LA INDIFERENCIA CREA ABISMOS

Domingo XXVI del Tiempo Ordinario

25 septiembre 2022

Lc 16, 19-31

En aquel tiempo, dijo Jesús a los fariseos: “Había un hombre rico que se vestía de púrpura y lino y banqueteaba espléndidamente cada día. Y un mendigo llamado Lázaro estaba echado en su portal, cubierto de llagas y con ganas de saciarse de lo que tiraban de la mesa del rico, pero nadie se lo daba. Y hasta los perros se le acercaban a lamerle las llagas. Sucedió que se murió el mendigo y los ángeles se lo llevaron al seno de Abrahán. Se murió también el rico y lo enterraron. Y estando en el infierno, en medio de los tormentos, levantando los ojos, vio de lejos a Abrahán y a Lázaro en su seno, y gritó: «Padre Abrahán, ten piedad de mí y manda a Lázaro que moje en agua la punta del dedo y me refresque la lengua, porque me torturan estas llamas». Pero Abrahán la contestó: «Hijo, recuerda que recibiste tus bienes en vida y Lázaro a la vez los males; por eso encuentra aquí consuelo, mientras que tú padeces. Y además entre vosotros y nosotros se abre un abismo inmenso, para que no puedan cruzar, aunque quieran, desde aquí hacia vosotros, ni puedan pasar de ahí hasta nosotros». El rico insistió: «Te ruego, entonces, Padre, que mandes a Lázaro a casa de mi Padre, porque tengo cinco hermanos, para que, con su testimonio, evites que vengan también ellos a este lugar de tormento». Abrahán le dice: «Tienen a Moisés y a los profetas, que los escuchen». El rico contestó: «No, padre Abrahán. Pero si un muerto va a verlos, se arrepentirán». Abrahán le dijo: «Si no escuchan a Moisés y a los profetas, no harán caso ni aunque resucite un muerto»”.

LA INDIFERENCIA CREA ABISMOS

Si la compasión -capacidad de vibrar con el otro, ponerse en su piel, ver las cosas desde su perspectiva, desear su bien y ofrecerle ayuda eficaz- es el “alma” de la sabiduría y el test que verifica la autenticidad espiritual, su opuesto es la indiferencia.

De entrada, la indiferencia es un mecanismo de defensa para evitar ser removidos por las situaciones que ocurren a nuestro alrededor. De ese modo, podemos permanecer en nuestra zona de confort, sin cuestionamientos ni responsabilidad, porque “ojos que no ven, corazón que no siente”.

En un nivel más profundo, la indiferencia es expresión de egocentrismo y narcisismo, que nos mantienen girando como peonzas en torno al yo y a sus intereses, sin ni siquiera advertir lo que sucede junto a nosotros.

Y más hondamente aún, la indiferencia es hija de la ignorancia. Vivimos egocentrados porque somos ignorantes que ponen su identidad en el yo, con lo cual, vivimos identificados con lo que no somos y desconectados de lo que realmente somos.

Tal actitud aporta “beneficios” -como todo aquello que mantenemos, ya que, de otro modo, la modificaríamos-, en tanto en cuanto logremos ir “compensando”, en el día a día, nuestras carencias y malestares. Metidos en nuestra burbuja egoica, vamos tratando de sobrevivir con el menor malestar posible, sin ningún otro anhelo ni horizonte.

Sin embargo, detrás de ese aparente bienestar, lo que hay en realidad es un “abismo” que nos mantiene irremediablemente separados de nosotros mismos y de los demás. El egocentrismo crea fracturas y genera dolor, porque se asienta en la mentira. Si todo es uno -la realidad conoce diferencias, pero no separación-, negarlo en la práctica implica situarse en el error de partida, que crea inexorablemente abismos, mundos y personas fragmentados.

¿Qué hay en mí de indiferencia y de compasión?

