LA VIDA, PROCESO INTELIGENTE Y AUTODIRIGIDO

Domingo 16 de junio de 2024

Mc 4, 26-34

En aquel tiempo, dijo Jesús a la gente: “El reino de Dios se parece a un hombre que echa simiente en la tierra. Él duerme de noche y se levanta de mañana; la semilla germina y va creciendo, sin que él sepa cómo. La tierra va produciendo la cosecha ella sola: primero los tallos, luego la espiga, después el grano. Cuando el grano está a punto, se mete la hoz, porque ha llegado la siega”. Dijo también: “¿Con qué podemos comparar el reino de Dios? ¿Qué parábola usaremos? Con un grano de mostaza: al sembrarlo en la tierra es la semilla más pequeña, pero después brota, se hace más alta que las demás hortalizas y echa ramas tan grandes que los pájaros pueden cobijarse y anidar en ellas”. Con muchas parábolas parecidas les exponía la palabra, acomodándose a su entender. Todo se lo exponía en parábolas, pero a sus discípulos se lo explicaba todo en privado.

LA VIDA, PROCESO INTELIGENTE Y AUTODIRIGIDO

Desde una lectura mental, la vida suele verse como “algo” que aparece en un momento determinado, fruto del azar para unos o creada por un dios para otros. En la misma línea, refiriéndonos ya a nosotros mismos, la vida se ve como “algo” que tenemos y que un día habremos de perder.

Al ser esta una lectura típicamente mental, es la que maneja la biología en particular y la ciencia en general, así como la que pervive en el imaginario colectivo. Sin embargo, a poquito que seamos capaces, no de pensarla, sino de atenderla y de contemplarla, podremos advertir que, más allá de aquella impresión, la vida es un proceso inteligente y autodirigido, en constante despliegue. No necesita de “alguien” que, desde el exterior, la cree: ella misma es eterna, el núcleo y la fuente de todo lo que es.

Una semilla -por retomar la parábola de Jesús- sabe lo que tiene que hacer para llegar a ser la planta que ella misma contiene. Ese es el modo de desplegarse de la propia vida. En cuanto proceso inteligente, vida y consciencia resultan términos equivalentes para nombrar la realidad originaria, de la que todo sin excepción está hecho. Todo es vida -todo es consciencia- que, en cada ser, se manifiesta en una forma concreta impermanente y transitoria.

Más allá de la “persona” en la que nos estamos experimentando, somos vida. Y podemos comprobarlo cuando, acallada la mente, en lugar de pensarnos -el pensamiento, por su propia naturaleza, reduce todo a objeto delimitado-, nos atendemos, apreciamos que no hay distancia ni diferencia entre la vida y nosotros, sino que, en nuestra identidad profunda, somos Vida.

La conclusión es clara: si la Vida es un proceso inteligente y autodirigido, la actitud acertada consiste en vivir diciendo sí a lo que la vida nos trae. No desde una resignación fatalista -la resignación es lo opuesto a la aceptación-, sino desde una aceptación lúcida que comprende el fondo de lo real.

«EL LIBRE ALBEDRÍO NO EXISTE» (2) // Robert Sapolsky

Entrevista de Antonio Villarreal a Robert Sapolsky,
en El Confidencial, 28 de marzo de 2024.

Robert Sapolsky (Brooklyn, 1957) ha pasado su vida tratando de entender por qué hay gente que escoge el helado de vainilla antes que el de chocolate. La decisión puede parecer trivial, pero los mecanismos que trascienden a la elección no lo son en absoluto.

Para realizar este camino, Sapolsky se licenció en antropología biológica en Harvard y lleva décadas viajando religiosamente a Kenia para estudiar el comportamiento de los babuinos salvajes —ha pasado 25 años estudiando al mismo grupo nueve horas diarias durante cuatro meses— y cómo el estrés en su entorno les predispone a enfermedades. Más adelante, se doctoró en neuroendocrinología para buscar respuestas a cómo se correlaciona el cerebro con las hormonas y las enfermedades. Sin darse cuenta, empezó a establecer paralelismos entre trastornos de personalidad y el surgimiento de algunas religiones.

En la Universidad de Stanford, el autor imparte su doctrina a estudiantes tan dispares como de biología o la neurocirugía. Su multidisciplinariedad puede parecer extravagante a muchos colegas investigadores, cada vez más especializados en su rama, pero Sapolsky tiene un plan en la cabeza: destruir la noción de que cualquier decisión que tomemos en nuestra vida está realizada libremente, y no es el mero resultado de una acumulación de estímulos biológicos, hormonales, ambientales o socioculturales. Su libro de 2017, «Compórtate: la biología que hay detrás de nuestros mejores y peores comportamientos», analizaba, a lo largo de 982 páginas, cómo todo lo que hacemos, ya sea algo bueno o despreciable, trascendental o banal, puede explicarse sin aludir a la dichosa libertad.

