EL MITO DE LA MADRE VIRGEN

Domingo IV de Adviento

18 diciembre 2022

Mt 1, 18-24

 

La concepción de Jesucristo fue de esta manera: la madre de Jesús estaba desposada con José, y antes de vivir juntos resultó que ella esperaba un hijo, por obra del Espíritu Santo. José, su esposo, que era bueno y no quería denunciarla, decidió repudiarla en secreto. Pero apenas había tomado esta resolución se le apareció en sueños un ángel del Señor, que le dijo: “José, hijo de David, no tengas reparo en llevarte a María, tu mujer, porque la criatura que hay en ella viene del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo, y tú le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de los pecados”. Todo esto sucedió para que se cumpliese lo que había dicho el Señor por el profeta: “Mirad, la virgen concebirá y dará a luz un hijo, y le pondrá por nombre Emmanuel (que significa «Dios-con-nosotros»)”. Cuando José se despertó hizo lo que le había mandado el ángel del Señor y se llevó a casa a su mujer.

 

EL MITO DE LA MADRE VIRGEN

El relato evangélico que habla de la virginidad de María no tiene nada de original. El mito de la “madre virgen” recorre toda la antigüedad, desde Egipto hasta la India. Horus, en Egipto, nace de la virgen Isis (tras el anuncio que le hace Thaw); Attis, en Frigia, de la virgen Nama; Krishna, en la India, de la virgen Devaki; Dionisos, en Grecia, y Mitra, en Persia, de vírgenes innominadas… Por cierto, de prácticamente todos ellos se dice que nacieron un 25 de diciembre, en el solsticio de invierno –en el hemisferio Norte-, justo cuando el Sol vuelve a “nacer”, venciendo a la noche.

El mito reclama una lectura simbólica. Entendido literalmente, produce confusión o provoca rechazo en una cultura que, como la nuestra, ha superado la etapa mítica. Se comprende que la consciencia moderna vea irrisoria la afirmación de que una mujer puede ser madre sin dejar de ser virgen.

Trascendida la literalidad, la lectura simbólica orienta en una doble dirección: ¿qué puede significar el arquetipo de la “madre virgen”?

Por una parte, habla de una disponibilidad total. La “virginidad” es la desapropiación del yo (del ego), que permite que Dios (la Vida, el Misterio) pase a través de nosotros, de nuestra “forma” individual, como cauce o canal por el que se expresa. La virginidad tiene poco que ver con lo biológico; es, más bien, sinónimo de disponibilidad.

Por otra parte, la “maternidad virginal” es un recurso para afirmar que el ser humano está naciendo en permanencia de la divinidad. Para entenderlo mejor, es necesario recordar que, en la antigüedad, pensaban que el hijo nacía exclusivamente de la “semilla” que el padre depositaba en el seno de la madre, el cual servía únicamente de receptáculo. En tal contexto, afirmar que en el embarazo no había existido intervención del hombre, equivalía a decir que el padre de la criatura era únicamente Dios mismo (o el Espíritu).

De ese modo, el símbolo de la “madre virgen” habla -no puede ser de otro modo- de cada ser humano. Crecemos en comprensión cuando reconocemos que en cada instante -en permanencia- estamos “naciendo” del Fondo que nos constituye y cuando nos vamos liberando de la falsa identificación con el yo.

¿Cómo leo los mitos?

CREENCIAS, MAPAS Y VERDAD

En alguna ocasión, al compartir que, en un momento dado, se me cayeron todas las creencias, alguien argumentó que, seguramente, habían cambiado, pero que en realidad tenía otras. Y mencionaba, como tales, la espiritualidad, la no-dualidad, la teoría transpersonal… Lo cual me invita a intentar clarificar esta cuestión.