¿VIVIR SIN EGO? // Salvador Pániker

El País, 3 noviembre 2000.
https://elpais.com/diario/2000/11/03/opinion/973206007_850215.html

Viene a cuento este artículo -y su título- de una crítica a mi libro Cuaderno amarillo publicada por el señor Manuel Cruz en EL PAÍS del pasado 14 de octubre. Pasaré por alto -o no pasaré por alto- la pregunta inicial del señor Cruz: «¿Por qué un autor que cuenta ya con un importante número de obras publicadas decide dar a la luz lo que se presenta como su diario personal?». Es una pregunta que deja claro que el señor Cruz no ha entendido gran cosa de mi libro ni, en general, del oficio de escribir. Un libro mínimamente solvente carece de «por qué». Escribir, como solía decir Roland Barthes, es un verbo intransitivo. Quien escriba para conseguir algún objetivo está viciando ya de entrada su obra. Pero el señor Cruz insiste: Cuaderno amarillo sería un «artificio narrativo» para «poner a prueba la preocupación mayor -casi obsesiva- de Pániker, a saber… la tesis de que se puede vivir sin ego». Y ahí es donde uno decide sentarse a la máquina para aclarar conceptos y deshacer un grave malentendido. Pues creo que el tema posee interés general. Veamos. Jamás he defendido la «tesis» de que se pueda vivir sin ego. Por el contrario, estimo que vivir sin ego es tan imposible como vivir sin hígado o sin pulmones. Lo que uno, siguiendo la tradición mística de Oriente, tiene escrito es que se puede, y se debe, vivir sin identificarse en exclusiva con el ego. Quiere decirse que un místico no es un ser humano sin ego, es decir, sin pasiones o sin convicciones, sino -lo cual es muy distinto- alguien que, sin perder el ego, es capaz de trascenderlo. La ausencia de ego no sería tanto sabiduría como psicosis. Al que quiera convertirse en un «sabio sin ego» con ánimo de satisfacer unas fantasiosas expectativas de «santidad» o de «espiritualidad» (feas palabras), conviene aclararle las cosas. Citaré a un autor que algo entiende de estas materias, el norteamericano Ken Wilber. Escribe Wilber: «Se tiene la curiosa idea de que los sabios (místicos), no tienen necesidades ni deseos carnales y se pasan la vida sonriendo, como si estuvieran muertos de cuello para abajo». Y añade: «Se me antoja lamentable que se crea que los sabios no tienen problemas con las cosas que conciernen a todo el mundo, cosas como el dinero, la comida, el sexo, etcétera; como si los sabios permanecieran por encima de todo y sólo fueran cabezas habladoras, y, en fin, como si la mística no sirviera tanto para vivir la vida con plenitud como para reprimirla».

Wilber pone el dedo en la llaga. Es un desatino considerar que el sabio/místico es «menos que una persona», alguien que carece de todas las contradicciones de la vida, en suma, alguien «sin ego». Lo relevante -insisto- no está en carecer de ego, sino en no identificarse exclusivamente con el ego, es decir, en saber ampliar el espectro de la conciencia y prolongarse hacia la totalidad. La mayoría de los grandes sabios/místicos de la historia no fueron precisamente personajes pusilánimes que reprimieran sus emociones. Llegado el caso, no vacilaban en expulsar a los mercaderes del templo. No sólo tenían ego, sino que lo tenían muy fuerte. Tan fuerte que al final lo trascendían. Lo tengo escrito en Cuaderno amarillo: «El camino hacia la liberación presupone un ego fuerte, presupone la autoestima, la confianza en uno mismo, el vigor de las propias convicciones (las que fueren). Quien quiera trascender el ego partiendo de un ego débil o enfermizo, sólo conseguirá incrementar sus neurosis o sus delirios».

Ahora bien, más allá del ego está lo que los hindúes llaman el Testigo, es decir, el margen de libertad que contempla «desde fuera» la película de la vida. Este Testigo es lo que los budistas denominan Vacío. Este Testigo no anula el ego ni las servidumbres del ego. Este Testigo es el que ve el ego, pero sin identificarse con él. Le preguntaron a alguien sobre los efectos de la meditación. «Antes de practicar la meditación -respondió- estaba yo muy deprimido». ¿Y ahora? «Ahora sigo igual de deprimido, pero no me importa». Dicho de otro modo, uno ve su propio ego como quien ve sus propias piernas. Pero hay más: no se asciende a la posición de Testigo desde el deseo de liberarse del ego. Como dijera Chuang Tzu hace mucho tiempo: «¿No es acaso el deseo de liberarse del ego una manifestación del ego?». Ello es que el Testigo se encuentra ya presente en cualquier estado de conciencia; sólo se trata de reconocerlo. Y en eso, sólo en eso, consiste la meditación. El Testigo es lo que los chinos llamaban Tao, la espontaneidad pura que lo es todo sin identificarse con nada. El Testigo no es ninguna experiencia, sino el margen que hace posible la experiencia.

