GOZO

Domingo IV de Adviento

19 diciembre 2021

Lc 1, 39-45

En aquellos días, María se puso en camino y fue aprisa a la montaña, a un pueblo de Judá; entró en casa de Zacarías, y saludó a Isabel. En cuanto Isabel oyó el saludo de María, saltó la criatura en su vientre. Se llenó Isabel del Espíritu Santo y dijo a voz en grito: “¡Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre! ¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor? En cuanto tu saludo llegó a mis oídos, la criatura saltó de alegría en mi vientre. ¡Dichosa tú, que has creído! Porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá”.

GOZO

Parece claro que Lucas construye este relato -los llamados “relatos de la infancia” son construcciones teológicas- con el objetivo de subrayar, desde el inicio mismo, uno de sus temas preferidos: el gozo. Y lo hace desde una doble perspectiva: Jesús como causa de gozo -incluso antes de nacer, ya hace saltar de alegría a Juan todavía en el vientre de su madre- y la fe como fuente de dicha permanente, según las palabras que Isabel dirige a María.

Al hablar de gozo, en el lenguaje habitual, podemos referirnos a una cualidad relativa a nuestro estado de ánimo, que tiene su polo opuesto en la pena o la tristeza. Y en ese nivel psicológico, es normal que ambos sentimientos se alternen, debido a la impermanencia que caracteriza de modo inexorable el mundo de las formas, donde todo es polar.

Sin embargo, ese mismo término apunta también a otra realidad que trasciende la impermanencia y, por tanto, es transpersonal, estable y no conoce opuesto: es el Gozo-sin-objeto o incondicionado, que experimentamos en nuestra dimensión profunda o espiritual.

Este Gozo no es ya una cualidad que tengamos o podamos perder, así como tampoco depende de alguna circunstancia que pudiera acontecer. Se trata de una realidad transpersonal: no somos, por tanto, sujetos del mismo, sino que es él la realidad que nos sostiene.

En cuanto realidad transpersonal, no conoce opuesto, sino que abraza en su seno tanto el gozo como la pena o tristeza: es no-dual. Y en cuanto tal, trasciende el mundo de las formas y la le ley de polaridad y de la impermanencia.

El Gozo no se apoya en ningún objeto, material o inmaterial -bienes, poder, prestigio, salud, relaciones de diverso tipo, creencias religiosas…-; porque todo objeto es impermanente y, por tanto, incapaz de sostener nada de manera estable.

Más aún, como realidad transpersonal, el Gozo no necesita ser sostenido por otra cosa. Él mismo es autoconsistente. Es uno con el fondo de lo real. Constituye, por tanto, nuestra verdadera identidad. En el nivel profundo, somos Gozo. No tenemos, por tanto, que “fabricarlo” ni sostenerlo, sino únicamente reconocerlo. Eso es lo que nos otorga la comprensión profunda.

En ese camino de reconocimiento ocupa un lugar destacado adiestrarnos a acallar la mente pensante, ya que ella, alejándonos de la comprensión de nuestra verdadera identidad, es la fuente de preocupaciones y de sufrimientos. Silenciada la mente pensante, ¿qué puede quitarnos el Gozo que somos?

En mi día a día, ¿dónde busco la fuente del gozo?

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Al hablar del Gozo-sin-motivo, ¿cómo no recordar las palabras de Francisco de Asís sobre la “verdadera alegría” o la “alegría perfecta”? Tras descartar que la alegría perfecta se halle vinculada al reconocimiento ni al éxito, Francisco cuenta esta narración:

“Vuelvo de Perusa y, en medio de una noche cerrada, llego aquí; es tiempo de invierno, está todo embarrado y hace tanto frío, que en los bordes de la túnica se forman carámbanos de agua fría congelada que golpean continuamente las piernas, y brota sangre de las heridas. Y todo embarrado, aterido y helado, llego a la puerta; y, después de golpear y llamar un buen rato, acude el hermano y pregunta:

– ¿Quién es?
Yo respondo:
– El hermano Francisco.
Y él dice:
– Largo de aquí. No es hora decente para andar de camino; no entrarás.
Y, al insistir yo de nuevo, responde:
– Largo de aquí. Tú eres un simple y un inculto. Ya no vienes con nosotros.   Nosotros somos tantos y tales, que no te necesitamos.
Y yo vuelvo a la puerta y digo:
– Por amor de Dios, acogedme por esta noche.
Y él responde:
– No lo haré. Vete al lugar de los crucíferos y pide allí.

Te digo que, si hubiere tenido paciencia y no me hubiere turbado, en esto
está la verdadera alegría, y la verdadera virtud y salud del alma”.