Para él no es un concepto nuevo. Tomó la decisión de que «no existe tal cosa como el libre albedrío» a los 13 años y ha empleado el resto de su vida en demostrarlo.

Ahora, el científico y escritor asesta un golpe aún más duro al concepto con «Decidido: una ciencia de la vida sin libre albedrío», publicado, como su antecesor, por Capitán Swing y planteado como un diálogo entre Sapolsky y todos aquellos —generalmente, filósofos— que osan seguir promulgando que tenemos un poder interno para tomar nuestras decisiones de forma independiente.

Por supuesto, resulta más elegante a día de hoy sostener que tus afirmaciones están basadas en estudios científicos, pero el determinismo extremo también tiene sus problemas: aunque cada decisión que tomamos pueda ser deconstruida en fundamentos biológicos, es imposible discernir cuál de ellas nos hizo ser el tipo de persona que prefiere la tortilla de patatas con cebolla. Bajo la superficie de «Decidido» burbujea una polémica que está muy viva en la ciencia actual: la tensión entre el determinismo, el esencialismo y, finalmente, el reduccionismo. No pocas veces Sapolsky incurre en estos terrenos, pese a que prácticamente cada línea del libro esté respaldada por un estudio científico.

Por ejemplo, en un momento dado cita un trabajo que concluía que «si los sujetos estaban sentados en una habitación con un olor repugnante (en vez de uno neutro), el nivel medio de simpatía que tanto conservadores como liberales declaraban sentir hacia los homosexuales disminuía», sin embargo, con otros grupos como ancianos, lesbianas o afroamericanos esto no sucedía. ¿Cómo una experiencia olfativa desagradable puede afectar a la toma de decisiones a un nivel moral? Aquí el Sapolsky neurocientífico y el primatólogo se intercambian la bata para explicar el rol de la ínsula, la zona del cerebro que se activa con el olor o sabor de la comida rancia para provocar que la escupan. «La función de la ínsula de los mamíferos que nos dice ‘esta comida está en mal estado’ tiene probablemente cien millones de años. Después, hace unas decenas de millones de años, los humanos inventaron conceptos como la moralidad y el asco ante la violación de las normas morales. Eso es muy poco tiempo para haber desarrollado una nueva región cerebral que ‘generara’ el asco moral. En lugar de eso, el asco moral se añadió a la cartera de la ínsula; como se suele decir, en lugar de inventar, la evolución hace chapuzas, improvisando (elegantemente o no) con lo que tiene a mano».

El estilo de Sapolsky es culto, cercano y divertido, lo cual lo hace increíblemente persuasivo. Esto, como hemos visto, encierra a veces ciertos peligros, como elucubrar si la instalación de parterres con flores y plantas aromáticas podría ayudar a revertir la situación en Arabia Saudí, Irán o Yemen, países donde la homosexualidad está penada con la cárcel o incluso la muerte.

Invitación a deconstruirse

El propio autor —siguiendo su doctrina— está condicionado biológicamente a no creer en el libre albedrío. En su caso, le solicitamos amablemente una deconstrucción de sus circunstancias, ¿qué le ha llevado a escribir un libro así?

«Yo diría que fue por el grado perfecto de trauma que experimenté cuando era adolescente», responde a El Confidencial, «el espectáculo de mi falta de atletismo, un legado ancestral de neurosis o la suficiente incertidumbre sobre cómo reaccionar si me elogian o me culpan. Además, me gusta escribir…»

Se nota que el autor ha pasado prácticamente toda su vida discutiendo sobre el tema, y que cuando creía tener convencido a su interlocutor, este se sacaba de la manga alguna excepción, una paradoja o un hipotético escenario que confirmaban la existencia del libre albedrío. En este sentido, Decidido circula como una apisonadora sobre todos estos actos de indeterminismo, dispuesta a aplastar cualquier pequeño tallo que aparezca. Incluso a nivel cuántico, uno de los únicos lugares donde admite que las cosas pueden generarse de forma totalmente arbitraria.

«Ciertamente, creo que he analizado irrefutablemente todos los argumentos que un filósofo moderno haría a favor del libre albedrío», explica Sapolsky. «Por supuesto, en su mayor parte simplemente responderían que necesito leer algo de filosofía».