En resolución. Todos hemos oído hablar de maestros más o menos iluminados que a pesar de ello tienen grandes egos en el sentido de que son personalidades fuertes y poderosas. Pero la presencia del ego no es un problema; todo depende de si la persona también está abierta a sus dimensiones más profundas; todo depende de que nuestra sensación de identidad se expanda más allá del ego, aunque sin anular a éste. No se trata de vivir sin ego, sino de trascenderlo. Y ésta es, por cierto, la única salida al absurdo de la muerte. Porque, finalmente, el ego sólo es funcional. Finalmente, el ego importa poco.

Salvador Pániker.

ASTUCIA PARA VIVIR CON ACIERTO

Domingo XXV del Tiempo Ordinario

18 septiembre 2022

Lc 16, 1-13

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: “Un hombre rico tenía un administrador y le llegó la denuncia de que derrochaba sus bienes. Entonces lo llamó y le dijo: «¿Qué es lo que me cuentan de ti? Entrégame el balance de tu gestión, porque quedas despedido». El administrador se puso a echar sus cálculos. «¿Qué voy a hacer ahora que mi amo me quita el empleo? Para cavar no tengo fuerzas; mendigar, me da vergüenza. Ya sé lo que voy a hacer para que cuando me echen de la administración, encuentre quien me reciba en su casa». Fue llamando uno a uno a los deudores de su amo, y dijo al primero: «¿Cuánto debes a mi amo?». Este respondió: «Cien barriles de aceite». Él le dijo: «Aquí está tu recibo: aprisa, siéntate y escribe “cincuenta”». Luego dijo a otro: «Y tú, ¿cuánto debes?». Él contestó: «Cien fanegas de trigo». Le dijo: «Aquí está tu recibo: Escribe “ochenta”». Y el amo felicitó al administrador injusto por la astucia con que había procedido. Ciertamente, los hijos de este mundo son más astutos con su gente que los hijos de la luz”. Y yo os digo: “Ganaos amigos con el dinero injusto para que cuando os falte os reciban en las moradas eternas. El que es de fiar en lo menudo también en lo importante es de fiar; el que no es honrado en lo menudo tampoco en lo importante es honrado. Si no fuisteis de fiar en el vil dinero, ¿quién os confiará lo que vale de veras? Si no fuisteis de fiar en lo ajeno, ¿lo vuestro quién os lo dará? Ningún siervo puede servir a dos amos: porque o bien aborrecerá a uno y amará al otro, o bien se dedicará al primero y no hará caso del segundo. No podéis servir a Dios y al dinero”.  

ASTUCIA PARA VIVIR CON ACIERTO

La parábola no reclama una lectura literal, justificando, en este caso, un comportamiento manifiestamente deshonesto o incluso corrupto. Leída en clave simbólica, constituye, más bien, una invitación a desarrollar la agudeza para “acertar” en la vida, acierto que no consiste en tener dinero -calificado como “injusto”-, sino en “ganar amigos que reciban en las moradas eternas”.  

En esa misma clave, la expresión “moradas eternas” se refiere a aquello en nosotros que es permanente (eterno). Descubrirlo, reconocerlo y vivirlo es acertar; ignorarlo significa vivirnos desconectados de nuestra verdad profunda.         

Lo permanente solo puede ser lo no nacido, ya que todo lo que nace está llamado a morir. ¿Y qué es lo no nacido o lo permanentemente estable, sino la consciencia misma (la vida)?          

El mundo de los objetos o de las formas -todo aquello que puede ser observado- se halla sometido a la ley de la impermanencia: en cambio constante hasta finalmente desaparecer. Absolutizar los objetos y absolutizar el yo como si constituyera nuestra verdadera identidad, es caer en la ignorancia, con sus secuelas de confusión y de sufrimiento.         

Vivir con acierto -con sabiduría-, por el contrario, significa trascender la identificación con las formas, particularmente con el yo, y anclarnos en Eso que es consciente, lo que observa y no puede ser observado, lo único realmente real (“eterno”, en lenguaje religioso).

A ello se han referido las tradiciones sapienciales con términos como “desapego”, desapropiación, desasimiento o, más recientemente, desidentificación, con una invitación nítida: no te identifiques con -ni te reduzcas a- nada que sea impermanente.

¿Cómo entiendo y vivo la desidentificación?

EN TORNO A LA FELICIDAD // Alejandro Cencerrado

Entrevista de Ima Sanchís a Alejandro Cencerrado, analista jefe del Instituto de la Felicidad, de Copenhague, en La Contra, de La Vanguardia, 30 de mayo de 2022.

