¿DESDE DÓNDE TOMAR LAS DECISIONES?

Domingo XXIII del Tiempo Ordinario

4 septiembre 2022

Lc 14, 25-33

En aquel tiempo, mucha gente acompañaba a Jesús. Él se volvió y les dijo: “Si alguno se viene conmigo y no pospone a su padre y a su madre, y a su mujer y a sus hijos, y a sus hermanos y a sus hermanas, e incluso a sí mismo, no puede ser discípulo mío. Quien no lleve su cruz detrás de mí, no puede ser discípulo mío. Así, ¿quién de vosotros, si quiere construir una torre, no se sienta primero a calcular los gastos, a ver si tiene para terminarla? No sea que, si echa los cimientos y no puede acabarla, se pongan a burlarse de él los que mandan, diciendo: «Este hombre empezó a construir y no ha sido capaz de acabar». ¿O qué rey, si va a dar la batalla a otro rey, no se sienta primero a deliberar si con diez mil hombres podrá salir al paso del que le ataca con veinte mil? Y si no, cuando el otro está todavía lejos, envía legados para pedir condiciones de paz. Lo mismo vosotros: el que no renuncia a todos sus bienes no puede ser discípulo mío”.

¿DESDE DÓNDE TOMAR LAS DECISIONES?

La invitación evangélica a hacer “cálculos” lúcidos antes de emprender una acción importante -esa es la tarea del discernimiento- me lleva a plantear la cuestión acerca de la toma de decisiones.

En principio, una decisión puede nacer de tres lugares diferentes: de las necesidades, del superyó o de la docilidad a lo que la vida quiere vivir en nosotros.

Las necesidades son una llamada a decidir. Pero, entre ellas, podemos distinguir las “normales” (adecuadas) y las desproporcionadas. Alimentarse, protegerse, cuidar la integridad psíquica, etc., pertenecen a las primeras. Acumular sin medida, buscar el aplauso de los demás o pretender imponerse a ellos son ejemplos de desproporción. Sin duda, la desproporción hará que las decisiones tomadas desde ella sean erradas porque, más allá de la intención con la que se hagan, nacen de una mentira.

Las decisiones pueden nacer también del superyó, es decir, desde una instancia moralista, previamente internalizada, que se expresa en constantes “deberías”. También en este caso nacerán viciadas, ya que conllevan un componente de alienación: la persona, aun sin ser consciente de ello, queda alienada a exigencias externas. Siguiendo imperativos provenientes de algún tipo de autoridad -parental, social, religiosa…-, la persona termina desconectada de sí misma: son otros los que han decidido por ella y en su lugar.

Las decisiones acertadas nacen de la docilidad a la vida. En cierto sentido, puede decirse que “pasan” a través de nosotros, pero tienen su origen “más allá” de nosotros. Dicho con más precisión: no soy yo quien elige; elige la vida. Lo que a mí me toca es decir “sí” y fluir con ella.

A primera vista y a falta de experiencia en ello, alguien podría decir que nos hallaríamos ante otra alienación: al final, no decido yo. Sin embargo, la comprensión nos permite ver que la vida no es “algo” al margen de nosotros, sino que constituye nuestra verdadera identidad. De ahí que ser dóciles a la vida, entregarnos a ella, es identificarnos con lo que realmente somos. No elige el yo que, erróneamente, creemos ser, sino la vida que somos.

Es cierto que también aquí cabe el engaño: alguien puede pensar que es la vida quien decide cuando, en realidad, se trata de una elección egocéntrica. El criterio que puede ayudarnos a superar tal tipo de trampas se llama desapropiación. Advierto que es la vida la que decide porque en la decisión no busco apropiarme de nada, sino que, más bien al contrario, solo pretendo ser dócil.

Cuando se recibe el regalo de la comprensión, se advierte que ya no «se toman» decisiones; no hay nada que decidir: es la vida la que decide. Solo queda decir “sí”. En ese momento, la pregunta que surge no es: “qué quiero vivir” o “qué le pido a la vida”, sino “qué quiere la vida vivir en mí”.

¿Confío en la sabiduría de la vida y me ejercito en vivir diciendo sí?