«LOS NUESTROS»

Domingo XIII del Tiempo Ordinario

26 junio 2022

Lc 9, 51-62

Cuando se iba cumpliendo el tiempo de ser llevado al cielo, Jesús tomó la decisión de ir a Jerusalén, y envió mensajeros por delante. De camino entraron en una aldea de Samaria para prepararle alojamiento, pero no lo recibieron, porque se dirigía a Jerusalén. Al ver esto, Santiago y Juan, discípulos suyos, le preguntaron: “Señor, ¿quieres que mandemos bajar fuego del cielo y que acabe con ellos?”. Él se volvió y los regañó. Y se marcharon a otra aldea. Mientras iban de camino, le dijo uno: “Te seguiré adonde vayas”. Jesús le respondió: “Las zorras tienen madriguera y los pájaros nido, pero el Hijo del Hombre no tiene donde reclinar la cabeza”. A otro le dijo: “Sígueme”. Él respondió: “Déjame primero ir a enterrar a mi padre”. Le contestó: “Deja que los muertos entierren a sus muertos; tú vete a anunciar el Reino de Dios”. Otro le dijo: “Te seguiré, Señor. Pero déjame primero despedirme de mi familia”. Jesús le contestó: “El que echa mano al arado y sigue mirando atrás, no vale para el Reino de Dios”.

 “LOS NUESTROS”

Uno de los rasgos característicos del nivel de consciencia mítico -en el que la especie humana vivió durante milenios y algunos de cuyos reflejos siguen presentes entre nosotros- es la convicción de que la verdad pertenece al propio grupo, por lo que se descarta como falsa cualquier otra opinión. Y ello no debido a una “mala voluntad”, sino sencillamente como consecuencia de lo que ese nivel de consciencia permite ver.

La consciencia mítica bloquea la capacidad de asumir otra perspectiva. Con ello, hace radicalmente imposible cualquier intento de diálogo. Para quien se halla en el nivel etnocéntrico (mítico), solo hay una verdad, que es la del propio grupo (o del propio ego). En consecuencia, “los otros” no solo no pueden ser comprendidos, sino que es necesario obligarlos a cambiar (o “acabar con ellos”, como se lee en el texto que comento). Cualquier propuesta de comprensión de los otros será tachada, como mínimo, de “buenismo” condescendiente y radicalmente equivocado. Trataré de clarificarlo con un hecho reciente: cuando en uno de sus viajes, un periodista le preguntó por la actitud de la Iglesia hacia las personas homosexuales, el papa Francisco contestó: “¿Quién soy para juzgar?”. Ante esas palabras, grupos católicos fundamentalistas reaccionaron de inmediato: “No solo hay que juzgarlos, sino condenarlos porque están en el error. Y el error no tiene derechos”. Pues bien, esta reacción únicamente puede nacer de una consciencia mítica.  

La consciencia mítica -aunque no solo ella- es una consciencia de separatividad, marcada por la vivencia de un dualismo extremo entre “los nuestros” y “los otros”. No es difícil constatar los resultados que tal consciencia ha producido a lo largo de la historia humana: separación, enfrentamiento, guerras, aniquilación de los otros…

Dado que el origen de la trampa no reside tanto en la voluntad, sino en el nivel de consciencia, parece obvio que únicamente la apertura a un nivel de consciencia más amplio -integral, pluralista, aperspectivista, mundicéntrico…- hará posible un nuevo modo de relación entre los humanos. La transformación radical es siempre hija de la comprensión. Solo una consciencia de unidad, que se corresponde a la realidad y supera las estrechas y reductoras lecturas mentales, permite dejar de hablar de “los nuestros” y “los demás”, para reconocernos todos en nuestra unidad básica, más allá de las diferencias en que nos experimentamos.

¿Qué tipo de consciencia predomina en mí?

UN SALTO DE CONSCIENCIA // Javier Melloni

Prólogo al libro Profundidad humana, fraternidad universal. La espiritualidad no-dual, Desclée De Brouwer, Bilbao 2022, pp. 13-17.

