Una búsqueda espiritual creciente

UNA BÚSQUEDA ESPIRITUAL CRECIENTE.
Claves de comprensión y perspectivas

Revista Aragonesa de Teología
36 (julio-diciembre 2012) 7-22
CRETA, Zaragoza.

Ni las personas ni los grupos humanos pueden soportar por mucho tiempo el vacío existencial. En un primer momento, quizás se eche mano de la compensación y de la “distracción”, pero la insatisfacción creciente desencadenará una actitud de búsqueda de la plenitud presentida: es la búsqueda espiritual. Algo así parece estar sucediendo entre nosotros.
A ojos de muchos analistas, resulta innegable que, en nuestro medio sociocultural, nos hallamos frente a un creciente resurgir de la espiritualidad. Y que dicho resurgir corre paralelo a un no menos evidente declive de la religión institucional. Hasta el punto de que, según ellos, nos encontraríamos ante el umbral de una etapa transreligiosa, transconfesional y postcristiana. ¿Es así en realidad?
En el presente trabajo, intento ofrecer unas claves que permitan facilitar la comprensión de lo que nos toca vivir en este campo, así como las perspectivas que se abren ante nuestros ojos[1].
Me parece oportuno empezar por aproximarnos al concepto mismo de “espiritualidad”, para saber a qué nos referimos exactamente. Habrá que delimitar luego las relaciones entre religión y espiritualidad, así como el lugar de esta en el diálogo con la ciencia. Trataremos de comprender qué se quiere significar cuando se habla de “postcristianismo” y terminaremos reivindicando la importancia de cuidar –ya desde la infancia- la inteligencia espiritual, si queremos avanzar hacia una vida de mayor plenitud.

Qué es espiritualidad

Cuando se habla de “espiritualidad” desde una opción religiosa o confesional, parece inevitable que aquella sea comprendida y explicada a partir de la perspectiva de la propia religión, a la que se le asignará un estatus superior.
En efecto, al dar por sentada la verdad “mayor” de la propia creencia, se entenderá la espiritualidad como la práctica por medio de la cual se busca ahondar en la vivencia de la fe que se ha asumido.
Como consecuencia de este modo de hacer, se adopta un concepto reductor y estrecho de espiritualidad, a la que, intencionadamente o no, se le ha sobreimpuesto el corsé de la religión.
Más adelante, nos detendremos expresamente en la relación que se da entre ambas. Por ahora, solo quiero llamar la atención sobre la importancia de empezar hablando de la espiritualidad, sin someterla a los cánones rígidos de una u otra religión.
La llamada dimensión espiritual constituye una dimensión absolutamente básica de la persona y de la realidad. Sobre ella precisamente se asientan las diferentes “formas” religiosas o religiones, como soporte y vehículo a la vez de aquella dimensión que empuja por vivirse.
Por eso me parece importante iniciar esta reflexión acercándonos a la espiritualidad, como una realidad previa a las religiones en cuanto tales. Pero antes aún, hay que aludir a lo que esa misma palabra suele despertar en nuestros contemporáneos.

“Espiritualidad” ha llegado a ser una palabra desafortunada. Para muchos significa algo alejado de la vida real, algo inútil que no se sabe exactamente para qué puede servir o, como mucho, un “añadido”, superfluo o poco significativo, a lo que es la vida ordinaria. Frente a eso llamado “espiritual”, de lo que se podría fácilmente prescindir, lo que interesa es lo concreto, lo práctico, lo tangible.
Pero “espiritualidad” es, además, una palabra gastada. Gastada y estropeada, porque ha sido víctima de una doble confusión: el pensamiento dualista que contraponía espíritu a materia, alma a cuerpo, y la reducción de la espiritualidad a la religión.
Como consecuencia, se produjo un rechazo más y más generalizado hacia ella en la cultura moderna. Por una parte, la modernidad, celosa de la racionalidad y de la autonomía, arremetía contra una religión (institución religiosa) poderosa, autoritaria y dogmática, que parecía desconfiar de lo humano. Por otra, cegada en su propio espejismo adolescente, la misma modernidad cayó en un reduccionismo tan estrecho que no aceptaba sino aquello que fuera materialmente mensurable.
Ambos factores –el rechazo de la religión y el encierro en un materialismo cientificista- condujeron al olvido de la dimensión más básica de lo real, promoviendo con ello una cultura chata y empobrecedora de lo humano, que todavía sigue estando mayoritariamente vigente.

Pero el contraste continúa. En medio de esta cultura heredera de la que desechó la religión y, con ella, la espiritualidad, estamos asistiendo a un emerger notable del anhelo espiritual. Y, como en cualquier moda, no es infrecuente que aparezcan sucedáneos, a los que se coloca la etiqueta de “espiritual”, pero que no encajan en lo que es una espiritualidad auténtica. Los riesgos de engaño o reducción vienen de dos direcciones.
Por un lado, en ciertos círculos de la Nueva Era o influidos por ella, suele presentarse la espiritualidad como la búsqueda de un bienestar que, por más que se designe como “integral”, no parece superar los límites del narcisismo y de la charlatanería. Frente a la “dureza” de la situación cotidiana, es tentadora la huida a “paraísos narcisistas”, refugios de un ensimismamiento adolescente, que nuestra propia cultura promueve.
Por otro lado, en los grupos religiosos más estrictos, probablemente por un instintivo mecanismo de defensa, se promueve una “espiritualidad” rígida y exclusiva, con notables tintes dogmáticos y autoritarios.
En el primer caso, parece imperar la ley del “todo vale”, con tal de que favorezca el bienestar: representaría al postmodernismo extremo. En el segundo, el criterio parece ser la creencia mental de estar en posesión de la verdad: sería la voz del integrismo mítico.

