EL VALOR DE LA ASTUCIA

Comentario al evangelio del domingo 21 septiembre 2025

Lc 16, 1-13

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: “Un hombre rico tenía un administrador y le llegó la denuncia de que derrochaba sus bienes. Entonces lo llamó y le dijo: «¿Qué es lo que me cuentan de ti? Entrégame el balance de tu gestión, porque quedas despedido». El administrador se puso a echar sus cálculos. «¿Qué voy a hacer ahora que mi amo me quita el empleo? Para cavar no tengo fuerzas; mendigar, me da vergüenza. Ya sé lo que voy a hacer para que cuando me echen de la administración, encuentre quien me reciba en su casa». Fue llamando uno a uno a los deudores de su amo, y dijo al primero: «¿Cuánto debes a mi amo?». Este respondió: «Cien barriles de aceite». Él le dijo: «Aquí está tu recibo: aprisa, siéntate y escribe “cincuenta”». Luego dijo a otro: «Y tú, ¿cuánto debes?». Él contestó: «Cien fanegas de trigo». Le dijo: «Aquí está tu recibo: Escribe “ochenta”». Y el amo felicitó al administrador injusto por la astucia con que había procedido. Ciertamente, los hijos de este mundo son más astutos con su gente que los hijos de la luz”. Y yo os digo: “Ganaos amigos con el dinero injusto para que cuando os falte os reciban en las moradas eternas. El que es de fiar en lo menudo también en lo importante es de fiar; el que no es honrado en lo menudo tampoco en lo importante es honrado. Si no fuisteis de fiar en el vil dinero, ¿quién os confiará lo que vale de veras? Si no fuisteis de fiar en lo ajeno, ¿lo vuestro quién os lo dará? Ningún siervo puede servir a dos amos: porque o bien aborrecerá a uno y amará al otro, o bien se dedicará al primero y no hará caso del segundo. No podéis servir a Dios y al dinero”.

EL VALOR DE LA ASTUCIA

Las parábolas, como los sueños, no dicen lo que parece en una primera mirada. No importa el relato ni cabe una lectura literalista. Su objetivo es apuntar hacia un mensaje de sabiduría, que es preciso tener en cuenta.

En esta que leemos hoy se hace un elogio de la astucia, entendida como la capacidad de poner todos los medios a nuestro alcance para descubrir, llegar y permanecer en “casa”.

La casa es una metáfora de nuestro hogar interior, es decir, de nuestra verdad profunda. Y la parábola nos invita a cuestionarnos si, realmente, estamos poniendo todos los medios para habitarla conscientemente o, por el contrario, nos conformamos o resignamos en un “seguir tirando” que puede resultarnos más cómodo.

La astucia nos hace replantearnos la situación y lo que estamos haciendo en ella, nos moviliza, nos lleva a indagar y a poner todo nuestro empeño para llegar a comprender lo que somos y vivir en coherencia con ello.

«VIVIR SIN CULPA»

A Ana, inocencia transparente, generadora de confianza.

«¿Quién es ese yo que, en nuestro interior, es un crítico severo, que es capaz de aterrorizarnos e impulsarnos a una actividad fútil y que, al final, nos juzga todavía más severamente por los errores a los que sus reproches nos condujeron?» (Thomas S. Eliot).

«La confianza es la base de la vida. Hay que tener un suelo por el que andar porque a veces la tierra física, la tierra psíquica, la tierra material se hunde bajo los árboles. Hay un suelo debajo del suelo, y este subsuelo es la confianza….
La confianza está siempre aquí, incluso cuando la pierdo no está muy lejos de mí. Cuando la pierdo sé que está en la habitación de al lado y que, tarde o temprano, la encontraré. Tener confianza en la vida es tener la intuición de que no se dañará a lo más querido y a aquello que no conseguimos ni nombrar. Hay que comprender que en lo profundo no estamos en peligro
La confianza es la madre de todas las raíces: si la tienes, darás con todo el resto» (Christian Bobin).

«El pecado es necesario, pero todo acabará bien, y todo acabará bien, y cualquier cosa, sea cual sea, acabará bien» (Juliana de Norwich).

CONTRAPORTADA

La culpa es una creencia errónea de efectos devastadores. De manera oculta e insidiosa envenena la existencia y sumerge a la persona en un pozo de apatía y en una dinámica perversa en la que ve saboteados sus mejores propósitos y bloqueada su confianza. La culpa encierra a la persona en una espiral de miedo que fácilmente trunca la confianza y agosta la alegría: la culpa cercena de raíz la alegría de vivir. Y con la culpa, el castigo: otra creencia generalizada que contamina y envenena, bloqueando la capacidad de amar.

Liberarse de ellas requiere, a la vez, un trabajo psicológico que traduce la culpabilidad en responsabilidad, y un trabajo espiritual que desvela su error radical. El resultado es la liberación del miedo y la recuperación de la confianza: el regreso a la inocencia.

Desenmascarar la mentira de aquellas creencias amplía el horizonte, ensancha el corazón, hace saltar las barreras del laberinto mental que constriñe y nos permite reconocernos como vida que fluye y juega en libertad. El miedo y el egocentrismo, sostenidos antes por la culpa y el castigo, dan paso a la confianza y al amor. Y una vez más constatamos, por experiencia propia, que solo la comprensión libera.

Editorial Desclée De Brouwer.

ÍNDICE

Introducción: Bajo el peso de la culpa

  1. La génesis: ¿cómo nace la culpa?

En la especie humana
Una creencia culpabilizadora: la doctrina del “pecado original”
En el individuo particular

  1. Los efectos: desolación y hundimiento

Autorreproche, miedo y castigo
Hundimiento
Adictos a la culpa, adictos al castigo

  1. La trampa: la culpa es una creencia errónea

Una convención cultural basada en creencias erróneas
El punto decisivo: ¿un yo libre y hacedor?
El testimonio de los sabios
Salir de la creencia errónea

  1. La comprensión: de la culpabilidad a la responsabilidad y al reconocimiento de lo que somos

Desde la psicología: de la culpabilidad a la responsabilidad
Desde la espiritualidad: la culpa no existe
¿No hay nada que hacer?
La comprensión: donde todo encaja

  1. El camino sabio o espiritual: confiar siempre

Resistencias a confiar
Invitación a confiar
Confiar es amar lo que es
Confiar es vivir diciendo “sí”
Confianza, aceptación y responsabilidad

 

INTRODUCCIÓN
BAJO EL PESO DE LA CULPA

La culpa es una creencia errónea, de efectos devastadores.

Pocas cosas han hecho (hacen) tanto daño a la humanidad como la creencia generalizada en la culpa y en el castigo como medio de expiación de aquella. Pareciera como si, de forma premeditada, se hubieran conjugado factores de tipo psicológico, sociocultural y religioso para abonar, sostener y reforzar ambas creencias que, asumidas acríticamente, cumplen la función de sustentar y nutrir un sistema social radicalmente centrado en el ego.