“Estamos programados para estar insatisfechos”.

Tengo 35 años. Soy albaceteño. Casado, tengo un hijo de un año y medio. Licenciado en Ciencias Físicas, experto en estadística y analista de big data del Instituto de Investigación de la Felicidad de Copenhague. Urge resolver el problema de la corrupción en España, viniendo de Copenhague es impactante.

Siempre queremos más
Son miles y miles los datos que ha analizado Cencerrado además de hacer su propio estudio científico sobre su propia felicidad día a día, el más largo jamás llevado a cabo. “Estamos programados para estar insatisfechos –dice con rotundidad–. Por muchos exámenes que aprobemos y por muchas veces que nos enamoremos, siempre caemos de nuevo en el error de pensar que en otro lugar o con otra persona estaríamos mejor, que la felicidad definitiva se hallará, esta vez sí, tras esa subida de sueldo o en una vida nueva en otra ciudad. Pero la felicidad definitiva nunca llega. Sin embargo, este descubrimiento más que una debilidad, es una gran fortaleza, pues nos permite dudar por fin de aquellos que nos venden una felicidad fácil y duradera, cuando la realidad es mucho más compleja”. Lo explica en En defensa de la infelicidad (Destino).

¿Todavía mide su felicidad?
Llevo 17 años. Cuando tenía 18, mis padres discutían, no eran felices, a eso se sumaban mis problemas de adolescente, entonces fue cuando me hice la gran pregunta.

¿Qué pregunta?
Si lo tenemos todo, ¿por qué no somos felices? Así empecé a medir mi felicidad y a escribir un diario en el que anotaba qué me hacía infeliz y qué feliz con la idea de repetirlo.

Buena idea.
Siento decepcionarla, pero repetir lo que nos hace felices no funciona. La realidad es que nos acostumbramos muy rápido y tener más de algo no nos hace más felices.

¿Cuál es la conclusión más importante?
Estamos programados para estar insatisfechos. Tenemos un mecanismo en el cerebro que hace que nos adaptemos a todo, te curas de una enfermedad y al cabo de poco vuelves a dejar de valorar como merece el estar sano.

¿Un problema de nuestras sinapsis o de la manera de entender la vida?
Si no nos aburriéramos nunca, no tendríamos necesidad de progresar. La infelicidad nos ayuda a seguir progresando.

¿El cerebro es agorero?
Todo lo contrario, el cerebro tiende a recordar los momentos más felices. Creemos que hemos sido más felices de lo que fuimos.

¿Qué le llama la atención?
Tanto en los días más felices de mi vida como en los más infelices siempre veo los nombres de gente que quiero. Las relaciones son esenciales, las emociones son el centro de casi todo lo que hacemos.

¿Qué más ha averiguado?
Hay tantos días buenos como malos y somos felices por contraste. En Copenhague aprendí a venerar un rayito de sol. Para ser felices a veces es necesario prescindir de las cosas que hacen posible la felicidad y resituarte.

¿Hay una medida científica de felicidad?
A base de preguntar a miles de europeos en distintos contextos y a pesar de que la felicidad es subjetiva, al final siempre encontramos los mismos patrones.

¿Qué patrones?
Son patrones matemáticos muy claros, y uno de los que más me interesan es el que relaciona el bienestar con el salario. Cuando la gente tiene un salario inferior a 4.000 euros anuales, aumentar el salario aumenta el bienestar, pero a partir de esa cifra no aumenta.

¿Ricos, prósperos e infelices?
Así es. Ya tenemos todo aquello con lo que nuestros abuelos habían soñado, sin embargo nunca antes habíamos sufrido tanta depresión, ansiedad, estrés, abuso de drogas, falta de autoestima y trastornos alimentarios. Debemos asumir que el progreso económico ya no nos lleva a ser más felices.

¿Está demostrado?
Sí. El progreso ha significado evitar el sufrimiento, el dolor y el sacrificio, pero saltándote eso evitas otra parte buena.

Nadie quiere sufrir.
Todas las enfermedades físicas en las que la sanidad invierte tanto afectan menos a nuestro bienestar psíquico que la enfermedad mental. La depresión y la ansiedad son las que más influyen en nuestra infelicidad.

Algo estamos haciendo mal.
Poner la competitividad y la productividad por encima de nuestro propio bienestar. Cada vez con más frecuencia sentimos que solo valemos si tenemos un cuerpo y un currículum perfectos.