Pues bien, con todo este trasfondo, queremos hacer luz a partir de la pregunta primera: ¿qué es la espiritualidad?
En una aproximación suficientemente amplia e inclusiva, puede entenderse la espiritualidad como la dimensión de Profundidad de lo real.
Bajo mi punto de vista, de este modo, se hace justicia a la dimensión espiritual como parte constitutiva de toda la realidad. Ello significa reconocer que no existe absolutamente nada al margen de esta dimensión. Más aún, todo lo que podemos percibir, como “formas” infinitamente variadas, no son sino “expresión” de aquella Profundidad de la que todo emerge.
Con esto, no se afirma ningún dualismo entre aquella dimensión última y las manifestaciones que percibimos. Al contrario, en admirable sintonía con lo que vamos percibiendo desde diferentes ámbitos del saber –desde la física cuántica hasta la psicología transpersonal, desde la mística hasta recientes estudios en el campo de las neurociencias-, lo que se nos muestra es una admirable y elegante no-dualidad, en la que nada se halla separado de nada, siendo solo la mente la que nos hace creer en una realidad fraccionada y separada en partes, tal como ella misma la ve.
De entrada, el término “espiritualidad” nombra una cualidad, una capacidad o incluso un ámbito del saber que tiene como referencia directa e inmediata al “espíritu”. Por tanto, solo lo podremos entender si previamente desciframos el sentido de este otro.
Pero no es una tarea fácil. Basta intentarlo para que se ponga de manifiesto la incapacidad de la mente para referirse adecuadamente a todo lo que no es objetivable.
Si rastreamos esa palabra en la tradición judeocristiana, hallamos algún dato significativo. En la Biblia hebrea, el espíritu presenta forma femenina: es “la Ruaj”, la brisa, “aleteo” de Dios sobre las aguas, soplo impetuoso que genera vida. Aliento, soplo, viento, respiración, fuerza, fuego…, con nombre femenino que habla de maternidad y de ternura, de vitalidad y de caricia.
Si Ruaj es femenino, su traducción griega lo convierte en el neutro “lo Pneuma”. Como si en su intrínseca dificultad para imaginarlo, el mismo término nos estuviera diciendo que se trata de una Realidad que, no solo trasciende el género (está más allá de la distinción sexual), sino también el concepto de “individuo” y hasta de “persona” (por definición, lo neutro no puede ser “personal”; en todo caso, transpersonal).
Con la traducción latina (Spiritus), el Espíritu se hizo masculino, y así ha llegado hasta nuestras lenguas modernas. Pareciera como si, con este cambio, volviéramos a sentirnos cómodos: finalmente, podríamos dirigirnos a él como una persona y en masculino. Eso casaba bien con nuestra conciencia egoica y patriarcal.
Si algo tienen en común todos esos nombres es que remiten a la intuición de un “principio vital” o “latido” (hálito, respiración), que se encontraría en el origen de todo lo que es. No es extraño que “Espíritu” haya sido uno de los términos más comunes para nombrar a la Divinidad, en cuanto Dinamismo de Vida.
Fuente de todo lo que es, principio vital, dinamismo de vida, el espíritu constituye, por tanto, el núcleo más hondo, la identidad última de todo lo que es, la Mismidad de lo Real.
Pero no como una “entidad” separada, sino como “constituyente” de todas las formas, en un abrazo no-dual. En razón de esa misma no-dualidad, podemos ver, palpar y saborear al Espíritu en todas las formas de la realidad: todas lo expresan y en todas se manifiesta, sin negarlas ni anular las diferencias.
Una vez más, es necesario decir que no hay ningún tipo de dualismo, como si, además del espíritu, hubiera “otra” realidad al margen de él; pero tampoco se trata de un panteísmo indiferenciado. Es todo más sutil y, en cierto modo, más simple: el Uno expresado en lo Múltiple, como dos caras de la única Realidad.