Como resultado, la vida humana, tanto en su dimensión personal como en su dimensión social, queda envenenada de raíz, mientras las personas se ven introducidas en un laberinto de angustia, que se plasma y se proyecta en forma de juicio, condena, reproche, enfrentamiento…: castigo. Solo la liberación de aquella doble creencia hace posible reconocer nuestra inocencia original y vivir en confianza y en amor, hacia sí mismo y hacia todos y todo lo demás. La culpa y el castigo buscan sostener el sistema egoico en el que la humanidad se halla atrapada. Desenmascarar la mentira de esas creencias libera del miedo y de la angustia, amplía el horizonte, ensancha el corazón, recupera la confianza, hace saltar las barreras del laberinto mental que constriñe y nos permite reconocernos como vida que fluye y juega en libertad, como amor que encuentra plenitud y gozo en el hecho mismo de amar. Una vez más constatamos, por experiencia propia, que solo la comprensión libera.

Pocas cosas producen efectos tan devastadores en la vida de las personas como el mal llamado “sentimiento” de culpa. Digo mal llamado porque, hablando con rigor, la culpa no es un sentimiento sino una creencia mental que acusa constantemente con mensajes del tipo: “eres malo, en ti hay algo inadecuado o incorrecto, no estás a la altura, no mereces, has actuado mal y debes ser castigado, eres culpable”…

Como ha escrito Richard Schwartz, “la vergüenza [o culpa visual] es la carga más primitiva, aterradora, tóxica y motivadora de todas. ¿Por qué la vergüenza es tan poderosa? Porque cuando nos sentimos avergonzados [culpabilizados], creemos, en algún nivel, que no valemos nada”[1].

Detrás de cualquier peso que lastra la existencia de las personas es fácil encontrar siempre esa creencia culpabilizadora, que se experimenta en forma de sentimientos de pesadumbre, hundimiento y apatía, y que requiere, de un modo u otro, expiación y, por tanto, castigo.

Aunque con frecuencia resulte inconsciente al propio sujeto, me parece claro que, en la base de la depresión y del sufrimiento mental, habita siempre, aunque oculta, alguna creencia culposa.

Partimos, pues, de esta primera constatación: la culpa es una creencia errónea que conduce inexorablemente a la paralización y al hundimiento, al tiempo que instala a la persona en el autorreproche y la introduce en un peligroso bucle de escrúpulos. Y, sin embargo, a pesar de los efectos funestos que produce, solemos vivir culpándonos y culpando a los otros, repitiendo un programa o patrón mental, tempranamente aprendido y poderosamente grabado en nuestro psiquismo.

Analizaremos la génesis de esta creencia, los factores –educacionales, culturales y religiosos, así como la ignorancia espiritual– que la refuerzan, los efectos que produce y la trampa en la que se asienta, desde la comprensión de lo que somos, como camino para transitar el camino de la sabiduría –de la liberación–, que no es otro que el de la confianza radical que es expresión de la inocencia que somos.

Siempre que trato el tema de la culpa, me viene el recuerdo de una niña –convengamos en llamarla Silvia– que, con apenas siete años, se sentía, sin saberlo aún expresar, culpable de existir. No se me ocurre otro motivo que pese y agobie más a una persona que el sentimiento de que su existencia ha sido y sigue siendo un error.

“Mis papás serían más felices si yo no hubiera nacido”, me compartía aquella niña, presa del llanto y sin entender el motivo de su agobio y pesadumbre. En los niños ocurre así: al no entender las causas de su sufrimiento, leen su malestar en clave de culpa. Y las consecuencias aparecen de inmediato, envenenando su existencia. En el caso de Silvia se manifestaban en un marcado auto-rechazo y un exagerado perfeccionismo, que corrían a la par con un sentimiento sordo de tristeza, así como de enfado y hostilidad latentes, siempre a punto de estallar[2].

De hecho, son síntomas característicos que nos permiten descubrir la culpabilidad inconsciente: una actitud hostil hacia sí mismo y hacia los otros –hacia el mundo– y una sobre-exigencia desmedida que nunca alcanza –ni puede alcanzar– su objetivo. Por una parte, el auto-rechazo es el castigo que la culpa conlleva: en la medida en que me atribuyo la causa de mi sufrimiento me estoy convirtiendo en mi propio enemigo, por lo que viviré hostilidad hacia mí. Por otra, la sobre-exigencia o el perfeccionismo aparecen como la única salida posible para “reparar” la culpa y demostrar que me gano el derecho a existir, lo cual explica que culpa y perfeccionismo sean las dos caras de la misma moneda. Finalmente, el enfado o incluso la hostilidad hacia todo no es sino expresión automática del estado interior de frustración y del sufrimiento escondido.

Dado que, con frecuencia, el llamado sentimiento de culpa se inoculó en algún momento que ya escapa a nuestro recuerdo, no es extraño que la propia persona no sea consciente del mismo. Se sienten sus síntomas, en forma de pesadumbre y hundimiento, agobio y falta de ganas de vivir, perfeccionismo y sobreexigencia, escrúpulos y duda exagerada, pero la raíz permanece oculta. En ese caso, tal vez sea útil preguntarse cómo descubrir si se alberga algún sentimiento de culpa. Y, sin duda, la respuesta vendrá dada por el hecho de detectar –o no– los síntomas mencionados: cuando se prolonga el malestar interior acompañado de la falta de amor incondicional hacia sí, cuando se percibe enfado o reproche hacia uno mismo, cuando se mantiene una exigencia desproporcionada o un perfeccionismo que se manifiesta hasta en detalles insignificantes, así como cuando se vive una exigencia –en formas, a veces, sutiles– hacia los demás y una tendencia a culpabilizarlos siempre que –nos parece– no responden a lo que consideramos adecuado o correcto, cuando detectamos un movimiento interno a castigarnos o castigar a los otros, sin duda nos hallamos ante un sentimiento de culpabilidad no resuelto o incluso ni siquiera reconocido.

En un correo reciente, una mujer me comentaba su sorpresa al descubrir que, oculta de mil maneras, la culpa, sin embargo, se hallaba presente en prácticamente todo lo que vivía: “A veces -escribía- he sido consciente del trasfondo de culpa que yo añadía en algunas situaciones. Sin embargo, en este momento, me estoy haciendo consciente de que la culpa empaña prácticamente toda mi forma de actuar y vivir, lo cual para mí ha sido revelador: toda mi vida me he avergonzado de haber sentido que no fui una niña feliz y he ocultado esa vergüenza, sin ser consciente de que ahí estaba la culpa; me he sentido indigna y  poco querida en mi familia, sin darme cuenta de que eso era culpa; he experimentado miedo a mostrarme, sobre todo, a mostrarme sensible y vulnerable; he vivido exigiéndome al máximo en todo, creyendo que así estaba dando lo mejor de mí…, y ahora atisbo que eso también tiene que ver con la culpa; he mantenido una gran exigencia hacia los que me rodean, en concreto hacia mi marido y mis dos hijos, sin ser consciente de que también está empañado por la culpa…”.