Toca medir el progreso de otra manera.
Cada vez más países, desde Bután, los países nórdicos, Nueva Zelanda, Inglaterra o Japón, han decidido implementar medidas para valorar el progreso que se basen en el bienestar de la población, en mejorar la salud mental, paliar la soledad y el estrés.

Póngame algún ejemplo que funcione.
Cómo midamos el éxito de nuestras escuelas puede ayudarnos a redefinir el lugar al que queremos ir. La realidad hoy es una alarmante baja autoestima de los jóvenes debido a la falta de apoyo emocional de los padres y la excesiva competitividad en las escuelas.

La soledad es otro gran factor.
Es el factor que está detrás de casi todos los casos de infelicidad que aparecen en nuestras bases de datos.

¿Qué ha aprendido siendo cobaya?
La infelicidad es una parte inevitable y necesaria de la vida. No se puede ser feliz todos los días del año, pero sí estar satisfecho. Así que hay que enfrentarse a los días malos. Y esa aceptación ya es una clave.

¿Cambiar satisfacción por felicidad?
Sí, pero no comparto eso de que la felicidad está dentro de ti; si estás en una empresa que no trata bien a sus empleados, no eres tú el que tiene que cambiar, es la empresa.

¿Cuáles han sido los puntos de inflexión en su propio estudio?
Curiosamente mi felicidad se ha reducido desde que tuve a mi hijo. No podría vivir sin él, pero duermo peor, he abandonado muchas cosas por él y tengo mayor responsabilidad. No soy feliz, pero no me importa.

GRATUIDAD Y ALEGRÍA

Domingo XXIV del Tiempo Ordinario

11 septiembre 2022

Lc 15, 1-10

En aquel tiempo se acercaban a Jesús los publicanos y los pecadores a escucharle. Y los fariseos y los letrados murmuraban entre ellos: “Este acoge a los pecadores y come con ellos”. Jesús les dijo esta parábola: “Si uno de vosotros tiene cien ovejas y se le pierde una, ¿no deja las noventa y nueve en el campo y va tras la descarriada hasta que la encuentra? Y cuando al encuentra, se la carga sobre los hombros, muy contento; y al llegar a casa, reúne a los amigos y a los vecinos para decirles: «¡Felicitadme!, he encontrado la oveja que se me había perdido». Os digo que así también habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse. Y si una mujer tiene diez monedas y se le pierde una, ¿no enciende una lámpara y barre la casa y busca con cuidado hasta que le encuentra? Y cuando la encuentra reúne a las vecinas para decirles: «¡Felicitadme!, he encontrado la moneda que se me había perdido». Os digo que la misma alegría habrá entre los ángeles de Dios por un solo pecador que se convierta”.

GRATUIDAD Y ALEGRÍA

Muchos de nosotros hemos sido educados en la idea del mérito y el ideal de perfección. No dudo de que nuestros educadores, formados también en esas mismas claves, lo hicieron con la mejor intención.

Sin embargo, ambas claves conllevan riesgos graves, ya que, en la práctica, refuerzan el voluntarismo, el moralismo, el orgullo espiritual, el fariseísmo, la represión -y el consiguiente descuido- de la propia sombra, el juicio rápido a los otros -a quienes se mide con la vara del mérito y de la “perfección”- y el olvido de la gratuidad como dimensión básica de la existencia.

Estos elementos permiten captar la ironía de Jesús cuando habla de “los justos que no necesitan arrepentirse”. Quienes se hallan asentados en el pedestal de la “perfección” -quienes se creen “justos”- no pueden sino mirar con desprecio a los “pecadores”. Sin advertir que en ellos mismos ha desaparecido la actitud más clara de madurez -o de perfección bien entendida-: la gratuidad. Por el contrario, quienes reconocen y aceptan su propia sombra no caerán en la trampa de creerse por encima de los demás. El autoconocimiento constituye, sin duda, la mejor escuela de humildad.

Quien sabe que todo es gracia, aun valorando el esfuerzo e incluso el mérito, no hace de estos el “ideal” de vida, sino que vive en apertura, disponibilidad y gratitud, sin apropiarse de algo que no es suyo.

La vivencia de la gratuidad es, al mismo tiempo, la fuente de la alegría. Alegría que desaparece cuando predomina la apropiación y la dinámica del ego. Y es sustituida por la sensación de carga, la tensión y, con frecuencia, por el resentimiento más o menos amargado.