Desde hace algunas décadas se está dando un cambio cualitativo de consciencia en el planeta que ha sido puesto en relación con el que se produjo entre el año 1000 y 500 antes de nuestra era, llamado por Karl Jaspers el primer tiempo axial. Aquel salto sucedió gracias a unas condiciones de vida que ya no estaban tan expuestas a la mera supervivencia, lo cual permitió la emergencia de una filosofía religiosa como la de Lao Tse en China, las Upanishads y el Budismo en la India, Zoroastro en Persia, los grandes profetas en Israel y, en Grecia, la aparición de pensadores como Sócrates, Platón, Aristóteles y los grandes autores de tragedias como Sófocles, Eurípides y Esquilo, etc. Todo ello se produjo en torno a una misma época sin que hubiera contacto directo entre ellos, del mismo modo que en primavera aparecen flores en todos los campos sin que haya proximidad física entre ellas. La diferencia substancial entre en el primer tiempo axial y este segundo radica en que aquel se produjo en personas aisladas y singulares, mientras que el cambio actual es colectivo.

¿En qué consiste el salto de consciencia que se está produciendo? ¿Qué cambio se percibe en la comprensión de la realidad que está experimentando cada vez más gente? Se trata de la captación de que formamos parte de un Todo indivisible que requiere de nuestra participación consciente, de que la Realidad es Una, divina, humana y cósmica, trascendente e inmanente al mismo tiempo y que cada uno y cada ser forma parte de esta única Realidad integral. Lo que antaño fueron fulguraciones de unos pocos, hoy está convirtiéndose en una evidencia para muchos. Por supuesto que queda un largo camino por hacer y sería una ingenuidad pensar que porque se empieza a entrever ya está asumido y vivido. El hecho de que se vislumbre no significa que la cualidad de nuestras vidas esté a la altura de lo que vemos. Y sin embargo, no podemos dejar de verlo y este ver es lo que permite convocar nuestras vidas hacia lo que vemos.

Uno de los términos recurrentes para expresar este cambio de consciencia es la no-dualidad. Como todo lo humano, su uso puede caer en abuso y convertirse en una palabra de moda que degrade las radicales implicaciones que contiene este cambio de comprensión de la realidad, de Dios y de nosotros mismos en nuestras actitudes y comportamientos.

El paradigma no-dual se abre camino entre dos escollos: la crítica por la derecha de los que velan por la ortodoxia doctrinal y la crítica de la izquierda que vela por la ortopraxis del compromiso social. Este libro ha estado motivado por una interpelación recibida desde el segundo flanco, pero también tiene en cuenta el primero. Trata responder a ambos y de aquí el díptico del título: Profundidad humana, fraternidad universal, en un intento de salir al encuentro de ambas sospechas.

Cada cual está llamado a vivir honesta y libremente lo que le permite participar y expandir la Vida que le vive y que nos vive, porque esta Vida nos atañe a todos. Lo hacemos junto con los que comparten nuestra comprensión y también convivimos con los que transitan por otras vías, con otras llamadas y con otras cosmovisiones. Ser fiel al propio camino y, al mismo tiempo, mantener abierta la escucha a los diversos caminares forma parte del reto de los humanos desde el inicio de los tiempos. Pero, ¡cuánto nos cuesta a todos! Lentamente, con el paso de los siglos y milenios parece que vamos aprendiendo que es necesario el diálogo dialógico, no el dialéctico, es decir, un encuentro con el otro que sea cordial, atento, respetuoso e inteligente, que no nos enfrente unos a otros sino que nos complemente; un diálogo que brote del mismo lugar del que surge este libro: la consciencia del Uno que formamos entre todos sin que por ello dejemos de ser distintos; es decir, desde ese ver que, cuando se ha atisbado una vez, ya no puede dejar de verse, superando dualismos confrontados, defensivos y ofensivos.

Una y otra vez hemos de tener el valor de ir hacia ese otro diferente. Hasta que el otro no se reconozca en lo que veo de él, todavía no hay conocimiento verdadero. Pero este conocimiento y reconocimiento no comporta confundirnos con el otro sino que hemos de ser capaces de sostener y celebrar la diferencia. Porque somos Uno en el Uno y lo somos a partir y a través de la unicidad irrepetible y sagrada de cada cual. El reto de la pluralidad consiste en sostener la diversidad sin pretender ni forzar que el otro sea como yo. Pero subyace en todos la tentación de absolutismo, de creer que mi verdad es la Verdad. Todos tenemos necesidad de un ejercicio continuo de desapropiación.