En ocasiones el sujeto percibe la culpa como un peso que lo asfixia y paraliza, asociándola incluso a un hecho concreto y bien delimitado. En otras, sin embargo, la culpabilidad adopta unos matices más imprecisos e incluso nebulosos, si bien no por ello menos angustiantes, en forma de sensación difusa que permea toda la existencia, a la que tiñe de tonos oscuros. Y en otras, finalmente, ni siquiera se ha hecho consciente el habitualmente llamado sentimiento de culpa; sin embargo, resultan patentes los síntomas, mencionados anteriormente, que lo delatan. Se trata de una mezcla de tristeza y pesadumbre que con frecuencia desemboca en la apatía y la depresión.

El sentimiento de culpa, reconocido o no, supone un peso que fácilmente lastra toda la existencia, a la que colorea de tonos grises e incluso tenebrosos. La tristeza, el abatimiento y el autocastigo, cualquiera que sea la forma que adopten, muestran hasta dónde llega su poder destructor.

No es extraño que, ante el malestar experimentado, se activen mecanismos de defensa que intenten paliar aquellas sensaciones desagradables. Entre ellos, suelen ser habituales la sobre-exigencia, el perfeccionismo, el activismo –incluso en forma de compromiso social o político–, la compensación, el aturdimiento, la huida en forma de adicciones, la rigidez, la exigencia hacia los demás, la culpabilización de los otros…

A través de esos mecanismos se busca, consciente o inconscientemente, aliviar el peso de una culpa que llega a resultar insoportable. Eso explica que la persona se embarque en un perfeccionismo extenuante y pueda vivir una desmesurada exigencia como reparación inconsciente de no sabe bien qué. O que se lance a un activismo exagerado que, a la vez que la distrae del malestar interior, pareciera otorgarle “méritos” que le garantizarían el reconocimiento de su valor ante sí misma y ante los demás; en concreto, en este campo, la pasión por el compromiso puede constituir un terreno especialmente adecuado para obtener aquel doble objetivo: expiación y reconocimiento. Lo cual explicaría la presencia de la rigidez, tanto en el perfeccionismo como en el activismo y, en concreto, en la forma de vivir el compromiso. La rigidez, en efecto, es un síntoma que delata dolor e inseguridad, signos ambos de culpabilidad oculta.

En una dirección diferente, pero con la misma finalidad, tal vez la persona entre en un camino de búsqueda de compensaciones de todo tipo, como placebos que pretenden calmar la ansiedad, o de comportamientos que distraigan e incluso aturdan como si buscara que el “ruido”, de cualquier tipo que fuese, silenciara aquella insistente y perturbadora voz interior que origina y mantiene tanto sufrimiento.

Si bien los mecanismos nombrados se centran en el propio sujeto, con frecuencia se activan otros que ponen el foco en los demás, en forma de exigencia desmedida o de culpabilización. Tales actitudes se explican fácilmente si se tiene en cuenta que una persona no puede vivir un “peso” interior no resuelto –y mientras sea inconsciente le será imposible resolverlo– sin proyectarlo, de un modo u otro, a quienes encuentre a su lado. Así, la autoexigencia generará exigencia desmedida hacia los demás y la (oculta) culpabilidad se proyectará culpabilizando a otros, aun sin ser conscientes de lo que se busca con ello, que no es otra cosa que aliviar la carga o el peso que se mantiene en uno mismo por la creencia, tan escondida como errónea, de ser inadecuado.

Ahora bien, a pesar de lo que prometen, los diferentes mecanismos que pueden llegar a activarse terminan complicando la vivencia de la persona, al dar lugar a actitudes y comportamientos igualmente desajustados y, por tanto, generadores de más confusión y más sufrimiento. Pero no se hallará salida de semejante laberinto sino por el único camino que conduce a la liberación: el reconocimiento de la propia verdad. O, con más precisión, la comprensión de lo que se vive y de la trampa en que se permanece atrapado.

Me parece evidente que, dado que la culpabilidad es una creencia errónea, la liberación de la misma solo puede venir de la mano de la comprensión, al poner luz en el engaño. Ahora bien, afirmar el lugar decisivo de la comprensión no niega la necesidad de un trabajo psicológico o incluso terapéutico, según los casos, para sanar aquella herida antigua en la que germinó la creencia culpabilizadora o para desanudar los bloqueos donde pudimos quedar atrapados.

Todo ello forma parte de la comprensión que necesitamos para liberarnos de una de las peores losas que, lastrando con el miedo toda la existencia de la persona, impide vivir con libertad, confianza y gozo. Y a ello quiere contribuir este escrito, ofreciendo pistas que permitan comprender el fenómeno de la culpa, desde su génesis hasta sus efectos, para desenmascarar su engaño y poner luz en la oscuridad que le sirve de coartada. Deseo de corazón que el desenmascaramiento de la doble creencia -en la culpa y en el castigo- permita abrirnos a la inocencia que somos, para reconocernos y vivir en ella.

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[1] R. SCHWARTZ, en el Prólogo al libro de Martha SWEEZY, Internal Family Systems Therapy for Shame and Guilt, Guilford Press, New York 2023, p. IX. En ese libro, la autora distingue entre culpa (siempre referida a una acción: “he hecho algo malo”) y vergüenza (como estado de ser: “soy malo”). Tal vez, en la práctica, la diferencia no sea tan importante: culpa y vergüenza, que otros definen como “culpa visual”, se dan entrelazadas y requieren el mismo tratamiento.

[2] He relatado con detenimiento el caso de Silvia en Psicología transpersonal para la vida cotidiana. Claves y recursos, Desclée De Brouwer, Bilbao 2020, pp. 72-74.

¿CUMPLIDORES, SEGUIDORES, BUSCADORES O RECONOCEDORES?

Comentario al evangelio del domingo 14 septiembre 2025

Lc 15, 1-32

En aquel tiempo se acercaban a Jesús los publicanos y los pecadores a escucharle. Y los fariseos y los letrados murmuraban entre ellos: “Este acoge a los pecadores y come con ellos”. Jesús les dijo esta parábola: “Si uno de vosotros tiene cien ovejas y se le pierde una, ¿no deja las noventa y nueve en el campo y va tras la descarriada hasta que la encuentra? Y cuando al encuentra, se la carga sobre los hombros, muy contento; y al llegar a casa, reúne a los amigos y a los vecinos para decirles: «¡Felicitadme!, he encontrado la oveja que se me había perdido». Os digo que así también habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse. Y si una mujer tiene diez monedas y se le pierde una, ¿no enciende una lámpara y barre la casa y busca con cuidado hasta que le encuentra? Y cuando la encuentra reúne a las vecinas para decirles: «¡Felicitadme!, he encontrado la moneda que se me había perdido». Os digo que la misma alegría habrá entre los ángeles de Dios por un solo pecador que se convierta.