Estos debates suelen descarrilar a menudo por otro motivo: libertaristas y deterministas tienen conceptos diferentes de qué es el libre albedrío o cuál es su verdadero alcance. El concepto a veces se solapa con otros, como las emociones o la intuición. Por ejemplo, pensadores como António Damasio no niegan sus bases biológicas, pero creen en el libre albedrío como una construcción sociocultural que experimentamos cuando creemos estar tomando una decisión libremente.

Para Sapolsky, esta forma de ver el debate es un engaño: o el libre albedrío existe o no. «Cuando se deja de lado todo ese sofisticado filosofeo, creo que todo se reduce a que muchas personas inteligentes, no obstante, están poniendo demasiada fe en la precisión de la intuición».

La resolución de este dilema lleva siglos postergándose, y con razón. No es solo la dificultad en encontrar la respuesta, sino las consecuencias que tendría desterrar la noción. ¿Qué sentido tendría una condena o una multa si se demuestra que alguien estaba condicionado a robar o conducir a 180 kilómetros por hora? El libro desmenuza concienzudamente todos esos temores de los defensores del libre albedrío, que pronostican un apocalipsis si este llegara alguna vez a ser totalmente refutado. «No me culpe por robarle un caramelo a un niño; no hay libre albedrío», ejemplifica Sapolsky antes de explicar, con buen criterio, que es lo mismo que sucedió con el ateísmo y esa admonición atribuida a Dostoievski: si no hay Dios, todo está permitido.

Más complicado para sus intereses es negar que, aunque no exista, el libre albedrío conviene. En primer lugar, porque carecemos de un avance tecnológico capaz de identificar la causa primordial que activó la reacción en cadena neuronal que acabó con una persona apretando un gatillo para disparar a otra. Para cubrir ese hueco, así como sus implicaciones, está el libre albedrío: lo hizo libremente y será juzgado por ello.

En ese sentido, para Sapolsky, el libre albedrío vendría a ocupar un espacio parecido al de la religión. «Me gusta la analogía, particularmente en términos de los beneficios psicológicos que puede generar una creencia en el libre albedrío», indica el científico a este periódico. «Pero hay un problema similar: la religión es muy buena para reducir la ansiedad, pero a menudo es una ansiedad que la religión ha inventado previamente; creer en el libre albedrío puede reducir la ansiedad, ya que proporciona respuestas a por qué las cosas pueden no haber salido tan bien en su vida; desafortunadamente, las respuestas que suele dar son algo así como: es por tu culpa».

Con todos sus beneficios, la lectura de este fascinante alegato de 500 páginas puede dejar al lector con preocupantes secuelas, como salir del cine con su pareja y achacarle que, si no le ha gustado la película es porque tiene la testosterona alterada por el ciclo circadiano o por aquel accidente de bicicleta, que probablemente afectó al normal desarrollo de su corteza prefrontal. Avisados quedan.

«EL LIBRE ALBEDRÍO NO EXISTE» (1) // Robert Sapolsky

Margarita Rodríguez entrevista al neurocientífico Robert Sapolsky, en BBC News Mundo, 26 de febrero de 2024:
https://www.bbc.com/mundo/articles/c035p8kw6nlo
«No somos ni más ni menos que la suma de aquello que no pudimos controlar»: Robert Sapolsky, el prestigioso neurocientífico que no cree en el libre albedrío.

En una sociedad que se ha construido alrededor de la idea de que uno debería sentirse muy mal consigo mismo o con las cosas sobre las que no tiene control, pensar que no existe el libre albedrío puede ser una gran noticia para muchas personas. Incluso algo liberador.
Así lo piensa el neurobiólogo estadounidense Robert Sapolsky, para quien el libre albedrío es una ilusión.
Su posición lo ubica dentro de una minoría de pensadores.
La mayoría de filósofos creen en el libre albedrío, un concepto que también se ha vuelto objeto de estudio de la neurociencia.
Y es desde la ciencia, principalmente, que Sapolsky argumenta su punto de vista.
«Es uno de los científicos más venerados de la actualidad», dice la prestigiosa revista New Scientist.
Por más de tres décadas, Sapolsky pasó una parte de cada año estudiando babuinos salvajes en Kenia, lo que le permitió descubrir complejas interacciones sociales.
Sus investigaciones han ayudado a comprender aspectos del comportamiento humano y el impacto del estrés en la salud.
Es autor de varios libros, entre ellos Behave. The Biology of Humans at our Best and Worst («Compórtate. La biología que hay detrás de nuestros mejores y peores comportamientos») o Determined. Life without Free Will («Determinado. Una ciencia de la vida sin libre albedrío», editorial Capitán Swing, 2024), en el que plantea que:
«Detrás de cada pensamiento, acción y experiencia yace una cadena de causas biológicas y ambientales, que se extiende desde el momento en que se activa una neurona hasta el inicio de nuestra especie y más allá. En ninguna parte de esta secuencia infinita hay un lugar donde el libre albedrío pueda desempeñar un rol».

