, empezamos a reconocer que la mente no puede atrapar la verdad. Y que lo que vemos no es nunca la realidad como tal (“La realidad, tal como la conocemos –escribe el neurocientífico David Bueno– es solo un producto de nuestra mente”), sino una “realidad” previamente modulada por la misma mente. Es decir, lo que vemos es solo una perspectiva y lo que elaboramos no puede ser más que un “mapa” mental, nunca la verdad misma.

     Tal reconocimiento nos hace humildes y respetuosos, al tiempo que amplía el horizonte, dando lugar a un nuevo nivel de consciencia, global y pluralista, que no pretende estar en posesión de la verdad ni descalifica a quien manifiesta opiniones diferentes.

       Vivido de este modo y sorteada, por el otro extremo, la trampa del relativismo vulgar y del nihilismo a él asociado, el abandono de toda creencia deja un corazón vaciado de sí mismo. Y un corazón vaciado de sí mismo es abierto y capaz de acogerlo todo, un corazón alineado con la verdad que transciende la mente.

COMPASIÓN

Domingo VI del Tiempo Ordinario

14 febrero 2021

Mc 1, 40-45

En aquel tiempo se acercó a Jesús un leproso, suplicándole: “Si quieres, puedes limpiarme”. Sintiendo compasión, extendió la mano y lo tocó diciendo: “Quiero, queda limpio”. La lepra se le quitó inmediatamente y quedó limpio. Él lo despidió, encargándole severamente: “No se lo digas a nadie; pero para que conste, ve a presentarte al sacerdote y ofrece por tu purificación lo que mandó Moisés”. Pero cuando se fue, empezó a divulgar el hecho con grandes ponderaciones, de modo que Jesús ya no podía entrar abiertamente en ningún pueblo; se quedaba fuera, en descampado; y aun así acudían a él de todas partes.

COMPASIÓN

No nos resulta fácil imaginar la carga de sufrimiento y de marginación que conllevaba la enfermedad de la lepra en la Palestina del siglo I. Aun sin ser excesivamente grave en algunas ocasiones –se consideraban como “lepra” diferentes tipos de afecciones de la piel–, la persona que la padecía había de cargar, no solo con el peso de la enfermedad, la vulnerabilidad y el miedo que se derivaban de ella, sino con el estigma de ser considerada “pecadora” y con la losa del rechazo, que se concretaba en una severa norma de marginación social. Todo ello hacía que el leproso fuera visto como un apestado en todas las dimensiones (física, social y religiosa).

   Se comprende bien que quien padecía la lepra ansiara, por encima de todo, “quedar limpio”. Y esa es la petición con que el leproso del relato se acerca a Jesús.

  El primer sentimiento de este, al verlo, es de compasión. Movido por él, viola la ley que prohibía acercarse y, mucho más, tocar al leproso. Y muestra así –en una lectura simbólica del relato– que es la compasión y no la norma la que sana a las personas.

    La compasión constituye un rasgo nuclear de Jesús y uno de los ejes del evangelio. En realidad, todas las grandes tradiciones espirituales la han reconocido como el test que verifica la autenticidad del camino espiritual.

   No se trata de un mero sentimiento superficial, equiparable a la lástima que se produce en nuestra sensibilidad ante el dolor. Es algo infinitamente más profundo: una conmoción interior que nos hace vibrar con la persona que sufre (com-pasión significa literalmente sufrir-con, tanto en latín: cum-passio, como en griego: sym-pátheia, término elocuente que evoca actitudes de simpatía y de empatía), ponernos en su piel, sentir-con ella, y nos moviliza a una acción eficaz de ayuda.

    Para tratar de entender la empatía y la compasión, los neurocientíficos aluden a las neuronas-espejo o neuronas especulares, presentes también en el cerebro de diversas especies de animales. Sin embargo, la raíz última de la compasión se halla en la comprensión. Al comprender que el otro es no-otro de mí, se activa el movimiento que me lleva a tratarlo como desearía yo mismo ser tratado.

   Es precisamente esta raíz la que hace de la compasión una actitud profunda y sabia, porque nos sitúa en nuestra verdad última, en la consciencia de unidad. No es extraño, por tanto, que la práctica de la compasión sea un camino eficaz para superar o transcender la consciencia de separatividad.

   La compasión –como vemos en el relato que comento– libera a la persona de lo que creía “suciedad”, la rescata de la marginación y del aislamiento y favorece su puesta en pie y su integración.

   Ahora bien, dada nuestra constitución, para que fluya fácilmente, la compasión requiere la práctica de la auto-compasión. Es prácticamente imposible vivir la compasión mientras se está instalado en el auto-reproche, la culpa o, simplemente, la indiferencia o lejanía afectiva hacia sí mismo. Se hace necesario cultivar la acogida amorosa de sí, desde la humildad, para que la acogida se expanda y abrace a todos los seres.