Si entendemos por “espíritu” el principio vital y constitutivo de todo lo que es, habremos de concluir que “espiritualidad” es la capacidad de “ver” esa dimensión profunda y última de lo real y vivir en coherencia con ello.
En esta acepción primera y genuina del término, no hay todavía conceptos ni creencias. Hay, sencillamente, un reconocimiento y una capacidad. Una percepción intuitiva –preconceptual- del misterio mismo del existir.
A esta capacidad podemos designarla, por tanto, como “inteligencia espiritual”. Es ella la que nos permite intuir el Misterio y, simultáneamente, reconocer nuestra identidad más profunda.
Se suele decir que el “despertar espiritual” consiste en la capacidad de separar la conciencia de los pensamientos. De eso se trata exactamente. Caer en la cuenta de la identificación con la mente, de la que provenimos, y reconocer que ahí no está nuestra verdadera identidad.
La espiritualidad o inteligencia espiritual, al hacernos crecer en comprensión de nuestra verdad, nos pone en camino de desapropiación. Por eso, a más espiritualidad, menos ego y menos egocentración. Es fácil advertir que el criterio decisivo de una existencia espiritual no puede ser otro que la desegocentración, la bondad y la compasión, unidos a la ecuanimidad de quien ya ha descubierto que su verdadera identidad trasciende todo vaivén y toda impermanencia.
Lo expresa con nitidez Javier Melloni, cuando escribe que “la dirección que no ha de variar, aunque se cambien los vehículos y los caminos, es el progresivo descentramiento del yo, tanto personal como comunitariamente… Esta es la única certeza, el único discernimiento: ir convirtiendo nuestra existencia en receptividad y donación”[2]. Porque, ¿cuál es la meta? Y responde el propio Melloni de una manera sabia y hermosa: “La tierra pura de un yo descentrado de sí mismo que se hace capaz de acoger y de entregarse sin devorar, porque sabe que proviene de un Fondo al que todo vuelve sin haberse separado nunca de él”[3].
A partir de este concepto de espiritualidad, se desprenden dos primeras conclusiones: por un lado, la percepción de que el cuidado de la espiritualidad y el cultivo de la inteligencia espiritual son decisivos si se quiere acceder a una vida plena; por otro, la constatación de que, así entendida, la espiritualidad es previa a cualquier religión, de modo que las diferentes confesiones religiosas no serán sino “modulaciones” o formas (mentales) específicas de aquella intuición original.

Religión y espiritualidad

Hay dos imágenes que se suelen utilizar habitualmente para hablar de la relación entre ambas: la del vaso y el agua, o la del mapa y el territorio.
La espiritualidad es el agua que necesitamos si queremos vivir y crecer; la religión es el vaso que contiene el agua. La espiritualidad es el territorio último que anhelamos, porque constituye nuestra identidad más profunda; la religión es el mapa que quiere orientar hacia él.
Cuando se vive al servicio de aquella, la religión constituye un medio valioso o una “cinta transportadora” –en palabras de Ken Wilber[4]- que facilita la conexión con la dimensión espiritual: es el vaso que proporciona el acceso al agua; el mapa que baliza el camino hacia el territorio.
Sin embargo, cuando la religión se absolutiza, todo se desencaja. Lo que no es sino un medio, se arroga cualidad de fin último, haciendo que todo gire en torno a ella. Se hacen presentes el dogmatismo y la exclusión. En esa misma medida, la persona religiosa proyecta en la religión la seguridad con la que sueña.
Quizás no esté de más señalar que esa tendencia a la absolutización constituye una característica del modo de funcionar de nuestra mente. Es consecuencia de la propia limitación de la misma y va de la mano de la necesidad psicológica de seguridad.

Con todo, sin embargo, parece claro que entre religión y espiritualidad no tiene por qué haber enfrentamiento, así como tampoco identificación. Esta afirmación conlleva dos conclusiones inmediatas: por un lado, una religión conscientemente alentada por la espiritualidad resulta beneficiosa y eficaz. Por otro, la afirmación de la no-identificación entre ambas permite reconocer la existencia de una espiritualidad laica o incluso atea[5].
Porque el Territorio de la espiritualidad es siempre compartido: ahí nos encontramos con todo lo que es, con el Misterio que se expresa en toda la realidad, y del que las religiones –hijas de su tiempo- han querido dar una explicación.
Por eso creo que, valorando la riqueza propia de cada religión, tenemos que dar un paso más… hacia el Horizonte o Territorio al que las religiones (mapas) apuntan: ese es el camino de la espiritualidad.
La religión es una construcción cultural, a través de la cual los humanos han tratado de canalizar, expresar y sostener –consciente o inconscientemente- el Anhelo espiritual que reconocen como dimensión constitutiva de su mismo ser.
En ese sentido, puede decirse que las religiones son interpretaciones o lecturas del misterio mismo del existir. Presentándose en complejas configuraciones, ofrecen caminos y propuestas de sentido. Como dice Javier Melloni, cada religión es un camino hacia el desvelamiento de lo Real.
Eso explica que la religión afecte a los grandes enigmas de la vida. En ellas, el ser humano pretende encontrar la luz que necesita para desvelar el misterio que envuelve su origen y su destino, para interpretar el sentido y el propósito de la existencia, para descubrir las causas del dolor que lo aqueja y, en fin, para encontrar un poco de alivio a sus incontables males.
Sin embargo, todas ellas se ven acechadas por dos graves peligros: aliarse con el poder y confundir su creencia con la verdad. Cuando eso ocurre –y ha ocurrido históricamente en todas ellas-, se produce la absolutización de la religión. Lo que era solo una construcción humana y un medio para facilitar la percepción y vivencia del Misterio, se convierte en un fin en sí mismo. En ese preciso momento, la religión se torna peligrosa.
Del mismo proceso de construcción de la religión forma parte la presunción de ser revelada por la Divinidad. A partir de ahí, el paso siguiente es sencillo: si nuestras creencias han sido reveladas, eso significa que son verdaderas; poseemos la verdad. De ahí que el innegable conflicto que supone el hecho de que religiones diferentes tengan la misma pretensión –el conflicto de “verdades” enfrentadas- se haya de resolver forzosamente declarando cada una que todas las demás están equivocadas.
En un nivel de conciencia mítico, en el que aparecen las religiones, era inevitable que, en las configuraciones teístas, se concibiese a Dios como un “ser separado”, y que se entendiese la así llamada revelación como un “dictado divino”. ¿Cómo no iba a producirse el paso siguiente que llevaba a creer al propio pueblo como el “elegido”, y al propio libro sagrado como “la verdad” dada a conocer por Dios?
En cuanto tomamos conciencia de aquel nivel de conciencia y, simultáneamente, trascendemos el modelo mental (dual) de conocer, el concepto mismo de “revelación” se modifica radicalmente.
En ese momento, también, reconocemos con facilidad la distinción entre la religión, en cuanto forma histórica concreta, y la espiritualidad, como dimensión constitutiva del ser humano y de toda la realidad.
Con esta toma de conciencia, la religión queda desnudada de cualquier pretensión absolutizadora. Más aún, el objetivo mismo se reorienta: ya no se trata de propagar la religión y lograr que tenga cada vez más fuerza, sino de potenciar la dimensión espiritual, es decir, la consciencia de nuestra identidad más profunda.
En esa tarea nos encontramos con todos los seres humanos, más allá de las referencias, religiosas o no, de cada cual. Podremos seguir valorando las religiones –los “mapas”- en toda la riqueza que han vehiculado y las capacidades espirituales que despiertan, pero sin olvidar que son solo medios relativos. Pueden, por tanto, ser trascendidas. Y, de hecho, podemos encontrarnos con todas las personas, sean religiosas o no, en el cuidado y cultivo de aquella dimensión espiritual irrenunciable.