El profesor de Biología y Neurología en la Universidad de Stanford conversó con BBC Mundo sobre ese libro en una videollamada.

 Mi primera pregunta no podía ser otra: ¿qué se entiende por libre albedrío?
 «Probablemente el mejor lugar para empezar sea en donde la gente comete su mayor error: donde no hay libre albedrío», comienza respondiendo.
«Es una circunstancia en la que tomamos una decisión. Todos los días tomamos decisiones. Por ejemplo, elegimos lo que vamos a comer».
«Somos conscientes, tenemos una intención y actuamos en consecuencia. Sabemos cuál será el resultado probable, también sabemos que no tenemos que hacerlo, nadie nos obliga, tenemos alternativas y, para la mayoría de las personas, intuitivamente eso es libre albedrío.
«En Estados Unidos, todo el sistema legal se basa en si la persona tenía la intención [de hacer algo] y si, aun sabiendo eso, pudo haber hecho otra cosa. Eso es suficiente para determinar un juicio.
«Y desde mi perspectiva, esto no tiene absolutamente nada que ver con el libre albedrío. Y centrarse en eso es como preguntarle a alguien qué piensa de un libro cuando todo lo que hizo fue leer la última página, porque el punto es: tienes una intención consciente y elegiste actuar en consecuencia. «Pero ¿cómo te convertiste en el tipo de persona que tendría esa intención? ¿Cómo sucedió eso? Y ahí es donde el libre albedrío simplemente no existe, ahí es donde se evapora”.
 

«No está allí»
 
Otro ámbito en el que la gente ve «emocional e intuitivamente» el libre albedrío es en los grandes logros, señala Sapolsky.
Por ejemplo, cuando miran a alguien que quizás no tenía tanto talento en ciertas áreas y, aun así, con trabajo duro y autodisciplina sobresalió.
«Cuando pudo haberse relajado y haberse ido de fiesta con los demás, se quedó estudiando. Y eso es muy inspirador. Tal vez no tenía una gran memoria o una gran mente lógica o analítica, o lo que sea que no controlaba, pero mostró mucho libre albedrío en la disciplina y la tenacidad».
Una percepción similar -de acuerdo con el investigador- se aplica a lo opuesto: alguien que, pese a poseer grandes dones, «los desperdició».
«Y esas son dos áreas en las que las personas simplemente se chocan contra una pared y deciden que ahí es donde está el libre albedrío, y no está allí. No creo que esté en ninguna parte».
 

El determinismo
 
Le cuento que cuando le propuse a mis editores entrevistarlo, pensaba que lo había hecho por mi libre albedrío.
Pero leyendo su libro me hizo preguntarme cómo es que llegué a esa decisión.
Y es que Sapolsky plantea que cuando nuestro cerebro genera un comportamiento en particular es por «el determinismo que vino poco antes, el cual fue causado por el determinismo que hubo antes de ese y el de antes de ese» y así una larga cadena.
 

Entonces le pregunto: ¿qué es el determinismo?
«Para mí, es como si cada momento fuera el resultado de lo que vino antes», sostiene.
«Este es un mundo en el que no hay nada que suceda sin una explicación, sin lo que vino antes».
Pero quizás hay una excepción: la mecánica cuántica.
En su libro, el neurocientífico examina «algunos de los dominios fundamentales del universo en los que cosas extremadamente pequeñas operan de maneras que no son deterministas», es decir, el mundo cuántico.
Pero, al mismo tiempo, me cuenta que unos físicos le enviaron recientemente un trabajo en el que planteaban que «el mundo es más determinista debido a la mecánica cuántica».
Pero más allá de lo enriquecedor que pueda resultar ese debate, para Sapolsky hay algo claro: «La mecánica cuántica no es lo que determina si eres la Madre Teresa o Vladimir Putin. Fuera de eso, nada ocurre sin una explicación».
«Lo que acaba de suceder pasó debido a lo que vino justo antes y eso se aplica a cada mecanismo que nos hace quienes somos».
 