Cuando hablaba de la “caída” de mis creencias, me refería particularmente a las creencias religiosas, que habían llegado a constituir “firmes convicciones” durante una etapa prolongada de mi existencia. Pero, a partir de aquella experiencia de “caída”, vi que eran todo tipo de creencias las que estaban destinadas a correr la misma suerte. Hasta el punto de comprender que, en lo que llamamos “camino espiritual”, antes o después, habrán de caer todas ellas. Lo cual, sin embargo, no niega que todavía aniden en mí muchas creencias, más o menos inconscientes, que condicionan, por su fuerte inercia, mi modo de ver y de actuar. Por más que, gracias a la experiencia vivida, ya no las absolutice o, de hacerlo, pueda con rapidez tomar distancia y “resituarme” más allá de ellas.

Una creencia es un pensamiento -un mero constructo mental- al que le damos nuestra adhesión. Y es justamente tal adhesión la que convierte el pensamiento en creencia. Con lo que, aun sin darnos cuenta, le hemos otorgado un estatus de “hecho”. La adhesión logra que aquello que era solo un pensamiento aparezca ante nosotros como un hecho irrebatible.

Ahora bien, si las creencias van a terminar cayendo, no podemos decir lo mismo de los “mapas” mentales que elaboramos siempre que pensamos y hablamos. Un mapa es también un constructo mental, que fabricamos cada vez que queremos explicarnos, mentalmente, a nosotros mismos lo que vivimos o siempre que queremos comunicarnos con los demás.

Todo lo que elabora nuestra mente y sale de nuestra boca únicamente puede ser un “mapa”. La verdad no puede ser pensada ni puede ser dicha. Simplemente, es: la somos, la vivimos, pero no podemos atraparla, tenerla ni expresarla adecuadamente. Nos resulta imposible, por tanto, escapar de los mapas cada vez que queremos “poner palabras” a lo vivido.

Con todo, hay mapas y mapas. Una diferencia crucial es la que se da entre “mapas pre” y “mapas post” experiencia. De la misma manera que no es lo mismo hacer un mapa de una ciudad que no conocemos sino de oídas a hacerlo después de haber transitado y recorrido esa misma ciudad. Un mapa pre-experiencia carece de fundamento sólido; no pasa de ser una mera elucubración mental, a partir de lo que hemos recibido de otros; un mapa post-experiencia se apoya en la experiencia vivida a la que en todo momento remite y la que le otorga consistencia y credibilidad. Pero no es la verdad. Con lo cual, si alguien se adhiere a un mapa ajeno, en ausencia de experiencia propia, no hace sino asumir una nueva creencia.

Reconocer que nuestra mente no puede salir de los mapas impide absolutizar el propio punto de vista -siempre relativo, como cualquier mapa- y capacita para modificarlo siempre que la realidad nos muestra algo que se halla en disonancia con aquel.

Creencias y mapas tienen un punto en común: ambos son constructos mentales. No es extraño que, si no se afina un poco, alguien los confunda. Y así se explica que, cuando utilizo mapas para comunicarme, quien me escucha pueda llegar a pensar que estoy transmitiendo creencias. La realidad es que, si lo vivo ajustadamente, no estoy proponiendo una creencia nueva -de la misma manera que no me sostengo en ninguna de ellas-, sino compartiendo un mapa post-experiencia que invita a quien lo escucha a prestar atención a su propia voz interior, por si se produjera alguna resonancia significativa. Esa resonancia, y no tanto el mapa recibido, es la que suele ser portadora de verdad.

Y, más allá de creencias y de mapas, ¿qué es la verdad? La verdad no es una creencia, no es un mapa, no es un concepto… La Verdad es una con la realidad: es lo que es. Y es, por tanto, lo que somos. Aquello realmente real que constituye el núcleo último de todo lo que es. Y que, como supieron ver las personas sabias, es una con la Bondad y la Belleza.

Trasciende la mente -no puede ser pensada-, por lo que el acceso a ella requiere silencio mental. La verdad se nos descubre en el silencio de la mente y del yo. Porque el “estado mental” constituye un velo que nos impide reconocerla. Y es el silencio el que permite descorrer el velo -eso significa “aletheia”, el término griego con el que se designa la “verdad”- y, de ese modo, empezar a ver con claridad.

