ETNOCENTRISMO Y PLURALISMO

Domingo XXVI del Tiempo Ordinario

26 septiembre 2021

Mc 9, 38-48

En aquel tiempo, dijo Juan a Jesús: “Maestro, hemos visto a uno que echaba demonios en tu nombre y se lo hemos querido impedir, porque no es de los nuestros”. Jesús respondió: “No se lo impidáis, porque uno que hace milagros en mi nombre no puede luego hablar mal de mí. El que no está contra nosotros, está a favor nuestro. El que os dé a beber un vaso de agua, porque seguís al Mesías, os aseguro que no se quedará sin recompensa. El que escandalice a uno de estos pequeños que creen, más le valdría que le encajasen en el cuello una piedra de molino y lo echasen al mar. Si tu mano te hace caer, córtatela: más te vale entrar manco en la vida que ir con las dos manos al abismo, al fuego que no se apaga. Y si tu pie de hace caer, córtatelo: más te vale entrar cojo en la vida que ser echado con los dos pies al abismo. Y si tu ojo de hace caer, sácatelo: más te vale entrar tuerto en el Reino de Dios que ser echado al abismo con los dos ojos, donde el gusano no muere y el fuego no se apaga”.

ETNOCENTRISMO Y PLURALISMO

Podría decirse que un signo claro de avance de nuestra especie es el paso de una consciencia etnocéntrica a otra mundicéntrica. La primera, que ha imperado durante siglos y todavía perdura en gran medida, se caracteriza por una visión que gira alrededor del propio grupo (tribu, etnia, raza, pueblo, partido, ideología…), que es absolutizado, como referencia única de verdad y de bondad. Es verdadero lo que el grupo cree y es bueno lo que lo beneficia.

Mientras las personas se hallan en este nivel de consciencia, el diálogo es prácticamente imposible. Tanto la cerrazón al diálogo como el juicio y la descalificación del otro no nacen de la “maldad” de las personas, sino que son consecuencia del nivel de consciencia en que se encuentran. Por lo que, desde este punto de vista, podría decirse que son inevitables…, mientras perdure ese nivel de consciencia.

Desde él, quienes piensan diferente no pueden ser comprendidos; al contrario, es necesario obligarlos a cambiar. Por lo que cualquier propuesta o intento de comprensión será tachada, como mínimo, de “buenismo” condescendiente y radicalmente equivocado.

El fanatismo y la intolerancia nacen de una consciencia etnocéntrica, centrada en el propio grupo (o el propio ego) y se pone de manifiesto en las palabras que aparecen en el texto evangélico de hoy: “No es de los nuestros”. Porque no importa lo que el otro dice o hace sino, simplemente, que no pertenece a nuestro grupo.

La disputa política suele ser un campo donde es fácil advertir ese tipo de funcionamiento: no se valora –mucho menos se apoya– ninguna propuesta de otro partido…, porque no es de los nuestros. Con lo cual se hace evidente lo que mucha gente constata a diario: los partidos políticos no buscan el bien de la sociedad, sino sus propios intereses, entre los que destaca “quedar por encima” del rival (y ganar las próximas elecciones). Este modo de funcionar, que aparece también en otros ámbitos sociales, pone de relieve la extensión y la fuerza que todavía posee entre nosotros la consciencia mítica.

Por el contrario, el proceso de expansión de la consciencia permite asumir una perspectiva pluralista, que se caracteriza por la capacidad de comprender otras perspectivas, distinguir el “mapa” del “territorio”, reconocer la relatividad de todo modo de conocer….

Este nivel de consciencia más amplio (mundicéntrico, pluralista, integral) abre nuestro horizonte, nos libera de la necesidad de tener razón y constituye el fundamento profundo del respeto y la cooperación.

Globalmente, me parece que la humanidad camina desde una consciencia etnocéntrica a otra pluralista o integral. Sin embargo, esto no niega que en cualquier momento y en cualquiera de nosotros puedan activarse viejos registros tribales que nos coloquen en actitudes rígidas e intolerantes.

¿Qué hay en mí de intolerancia y de respeto?