«Imperativo moral»
Sapolsky dejó de creer en el libre albedrío cuando era un adolescente.
«Ha sido un imperativo moral para mi ver a los humanos sin juzgarlos y sin creer que cualquier persona merece algo especial, vivir sin capacidad de odiar o de creer que merezco privilegios», escribió.
 

Le pregunto a qué se refiere.
«Si aceptas que no existe el libre albedrío en absoluto, que no somos ni más ni menos que la suma de la biología y del entorno, si realmente crees eso, la culpa y el castigo no tienen ningún sentido, a menos que los entiendas en términos instrumentales».
Por ejemplo -señala- si tomamos la aplaysia, un caracol marino que ha sido objeto de amplios estudios en el campo de la neurociencia, sabemos que si le pegamos en la cabeza va a provocar una reacción.
«Lo haces para entender el comportamiento. No le pegas porque crees que es malvado», explica.
«De la misma forma, los elogios y las recompensas no tienen sentido en sí mismos. Pueden usarse de manera instrumental, pero no son virtudes en sí mismos.
«Y si ese es el caso, nadie tiene derecho a que sus necesidades se consideren más importantes que las necesidades de los demás. Y odiar a alguien es como odiar un coronavirus. Nada de eso tiene sentido.
«Hay que hacer algo sobre el hecho de que todos hemos sido educados para aceptar que algunas personas sean tratadas mucho mejor que el promedio por cosas sobre las que no tenían control.
«De la misma manera, algunas son tratadas mucho peor por cosas sobre las que no tenían control. El mayor problema es que eso nos parece bien la mayor parte del tiempo».
 

La pregunta
En la discusión sobre el libre albedrío, hay una pregunta que para Sapolsky es clave: ¿de dónde vino esa intención en primer lugar?
No hacerse esa pregunta -asegura- es como creer que todo lo que necesitas para valorar una película es ver únicamente los últimos tres minutos.
Para explicarme la trascendencia de esa pregunta agarra un bolígrafo y me lo muestra.
Me dice que ese acto lo está haciendo conscientemente, que está «lleno de intención».
«Es inconcebible para mí imaginar todas las cosas que llevaron a este momento, sería muy difícil hacerlo».
Además, «nuestra intención de hacer algo se siente tan poderosa que no alcanzamos a imaginar que no podamos tener dicha intención solo porque así lo deseamos».
O en otras palabras: nuestro deseo por hacer algo es tan fuerte que no se nos cruza por la cabeza el hecho de que no podemos desear lo que deseamos.
Me pide pensar en un escenario, el de un sujeto que asesinó a un grupo de personas.
Ese individuo cuando tenía 10 años sufrió un accidente automovilístico que destruyó 75% de su corteza frontal, un área del cerebro importante para la interpretación, expresión y regulación de las emociones.
«¿Por qué esta persona se convirtió en la persona que es? Un solo evento [el accidente] fue como un terremoto» en su vida, indica.
«Ahora mira al resto de nosotros. Imagina que hay millones y millones de telarañas invisibles, pequeños hilos, que te trajeron a este momento y te hicieron quién eres«.
El accidente de tránsito en el caso del criminal o la altura corporal de un astro del baloncesto son «causas únicas» y son «muy fáciles de comprender».
Los problemas surgen -explica el experto- cuando abordamos la «causalidad distribuida».
«Cuando nos referimos a quienes somos, en la mayoría de los casos se trata de millones de estos pequeños hilos invisibles.
«En conjunto, eso es tan determinista como tener la corteza frontal destruida en un accidente automovilístico».
 

Una neurona
En su libro, Sapolsky pide que le muestren «una neurona (o un cerebro) cuya generación de un comportamiento sea independiente de la suma de su pasado biológico».
La lógica de esa petición viene a continuación, pero primero me explica que cualquier neurona funciona como resultado de lo que están haciendo las otras miles de neuronas que la rodean.
«Podría tener conexiones con hasta 50.000 otras neuronas, no es una isla. Lo que sea que esté haciendo se enmarca en ese contexto».
Su actividad es una función de, por ejemplo: «¿desayunaste?, ¿tienes hambre?, ¿estás cansado?».
No es un misterio que cuando estamos cansados nos cuesta pensar con claridad.
Así, me habla del adenosín trifosfato (ATP), la molécula que utilizan las células para obtener energía.
Si anoche no dormiste bien o si no has comido, ciertas células mostrarán menos ATP de lo normal.
«Años atrás, mi laboratorio demostró que si estás bajo estrés mientras duermes, acumulas menos ATP en tu cerebro que si no tuvieras estrés».
Pero no solo se trata de neuronas: «¿Cómo estaban tus niveles hormonales esta mañana?», apunta.
Si tenemos un mayor nivel de una hormona determinada, puede influir en que, por ejemplo, nos sintamos más irritables o que estemos más abiertos a tomar riesgos y, también, en cuán sensible nuestro cerebro estará a ciertos estímulos externos.
Sapolsky nos recuerda que las hormonas regulan los genes y que, a su vez, los genes tienen mucho que ver en las encrucijadas propias de la toma de decisiones.
Y así volvemos a la neurona de su petición.
 