Hay vida más allá de la ciencia

El trato que ha recibido la espiritualidad explica, en gran medida, no pocas características del modo de comprendernos, percibirnos y vivirnos en nuestro contexto sociocultural. Consumismo, economicismo, egocentrismo, vacío existencial… son manifestaciones de un mundo en el que se ha olvidado la dimensión genuinamente espiritual del ser humano. Al alejarnos de nuestra identidad profunda, han de aparecer necesariamente la ignorancia, la confusión y el sufrimiento.
Hemos logrado increíbles avances en el campo científico, técnico y tecnológico pero, al desconectar de quienes realmente somos, apenas hemos crecido en sabiduría ni en plenitud. Y venimos a constatar que tanto el poderío material como el mismo pensamiento filosófico no han logrado liberarnos del sufrimiento inútil y estéril.
En el origen de esa “desconexión” de nuestra verdadera identidad, han jugado papeles diferentes la religión y la ciencia. Como decía en el parágrafo anterior, la religión, al tiempo que se absolutizaba, ha manejado un concepto reductor y empobrecedor de la espiritualidad. En consecuencia, la atención se desviaba hacia las prácticas religiosas, las creencias y los rituales, en lugar de ofrecer prácticas espirituales que hubieran permitido a las personas vivirse conectadas con su raíz última. Además, y debido a aquella “reducción”, fue la misma religión la que, aun inadvertidamente, provocó entre sus adversarios un rechazo de la propia espiritualidad.
La ciencia moderna, por su parte, cayó en otro reduccionismo no menos empobrecedor, al arrojarse, de un modo totalmente acrítico, en los brazos de lo que conocemos como materialismo, positivismo o cientificismo.
El origen de la trampa, sin embargo, fue el mismo en ambos casos. Tanto la religión como la ciencia se absolutizaron, como si no existiera otra cosa más allá de ellas. Hemos tenido que padecer las consecuencias de tales posturas reductoras para empezar a despertar y venir a reconocer que, tanto más allá de la religión como más allá de la ciencia, sigue habiendo vida…

Para empezar, hoy nadie duda de que los postulados básicos del materialismo (y del cientificismo) son creencias metafísicas absolutamente indemostrables y peligrosamente reductoras. ¿En nombre de qué se puede sostener que no existe sino lo que puede ser comprobado “científicamente”? ¿Quién decide los límites de lo real? ¿Qué fundamento tiene la afirmación de que la razón es el modo supremo de conocimiento? ¿Dónde se apoya la arrogancia de que fuera de la ciencia no hay verdad?…
No es que se rechace la ciencia, sino únicamente sus pretensiones absolutistas. La ciencia es una herramienta extraordinaria para operar en el mundo de los objetos. Y la razón crítica constituye un logro irrenunciable de la humanidad. Los llamados “maestros de la sospecha” (Nietzsche, Marx, Freud) nos abrieron los ojos para ver que las cosas no son lo que parecen y que haremos bien en someter a crítica todo tipo de creencias.
Y eso mismo vale también para la ciencia…, a no ser que se arrogue un estatus “religioso” de intocabilidad, con el que ha aparecido con demasiada frecuencia. Es entonces, al aproximarnos a ella desde una actitud crítica, cuando caemos en la cuenta de la trampa del cientificismo: ha olvidado que existe otro modo de conocer superior y previo a la razón.
Es un modo de conocer al que tenemos acceso justamente cuando somos capaces de acallar el pensamiento y “conectar”, de una manera directa, inmediata y experiencial, con la verdad que somos. El modo racional (mental, dual, cartesiano) funciona admirablemente en el mundo de los objetos, pero es incapaz de ir más allá; cuando lo intenta, no hace sino objetivar toda la realidad, reduciendo y empobreciendo nuestra percepción.
Reconociendo la validez de ese acceso, es innegable que existe otro, anterior a la razón, que nos pone directamente en contacto con aquella dimensión de lo real que escapa a la razón y la ciencia. Este es el terreno de la espiritualidad; y a la capacidad para adentrarse en él se le está empezando a llamar “inteligencia espiritual”.
Cuando esta dimensión se olvida, se produce una amputación grave del ser humano, con consecuencias sumamente empobrecedoras para la vida de las personas, que son condenadas a una sensación de vacío y nihilismo. Es lo que ha ocurrido, en parte, en nuestro ámbito cultural: la ciencia ha propiciado un desarrollo material inimaginable, pero el cientificismo ha empobrecido la experiencia humana hasta límites insostenibles.

