Semana 14 de febrero: LA FUNCIÓN PSICO-SOCIAL DE LAS CREENCIAS

EUTANASIA, CREENCIAS Y VERDAD

5. LA FUNCIÓN PSICO-SOCIAL DE LAS CREENCIAS

      Es probable que todos nos hayamos “cargado de razón” en más de una ocasión. No es raro, porque así es como suele funcionar la mente, que tiende a identificar su propia creencia con la verdad.

     Los neurocientíficos nos recuerdan que al cerebro no le interesa la verdad, sino la “coherencia”, es decir, articular un relato –nada importa que sea real o imaginario– que le resulte “coherente” con su propia lectura de la realidad. Y, con frecuencia, a la mente tampoco le interesa la verdad, sino “tener razón”.

      Esa tendencia mental impera en el estado de consciencia mítico. Para quien se halla en este estado de consciencia, solo existe una verdad, que coincide con su propia creencia. Cualquier discrepancia de esta se considera “error”. En estas condiciones, todo diálogo resulta manifiestamente inviable. Es lo que ocurre en posicionamientos políticos, religiosos o ideológicos caracterizados por ese nivel de consciencia. Quien discrepa es considerado “enemigo de la verdad” y marioneta en manos de quién sabe qué “ideología”.

      Cuando se ha identificado la propia creencia con la verdad, no es extraño que cualquier postura discrepante sea etiquetada de “ideológica”, en el peor sentido de la palabra. A este respecto, me viene a la memoria un suceso reciente, que merece ser contextualizado. Hace aproximadamente un año, el cardenal Robert Sarah, uno de los mayores críticos del Papa Francisco, publicó un libro –del que quiso que figurara también como autor el Papa anterior, Benedicto XVI– titulado “Desde lo más hondo de nuestros corazones”, que suponía un ataque frontal a determinadas actitudes y comportamientos del actual pontífice. Pues bien, en ese libro se llega a hacer esta afirmación: “Si la ideología divide, la verdad une los corazones”.  Ni qué decir tiene que “la verdad” era lo expresado en el propio libro, que pretendía desnudar la “ideología” (falsedad) de determinados pronunciamientos papales. Lógicamente, la verdad siempre es la propia creencia –las ajenas son pura “ideología”–, y quien discrepa, está rompiendo la unidad.

      En una similar línea de pensamiento -tal como vimos en la 2ª entrega de estas reflexiones-, algunos obispos nos tienen acostumbrados a tildar de “ideológicas” todas las posturas que discrepan de su creencia. Hasta el extremo de llegar a afirmar que, al margen de sus creencias, solo habrá caos. Sin cuestionarse, en ningún momento, que su propio planteamiento sea “ideología”, es decir, reflexiones o elucubraciones en torno a una creencia sin otra base real que la adhesión a la misma.    

       Decía que la mente tiende a identificar la propia creencia con la verdad. ¿Por qué? ¿Qué “función psicológica” o incluso “social” cumple la creencia en la vida de los humanos, para que la absoluticemos de ese modo y nos resulte tan difícil soltarla, aun sabiendo que es solo un pensamiento, es decir, un mero constructo mental?

      A mi modo de ver, las creencias son importantes para las personas porque cumplen cuatro funciones (psicológicas y sociales):

  • otorgan seguridad, al proporcionar un sentido: el ser humano necesita –y tiene la capacidad de– crear configuraciones simbólicas con las que intenta dotar de sentido su existencia;
  • alivian los miedos inevitables en una condición insoslayable de impermanencia y en situación ineludible de incertidumbre;
  • fortalecen el sentimiento de pertenencia a un grupo determinado que comparte las mismas creencias, por lo que, gracias a ellas, podemos considerarnos “miembros de la tribu”;
  • potencian la cohesión social entre los miembros que las comparten.

    Funciones tan importantes para sostener el yo hacen que, como han puesto de relieve recientes investigaciones neurocientíficas, el cerebro busque e interprete los datos de una manera tal que vengan a fortalecer nuestras opiniones preestablecidas, impidiendo, al mismo tiempo, ver la fuerza de los argumentos que nos contradicen.

      En la medida en que va creciendo la comprensión –al mismo tiempo que se va superando la consciencia mítica–, empezamos a reconocer que la mente no puede atrapar la verdad. Y que lo que vemos no es nunca la realidad como tal (“La realidad, tal como la conocemos –escribe el neurocientífico David Bueno– es solo un producto de nuestra mente”), sino una “realidad” previamente modulada por la misma mente. Es decir, lo que vemos es solo una perspectiva y lo que elaboramos no puede ser más que un “mapa” mental, nunca la verdad misma.

     Tal reconocimiento nos hace humildes y respetuosos, al tiempo que amplía el horizonte, dando lugar a un nuevo nivel de consciencia, global y pluralista, que no pretende estar en posesión de la verdad ni descalifica a quien manifiesta opiniones diferentes.

       Vivido de este modo y sorteada, por el otro extremo, la trampa del relativismo vulgar y del nihilismo a él asociado, el abandono de toda creencia deja un corazón vaciado de sí mismo. Y un corazón vaciado de sí mismo es abierto y capaz de acogerlo todo, un corazón alineado con la verdad que transciende la mente.