¿Es realmente autónoma?
«Muéstrame que esa neurona habría hecho exactamente lo mismo separada de los niveles hormonales», me dice.
O independientemente de que el año pasado hubiésemos sufrido un trauma brutal o nos hubiésemos enamorado (porque eventos como esos influyen en la construcción del cerebro).
El profesor nos invita a irnos incluso más atrás: a nuestra adolescencia, nuestra infancia, cuando estábamos en el útero.
«Esa neurona está formada por los genes con los que empezaste cuando eras una célula».
Y mucho antes de eso: «¿Fueron tus antepasados pastores o agricultores? ¿Vivían en una selva tropical o en el desierto? Porque eso se transmitirá siglo a siglo y el trabajo de cada generación es esculpir el cerebro de sus hijos para que tengan los mismos valores culturales».
Con todo eso en mente, viene el desafío: «Ve y cambia todo eso. (Si) la neurona hace exactamente lo mismo, eso es libre albedrío».
«Muéstrame que tu cerebro acaba de producir un comportamiento independiente de todo eso y, si lo haces, estás demostrando el libre albedrío. No puedes hacerlo».
Para el neurobiólogo, en pleno siglo XXI contamos con bastante conocimiento científico que ha demostrado cuán importante es la parte genética, la hormonal, el entorno, todas las piezas que, juntas, nos hacen quienes somos.
«Creo que la carga de la prueba recae en las personas que insisten en que hay libre albedrío», indica.
«No me corresponde a mí demostrar que no existe (…) Muéstrame hormonas que hagan lo contrario de lo que hacen normalmente. Muéstrame que acabas de cambiar tu secuencia de ADN. Hazlo y luego hablemos sobre el libre albedrío».
 

Depende de a quién le preguntes
Le digo que creer que el libre albedrío no existe pudiese ser una visión un tanto pesimista porque cuál sería el punto de esforzarnos por tomar las mejores decisiones si al final, como dice en su libro, «no somos ni más ni menos que la suma de aquello que no pudimos controlar: nuestra biología, nuestro entorno y la interacción entre ambos».
 

Y así se lo pregunto: ¿es una perspectiva pesimista?
«Pienso que es totalmente pesimista», me responde, pero me aclara que no es la persona correcta para hacerle esa pregunta.
«Porque he sido afortunado en la vida, las cosas han salido bien para mí por todas esas razones que no controlo».
Reconoce que muchas personas no han tenido la misma suerte y no se trata de que sea su culpa o que carezcan de autocontrol.
Por ejemplo, «si tu corteza frontal se desarrolló de esta manera en lugar de esta otra, no es que seas perezosa».
«Para la mayoría de las personas esto debería ser una gran noticia, porque es toda una sociedad la que se ha construido alrededor de la idea de que uno debería sentirse muy mal consigo mismo o con las cosas sobre las que no tiene control».
De hecho, cree que la idea de que no somos los capitanes de nuestro destino puede llegar a ser una visión bastante «liberadora y humana».
 

Reacciones
Si bien a lo largo de la historia ha habido algunos escépticos del libre albedrío, también son muchísimos los que, dentro y fuera de la academia, defienden su existencia.
 

El libro de Sapolsky ha generado reacciones variadas.
Adam Piovarchy, investigador de la Universidad de Notre Dame, escribió un artículo en The Conversation que tituló: «Un profesor de Stanford dice que la ciencia demuestra que el libre albedrío no existe. He aquí por qué está equivocado».
Piovarchy sostiene que Sapolsky cae en el error de asumir que las preguntas sobre el libre albedrío «se responden mirando simplemente lo que dice la ciencia», y añade que el libre albedrío es también una cuestión metafísica y moral, que es algo que los filósofos han venido estudiando desde mucho tiempo.
 