Por eso me parece, a la vez, profundamente revelador y esperanzador el hecho de que sea, dentro mismo de la ciencia, donde se haya producido un cuestionamiento radical de los postulados materialistas y de las pretensiones cientificistas.
A pesar de que las implicaciones de sus resultados no se hayan plasmado todavía en el imaginario cultural colectivo, la física cuántica ha revolucionado los presupuestos sobre los que se asentaba la física clásica o newtoniana. En sus escasos cien años de vida, ha supuesto un cambio radical de paradigma, de consecuencias enriquecedoras. Efectivamente, a tenor de sus descubrimientos incontestables, las cosas no son lo que parecen: la mente –y el llamado “sentido común”- nos engañan con mucha facilidad.
Curiosamente, la principal intuición procedente del nuevo paradigma científico no es tecnológica. La física cuántica viene a confirmar algo para lo que no se hallaba explicación racional: la estrecha relación entre nosotros y con todo el cosmos. Experimentos contrastados en el mundo de las partículas elementales han superado las viejas concepciones atomistas, para afirmar que la realidad a la que denominamos universo es un todo integrado, sin fisuras.
Y, curiosamente, esa es la experiencia espiritual genuina. A partir de ahí, parece que la actitud sabia consiste en abrirnos a esa nueva visión que está emergiendo, ya que –como decía Krishnamurti- “de esta crisis solo podremos salir mediante una transformación radical de la mente”.
El denominador común de esta nueva cultura emergente es el holismo: Como ha escrito Ervin Laszlo, “entre nosotros se extiende una nueva epidemia: cada vez son más las personas infectadas por el reconocimiento de su unidad”. Es así: crece por doquier la conciencia de la interrelación de todo, de la no-separación, de la no-dualidad radical. Y esa nueva conciencia, que va conformando una nueva cultura, afecta también a todas las dimensiones de nuestra experiencia: a la economía, a la ecología, a la política, a las relaciones, a la religión…

Por eso, tanto en las discusiones en torno a la ciencia, como las que ocurren en el ámbito de la religión, sería bueno partir del reconocimiento expreso de lo que realmente se halla en juego. De otro modo, parece inevitable que se sucedan los enfrentamientos y controversias estériles en torno a “mapas” y “etiquetas”, que nos lleven a confundir nuestras creencias con la verdad.
Y lo que se halla en juego no es algo baladí. Se trata, nada menos, que de un cambio en el modelo de cognición. Probablemente, el giro más revolucionario de esto que llamamos “postmodernidad”.
Venimos de un modelo mental, dual, egoico o cartesiano. Tal modelo, basado en la dualidad inicial sujeto/objeto, perceptor/percibido, se revela adecuadamente operativo en el mundo de los objetos. Sin embargo, ese es también su límite. Dado que pensar es sinónimo de objetivar, cuando desde ese modelo queremos aproximarnos a realidades que no son “objetos”, el modelo se colapsa y nos engaña. Naturaleza, seres humanos, vida, verdad, realidad, “lo que es”, Dios… Se trata de realidades inobjetivables: cuando las pensamos, las convertimos en objetos, al tiempo que toda la realidad queda separada, fraccionada y, de ese modo, distorsionada.
Basta salir del estrecho cerco del modelo mental para captar su engaño y su trampa. Podemos recurrir a la imagen (metáfora) del océano y las olas. El modelo mental se detendría exclusivamente en la singularidad de cada ola, absolutizando la separación entre ellas y olvidando la naturaleza común de agua, que comparten.
Sin embargo, hay otro modo de ver, desde la no-dualidad. Y ahí las cosas cambian por completo. Esa nueva visión nace de otro modo de conocer, el modelo no-dual, que se basa en la aproximación no-mental a lo real. Se trata de una aproximación respetuosa a “lo que es” en la que, silenciada la mente, acogemos el Misterio que se muestra, nos reconocemos y descansamos en él.
Volviendo a la metáfora antes aludida, desde el modelo no-dual se advierte, antes que nada, el agua que constituye, conforma y se expresa en cada una de las olas. La perspectiva cambia radicalmente.
Sin forzar demasiado la imagen, puede afirmarse también que el referente natural de la religión es la “ola”, mientras que el de la espiritualidad es el “agua”. El paso del modelo mental al no-dual es coherente con aquel que va de la religión a la espiritualidad. ¿Significa esto el final de la religión?