TENER, APARENTAR, PODER: LA TRIPLE TENTACIÓN HUMANA

Domingo XXV del Tiempo Ordinario

19 septiembre 2021

Mc 9, 30-37

En aquel tiempo, instruía Jesús a sus discípulos. Les decía: “El Hijo del Hombre va a ser entregado en manos de los hombres, y lo matarán; y después de muerto, a los tres días, resucitará. Pero no entendían aquello, y les daba miedo preguntarle. Llegaron a Cafarnaún, y una vez en casa, les preguntó: “¿De qué discutíais por el camino?”. Ellos no contestaron, pues por el camino habían discutido quién era el más importante. Jesús se sentó, llamó a los Doce y le dijo: “Quien quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos”. Y acercando a un niño, lo puso en medio de ellos, lo abrazó y les dijo: “El que acoge a un niño como este en mi nombre, me acoge a mí; y el que me acoge a mí, no me acoge a mí, sino al que me ha enviado”.

PODER

Jesús vivió atento a las tres pulsiones básicas del ser humano y las denunció con firmeza. Tanto es así que el llamado “relato de las tentaciones” –un texto que parece sintetizar lo que fue su lucha interior a lo largo de su existencia–, lo muestra enfrentando la tentación de la riqueza, del poder y de la imagen (Mt 4,1-11).

Los relatos evangélicos nos han trasladado la fuerza de la denuncia, en textos como estos, con respecto a la riqueza: “No podéis servir a Dios y al dinero” (Mt 6,24); “Le es más fácil a un camello pasar por el ojo de una aguja que a un rico entrar en el reino de Dios” (Mt 19,24).

Por lo que se refiere a la imagen, los textos más significativos son aquellos que se refieren a la autoridad religiosa: “Todo lo hacen para que los vea la gente: ensanchan sus filacterias y alargan los flecos del manto; les gusta el primer puesto en los convites y los primeros asientos en las sinagogas; que los saluden por la calle y los llamen maestros” (Mt 23,5-7). “¿Cómo vais a creer vosotros, si lo que os preocupa es recibir honores los unos de los otros, y no os interesáis por el verdadero honor que viene del Dios único” (Jn 6,44); “Para ellos –escribe el cuarto evangelio– contaba más la buena reputación ante la gente que ante Dios” (Jn 12,43)?

En cuanto al poder, Jesús es bien consciente de que constituye la mayor trampa, por lo que no solo previene contra ella de manera tajante, sino que ofrece una alternativa, el camino que él mismo había tomado: “Sabéis que los que figuran como jefes de las naciones las gobiernan tiránicamente y que sus magnates las oprimen. No ha de ser así entre vosotros. El que quiera ser grande entre vosotros, que sea vuestro servidor; y el que quiera ser el primero entre vosotros, que sea esclavo de todos. Pues tampoco el Hijo del hombre ha venido a ser servido, sino a servir y dar su vida” (Mc 10,42-45).

El yo ansía el poder –como el tener y el aparentar– porque cree encontrar ahí una sensación de seguridad, a la vez que le permiten creer que está vivo. Es el modo que tiene de ocultar su propio vacío. Pero adonde eso conduce es a “perder la vida”, porque se ha desconectado de la verdadera identidad. La comprensión descansa en el ser y se manifiesta en el servicio.

Como dijera el psiquiatra Carl Jung, uno de los padres de la psicología moderna, “donde el amor rige, no hay voluntad de poder; donde la voluntad de poder rige, no hay amor”.

¿Qué fuerza tienen en mí cada una de esas tres pulsiones?

Semana 12 de septiembre: AJEDREZ // Jorge Luis Borges

En su grave rincón, los jugadores 
rigen las lentas piezas. El tablero 
los demora hasta el alba en su severo 
ámbito en que se odian dos colores. 

Adentro irradian mágicos rigores 
las formas: torre homérica, ligero 
caballo, armada reina, rey postrero, 
oblicuo alfil y peones agresores. 

Cuando los jugadores se hayan ido, 
cuando el tiempo los haya consumido, 
ciertamente no habrá cesado el rito. 