Para quien recibe todo como regalo y aprende a vivir diciendo “sí” a la vida, se abre el manantial de la alegría y de la compasión. O, como dice Jesús, la “alegría en el cielo”.

¿Qué lugar ocupa la gratuidad en mi vida?

¿DESDE DÓNDE TOMAR LAS DECISIONES?

Domingo XXIII del Tiempo Ordinario

4 septiembre 2022

Lc 14, 25-33

En aquel tiempo, mucha gente acompañaba a Jesús. Él se volvió y les dijo: “Si alguno se viene conmigo y no pospone a su padre y a su madre, y a su mujer y a sus hijos, y a sus hermanos y a sus hermanas, e incluso a sí mismo, no puede ser discípulo mío. Quien no lleve su cruz detrás de mí, no puede ser discípulo mío. Así, ¿quién de vosotros, si quiere construir una torre, no se sienta primero a calcular los gastos, a ver si tiene para terminarla? No sea que, si echa los cimientos y no puede acabarla, se pongan a burlarse de él los que mandan, diciendo: «Este hombre empezó a construir y no ha sido capaz de acabar». ¿O qué rey, si va a dar la batalla a otro rey, no se sienta primero a deliberar si con diez mil hombres podrá salir al paso del que le ataca con veinte mil? Y si no, cuando el otro está todavía lejos, envía legados para pedir condiciones de paz. Lo mismo vosotros: el que no renuncia a todos sus bienes no puede ser discípulo mío”.

¿DESDE DÓNDE TOMAR LAS DECISIONES?

La invitación evangélica a hacer “cálculos” lúcidos antes de emprender una acción importante -esa es la tarea del discernimiento- me lleva a plantear la cuestión acerca de la toma de decisiones.

En principio, una decisión puede nacer de tres lugares diferentes: de las necesidades, del superyó o de la docilidad a lo que la vida quiere vivir en nosotros.

Las necesidades son una llamada a decidir. Pero, entre ellas, podemos distinguir las “normales” (adecuadas) y las desproporcionadas. Alimentarse, protegerse, cuidar la integridad psíquica, etc., pertenecen a las primeras. Acumular sin medida, buscar el aplauso de los demás o pretender imponerse a ellos son ejemplos de desproporción. Sin duda, la desproporción hará que las decisiones tomadas desde ella sean erradas porque, más allá de la intención con la que se hagan, nacen de una mentira.

Las decisiones pueden nacer también del superyó, es decir, desde una instancia moralista, previamente internalizada, que se expresa en constantes “deberías”. También en este caso nacerán viciadas, ya que conllevan un componente de alienación: la persona, aun sin ser consciente de ello, queda alienada a exigencias externas. Siguiendo imperativos provenientes de algún tipo de autoridad -parental, social, religiosa…-, la persona termina desconectada de sí misma: son otros los que han decidido por ella y en su lugar.

Las decisiones acertadas nacen de la docilidad a la vida. En cierto sentido, puede decirse que “pasan” a través de nosotros, pero tienen su origen “más allá” de nosotros. Dicho con más precisión: no soy yo quien elige; elige la vida. Lo que a mí me toca es decir “sí” y fluir con ella.

A primera vista y a falta de experiencia en ello, alguien podría decir que nos hallaríamos ante otra alienación: al final, no decido yo. Sin embargo, la comprensión nos permite ver que la vida no es “algo” al margen de nosotros, sino que constituye nuestra verdadera identidad. De ahí que ser dóciles a la vida, entregarnos a ella, es identificarnos con lo que realmente somos. No elige el yo que, erróneamente, creemos ser, sino la vida que somos.

Es cierto que también aquí cabe el engaño: alguien puede pensar que es la vida quien decide cuando, en realidad, se trata de una elección egocéntrica. El criterio que puede ayudarnos a superar tal tipo de trampas se llama desapropiación. Advierto que es la vida la que decide porque en la decisión no busco apropiarme de nada, sino que, más bien al contrario, solo pretendo ser dócil.

Cuando se recibe el regalo de la comprensión, se advierte que ya no «se toman» decisiones; no hay nada que decidir: es la vida la que decide. Solo queda decir “sí”. En ese momento, la pregunta que surge no es: “qué quiero vivir” o “qué le pido a la vida”, sino “qué quiere la vida vivir en mí”.

¿Confío en la sabiduría de la vida y me ejercito en vivir diciendo sí?