¿Hacia un horizonte postcristiano?

A veces se escucha decir que, cuando pase esta generación, “las iglesias se quedarán vacías”. Con esa frase se estaría expresando el innegable y acelerado declive que está experimentando, en nuestro medio, la religión institucional y, concretamente, el cristianismo.
Sin entrar ahora en las circunstancias históricas que, durante siglos, han podido ir acumulando, en la memoria colectiva, un rechazo visceral hacia la religión, concretamente en nuestro país –por ejemplificarlo en una sola frase: el anticlericalismo encuentra su caldo de cultivo en el clericalismo-, me parece indudable que, debido sencillamente al nivel de conciencia en el que históricamente aparecen, las religiones traen con ellas algunos elementos que, si se toman literalmente, chocan frontalmente con los nuevos paradigmas culturales.
Me refiero, en concreto, a cuatro de sus características más destacadas: el carácter mítico, la visión heterónoma, la insistencia en la creencia (mental) o credo y la idea de un dios separado e intervencionista.
Es fácil apreciar cómo cada uno de esos rasgos característicos de la religión entra en franca contradicción con la nueva sensibilidad que nace con la modernidad y que se acentúa con el paso al nivel transpersonal de conciencia. En esquema, podría representarse de este modo:

Características de la religión mítica
Pensamiento mítico:
Heteronomía
Creencia
Idea de un dios separado e intervencionista

Características de la modernidad 
Racionalidad
Autonomía
Silencio transmental
Unidad (no-dualidad) de todo lo que es

No es extraño que la religión haya entrado en una crisis que alcanza a sus propios cimientos. Por eso, parece inútil, a la par que engañoso, tratar de sortearla, eludiendo la confrontación con la modernidad y con la más reciente perspectiva transpersonal.
A mi modo de ver, esa crisis únicamente podrá resolverse en la medida en que la religión renuncie, consciente y radicalmente, a cualquier absolutización y asuma vivirse al servicio de la espiritualidad, es decir, al servicio del ser humano que anhela vivir en toda su verdad.
Ello le exigirá la humildad de reconocer abiertamente que su credo no puede ser nunca la verdad, sino un “mapa”, entre otros, que apunta hacia el Territorio inefable y la Verdad inaprensible. Así, relativizando las creencias, podrá dedicar sus esfuerzos a una doble práctica: la práctica de la transformación individual –en la línea de trascender la mente y favorecer la desapropiación del ego- y la práctica de la justicia, como expresión de la Unidad que somos. Es decir, podrá pasarse del particularismo religioso a la espiritualidad inclusiva.

¿Significa esto el fin del cristianismo? ¿Será cierto que caminamos hacia una espiritualidad postcristiana? Lo que importa, a mi modo de ver, no son las respuestas, más o menos acertadas, a esas cuestiones, sino las implicaciones que la misma pregunta encierra.
Personalmente, no me parecería extraño que las religiones, tal como hoy las conocemos, llegaran a desaparecer. En cuanto configuraciones históricas, deudoras del momento en el que nacieron, son formas transitorias y perecederas.
Otra cosa es la intuición de la que son portadoras, y en la que los humanos nos “re-conocemos: el mismo Anhelo vital, el núcleo de la genuina espiritualidad.
En concreto, en el caso cristiano, aquella intuición es la que pivota en torno a la figura y el mensaje de Jesús. Y lo que vengo diciendo todavía cobra más relevancia cuando tenemos en cuenta que el Maestro de Nazaret no pertenecía a la clase religiosa ni fundó ninguna religión. El suyo es un mensaje de sabiduría dirigido al corazón humano, que fácilmente resuena en nosotros. Por tanto, ese mensaje puede vivirse en clave religiosa, pero también en otra clave laica o, simplemente, no-religiosa.
Al reconocer la no-identificación de la espiritualidad con la religión, aquella vuelve a recuperar la “amplitud” y la “hondura” que la caracteriza, así como su capacidad de poder ser vivida en cualquier paradigma cultural, porque lleva en sí misma las claves de la imprescindible “traducción” a los nuevos “idiomas” que van apareciendo a lo largo de la historia de la humanidad.
En la “amplitud” que caracteriza a la espiritualidad, se trasciende el estrecho marco de las creencias y de las formas históricas y somos conducidos al territorio sin límites de la Vida, que experimentamos de un modo inmediato y autoevidente y que percibimos compartido por todos. La espiritualidad es amplia e inclusiva: puede ser religiosa, pero puede ser también no-religiosa, laica, agnóstica o atea. Se trata solo de “mapas” diferentes que no impiden el reconocimiento del territorio vital compartido.
Y también, más allá de las formas religiosas, la espiritualidad manifiesta la “hondura” que la define: la misma hondura que nos constituye. De ahí que la espiritualidad no viene a ofrecer nada “añadido”, sino sencillamente a desvelar la profundidad de lo que somos. Todo lo demás –credos, no-credos, ritos, normas…- son solo parte de aquellos “mapas”, que dejan de absolutizarse, porque el interés está puesto en el territorio cuya voz nos reclama. Un territorio que ya no situamos en un “Paraíso lejano”, ni tampoco en un “Dios separado”, sino que constituye el Fondo de todo lo real, en la no-dualidad que todo lo abraza y que en todo se manifiesta.
Pero, para sortear las trampas reductoras de las que venimos –tanto religiosas como científicas-, necesitamos impulsar el cuidado de la inteligencia espiritual.