En el Oriente se encendió esta guerra 
cuyo anfiteatro es hoy toda la Tierra. 
Como el otro, este juego es infinito. 

II 

Tenue rey, sesgo alfil, encarnizada 
reina, torre directa y peón ladino 
sobre lo negro y blanco del camino 
buscan y libran su batalla armada. 

No saben que la mano señalada 
del jugador gobierna su destino, 
no saben que un rigor adamantino 
sujeta su albedrío y su jornada. 

También el jugador es prisionero 
(la sentencia es de Omar) de otro tablero 
de negras noches y de blancos días. 

Dios mueve al jugador, y este, la pieza. 
¿Qué Dios detrás de Dios la trama empieza 
de polvo y tiempo y sueño y agonía?

Jorge Luis BORGES, El Hacedor, Emecé Editores, Buenos Aires 1960. 

PARADOJA

Domingo XXIV del Tiempo Ordinario

12 septiembre 2021

Mc 8, 27-35

En aquel tiempo, Jesús y sus discípulos se dirigieron a las aldeas de Cesarea de Felipe; por el camino preguntó a sus discípulos: “¿Quién dice la gente que soy?”. Ellos le contestaron: “Unos, Juan Bautista; otros, Elías, y otros, uno de los profetas”. Él les preguntó: “Y vosotros, ¿quién decís que soy?”. Pedro le contestó: “Tú eres el Mesías”. Él les prohibió terminantemente decírselo a nadie. Y empezó a instruirlos: “El Hijo del Hombre tiene que padecer mucho, tiene que ser condenado por los senadores, sumos sacerdotes y letrados, ser ejecutado y resucitar a los tres días”. Se lo explicaba con toda claridad. Entonces Pedro se lo llevó aparte y se puso a increparlo. Jesús se volvió, y de cara a los discípulos increpó a Pedro: “¡Quítate de mi vista, Satanás! ¡Tú piensas como los hombres, no como Dios!”. Después llamó a la gente y a sus discípulos y les dijo: “El que quiera venirse conmigo, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga. Mirad, el que quiera salvar su vida, la perderá; pero el que pierda su vida por el Evangelio, la salvará”.

PARADOJA

 “El que quiere salvar su vida, la perderá; pero el que pierda su vida, la salvará”: en esta formulación queda expresada la paradoja central del evangelio.

 Perder y salvar la vida es una expresión que suele reformularse de muchos modos: perder/ganar, soltar/recibir, controlar/fluir, disminuir/crecer, morir/vivir… Todo ello habla de que nos encontramos ante una paradoja de validez universal, más allá de la tradición específica en la que nació. De hecho, la hallamos en otras tradiciones sapienciales, lo cual es signo de la sabiduría que contiene.

 Esa paradoja encierra lo que –también dentro de la tradición evangélica– constituye el misterio central de la vida como proceso de muerte/resurrección. En el mundo de las formas, todo es un constante morir-resucitar: “Si el grano de trigo no muere –decía el Jesús del cuarto evangelio–, no puede dar fruto” (Jn 12,24).

 La universalidad de la paradoja se explica porque responde a la propia constitución de la realidad en general y de los seres humanos en particular. En lenguaje budista, los dos polos de la realidad se nombran como “vacío” y “forma”, según el conocido dicho del Sutra del corazón: “Vacío es forma y forma es vacío”. No son opuestos irreductibles, sino las dos caras de la misma moneda, abrazadas en la no-dualidad.

  En nuestro caso humano, podemos nombrar los dos polos como “identidad” y “personalidad”. Tampoco como realidades opuestas, sino complementarias. Nuestra identidad se está expresando en nuestra personalidad. Ahí queda recogida nuestra paradoja, con la invitación a vivir ambas realidades de manera armoniosa. Y es precisamente a esa armonía hacia donde apunta la expresión del evangelio.