  La comprensión de lo que somos nos conduce a escuchar la acción que nace en nuestro interior, una acción marcada por el deseo de bien para todos y por la gratuidad; una acción que nos ancla en nuestro centro, porque es de él de donde nace. Porque, paradójicamente, cuando más estamos en nuestro centro más desegocentrados vivimos.

¿Cómo es en mí la compasión?

Semana 7 de febrero: LAS CREENCIAS SON MAPAS MENTALES

EUTANASIA, CREENCIAS Y VERDAD

4. LAS CREENCIAS SON MAPAS MENTALES

Me parece que la frontal oposición religiosa a la eutanasia nace de la creencia según la cual la vida pertenece a Dios de manera exclusiva y solo él puede decidir cuando acaba.

          Desde mi particular perspectiva, tal creencia adolece de una imagen de la divinidad que nació hace unos milenios en un nivel de consciencia determinado, pero que, a los ojos de muchos de nuestros contemporáneos, resulta no solo antropomórfica, sino incluso infantil. Por ella se atribuye a Dios el modo como los humanos entendemos, tanto la propiedad y el “dominio”, como la voluntad, olvidando que ese dios antropomorfo no es sino una construcción y proyección de la propia mente.

          Con todo, mientras aquella imagen se asume, la conclusión solo puede ser una: si Dios es el dueño de toda existencia y el único administrador de nuestro destino, decidir poner fin a la misma es siempre y sin excepción un pecado gravísimo contra el “único dueño”, en cuanto rebeldía de la criatura contra el creador.

          Desde aquella creencia, se tildará de “asesinos” a quienes de una u otra forma promuevan la eutanasia. Sin más argumentación y sin posibilidad de poner mínimamente en duda la propia postura.

       ¿Dónde radica el hecho que hace imposible diálogo? Me parece que la respuesta es simple: la absolutización de la creencia, pretendiendo que sea aceptada de manera axiomática e incuestionable. ¿Cómo podría ser posible el diálogo con quien se considera en posesión de la verdad, de una “verdad” que presume, además, de haber sido revelada por Dios mismo?

        Desde una comprensión más amplia, parece que, en ese discurso, se produce un salto inadecuado en el momento preciso en que se identifica lo que es una creencia con la verdad misma.

          Se olvida entonces que toda creencia es solo un constructo mental, una idea determinada a la que se ha dado adhesión. Una creencia no es un hecho, como tampoco es una verdad caída del cielo. Es, sencillamente, una lectura determinada que un conjunto de personas han asumido como verdadera.

          Ahora bien, una vez asumida, una creencia parece otorgar una potente sensación de seguridad –como veremos más adelante–, por lo que no resultará fácil cuestionarla. De hecho, cuestionar nuestras creencias más arraigadas requiere mucho coraje… y mucha humildad, porque implica aceptar que hemos podido estar equivocados toda la vida.

      Eso explica que, en lugar de cuestionarlas o de relativizarlas, se adopten posicionamientos que nacen, no tanto de la búsqueda honesta de la verdad, cuanto de la necesidad de sostener la propia creencia.

          La búsqueda de la verdad resulta en la práctica imposible cuando alguien se cree ya en posesión de la misma. En tal caso, no puede buscarse sino, como mucho, desear “comunicarla” a los demás, a quienes no la conocen o comparten. No es extraño que las diferentes confesiones religiosas hayan acentuado su llamada “dimensión misionera” e incluso el proselitismo, nacido de la convicción de que debían aportar “la verdad” al mundo.

        Frente a la absolutización de la creencia y a la pretensión de poseer la verdad, parece evidente que la búsqueda honesta de la verdad implica renunciar –poner entre paréntesis– a toda creencia previa.

        No se discute la legitimidad de que cada persona mantenga las creencias que desee; lo que se cuestiona es que cualquier creencia pretenda absolutizarse y presentarse como si fuera la verdad misma, en un salto que parece a todas luces inadecuado.

       Porque la verdad no es un concepto o un conjunto de conceptos donde estuviera expresada y delimitada. Los conceptos –las ideas, los dogmas, las creencias– no son nada más que interpretaciones mentales recibidas de –o escuchadas a– otros. Pensar es barajar esas opiniones de mil maneras diferentes. Pero a la verdad no llegaremos nunca pensando, sino acallando el pensamiento, tal como expresara con acierto Jiddu Krishnamurti: “Solo una mente en silencio puede ver la verdad, no una mente que se esfuerza por verla”.