La verdad no trae “contenidos”, que serían solo mapas, creencias o dogmas. Nos aporta una única certeza: la certeza de ser. Y nos transforma en nuestra forma de ver, de relacionarnos, de actuar, de vivir…

“La verdad nos hace libres”, según el dicho que el cuarto evangelio pone en boca de Jesús. Y nos hace libres porque es fuente de luz y de comprensión. Por eso, la verdad -y solo ella- nos trae a “casa”.

LA PRIMACÍA DEL PRINCIPIO ÉTICO

Domingo III de Adviento

11 diciembre 2022

Mt 11, 2-11

En aquel tiempo, Juan, que había oído en la cárcel las obras de Cristo, le mandó a preguntar por medio de dos de sus discípulos: “¿Eres tú el que ha de venir o tenemos que esperar a otro?”. Jesús les respondió: “Id a anunciar a Juan lo que estáis viendo y oyendo: los ciegos ven y los inválidos andan, los leprosos quedan limpios y los sordos oyen, los muertos resucitan, y a los pobres se les anuncia la Buena Noticia. ¡Y dichoso el que no se sienta defraudado por mí!”. Al irse ellos, Jesús se puso a hablar a la gente sobre Juan: “¿Qué salisteis a contemplar en el desierto, una caña sacudida por el viento? ¿O qué fuisteis a ver, un hombre vestido con lujo? Los que visten con lujo habitan en los palacios. Entonces, ¿a qué salisteis, a ver a un profeta? Sí, os digo, y más que un profeta: él es de quien está escrito: «Yo envío mi mensajero delante de ti para que prepare el camino ante ti». Os aseguro que no ha nacido de mujer uno más grande que Juan Bautista, aunque el más pequeño en el Reino de los Cielos es más grande que él”.

 

LA PRIMACÍA DEL PRINCIPIO ÉTICO

 

 “¿Eres tú el que ha de venir…?”. O cómo saber si un “camino espiritual” es acertado.

Todas las religiones han conocido el peligro de la absolutización. Con facilidad olvidan que son solo un camino y caen en la tentación de considerarse la meta (el absoluto), identificando su mensaje con “la verdad” y arrogándose la pretensión de dictar las normas adecuadas que todos deberían cumplir. En una palabra, colocan el “principio religioso” por encima del “principio ético”.

En el evangelio de Marcos (3,1-6) encontramos la descripción de esa trampa, que explica también el creciente conflicto entre Jesús y los representantes oficiales de la religión judía. Un sábado, en la sinagoga, los fariseos están al acecho para ver si Jesús cura a un enfermo, violando la ley. Y cuando eso ocurre, se confabulan con los herodianos para matarlo.

Los fariseos otorgan la primacía al “principio religioso”: lo que hay que salvar siempre, por encima de cualquier otra consideración, es la ley religiosa. Frente a esta exigencia, ayudar o sanar a un hombre enfermo carece de importancia. Impera el legalismo religioso.

Por el contrario, Jesús relativiza ese principio religioso para dar la primacía al “principio ético”. Consciente de la trampa religiosa y “apenado por la dureza de sus corazones”, plantea esta cuestión: “¿Qué está permitido en sábado: hacer el bien o hacer el mal; salvar una vida o destruirla?”. Y es en esa clave desde donde proclama uno de sus principios más subversivos: “El sábado [la ley, la norma, la religión…] ha sido hecho para el hombre, y no el hombre para el sábado”.

Pero no es esa la única ocasión en que Jesús se manifiesta de ese modo. De hecho, la primacía del “principio ético” -no está la religión por encima de la ética, sino la ética por encima de la religión- recorre absolutamente todo el evangelio. Recordaré simplemente tres escenas.