John Martin Fischer, filósofo y profesor de la Universidad de California, experto en libre albedrío, también cuestiona el planteamiento del neurocientífico:
«Sapolsky desea abrirnos los ojos frente a lo que él considera nuestras falsas creencias de que somos libres y moralmente responsables, e incluso agentes activos, tres aspectos centrales y fundamentales de la vida humana y de nuestra navegación por ella», escribió en una reseña publicada por la Universidad de Notre Dame.
Y es que, desde la filosofía, el panorama se ve muy diferente. «La ciencia, por supuesto, es relevante; pero eso no convierte el libre albedrío en una cuestión científica».

Sapolsky no lo ve así: «En cierto modo solo la ciencia tiene algo que decir al respecto», me dice, pues es la que nos ayuda «a entender cómo te convertiste en la persona que eres ahora mismo».
 

Para el escritor Oliver Burkeman, el autor demuestra en su obra que enfrentar la inexistencia del libre albedrío «no tiene por qué condenarnos a la amoralidad o la desesperación».
En una reseña sobre el libro, publicada en The Guardian, indica que cuando el científico aborda cómo deberíamos vivir sin libre albedrío, su «cosmovisión humana pasa a primer plano».
«Algunos sostienen que darnos cuenta de que nos falta libertad podría convertirnos en monstruos morales. Pero él argumenta conmovedoramente que, en realidad, es una razón para vivir con profundo perdón y comprensión, para ver ‘lo absurdo de odiar a cualquier persona por cualquier cosa que haya hecho’”.
 

Keiran Southern escribió en The Times que «si las ideas de Sapolsky fueran ampliamente aceptadas, conducirían a profundos cambios sociales, sobre todo dentro del sistema de justicia penal».
Quizás Sapolsky quisiera convencerte de que no existe el libre albedrío, pero si no lo logra, al menos te invitará a pensar que es posible que haya menos libre albedrío del que se asume.
«Ya sabemos lo suficiente como para entender que la infinita cantidad de personas cuyas vidas son menos afortunadas que la nuestra no merecen implícitamente ser invisibles», escribió el científico.

DESCALIFICACIONES

Domingo 9 de junio de 2024

Mc 3, 20-35

En aquel tiempo, Jesús entró en una casa con sus discípulos y acudió tanta gente, que no los dejaban ni comer. Al enterarse sus parientes, fueron a buscarlo, pues decían que se había vuelto loco. Los escribas que habían venido de Jerusalén, decían acerca de Jesús: “Este hombre está poseído por Satanás, príncipe de los demonios, y por eso los echa fuera”. Jesús llamó entonces a los escribas y les dijo en parábolas: “¿Cómo puede Satanás expulsar a Satanás? Porque si un reino está dividido en bandos opuestos, no puede subsistir. Una familia dividida tampoco puede subsistir. De la misma manera, si Satanás se rebela contra sí mismo y se divide, no podrá subsistir, pues ha llegado su fin. Nadie puede entrar en la casa de un hombre fuerte y llevarse sus cosas, si primero no lo ata. Solo así podrá saquear la casa. Yo os aseguro que a los hombres se les perdonarán todos sus pecados y todas sus blasfemias. Pero el que blasfeme contra el Espíritu Santo nunca tendrá perdón; será reo de un pecado eterno”. Jesús dijo esto, porque lo acusaban de estar poseído por un espíritu inmundo. Llegaron entonces su madre y sus parientes; se quedaron fuera y lo mandaron llamar. En torno a él estaba sentada una multitud, cuando le dijeron: “Ahí fuera están tu madre y tus hermanos, que te buscan”. Él les respondió: “¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos?”. Luego, mirando a los que estaban sentados a su alrededor, dijo: “Estos son mi madre y mis hermanos. Porque el que cumple la voluntad de Dios, ese es mi hermano, mi hermana y mi madre”.

DESCALIFICACIONES

Con demasiada frecuencia, el ser humano recurre a descalificaciones, utilizando recursos simplones, que consisten en imponer una etiqueta despectiva a quienes discrepan de sus propios planteamientos.

Como es lógico, las etiquetas varían, según el momento histórico y el ambiente cultural. Así, en tiempos de Jesús -en una cultura mítica y marcadamente religiosa-, una de las más graves acusaciones, con las que se pretendía descalificar a alguien de manera definitiva, era etiquetarlo como “endemoniado” o poseído por Satanás. En otros momentos, más cercanos a nosotros, a alguien se le descalifica de modo sumario colgándole otras etiquetas igualmente simplonas, según las modas y los propios prejuicios.

La descalificación degrada o incluso llega a imposibilitar la convivencia armoniosa, generando un ambiente de crispación, que tiende a retroalimentarse en un crescendo sin límites, donde cada cual busca la etiqueta más peyorativa con que descalificar al adversario. Encerrados en una mente dicotómica, cuesta reconocer que toda postura mental, por verdadera que parezca, contiene algún error, de la misma manera que toda postura errada contiene alguna verdad.