También les dijo: “Un hombre tenía dos hijos; el menor de ellos dijo a su padre: «Padre, dame la parte que me toca de la fortuna». El padre les repartió los bienes. No muchos días después, el hijo menor, juntando todo lo suyo, se marchó a un país lejano, y allí derrochó su fortuna viviendo perdidamente. Cuando lo había gastado todo, vino por aquella tierra un hambre terrible, y empezó él a pasar necesidad. Fue entonces y se contrató con uno de los ciudadanos de aquel país que lo mandó a sus campos a apacentar cerdos. Deseaba saciarse de las algarrobas que comían los cerdos, pero nadie le daba nada. Recapacitando entonces, se dijo: «Cuántos jornaleros de mi padre tienen abundancia de pan, mientras yo aquí me muero de hambre. Me levantaré, me pondré en camino adonde está mi padre, y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo: trátame como a uno de tus jornaleros». Se levantó y vino adonde estaba su padre; cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se le conmovieron las entrañas; y, echando a correr, se le echó al cuello y lo cubrió de besos. Su hijo le dijo: «Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo». Pero el padre dijo a sus criados: «Sacad enseguida la mejor túnica y vestídsela; ponedle un anillo en la mano y sandalias en los pies; traed el ternero cebado y sacrificadlo; comamos y celebremos un banquete, porque este hijo mío estaba muerto y ha revivido; estaba perdido y lo hemos encontrado». Y empezaron a celebrar el banquete. Su hijo mayor estaba en el campo. Cuando al volver se acercaba a la casa, oyó la música y la danza, y llamando a uno de los criados, le preguntó qué era aquello. Este le contestó: «Ha vuelto tu hermano; y tu padre ha sacrificado el ternero cebado, porque lo ha recobrado con salud». Él se indignó y no quería entrar, pero su padre salió e intentaba persuadirlo. Entonces él respondió a su padre: «Mira: en tantos años como te sirvo, sin desobedecer nunca una orden tuya, a mí nunca me has dado un cabrito para tener un banquete con mis amigos; en cambio, cuando ha venido ese hijo tuyo que se ha comido tus bienes con malas mujeres, le matas el ternero cebado». Él le dijo: «Hijo, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo; pero era preciso celebrar un banquete y alegrarse, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido; estaba perdido y lo hemos encontrado»”.

¿CUMPLIDORES, SEGUIDORES, BUSCADORES O RECONOCEDORES?

El hermano mayor de esta parábola es el prototipo del “cumplidor”. No ha desobedecido ni una sola de las normas de su padre, pero su corazón sigue tan endurecido como el primer día. Por eso estalla de resentimiento cuando cree que no ha recibido el reconocimiento que su comportamiento exigente habría merecido. El cumplidor -que se halla en diferentes grupos, religiosos o no- termina con facilidad en el resentimiento y la amargura, resultando una figura trágica: su exigencia perfeccionista no le ha hecho mejor persona; simplemente, ha engordado y envenenado su ego.

Con frecuencia, la religión cristiana ha promovido personas cumplidoras, por más que, según el evangelio, los “cumplidores” fariseos -imagen también prototípica de la observancia religiosa- fueron objeto de las mayores denuncias por parte de Jesús.

Además de cumplidores, el cristianismo -como toda religión teísta- ha promovido “seguidores”. No es extraño que se les llame “fieles”, y que se insista en la primacía de las creencias como el valor supremo. El problema es que, en la práctica, no se potenciaba que fueran fieles a sí mismos, sino a la autoridad religiosa. Con lo cual, la supuesta fidelidad se transformaba en sometimiento.

Las personas más libres no se conforman con ser seguidoras. Se consideran a sí mismas como buscadoras. A fin de cuentas, vienen a decir, los seguidores se mantienen aferrados a creencias, que no dejan de ser respuestas heredadas y, en ese sentido, verdades prestadas y, en definitiva, conocimientos de segunda mano.

Pero los buscadores no han estado bien vistos en Occidente. Se los tachaba, despectivamente, de “librepensadores” y despertaban recelos entre los fieles y, particularmente, para la autoridad religiosa. Sin embargo, todos los sabios han sido buscadores. Lo cual resulta lógico: cuando alguien tiene un anhelo espiritual genuino, es muy difícil aceptar la prisión de la religión.

Con todo, los buscadores se hallan constantemente acechados por una trampa: percibirse a sí mismos en clave de carencia, pensando que el objeto de su anhelo es algo que se halla fuera o en el futuro. Eso explica que las personas sabias, que empezaron su camino como buscadoras, antes o después, se vieron en la necesidad de abandonarlo, justo en el momento en que comprendieron que, en su profundidad, ya eran aquello que andaban buscando.

En ese momento, los buscadores se convierten en reconocedores, es decir, en seres despiertos, que han comprendido -se les ha revelado- que no hay nada que buscar. Han visto con claridad que la propia búsqueda alimenta y fortalece la idea errónea de carencia, ya que solo busca quien se siente incompleto. En eso consiste el despertar: en ver que quien busca, en realidad se está alejando de lo anhelado; en ver que no se trata de buscar o alcanzar nada, sino, sencillamente, en caer en la cuenta, en reconocer que ya somos lo buscado.

EL LUGAR DE LA RENUNCIA

Comentario al evangelio del domingo 7 septiembre 2025

Lc 14, 25-33

En aquel tiempo, mucha gente acompañaba a Jesús. Él se volvió y les dijo: “Si alguno se viene conmigo y no pospone a su padre y a su madre, y a su mujer y a sus hijos, y a sus hermanos y a sus hermanas, e incluso a sí mismo, no puede ser discípulo mío. Quien no lleve su cruz detrás de mí, no puede ser discípulo mío. Así, ¿quién de vosotros, si quiere construir una torre, no se sienta primero a calcular los gastos, a ver si tiene para terminarla? No sea que, si echa los cimientos y no puede acabarla, se pongan a burlarse de él los que mandan, diciendo: «Este hombre empezó a construir y no ha sido capaz de acabar». ¿O qué rey, si va a dar la batalla a otro rey, no se sienta primero a deliberar si con diez mil hombres podrá salir al paso del que le ataca con veinte mil? Y si no, cuando el otro está todavía lejos, envía legados para pedir condiciones de paz. Lo mismo vosotros: el que no renuncia a todos sus bienes no puede ser discípulo mío”.

 EL LUGAR DE LA RENUNCIA

Insistir en la renuncia por la renuncia, aun con la mejor voluntad, introduce en el dolorismo, actitud que considera el dolor bueno y valioso por sí mismo, dando lugar a planteamientos y comportamientos desajustados que, antes o después, terminarán pasando factura, tal como recuerda el conocido dicho: quien se empeña en vivir como un ángel, termina comportándose como una bestia.