          Podríamos decir que las generaciones anteriores sufrieron la enfermedad de la neurosis –la escisión entre el yo ideal y el yo real- mientras que la generación actual padece fundamentalmente de narcisismo –la confusión fusional entre el yo ideal y el yo real-. Lo primero conlleva un casi permanente sentido de culpabilidad que, cuando no se soporta, deriva en una culpabilización de los demás, mientras que lo segundo lleva a una anestesia de la capacidad de autocuestionamiento y a una elusión de cualquier interpelación que nos pueda poner en cuestión. Pero no se trata de quedarnos señalando nuestras sombras, ni de acusarnos mutuamente, sino de ayudarnos a caminar en verdad y con lucidez hacia lo que todos estamos llamados a ser: personas descentradas y centradas al mismo tiempo, descentradas de nuestro estrecho yo para estar centradas en lo Real, donde todos confluimos, a donde todos somos convocados una y otra vez, asombrosa e incansablemente. Lo que me dice el otro, por muy incómodo que pueda ser y es, forma parte de mí mismo.

El libro que tenemos entre manos brota del esfuerzo por escuchar a esa alteridad que nos “altera” para hacernos crecer hacia zonas descuidadas por nosotros mismos. Está escrito por alguien que lleva más de dos décadas recorriendo la clave que aborda y que es un referente para muchos en este campo. No estamos ante una autodefensa de quien empieza a caminar y necesita afirmar un recorrido apenas emprendido, sino que procede de alguien que ya ha hecho un tramo significativo del camino, que lleva años compartiéndolo y que trata de explicarse honesta y pacíficamente en estas páginas.

Desde el comienzo, Enrique Martínez Lozano apela a una comprensión experiencial. Sin ella es imposible adentrarse en el terreno que presenta. Aclara desde el inicio “que a la mente analítica se le escapa que lo opuesto de una verdad profunda puede muy bien ser otra verdad profunda”, citando al científico cuántico Niels Bohr. Solo si se está dispuesto a perderse en esta profundidad podrá aparecer una comprensión nueva. Esta mutación de la mente -y de las creencias que surgen de ella- a otro modo de comprender experiencialmente lo que la tradición cristiana viene trasmitiendo desde hace dos mil años no es fácil de hacer. Hay que pasar por una forma de muerte. Se trata de verdadero despojo y desalojo, tal como todas las tradiciones espirituales señalan como paso ineludible hacia la profundidad de lo Real y que el mismo Enrique confiesa haber atravesado.

Pero no basta con ello sino que el autor de estas páginas se esfuerza por responder de un modo explícito a la interpelación recibida y desarrolla cómo desde la clave de la no-dualidad queda integrada la fraternidad y el compromiso con los demás. La mirada que surge es una relacionalidad intrínseca entre los seres humanos que llama acertadamente comunión radical. Esta comunión no es “ni fusión ni aislamiento, sino unidad-en-la-diferencia y ello tiene, por supuesto, consecuencias políticas, económicas y sociales que han de tomar cuerpo en nuestra sociedad, y que son revolucionarias y alternativas en un mundo todavía capturado por el ego, tanto personal como colectivo. Pero al mismo tiempo señala con firmeza que todo esto no puede hacerse desde el resentimiento o desde un compromiso que también puede ser narcisista y proselitista, porque entonces no hacemos más “que perpetuar la confusión y el sufrimiento”.

Ni una sola página de este libro es inteligible si no se da un voto de confianza a quien la ha escrito y a la perspectiva desde donde lo hace; no es posible si no estamos dispuestos a abrirnos a esa comprensión experiencial a la que se apela desde el comienzo.

En definitiva, estamos ante una aportación importante, incluso indispensable, para el momento epocal en el que nos encontramos. Apenas hemos empezado a establecer un verdadero diálogo en el interior de la comunidad cristiana, así como debemos seguir teniéndolo con quienes buscan y viven esta profundidad y fraternidad humanas fuera del marco eclesial o cristiano. Son muchas las cuestiones abiertas y que se siguen abriendo: la espiritualidad inter, trans o post religiosa, la posibilidad de una espiritualidad sin religión, la adecuación del mismo término espiritualidad para apuntar a lo que aquí se identifica como profundidad humana, la traslación política, social y económica que brota de esta mirada no-dual, etc.