Frente a quienes podían presumir de ser seguidores suyos (“Profetizamos en tu nombre, en tu nombre expulsamos demonios, en tu nombre hicimos muchos milagros”), Jesús es tajante: “No todo el que me dice: ¡Señor, Señor! entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre que está en el cielo” (Mt 7,21).

En el camino de Jerusalén a Jericó, quienes se encuentran con Dios no son el sacerdote ni el levita -fieles cumplidores de la ley religiosa-, sino el samaritano “hereje” que jamás pisaría el Templo. Y dirigiéndose al doctor de la ley que le había planteado la cuestión sobre qué hacer, Jesús, tras narrar esa parábola, le contesta tajante: “Ve y haz tú lo mismo” (Lc 10,25-37).

En la parábola conocida como “juicio de las naciones”, el criterio decisivo -lo que se pregunta a las personas- no es en qué han creído ni qué religión han tenido, sino qué han hecho en favor de los demás: “Venid benditos de mi Padre, porque tuve hambre y me disteis de comer…” (Mt 25,31-46).

En todos estos casos, se pone de manifiesto lo que constituyó probablemente uno de los rasgos más característicos y a la vez más provocativos de Jesús, el que terminó provocando su ejecución: afirmar que existe un camino para encontrarse con Dios que no pasa por el templo ni por la religión. El camino de la autorrealización o plenitud de vida se verifica en la acción a favor de los demás.

¿Qué prima en mi vida: el principio religioso o el principio ético?

CUANDO LA RELIGIÓN AMENAZA

Domingo II de Adviento

4 diciembre 2022

Mt 3, 1-12

Por aquel tiempo, Juan Bautista se presentó en el desierto de Judea predicando: “Convertíos, porque está cerca el Reino de los Cielos. Este es el que anunció el profeta Isaías diciendo: «Una voz grita en el desierto: preparad el camino del Señor, allanad sus senderos»”. Juan llevaba un vestido de piel de camello, con una correa de cuero a la cintura, y se alimentaba de saltamontes y miel silvestre. Y acudía a él toda la gente de Jerusalén, de Judea y del valle del Jordán; confesaban sus pecados y él los bautizaba en el Jordán. Al ver que muchos fariseos y saduceos venían a que los bautizara, les dijo: “Raza de víboras, ¿quién os ha enseñado a escapar de la ira inminente? Dad el fruto que pide la conversión. Y no os hagáis ilusiones pensando: «Abrahán es nuestro padre», pues os digo que Dios es capaz de sacar hijos de Abrahán de estas piedras. Ya toca el hacha la base de los árboles, y el árbol que no da fruto será talado y echado al fuego. Yo os bautizo con agua para que os convirtáis; pero el que viene detrás de mí puede más que yo, y no merezco ni llevarle las sandalias. Él os bautizará con Espíritu Santo y fuego. Él tiene el bieldo en la mano: aventará su parva, reunirá su trigo en el granero y quemará la paja en una hoguera que no se apaga”.

 

CUANDO LA RELIGIÓN AMENAZA     

El pasado 16 de septiembre, Mahsa Amini, una joven iraní de 22 años, moría en circunstancias no aclaradas tras ser detenida por la “policía de la moral” (¡¡!!), por “llevar mal colocado su hiyab”.    

Es obvio que la “moral” que da nombre a ese cuerpo policial no es una moral genuina que buscara, por encima de cualquier otra cosa, el bien de todos los seres; se trata de una “moral” dictada por el poder teocrático de Irán -la perversión de la moral, por tanto-, con el objetivo prioritario de mantener el control sobre la población.

Todo régimen teocrático es autoritario y la religión, de manera especial cuando ha llegado al poder, utiliza la amenaza -y amenaza en nombre de Dios- como recurso de control y de sometimiento: “El hacha toca ya la base de los árboles… y el árbol que no da fruto será talado y echado al fuego”.