La renuncia solo tiene sentido cuando se vive en función de un bien mayor. El propio Jesús lo plantea así en la parábola del tesoro escondido. Solo porque ha encontrado un gran tesoro, el labrador es capaz de desprenderse de todo lo que posee, con tal de hacerse con él. Y lo hace -subraya Jesús- “lleno de alegría”.

Quien así renuncia a algo no tiene los ojos puestos en la renuncia misma ni pretende dar una imagen “ideal” de sí. Se siente sostenido, fortalecido y dinamizado por el tesoro que ha descubierto y que, sin embargo, vive en todo momento como un regalo. Esto no significa que la renuncia no le resulte costosa, pero la vive con limpieza porque se halla anclado en el lugar adecuado.

Grande tiene que ser el tesoro del que habla Jesús en esta parábola para que alguien esté dispuesto a renunciar a su padre, a su madre, a su mujer, a sus hijos… e incluso a sí mismo. ¿Qué tesoro es ese? Jesús lo nombra como “ser discípulo” suyo. Si se entiende bien, tal expresión no tiene que ver con la imitación ni con el seguimiento, tal como habitualmente se ha entendido. “Ser discípulo” significa llegar a ese “lugar” donde está Jesús, donde es posible ver el tesoro que somos y vivirnos desde él. El mayor tesoro no es otro que comprender experiencialmente lo que somos. Cuando esto se comprende, cesa el sufrimiento, se accede a la libertad completa y la vida se convierte en gozo profundo.

CUANDO HACEMOS LAS COSAS “PARA QUEDAR BIEN” O LA TRAMPA DEL YO IDEAL

Comentario al evangelio del domingo 31 agosto 2025

Lc 14, 1.7-14

Un sábado entró Jesús en casa de uno de los principales fariseos para comer, y ellos le estaban espiando. Notando que los convidados escogían los primeros puestos, les propuso este ejemplo: “Cuando te conviden a una boda, no te sientes en el puesto principal, no sea que hayan convidado a otro de más categoría que tú; y vendrá el que os convidó a ti y al otro, y te dirá: «Cédele el puesto a este». Entonces, avergonzado, irás a ocupar el último puesto. Al revés, cuando te conviden, vete a sentarte en el último puesto, para que cuando venga el que te convidó, te diga: «Amigo, sube más arriba». Entonces quedarás muy bien ante todos los comensales. Porque todo el que se enaltece será humillado; y el que se humilla será enaltecido”. Y dijo al que lo había invitado: “Cuando des una comida o una cena, no invites a tus amigos ni a tus hermanos ni a tus parientes ni a tus vecinos ricos; porque corresponderán invitándote y quedarás pagado. Cuando des un banquete, invita a pobres, lisiados, cojos y ciegos; dichoso tú, porque no pueden pagarte, te pagarán cuando resuciten los justos”.

CUANDO HACEMOS LAS COSAS “PARA QUEDAR BIEN” O LA TRAMPA DEL YO IDEAL

La motivación que propone la parábola para no ocupar “los primeros puestos” esconde una trampa sutil en la que solemos caer, siempre que hacemos algo para “quedar bien”. En ese intento, no solo abdicamos de nuestra capacidad de autonomía, sino que nos instalamos en un “yo ideal” que, tras una fachada de “perfección”, esconde falsedad y cae en brazos de la hipocresía o “falsa humildad”: colocarse en el último lugar con el fin de quedar bien, no es humildad. Y que sea algo tan habitual nos revela que se trata de un mecanismo psicológico muy enraizado en nuestra condición.

A partir de su propia necesidad de sentirse reconocido, el niño se ve obligado, desde muy temprano, a dar una imagen de sí mismo que resulte “aceptable” para los demás. Lo cual le llevará, inevitablemente, a crear su propia sombra en la que, con frecuencia de manera inconsciente, recluir aquellos aspectos de sí mismo que no tengan cabida en la imagen que trata de ofrecer.

Ese mecanismo inicial es tan poderoso que puede seguir imperando a lo largo de toda nuestra existencia, de manera que, en todo lo que hagamos, busquemos -de manera automática- “quedar bien”, con el fin de obtener el reconocimiento ansiado.

Se trata de una tarea ardua, agotadora y desgastante. Porque el afán de ofrecer una imagen idealizada se asienta en la mentira sobre nosotros mismos y exige un enorme derroche de energía para sostenerla. No en vano, la distancia que sostenemos entre nuestro yo real y el yo ideal es fuente de neurosis.

Desactivar la trampa del yo ideal requiere -como siempre que queremos salir de cualquier trampa- amar la verdad por encima de cualquier otro interés. Y será la propia verdad, reconocida y aceptada, la que, bajándonos de cualquier pedestal ideal -falso, arrogante, hipócrita y siempre egoico-, nos reconcilie con nuestra humanidad: es el camino de la humildad.

AUTOCONOCIMIENTO Y ESPIRITUALIDAD // Entrevista de Pepa Castro a Mónica Cavallé

“El compromiso con el autoconocimiento es el fundamento de la vida espiritual”.

Una recomendación personal para los que quieren saber más de sí mismas/os: no os perdáis El coraje de ser, de Mónica Cavallé. Nos parece un libro radicalmente inspirador y muy provechoso como clarificador de ideas difusas y conceptos malinterpretados que se manejan en el lenguaje de las tradiciones espirituales orientales. La autora nos revela cuestiones de máximo interés en la entrevista. 

Pepa Castro / YogaenRed.

Sigo la obra de Mónica Cavallé desde que la entrevisté hace muchos años para otro medio y descubrí a la brillante filósofa que es. Sus palabras revelan respuestas que nos llegan, tal vez porque ella ha estudiado, cuestionado y experimentado por sí misma y por eso sabe qué es necesario comprender. La reciente publicación de su último libro, El coraje de ser (Kairós), fue un nuevo hallazgo que dio pie a esta entrevista, ya que me encontré ante una obra muy útil, muy bella pero muy comprensible y aplicable a nuestras vidas cotidianas de ciudadanos europeos del siglo XXI interesados en conocernos en profundidad. El libro reúne a partes iguales, conocimiento filosófico e inteligencia del corazón, convincentes razonamientos e intuiciones luminosas, coherencia intelectual e inspiración espiritual.

Mónica Cavallé es doctora en Filosofía por la Universidad Complutense de Madrid y máster en Ciencias de las Religiones. Trabaja como filósofa asesora y dirige la Escuela de Filosofía Sapiencial. Ha escrito, entre otros libros, La sabiduría recobrada, El arte de ser y La sabiduría de la no-dualidad.