Una cuestión decisiva: el cuidado de la inteligencia espiritual

Frente a un concepto reduccionista, que limitaba la inteligencia a la capacidad de resolver problemas mediante un razonamiento lógico, en los últimos treinta años estamos asistiendo al reconocimiento de las diferentes “líneas” o dimensiones que implica. Entre ellas, H. Gardner, el primero en hablar de las “inteligencias múltiples”, señala las siguientes: lingüística, musical, lógico-matemática, corporal o kinestésica, espacial o visual, intrapersonal, interpersonal y naturista[6]. Por su parte, K. Wilber se refiere a las distintas “líneas de desarrollo” que puede recorrer la inteligencia: cognitiva, interpersonal, psicosexual, emocional, moral[7]…
En concreto, en los últimos años se está prestando una atención especial al cuidado de la “inteligencia emocional”[8], con todas sus repercusiones, y más recientemente aún, a la “inteligencia espiritual”[9]. Si la primera se refiere a la capacidad de nombrar y gestionar las propias emociones, y de relacionarnos con los otros constructivamente, la segunda puede definirse como la capacidad de trascender el yo, separando la conciencia de los pensamientos.
La inteligencia espiritual dotaría a las personas de las siguientes capacidades:
capacidad de reconocer, nombrar y dar respuesta a las necesidades espirituales;
capacidad de trascender la mente y el yo: somos más que la mente;
capacidad de separar la conciencia de los pensamientos;
capacidad de percibir la dimensión profunda de lo real;
capacidad de percibir y vivir la Unidad (No-dualidad) que somos.

De un modo sencillo, podría decirse que la inteligencia espiritual es la capacidad de leer la realidad desde su dimensión más profunda y vivir en coherencia con ello.
Pero más allá, incluso, de las definiciones que podamos dar, lo que parece innegable es que –como ha escrito Francesc Torralba- el ser humano, independientemente de su credo religioso o adscripción confesional, sea religioso o no, “padece unas necesidades de orden espiritual que no puede satisfacer ni desarrollar si no es cultivando la inteligencia espiritual”[10].
La inteligencia espiritual abre ante nosotros un horizonte ilimitado, que nos permite ubicar todo lo que ocurre en su verdadero contexto. Nos capacita para ver en profundidad, superando la visión estrecha de una mente absolutizada.
Es el cuidado de esta capacidad que llamamos inteligencia espiritual lo que nos va a permitir crecer en conciencia de lo que somos. Sin ella, no lograremos salir de la confusión ni del sufrimiento.
Esto nos hace ver también la importancia de cuidar esta capacidad en el proceso educativo de niños y adolescentes. De otro modo, les estaremos privando de una de las mayores riquezas con las que puede contar el ser humano.
Afortunadamente, cada vez es mayor el interés de padres y educadores por ayudar a los niños y jóvenes a entrar en contacto con esa dimensión. De formas distintas, se está buscando el modo y las “herramientas” para que los más jóvenes puedan experimentar la dimensión profunda de la realidad, empezar a vivirse desde ella y comprobar que es “desde dentro” como se operan los cambios eficaces y donde se encuentra la felicidad.
En cierto sentido, esa demanda podría sintetizarse diciendo que, así como desde hace unos años se ha empezado a tener en cuenta la llamada “inteligencia emocional”, quizás sea hora de abrirnos a la riqueza que aporta la “inteligencia espiritual”.
No hace mucho tiempo, un profesor de primaria me decía: “Cada vez tengo más claro que uno de los mejores servicios que podemos hacerles a los chicos es ayudarles a observar su mente”. Lo que planteaba con esas palabras es claro: hay que trabajar el desarrollo de la mente, pero tienen que descubrir que son más que la mente.
Hablar de “inteligencia espiritual” no significa hablar de religión, sino de “interioridad”, “profundidad”, de “conciencia transpersonal, transmental o transegoica”, de “no-dualidad”. Significa experimentar que somos más que nuestros pensamientos y emociones y que, cuando accedemos a esa dimensión, todo es percibido de un modo radicalmente nuevo.
Cualquiera que entra por ese camino puede comprobar por sí mismo cómo la llamada “inteligencia espiritual” potencia capacidades como la serenidad, la observación desapegada de lo que ocurre, la ecuanimidad, la libertad interior, la compasión…
De hecho, en aquellos centros educativos en los que se ha empezado a trabajar la “educación de la interioridad”, hasta los profesores más escépticos han terminado reconociendo que, tanto la vivencia personal de los muchachos como las relaciones entre ellos, se han enriquecido notablemente. Y que, para sorpresa de muchos, terminan siendo los propios alumnos quienes reclaman la práctica de la meditación, como modo de acallar la mente y aprender a vivir en el presente.
En definitiva, se trata de ayudar a los niños a desarrollar lo que llamamos “atención plena” (mindfulness, en el mundo anglófono), la capacidad de vivir en el “aquí y ahora”. Todo lo demás se irá dando…