A partir de ahí, se inocula el miedo y la culpa, con tal eficacia que llegan a formar parte del imaginario de la propia población que, casi sin advertirlo, interioriza, no solo las normas morales impuestas, sino las amenazas y castigos, así como los sentimientos de miedo y de culpa que conllevan. Hasta el punto de que ven la amenaza como algo necesario. En este sentido, recuerdo una ocasión en la que -ejerciendo aún el ministerio, en un funeral- hablé del “perdón gratuito e incondicional” de Dios. A la salida, me esperaba una mujer joven que, “desde la fe”, sentía que debía recriminarme por este motivo: si no hay amenaza de castigo, la gente no se comportaría bien. Me di cuenta de que sus “buenas intenciones” no podían disimular un infantilismo proyectado, que lleva a ver a las personas como niños pequeños que necesitan de la amenaza y del castigo para no desviarse del “buen camino”.

La religión -como el poder- recurre a la amenaza y al castigo porque, más allá de todas las justificaciones con que se quieran ocultar sus intenciones, lo que está buscando es imponer su “verdad” y proteger su situación de dominio.

Pero el miedo y la culpa terminan envenenando a la persona por lo que, antes o después, esta se verá conducida a la rebeldía activa, la desafección o el resentimiento reprimido. Jesús retrató magistralmente estas actitudes en la parábola del “hijo pródigo” -o “los dos hijos”- (Lc 15,11-32): el menor se rebela y escapa; el mayor cumple todas las normas, pero alimenta un resentimiento hostil. En contraste con estas actitudes, el padre muestra el único camino de salida posible: el respeto a la libertad de cada hijo y la oferta de una visión que trasciende absolutamente cualquier miedo, cuando afirma: “Todo lo mío es tuyo”.

¿Sé liberarme del miedo y de la culpa?

 

NO ME TRABAJO, ME ATIENDO // Esther Fernández Lorente

No me trabajo hace tiempo: eso, para mí, era tratar de ser feliz
alcanzando mi yo ideal. Me atiendo: eso, para mí, es estar atenta a lo
que se mueve, a lo desconocido, a lo que se me regala en todo, no
rechazando nada. ¡Es la gran aventura! “Trabajarse”, tal y como yo
lo he vivido, es buscar lo conocido y lo previamente proyectado a
toda costa, vivir en el futuro. “Atenderse” es presenciar lo que se da,
transitar lo que hay y vivir la aventura de la pasividad más activa. “No
me trabajo, me atiendo”. EFL.

No me trabajo a mí misma,
aunque, tal vez, suene hueco.
Durante años busqué,
con el cincel y el martillo,
ser la que veo en mis sueños,
con la bondad de la tierra,
la belleza de la luna
y la levedad del viento.

No pudo ser, solo noche
sin estrellas en mis manos,
la ansiedad entre los dientes
chocando por no llegar,
por nunca llegar a tiempo.

No pudo ser, solo culpa
al regresar, cada tarde,
al inicio, masticando,
como quien no sabe andar,
lo inútil del esfuerzo.

No me trabajo a mí misma,
únicamente, me atiendo.
Me observo, curiosamente,
acojo cada sonrisa,
acaricio cada pena,
nadando entre mi corriente
o quemándome en mi fuego.
Doy espacio a lo que pasa,
me escapo y vuelvo a la vida,
me encrespo en la tormenta
y me amanso en el centro.

Dejo ser lo que ya soy:
buena, como es la tierra,
hermosa como la luna,
leve y firme como el viento.

Acepto nudos que bloquean
el paso de tanta vida,
esos patrones tan rígidos
que llevo hace tiempo puestos.

Sin juicios ni culpas miro
y, al mirar libre, comprendo
y, al comprender se desatan
poco a poco esos nudos
con la luz que nace de ellos.

Es tan sencillo y calmado,
con tanto amor a mí misma,
mirar sin etiquetarme,
gozar de la honestidad
y dejarme ser sin miedo,
que descanso y amo más
también a todos los seres
sin forzarme para hacerlo.

Agradezco el camino,
la búsqueda y los intentos
para entender que es así,
no me trabajo, me atiendo

Esther Fernández Lorente