La entrevista

Una vida plena, nos dice la filósofa, solo es posible cuando sabemos quiénes somos y vivimos asentados en nuestro ser real, libres de los falsos yoes y sus idealizaciones, defensas y máscaras. Además de herramientas de la filosofía sapiencial para transitar el camino del autoconocimiento, Mónica nos ofrece aclaraciones y respuestas que nuestra mentalidad occidental necesitaba. «Este libro surge de los diálogos filosóficos que facilito de forma regular – explica Mónica–. Las personas con las que dialogo son las que más me inspiran.  Sobre la base de mi anterior libro, El arte de ser, alguien sugirió leer capítulos y comentarlos.

Este nuevo libro salió de esos comentarios: en las sesiones compartía intuiciones que para mí han sido transformadoras y que también lo han sido para mis consultantes e interlocutores. Tenía presente preguntas que me han hecho de forma recurrente, inquietudes que sé que están en el aire, malentendidos habituales, e intentaba poner luz en todo ello en un clima de profundo compromiso con la autoindagación. ¿Lo que está detrás de este libro? Mi vocación de servicio: busco resultar útil, compartir lo que me enriquece, contribuir a aportar comprensión y claridad en la tarea de vivir conscientemente».

Queremos destacar tu trabajo, tanto en tu nuevo libro, El coraje de ser, como en libros anteriores, de aclarar ideas y conceptos ambiguos, gastados o simplificados del lenguaje de la espiritualidad, que se reproducen continuamente creando en muchos casos confusión y en otros, rechazo.

Advierto cómo a menudo las intuiciones sapienciales se terminen simplificando y reduciendo a clichés, algo que se ha acelerado con las redes sociales. Pero cuando se pierden los matices y las sutilezas, se pierde su sentido profundo. Estamos consumiendo de forma rápida mucha frase hecha, como si pudiéramos eludir el proceso de transformación personal que nos permite alcanzar una comprensión. En El coraje de ser, en efecto, introduzco muchas matizaciones y aclaraciones porque, después de tantos años acompañando a personas desde el asesoramiento filosófico, veo los problemas que crea la mala digestión de la pseudofilosofía y de la pseudoespiritualidad. Este tipo de matizaciones me parecen muy importantes.

La mala digestión de ideas complejas crea empacho y distanciamiento…

Y reticencias, claro. En el camino sapiencial o espiritual esta mala digestión es un obstáculo que evitar.

Quizás porque los occidentales nos hemos educado más en la cultura del razonamiento, de lo analítico, lo lógico… Es verdaderamente muy de apreciar tu trabajo de conciliar en el libro lo cognitivo e inteligible con otra dimensión más intuitiva.

La mente occidental, la filosofía académica, han desarrollado hasta el extremo la mente deductiva, analítica, y han tendido a relegar la intuición, la inteligencia del corazón. En el lado opuesto, y también en Occidente, nos encontramos con ámbitos supuestamente espirituales que devalúan la razón. Pero ambos modos de conocimiento se han de dar la mano. Por supuesto, la maestra tiene que ser la inteligencia del corazón, pero la razón crítica ha de estar siempre presente. Este equilibrio me parece muy importante.

Háblanos del no-dualismo, del que escribiste un voluminoso libro. ¿En qué se diferencia el de la filosofía sapiencial del vedanta y de otras tradiciones no-dualistas?

La no-dualidad es, en definitiva, la intuición de lo uno en lo múltiple: la multiplicidad se fundamenta en la unidad y la unidad se celebra en la diversidad. Esta intuición es central en todas las tradiciones sapienciales y espirituales, aunque se exprese con distintos matices y ropajes.

Habrás advertido que en el nuevo libro no acudo a la expresión ‘no-dualidad’. Hablo de conciencia de unidad. El viaje del autoconocimiento filosófico, afirmo, es un viaje desde la conciencia de separatividad a la conciencia de unidad. La expresión no-dualidad a veces genera cierto debate intelectual, algo que no sucede cuando se habla de la conciencia de unidad como objetivo del camino sapiencial o espiritual, de la tarea del autoconocimiento filosófico.

El autoconocimiento profundo nos permite volver a contactar de modo consciente con el fondo que nos fundamenta, el que nos unifica con nosotros mismos, con los demás y con la totalidad de la vida. Es al hacer pie en este estrato profundo del Ser cuando se establece la conciencia de unidad. Este contacto nos otorga confianza básica: podemos entregarnos y soltar porque nos sabernos sostenidos y guiados por un fondo inteligente y benéfico.

Ese sostén de la conciencia de unidad, de la presencia, de la sabiduría interior, parece que podría equipararse a una idea de Dios… Requiere un acto de fe, de alguna manera.

Lo importante no es cómo se lo denomine, sino la experiencia en sí. Pero yo no hablaría de fe entendida como la creencia en algo de lo que no se tiene evidencia, porque todos tenemos a mano una experiencia directa de esa dimensión.

 El otro día presenté un libro de Enric Benito, oncólogo especialista en cuidados paliativos y acompañamiento al final de la vida, y él hablaba de que, en situaciones de enfermad terminal, primero se da la fase de lucha contra el diagnóstico, la persona no lo acepta, no quiere morir; luego llega la fase de aceptación; y después puede darse un tercer momento totalmente inesperado: la trascendencia. Pues bien, esta trascendencia inesperada se da en cualquier momento de la vida cuando hay aceptación profunda: se descubre vivencialmente una dimensión inédita en la que hay paz, orden, belleza y sentido, incluso en medio de situaciones difíciles. Todos podemos experimentar este trasfondo de paz, de lucidez, de contento íntimo, cuando no resistimos la experiencia presente y vivimos con la suficiente profundidad.

En mi trabajo de acompañamiento veo que esto se empieza a palpar cuando la persona acepta radicalmente su propia vida. Es muy sorprendente cómo esa aceptación abre a la experiencia de que en el fondo de las cosas todo está bien, a un estrato profundo de nuestro ser en el que experimentamos serenidad, contento, confianza, aunque en el plano psicofísico sigamos sintiendo dolor. Esta experiencia viva nada tiene que ver con creencias.

¿Podrías explicarlo más?

Hay una intuición presente en todas las tradiciones sapienciales, la de la estructura trina del ser humano: soma, cuerpo, la dimensión material; la dimensión psíquica (pensamientos, impulsos, sensaciones, emociones, etc.); y, por fin, la dimensión espiritual, que recibe muchas denominaciones:

conciencia pura, nous o espíritu en la Grecia antigua, principio rector en la tradición estoica, conciencia testigo en el vedanta… No importa cómo lo llamemos. ¿Tenemos que creer en esta dimensión espiritual o tenemos evidencias de su realidad?

Un ejemplo. Podemos experimentar placer físico y divertirnos mucho y, a la vez, sentir vacío espiritual; podemos experimentar el dolor psíquico de un duelo y al mismo tiempo tener profunda serenidad… No hay contradicción entre estos sentimientos porque pertenecen a distintos estratos del ser humano. Por tanto, tenemos evidencias de esa dimensión espiritual que nos permite introducir distancia de perspectiva y no identificarnos con lo que lo que acontece en el nivel somático y psíquico.