Como decía al inicio, el interés de los educadores por esta cuestión es cada vez más claro. Y, paralelamente, son más los colegios que se hallan embarcados en esta tarea, como una inquietud que se contagia. Genéricamente, se suele hablar de “Educación de la interioridad”, debido a que, para muchos de nuestros contemporáneos, la palabra “espiritualidad” viene cargada de connotaciones negativas. Porque se asocia a algo anacrónico, obsoleto, doctrinario, confesional… Sin embargo, al mismo tiempo, se está empezando a revalorizar aquello a lo que la espiritualidad genuina se refiere: la dimensión profunda, sin la que todo lo humano se empobrece, abriéndose camino el vacío existencial. Debido precisamente a esta nueva consciencia que está emergiendo, y superados los arcaicos y reductores prejuicios materialistas de donde veníamos, son cada vez más las personas que están “saliendo del armario espiritual”. Quizás nos estamos haciendo más conscientes de que el olvido de esa dimensión profunda conduce a una “anemia espiritual” insoportable (Mónica Cavallé), cuya consecuencia es la egocentración y el vacío.
Por el contrario, el trabajo con los niños en este campo, puede realizar un gran sueño: que, traspasando el reduccionismo del “mundo chato” (Ken Wilber), que ha caracterizado a gran parte de nuestra cultura –anclada en una visión obsoleta de la realidad, que depende del modelo materialista de la física clásica, hoy ya superado-, seamos capaces de acompañar a los niños en el encuentro con su interioridad. Para que, a la vez que construyen y afirman su identidad psicológica (el “yo”), aprendan que son infinitamente más que él y, gracias a la práctica de la atención, sean capaces de vivir en el presente y de reconocer su Identidad más profunda, aquella identidad “compartida”, en la que experimentamos, simultáneamente, la Plenitud de ser y la Unidad con todos y con todo.
El sueño es que, en el siglo XXI, se reconozca la dimensión espiritual (transpersonal) de la vida humana, con todo lo que ello implica a todos los niveles. Porque negar o no tener en cuenta la dimensión espiritual es reducir al ser humano, olvidando precisamente aquello que lo constituye en su verdad última. El cultivo de la auténtica espiritualidad no es una huida del mundo real; no es tampoco la adhesión a una confesión religiosa, a unas creencias o dogmas. Es la práctica que conduce nada menos que a experimentar y vivir lo que realmente somos. Por eso, solo esta experiencia nos garantiza encontrar “nuestra casa”, hallarnos a nosotros mismos en aquel “lugar”, donde hacemos la experiencia de Unidad con todos y con todo, donde “todo está bien”. Únicamente ahí nos encontramos -más allá de nuestro «pequeño yo»- con nuestro verdadero Ser. Y eso lo cambia todo… ¿Cómo privar a los niños del descubrimiento y vivencia de esta dimensión (interior, profunda, espiritual, transpersonal…) en la que, frente al vacío nihilista, propio del yo, se juega la plenitud de la vida?

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NOTAS

[1] Vuelvo a temas abordados con mayor amplitud en algunos libros que he escrito recientemente: La botella en el océano. De la intolerancia religiosa a la liberación espiritual, Desclée De Brouwer, Bilbao 2009; ¿Qué decimos cuando decimos el Credo? Una lectura no-dual, Desclée De Brouwer, Bilbao 2012; Vida en plenitud. Apuntes para una espiritualidad transreligiosa, PPC, Madrid 2012. Quienes estén interesados en toda esta cuestión pueden acudir a esos libros, así como a otros materiales que podrán encontrar en la web: www.enriquemartinezlozano.com
[2] J. MELLONI, Hacia un tiempo de síntesis, Fragmenta, Barcelona 2011, pp.47-48.
[3] Ibid., p.45. El subrayado final es mío, y quiere acentuar el principio “permanente” de la No-dualidad.
[4] K. WILBER, Espiritualidad integral. El nuevo papel de la religión en el mundo actual, Kairós, Barcelona 2007; ID., La visión integral, Kairós, Barcelona 2008.
[5] Dos lecturas sumamente interesantes en este sentido son M. CORBÍ, Una espiritualidad laica. Sin religiones, sin creencias, sin dioses, Herder, Barcelona 2007; A. COMTE-SPONVILLE, El alma del ateísmo. Introducción a una espiritualidad sin Dios, Paidós, Barcelona 2006.
[6] H. GARDNER, La teoría de las inteligencias múltiples, Fondo de Cultura Económica, México 1987.
[7] K. WILBER, La visión integral, Kairós, Barcelona 2008, pp.29-32.
[8] D. GOLEMAN, Inteligencia emocional, Kairós, Barcelona 1996.
[9] D. ZOHAR – I. MARSHALL, Inteligencia espiritual. La inteligencia que permite ser creativo, tener valores y fe, Plaza&Janés, Barcelona 2001.
[10] F. TORRALBA, Inteligencia espiritual, Plataforma, Barcelona 2010, p.17.