Bien mirado, el fenómeno de la descalificación esconde, al menos, estas características: pereza intelectual, autoafirmación del propio ego, desprecio del otro e inseguridad afectiva de base.

En primer lugar, resulta más sencillo colocar una etiqueta que entrar en un diálogo razonado y sereno que requiere inteligencia, lucidez, serenidad y empatía. En segundo lugar, quien descalifica no busca, aunque sea de manera inconsciente, sino autoafirmar su propio ego: es sabido que este vive únicamente gracias a la confrontación y a la creencia de separación; solo cuando me confronto con el otro, tengo la sensación de ser un “yo”. En tercer lugar, en esa confrontación afloran con facilidad actitudes de desprecio que buscan desvalorizar al otro como medio para autoafirmarse uno mismo. Y finalmente, en la base de ese tipo de comportamientos, yace, aunque no se advierta de manera consciente, un arraigado y quizás reprimido sentimiento de inseguridad afectiva: solo quien se siente inseguro intenta rebajar o anular al otro.

Frente a la tendencia a la descalificación, que con frecuencia suele ir acompañada de acritud, la convivencia sana requiere valoración del otro, respeto y empatía. Más brevemente, tal convivencia armoniosa únicamente es posible cuando, superando la falsa creencia de separatividad, que nos hace creernos yoes separados, se vive de manera expresa en la consciencia de unidad.

TODO ES «CUERPO» DE LA CONSCIENCIA

Domingo 2 junio 2024

Mc 14, 12-16

El primer día de los ázimos, cuando se sacrificaba el cordero pascual, le dijeron a Jesús sus discípulos: “¿Dónde quieres que vayamos a prepararte la cena de Pascua?”. Él envió a dos discípulos, diciéndoles: “Id a la ciudad, encontraréis un hombre que lleva un cántaro de agua; seguidlo, y en la casa en que entre, decidle al dueño: «El Maestro pregunta: ¿Dónde está la habitación en que voy a comer la Pascua con mis discípulos?». Os enseñará una sala grande en el piso de arriba, arreglada con divanes. Preparadnos allí la cena”. Los discípulos se marcharon, llegaron a la ciudad, encontraron lo que les había dicho y prepararon la cena de Pascua. Mientras comían, Jesús tomó un pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo dio, diciendo: “Tomad, esto es mi cuerpo”. Tomando una copa, pronunció la acción de gracias, se la dio y todos bebieron y les dijo: “Esta es mi sangre, sangre de la alianza, derramada por todos. Os aseguro que no volveré a beber del fruto de la vid hasta el día que beba el vino nuevo en el Reino de Dios”. Después de cantar el salmo, salieron para el Monte de los Olivos.

TODO ES «CUERPO» DE LA CONSCIENCIA

Parece claro que, en una lectura no literal ni confesional, cuando Jesús afirma sobre el pan que “esto es mi cuerpo”, se está refiriendo a la realidad completa. Con lo que, aquella cena, a tenor de esas palabras, solo cabe leerla en clave de celebración de la unidad. Por ello mismo, tienen razón quienes entienden la eucaristía en esa misma clave.

El conjunto de todos los objetos que percibimos y que constituyen la realidad aparente no son sino expresiones o manifestaciones de lo único realmente real, es decir, despliegue desbordante de la única consciencia.

La teóloga Sallie McFague afirma, metafóricamente, que “el mundo es cuerpo de Dios”. La intuición es la misma. Si no entendemos por “dios” un ser separado, al margen del mundo, sino el Fondo de todo lo que es, estaríamos utilizando nombres diferentes -dios, consciencia, vida, ser…- para referirnos a Aquello que no tiene nombre -porque no es un objeto- y que, sin embargo, es lo único que permanece cuanto todo lo demás cambia.

Reconocer que todo sin excepción es “cuerpo” de la consciencia constituye la más rotunda afirmación de la unidad de todo, de la no-separación más allá de todas las diferencias. Tal es la afirmación central de la comprensión no-dual. Y eso mismo es lo que hace que la comprensión sea radicalmente transformadora.

¿Cómo no habría de cambiar la forma de ver y de vivir cuando se comprende que, más allá de la admirable y bella multiplicidad de formas, todo es uno y lo mismo? Por tanto, la mirada que se queda solo en la forma resulta ser, no solo pobre y limitada, sino absolutamente errónea. Y del error no puede surgir sino confusión, división y sufrimiento.