Otro ejemplo. Tenemos la experiencia directa de nuestra propia conciencia; si llevo una vida inauténtica y mi conciencia no está entumecida, voy a sentir una sensación de inquietud y de malestar. Y al revés, si llevo una vida alineada con mi verdad profunda, voy a sentir paz y contento interior.

¿Esto no evidencia que hay una dimensión profunda y sabia en nosotros que nos habla a través del sentido de la verdad, de la belleza y del bien?

Digamos que hay una instancia en nosotros que no es nuestra creación, que no podemos manipular: una sabiduría profunda que nos guía. Tiene un gran alcance reconocer esto; muchas consecuencias filosóficas, existenciales y espirituales se derivan de ese reconocimiento. Personalmente he palpado siempre esta dimensión profunda, pero fue sobre todo a consecuencia de una vivencia de aceptación radical cuando despertó en toda su fuerza.

En vez de fe, ¿mejor hablar de confianza en la vida?

No creo que el camino interior, y muy en particular el camino del autoconocimiento profundo, se pueda sostener en creencias. Ha de ser un camino sostenido en experiencias y en comprensiones de primera mano; ha de ser un camino experiencial, que es lo que hace que sea un camino real. El concepto de fe se ha deformado y se ha hecho equivaler al asentimiento a una cierta construcción intelectual, a un credo, a un dogma, pero el sentido profundo de la fe es la confianza básica en el fondo de la realidad: en un poder superior a nuestro pequeño yo, pero que no está separado de nosotros.

Háblanos del concepto de “ilusión” que, como otros, es bastante ambiguo en función de escuelas y tradiciones espirituales. ¿Todo lo que vemos es ilusorio? ¿Qué es la ilusión y qué la realidad?

Supongo que tienes en mente el concepto de “maya” del hinduismo. Cuando no vemos la realidad fenoménica a la luz de su verdadero fundamento, cuando no vemos que el mundo visible está sostenido en el ser, vemos mal; a esta visión limitada los hindúes denominan maya. Ocurre como cuando el yo se concibe como algo completamente separado, aislado. Esta percepción es ilusoria, pero no porque el yo individual sea ilusorio, sino porque mi realidad individual está fundamentada en una realidad profunda que no estoy percibiendo. Lo que es ilusorio es mi supuesto aislamiento y separatividad.

Cuando las realidades particulares se ven sostenidas en ese ser que nos está dando vida, que anima la mente y el cuerpo, y que es la verdadera fuente y la trama de lo real, el mundo ya no es maya, sino expresión y evidencia de la realidad. Cuidado con caer en un dualismo simplificador: el mundo ilusorio por una parte y la realidad por otra… No. Todo es uno y todo es real cuando se ve a la luz de su verdad íntima.

Hay otro esfuerzo muy notable en tu libro, que es por aclarar, de modo comprensible, cómo se integran conceptos aparentemente duales.

La mente lógica, la mente conceptual, funciona con dualidades, opera con conceptos contrapuestos. Los niveles profundos de conocimiento son paradójicos; por eso hablar de estos temas con el lenguaje habitual, que es dualista, a veces genera confusión. De nuevo, hace falta que se introduzca la inteligencia del corazón, la que capta la paradoja. Hay personas muy sencillas, pero con una inteligencia del corazón muy despierta, que entienden verdades profundas que los intelectuales nunca llegan a entender, y es así porque ahí está operando otro tipo de inteligencia, otra luz…

Has integrado brillantemente conceptos duales: razón con intuición, separación con unidad, lo individual y lo social y los distintos niveles de la realidad… Yo te preguntaría, ¿cuáles son las dualidades que más nos perjudican?

Hay tantas… Me vienen a la mente la dualidad aceptación versus transformación; la creencia de que hay que optar por una o por otra origina muchos malentendidos. O la dualidad entre lo espiritual y lo mundano… No hay un terreno de lo espiritual; todo es espiritual cuando se vive desde la profundidad de la que hemos hablado antes. O la dualidad entre transformación individual y transformación social, que no tienen ninguna base: si estás en contacto con tu sentido interno de la verdad, del bien, de la justicia, esto impregnará e iluminará todas tus acciones.

A mí me chirría un poco que se hable casi siempre del sufrimiento como algo individual. Como si no hubiera personas satisfechas con su existencia pero que no pueden ser ajenas al sufrimiento que genera una guerra o un genocidio.

La pseudoespiritualidad ensimismada, narcisista, tan extendida hoy en día, me parece descaminada. Como he repetido, desde la conciencia de unidad no puedes percibir lo que le pasa al otro como algo ajeno a ti. Una concepción autocentrada de la espiritualidad está necesariamente mal enfocada. Como también está mal enfocado el altruismo compulsivo en que no me he responsabilizado de mi propio sufrimiento y solo lo veo y lo quiero resolver fuera de mí. El autoconocimiento filosófico me invita a responsabilizarme plenamente de mí y, a la vez, me saca de mi falso aislamiento, me permite reconocer mi hermandad esencial con los demás seres humanos. Este es el cimiento de la paz social.

Quiero reiterar ese gran valor de El coraje de ser: tu continuo esfuerzo por buscar respuestas y despejar dudas y reticencias sobre ideas que en principio no nos encajan. A mí, hay intuiciones que me cuesta más entender desde la realidad cotidiana, mundana, como esa frase de que la “realidad nunca se equivoca”, siendo que vivimos montados sobre equivocaciones continuas… ¿Cómo confiar en que la vida nunca se equivoca?

La inteligencia del corazón es la única que puede ofrecer respuestas a tu pregunta. Porque, efectivamente, ¿cómo que todo está bien? Es evidente que hay mal, no se puede negar su existencia. La idea de que, en el fondo de las cosas, y a pesar de los pesares, todo está bien, es una certeza íntima que se deriva de la aceptación profunda de la realidad. Cuando se acepta el dolor con radicalidad, se despierta a una alegría profunda sin causa. Cuando se acepta con radicalidad la desorientación, las dudas, la confusión, se accede a un trasfondo de certeza íntima.

Lo he visto muchas veces: tras la aceptación radical de la propia vida, de nuestra fragilidad, de nuestra impermanencia, del no entender –porque nuestra mente no está capacitada para entender el misterio de la vida–, de nuestros límites, de nuestras dificultades, de nuestra impotencia ante tantas cosas, aflora una paz de una cualidad diferente, una sensación de orden y el convencimiento íntimo de que, en el fondo, todo está bien.

Es como si, ante lo que nuestra mirada limitada percibe como como un caos, la mirada amplia del corazón nos dijera: confía. Pero esto no hay que creerlo, no es una creencia consoladora que pueda servir para reprimir tu miedo, tu experiencia del sinsentido, del caos. No. Atraviesa tu experiencia hasta el final y mira a ver dónde te lleva. La experiencia tiene la última palabra.