Hemos de seguir abiertos y seguir escuchándonos unos a otros, acogiendo tanto lo grato como ingrato, porque lo que está en juego no son los gustos y disgustos personales, tan pegados a la piel de nuestro pobre ego, sino crecer conjuntamente hacia regiones todavía inéditas que laten en esa profundidad y fraternidad humanas apenas atisbadas, apenas descubiertas y que, sin embargo, pujan en nosotros como un doble y a la vez único anhelo del Ser que asoma a través de todos nosotros y de todo lo que Es.

Javier Melloni.

COMPROMISO

Fiesta de «Corpus Christi»

19 junio 2022

Lc 9, 11b-17

En aquel tiempo, Jesús se puso a hablar a la gente del Reino de Dios, y curó a los que lo necesitaban. Caía la tarde y los Doce se le acercaron a decirle: “Despide a la gente: que vayan a las aldeas y cortijos de alrededor a buscar alojamiento y comida; porque aquí estamos en descampado”. Él les contestó: “Dadles vosotros de comer”. Ellos replicaron: “No tenemos más que cinco panes y dos peces; a no ser que vayamos a comprar de comer para todo este gentío”. Porque eran unos cinco mil hombres. Jesús dijo a sus discípulos: “Decidles que se echen en grupos de unos cincuenta”. Lo hicieron así, y todos se echaron. Él, tomando los cinco panes y los dos peces, alzó la mirada al cielo, pronunció la bendición sobre ellos, los partió y se los dio a los discípulos para que se lo sirvieran a la gente. Comieron todos y se saciaron, y cogieron las sobras: doce cestos.

COMPROMISO

El test de la comprensión es el amor, que se manifiesta como compasión en situaciones de dolor o de necesidad y se plasma en compromiso o cuidado amoroso y eficaz. En síntesis, podría afirmarse que espiritualidad es compromiso.

Ahora bien, conscientes como somos de las trampas que se nos cuelan, de manera tan fácil como inadvertida, me parece importante atender tanto a lo que hacemos como al porqué o al desde donde lo hacemos. Porque son precisamente la motivación que lo anima y el lugar de donde nace los criterios decisivos que garantizan un compromiso adecuado, como supo ver Pablo cuando escribía: “Ya podría dar todos mis bienes a los pobres e incluso entregar mi cuerpo a las llamas; si no tengo amor, de nada me sirve” (1Cor 13,3).

La vivencia o no del compromiso puede verse afectada por dos trampas: la evasión y la apropiación, que dan lugar a dos modos desajustados de plantearlo y a dos distorsiones de la espiritualidad.

La evasión es característica del narcisismo egocentrado que gira en torno a los propios intereses y busca, de manera prioritaria, lograr el mayor bienestar posible (o el menor malestar), para lo que pone toda su energía en la construcción de un pequeño “paraíso narcisista” en el que sentirse a gusto y protegido de cualquier cosa que pueda molestarlo. Es claro que una actitud de este tipo hace imposible cualquier forma de compromiso y da lugar a una (pseudo)espiritualidad etérea, desimplicada y, en último término -por más que constituya un oxímoron-, narcisista. La espiritualidad se vive al servicio del ego, en su ansiosa búsqueda de “autoprotección”.

La apropiación, por su parte, consiste en vivir el compromiso al servicio de la autoafirmación del yo, que busca satisfacer necesidades generalmente inconscientes: reconocimiento, aprobación, notoriedad, compensación de culpas inconscientes, moralismo voluntarista, baja tolerancia a la frustración… Dos rasgos característicos que acompañan a esta actitud son el dualismo (“yo te ayudo a ti”) y el voluntarismo (“yo hago”) que, aun sin ser conscientes de ello, actúan como mecanismos que buscan la autoafirmación del yo. Lo que todo ello produce es un compromiso desconectado y, por ello mismo -aunque aparezca el oxímoron anteriormente mencionado-, narcisista. También aquí la espiritualidad se vive al servicio del ego, en su ansiosa búsqueda de “autoafirmación”.

El compromiso que nace del amor y de la compasión es desapropiado y desegocentrado. Naciendo de la comprensión de lo que somos, fluye con limpieza a través de nosotros. Porque la comprensión nos ha hecho ver que, en contra de la tendencia apropiadora que define al yo, en cuanto individuos particulares, no somos la fuente última de lo que acontece en nosotros. Somos, más bien, el cauce por el que acción pasa. La luz de la comprensión nos libera, tanto de la evasión cómoda, como de la apropiación caracterizada por el dualismo y el voluntarismo.