 Si absolutizo la personalidad (el yo) hasta el punto de identificarme con (reducirme a) ella, yerro por completo y pierdo la vida: me estoy perdiendo a mí mismo en la confusión y el sufrimiento. Solo cuando “niego” el yo –es decir, cuando comprendo que no soy (ni me reduzco a) él–, vivo en plenitud. Con otras palabras: el que solo busca “salvar” su yo, pierde la vida; quien “pierde” el yo –porque se ha desidentificado de él– la encuentra. Todo nacerá en la comprensión: porque solo cuando comprendemos lo que somos, podemos dejar de identificarnos con lo que no somos.

 Por tanto, no se trata tampoco de demonizar al yo ni de querer eliminarlo -es una realidad positiva-, sino de acogerlo y vivirlo desde nuestra identidad profunda, sin reducirnos a él.

¿Cómo vivo esta paradoja?

ABRIRSE A LA VIDA

Domingo XXIII del Tiempo Ordinario

5 septiembre 2021

Mc 7, 31-37

En aquel tiempo, dejando Jesús el territorio de Tiro, pasó por Sidón, camino del lago de Galilea, atravesando la Decápolis. Y le presentaron a un sordo que, además, apenas podía hablar; y le piden que le imponga las manos. Él, apartándolo de la gente a un lado, le metió los dedos en los oídos y con la saliva le tocó la lengua. Y mirando al cielo, suspiró y le dijo: “Effetá” (esto es, “ábrete”). Y al momento se le abrieron los oídos, se le soltó la traba de la lengua y habló sin dificultad. Él les mandó que no lo dijeran a nadie; pero, cuanto más se lo mandaba, con más insistencia lo proclamaban ellos. Y en el colmo del asombro decían: “Todo lo ha hecho bien: hace oír a los sordos y hablar a los mudos”.

ABRIRSE A LA VIDA

  De Jesús se dijo que “pasó por la vida haciendo el bien” (Hech 10,38). Defendió siempre a la persona –frente a tiranías de la autoridad, de normas y tradiciones–, apostando por su dignidad. En el encuentro con él, muchas personas se sintieron reconocidas –él sabía mirar al corazón–, liberadas de esclavitudes de todo tipo y animadas a vivir, saliendo de su letargo.

 Por diferentes motivos –algunos de ellos muy arraigados y dolorosos–, a veces vivimos encerrados en nuestro pequeño mundo, en la capa más superficial de nuestra persona, conformándonos con “ir tirando” en una actitud defensiva, que busca simplemente amainar el malestar. Pero esa misma aparente “protección” se convierte en nuestra tumba.

 La palabra de Jesús ­“Effetá”: ábrete– es una invitación a salir de esa “zona de confort” que pudimos fabricarnos y en la que corremos el riesgo de terminar asfixiados, para abrirnos a la vida en profundidad.

 Necesitamos abrirnos a nuestro mundo interior para poner luz en él. Eso significa mirar, reconocer, nombrar y aceptar todo lo que se mueve en el campo de los sentimientos y las emociones. Implica también abrirnos a reconocer nuestra sombra y abrazarla. Porque solo el encuentro real con todo ello hará posible que vivamos de manera integrada, unificada, armoniosa, serena y creativa.

 Necesitamos abrirnos también a nuestra dimensión profunda (espiritual) donde, más allá de nuestra personalidad, entramos en contacto con nuestra verdadera identidad y nos descubrimos en “casa”. Porque solo cuando nos abrimos y permanecemos en conexión con ese “lugar”, todo se ilumina y se llena de sentido.

 Desde ahí, necesitamos abrirnos a los otros, a quienes ahora veremos de un modo nuevo, como hermanos y hermanas, con quienes, más allá de las diferencias, compartimos la misma identidad. Jesús decía: “Lo que hacéis a cada uno de ellos, me lo estáis haciendo a mí”. Y casi dos siglos antes, el filósofo romano Terencio dejó dicho: “Soy humano y nada de lo humano me es ajeno”.

 Y también desde ahí nos abrimos al mundo entero, a todos los seres, al planeta, desde una actitud de empatía, complicidad y cuidado, es decir de comunión. Porque la apertura genuina no es sino consecuencia de la unidad que somos.

¿Vivo en actitud de apertura? ¿Cómo se manifiesta?