Suena a amor incondicional a la vida…

Así es. El sí radical a la realidad tiene un inmenso poder.

La aceptación no es inacción. Supongo que no es quedarse en “lo que sucede, conviene” y no me muevo de mi burbuja…

No, no. Insisto continuamente en el libro en que la aceptación no equivale a la resignación. La aceptación no es inacción. Si me diagnostican una enfermedad terminal, que acepte el diagnóstico no significa que no investigue activamente sobre tratamientos nuevos y que no haga lo posible para revertir la situación.

Puedo aceptar y ser proactivo. De hecho, es más eficaz la acción del que acepta, es más serena y lúcida, que la de quien no quiere asumir que está enfermo ni afrontar la enfermedad, pues actuará desde la ansiedad y la negación.

Con la realidad exterior pasa igual. Si eres sensible y tu sentido de la justicia está despierto, ante la injusticia experimentas un dolor, en ocasiones un enfado limpio, y un deseo de intervenir. Pero, a la vez, se puede intervenir con serenidad si se acepta la condición humana: somos ignorantes y, donde hay ignorancia, hay daño; convivimos personas con niveles de conciencia muy dispares, algunas sumidas en la conciencia de separatividad, es decir, que experimentan que el bien de otro es contrario a su propio bien. Asumir que esta es la naturaleza de este mundo, que hay ignorancia y hay injusticias, lo que no significa que nos gusten, nos permite intervenir para cambiar las realidades injustas con mucha más lucidez y ecuanimidad; ya no actuamos desde la ira o desde el odio. La aceptación no solo no es contraria a la acción transformadora, sino que es el verdadero fundamento de la acción sabia. Por eso hablo de la aceptación proactiva.

Quiero escribir un texto sobre la acción política desde una mirada sapiencial. El sentido de la justicia intrínseco a nuestro ser nos impulsa a intervenir allí donde vemos injusticias, desequilibrios. No es posible habitar la conciencia de unidad y no sentir este impulso.

Es buena idea escribir un libro sobre nuestra actitud hacia lo político. Creo que abundan ya mucho los libros que se limitan a la esfera de lo personal, de lo que sucede dentro de uno mismo.

Estoy de acuerdo. Es necesario hablar de las consecuencias que tiene el autoconocimiento filosófico en nuestra forma de ver y afrontar la realidad política. Esto es algo urgente dado el creciente nivel de mediocridad de la pequeña política.

Eso puede ser otra derivada de una cultura social mercantilizada, materialista e individualista… Incluso el yoga y el mindfulness se están usando para que cada uno se interiorice en su burbuja y neutralizar el impulso colectivo hacia el cambio de lo que nos parece injusto.

Totalmente. Decía que el camino del autoconocimiento nos tiene que llevar al lugar en el que se establece la conciencia de unidad, el sentimiento de interdependencia, de no dualidad: tu verdadero bien y mi verdadero bien nunca están en conflicto, cuando te daño, me daño, y cuando te ayudo, me ayudo. Esta intuición ha de fundamentar la vida pública. Por eso no se puede separar el camino espiritual de la acción social y política.

Hay una frase del filósofo José Antonio Marina que me ha impresionado: “Es una catástrofe que estemos tan interesados en la felicidad individual porque entonces se rompe el hilo entre la felicidad individual y la social, que es la justicia”.

En primer lugar, diría que la felicidad no hay que buscarla. La felicidad es el fruto indirecto de una vida verdadera, de una vida valiosa y auténtica. Con respecto a las palabras de Marina, creo que la búsqueda autista de la felicidad individual parte de un concepto del ser humano según el cual los límites de mi yo coinciden con los límites de mi propia piel, de modo que todos estamos esencialmente separados y tu bien entra en conflicto con mi bien. El autoconocimiento lo que nos revela es que esto es una ficción, que el núcleo de mi identidad me pone en comunión íntima con todo.

Coincido en que un cierto hedonismo individualista, narcisista, está contaminando el mundo de la espiritualidad y de la autoayuda. Aquí se aplicarían las palabras de Marina. Pero el autoconocimiento sapiencial bien entendido precisamente nos saca de la autorreferencialidad narcisista; culmina en lo que en El coraje de ser denomino ‘el silencio del yo’. Abandonamos las falsas concepciones sobre nosotros mismos y sobre la realidad que nos limitan y encierran, y nos descubrimos como presencia consciente abierta a todo y unida a todo.

Hablemos del nivel de conciencia, que es una frase que se utiliza mucho en el mundo del yoga y de la espiritualidad. Si no se explica bien, como tú haces en tu libro, a mí me suena un tanto elitista eso de estar por encima uno de otro, ¿no? ¿Cómo se conforma el nivel de conciencia? ¿Hay atajos, ritos, métodos, prácticas del yoga o del budismo?

Es un hecho que hay niveles de conciencia: no todos tenemos en todo momento el mismo nivel de desarrollo en una dimensión u otra. Constatar esto no es elitismo porque somos esencialmente iguales y las diferencias de desarrollo son temporales.

Las prácticas, métodos y ritos, si no van acompañados de un profundo amor a la verdad, de un compromiso con poner luz y verdad en la propia vida y de permitir que esa verdad nos transforme radicalmente y nos lleve a donde nos tenga que llevar, y si no van acompañados de la conciencia de unidad, son algo vacío. En el Evangelio, los fariseos eran los perfectos cumplidores de la ley y de los ritos, pero les faltaba lo esencial: el amor. Cualquier camino da frutos si está sostenido en el amor, en el anhelo profundo de verdad, en la humildad genuina, en la entrega y en la rendición a lo superior en nosotros.

La vida es creatividad ilimitada, por lo tanto, hay muchos caminos. Las corrientes, religiones o personas que te dicen ‘este es el camino’ pretenden limitar la riqueza desbordante de la vida. De hecho, creo que en último término hay tantos caminos como personas. Que cada cual acuda a aquello con lo que resuene, a lo que le ayude, pero teniendo presente que ningún camino exterior puede suplir las actitudes interiores fundamentales mencionadas. Creo, además, que el compromiso con el autoconocimiento tiene que ser el fundamento de cualquier camino interior sapiencial o espiritual. En todas las tradiciones ha estado presente la invitación al conocimiento propio. Si no nos conocemos, confundiremos nuestro crecimiento interior con la construcción de un yo-ideal; esto puede abocar al narcisismo espiritual: nos creemos muy elevados y, efectivamente, hemos construido un yo superficial como una catedral.

El autoconocimiento nos pone en nuestro sitio, nos da un baño de verdad, de realidad, de humildad, sobre el que se pueden construir cosas realmente sólidas.

Gracias a Mónica Cavallé por su trabajo y dedicación, y a todos los lectores y lectoras de YogaenRed por la atención dedicada a esta entrevista. Pepa Castro.