¿De dónde nace el compromiso en mí?

LA TRINIDAD, METÁFORA DE LA NO-DUALIDAD

Fiesta de la Trinidad

12 junio 2022

Jn 16, 12-15

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: “Muchas cosas me quedan por deciros, pero no podéis cargar con ellas por ahora: cuando venga él, el Espíritu de la Verdad, os guiará hasta la verdad plena. Pues lo que hable no será suyo: hablará de lo que oye y os comunicará lo que está por venir. Él me glorificará porque recibirá de mí lo que os irá comunicando. Todo lo que tiene el Padre es mío. Por eso os he dicho que tomará de lo mío y os lo anunciará”. 

LA TRINIDAD, METÁFORA DE LA NO-DUALIDAD

La Trinidad es una metáfora de la no-dualidad. En contra de una lectura literal que, a pesar de las sutiles disquisiciones teológicas, parecía en la práctica dar como resultado la idea de “tres dioses”, la lectura espiritual de la “Trinidad” nos habla de la Realidad, que no se describe adecuadamente por el uno (monismo) ni por el dos (dualismo), sino por el «tres» (o no-dos).

La Trinidad habla, en primer lugar, de un Fondo o sustrato último del que todo emerge, una Fuente origen de vida y de todo lo que es, en un volcarse y derramarse continuadamente en infinidad de expresiones. Habla, en segundo lugar, de las Formas innumerables, única cada una de ellas, que no son sino modos particulares en los que se despliega incesantemente el único Fondo. Y habla, en tercer lugar, de la Unidad que abraza íntimamente al Fondo y a las Formas, como absolutamente no separados entre sí. De manera que pueda decirse que Fondo es Forma y Forma es Fondo, en una unidad sin costuras donde todo ocupa su espacio y la Realidad muestra toda su belleza y elegancia, la armonía de lo Uno en lo Múltiple.

Nosotros mismos -en quienes la consciencia empieza a devenir autoconsciente- compartimos ese mismo misterio: somos una persona particular y somos, a la vez, el único Fondo último que compartimos con todo lo real.

¿Cómo vivirnos? En la consciencia de lo que somos, sin ignorancia ni olvidos. En concreto, en el silencio de la mente, nos abrimos a conectar de manera consciente el Fondo o Presencia consciente que percibimos en lo profundo. Para ello, puedes empezar por advertir en ti una doble sensación, que tal vez identifiques a través de estas expresiones: “soy consciente” y “estoy presente”. En cuanto conectes con ellas, en el silencio, se abrirá paso la sensación de “presencia consciente”. No la bloquees ni intentes atraparla; permite más bien que ocupe todo su espacio.

La Presencia consciente no es un ser separado, sino un estado de ser. Entrégate a él, abandónate… e irás experimentando la paz, la confianza, el amor, el gozo y la unidad que fluyen de él… y que eres en profundidad. No es necesario “pensar” lo Real -que las religiones llaman “Dios”- como un ser separado o un “Tú” para sentir la plenitud.

¿Tengo la experiencia de permanecer en la “presencia consciente”?

LA ALEGRÍA NACE DE VER

Fiesta de Pentecostés

5 junio 2022

Jn 20, 19-23

Al anochecer de aquel día, el día primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas, por miedo a los judíos. En esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo: “Paz a vosotros”. Y diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. Jesús repitió: “Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo”. Y dicho esto, exhaló su aliento sobre ellos y les dijo: “Recibid el Espíritu Santo, a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos”.

LA ALEGRÍA NACE DE VER

“Se llenaron de alegría al ver al Señor”, se lee en el cuarto evangelio, en el contexto de los relatos de apariciones. Ahora bien, en un sentido profundo o espiritual, la alegría de la que aquí se habla no es fruto del reencuentro con una persona querida que se había dado por perdida; ni siquiera es consecuencia de la fe en un salvador celestial que ofrece paz. Es sabido que, en el nivel mítico de consciencia, la divinidad se proyecta “fuera”, en un Ser separado a quien se reconoce y adora como salvador. Sin embargo, más allá de esa lectura, el término “Señor” apunta a una realidad, no solo más “cercana”, sino constitutiva de nuestra identidad.

Con esta clave, “Señor” es una metáfora que alude a aquello que constituye el eje, el centro o el núcleo mismo de lo que somos. Aquello que ostenta el “señorío” de lo real. Aquello que somos, más allá de nuestro cuerpo, de nuestra mente, de nuestro psiquismo, de nuestra historia, de nuestras circunstancias, en definitiva, más allá de nuestra persona. Aquello que podemos experimentar como Presencia consciente, el Fondo lúcido y luminoso, ante lo que todo lo demás palidece.

Y sucede exactamente así: al “verlo”, al experimentarlo vivo en nosotros, al reconocerlo como nuestro centro (o “Señor”), al comprender que somos Eso en nuestra identidad profunda, brota la alegría incondicionada.

La alegría que merece ese nombre -alegría profunda y sin objeto, más allá de las circunstancias que nos puedan acontecer- nace de “ver” lo que somos. Y no se trata de una creencia que requiera una adhesión por parte de la mente; no es un acto de fe. Se trata, más bien, de una experiencia profunda de comprensión a la que tenemos acceso en la medida en que, gracias al silencio, aprendemos a “ver” más allá de la mente y de las creencias aprendidas.

Tú no eres nada que puedas observar o nombrar. Tú eres Eso que es consciente de todo lo que puedes observar, el Fondo y que sostiene todas las formas, el único “Señor” que permanece en medio de todos los vaivenes de la impermanencia.

¿Dónde se apoya mi alegría?  ¿Cómo la cultivo?

PLENITUD Y DESPLIEGUE HISTÓRICO

Fiesta de la Ascensión

29 mayo 2022

Lc 24, 46-53

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: “Así estaba escrito: el Mesías padecerá, resucitará de entre los muertos al tercer día y en su nombre se predicará la conversión y el perdón de los pecados a todos los pueblos, comenzando por Jerusalén. Vosotros sois testigos de esto. Yo os enviaré lo que mi Padre ha prometido; vosotros quedaos en la ciudad, hasta que os revistáis de la fuerza de lo alto”. Después los sacó hacia Betania y, levantando las manos, los bendijo. Y mientras los bendecía se separó de ellos, subiendo hacia el cielo. Ellos se postraron ante él y se volvieron a Jerusalén con gran alegría; y estaban siempre en el Templo bendiciendo a Dios.

PLENITUD Y DESPLIEGUE HISTÓRICO

La “doble dimensión” que nos constituye -identidad y personalidad- puede verse desde otra perspectiva: somos plenitud que se va desplegando en forma de historia. La plenitud es atemporal; el desarrollo histórico aparece como lineal y secuencial. Una lectura ajustada de lo real tiene en cuenta esa doble dimensión, consciente de que cada uno de esos planos obedece a “leyes” diferentes.

En cuanto “seres históricos”, nos experimentamos impermanentes, frágiles y vulnerables, a la vez que vivimos considerándonos “actores” de nuestro destino, afrontando la vida como “tarea”.

El riesgo consiste en quedar reducidos a este plano, olvidando nuestra dimensión profunda. Cuando esto sucede, caemos en la ignorancia radical por la que, aun creyéndonos “conscientes”, nos perdemos en la confusión y en el sufrimiento mental.

Ese laberinto solo tiene una salida posible: la comprensión que nos permite abrirnos a nuestra verdadera identidad. A partir de ahí, se modifica nuestro modo de vernos, de leer la historia y de movernos en ella. Porque vivimos el despliegue sin perder la conexión con quienes realmente somos, es decir, anclados en la plenitud atemporal. En ella nos reconocemos siempre a salvo y desde ella se modifica nuestra visión de la historia y nuestro comportamiento en ella.

Seguiremos haciendo todo lo que tengamos que hacer en el discurrir diario, pero lo haremos -o mejor, se hará en nosotros- desde “otro lugar”. La historia aparecerá ante nosotros como un “juego divino”, con todo lo que encierra de compromiso, pero también de libertad. Del mismo modo que, al salir del sueño, nos liberamos de la carga de las pesadillas que lo acompañaban, al escapar de la confusión de la mente reductora, saboreamos el descanso profundo que sabe a plenitud y a liberación.

Somos seres históricos, con todo lo que ello implica, pero somos, a la vez y en profundidad, plenitud de vida.

¿Cómo y desde dónde vivo el día a día?