Semana 3 de octubre: LA SUTIL TRAMPA TEÍSTA

En un artículo reciente, publicado en el portal Atrio -y reproducido en Religión Digital y en Fe Adulta-, Leonardo Boff, a quien admiro y cuya obra y trayectoria valoro, hacía una afirmación, a mi modo de ver apresurada, por más que sea axiomáticamente asumida en ambientes cristianos. Escribía Boff que “en las religiones, los seres humanos buscan a Dios. En la Tradición de Jesús es Dios quien busca a los seres humanos”.

          Aparte de no ser sino un mero constructo teológico, tal afirmación me parece -aunque no sea la intención de su autor- objetivamente arrogante e injustamente hiriente para las otras religiones teístas, precisamente por ser falsa. Cuando la creíamos definitivamente superada, se vuelve a colar de rondón la creencia de ser el “pueblo elegido” que goza de las preferencias de Dios.

          ¿Acaso no podría decir exactamente lo mismo la tradición judía? Según su propia creencia, el judaísmo nace de la iniciativa de Dios que se hace presente a Abrán -más tarde, Abraham- para pedirle: “Sal de tu tierra…, a la tierra que yo te mostraré” (Gen 12,1). Y la fe judía vuelve a afirmar la iniciativa absoluta de Dios cuando, haciéndose presente a Moisés, le ordena: “Yo te envío al Faraón para que saques a mi pueblo de Egipto” (Ex 3,10). Por tanto, según esa creencia, tanto el origen del pueblo como su liberación de la esclavitud son fruto de un “Dios que busca a los seres humanos”.

          ¿Y qué decir del islam? Según su propia fe, es el mismo Alá quien busca a Muhammad -y, con él, a “su» pueblo- en una iniciativa nítidamente divina. De nuevo, según la creencia islámica, “es Dios quien busca a los seres humanos”.

          ¿Dónde se apoya, pues, la pretendida “originalidad” del cristianismo, que supuestamente lo haría distinto de cualquier otra religión?

          Recientemente, he escuchado decir a un teólogo que “al cristianismo no le afecta la crítica del hecho religioso, porque no es propiamente una religión, sino una revelación histórica”. De nuevo, ¿dónde se sostiene semejante afirmación?

          Desde mi punto de vista, tales afirmaciones caen en una clamorosa “petición de principio”, nada rigurosa ni honesta intelectualmente, que desemboca forzosamente en un círculo vicioso, en el quedan descalificadas por sí mismas.

          En síntesis, tal petición de principio podría exponerse de este modo: ¿Por qué creen los cristianos que solo en su religión “Dios busca a los seres humanos”? ¿Por qué creen los cristianos que la suya “no es propiamente una religión, sino una revelación histórica”? La respuesta es simple: Porque lo dice esa misma religión.

          El modo de operar parece ser este: la teología elabora un constructo determinado, de acuerdo con el nivel de consciencia y el paradigma cultural propio de la época en que nace, creando la imagen de un “Dios” separado, como ser todopoderoso. Sobre esa imagen se realiza todo un ejercicio -generalmente inconsciente- de proyección, por el que se atribuyen a ese “Dios” determinadas características. Con todo ello se crea un “cuerpo de doctrina” que rápidamente se convierte en “dogma” incuestionable. Con un matiz decisivo: se termina creyendo que todo ese “cuerpo de doctrina” no ha sido una creación humana -un constructo mental-, sino que “ha caído del cielo”, proveniente de manera directa -así se entiende la “revelación”- de la divinidad. De ese modo, una vez que la “doctrina” se ha hipostasiado se convierte en “prueba” absoluta de lo que la propia teología seguirá afirmando. Y todo ello, sin caer en la cuenta de que la base en que se sostiene todo el discurso teológico no es sino ese mismo discurso, que crea algo y lo eleva a categoría “absoluta” (divina) para utilizarlo posteriormente como “criterio de verdad” que validaría de manera incuestionable la propia creencia.

     La trampa tautológica, si se puede hablar así, es omnipresente en toda religión teísta, que basa sus creencias justamente en el supuesto axiomático y apriorístico de que han sido reveladas por el propio Dios. De manera que cualquier pregunta obtiene la misma respuesta: “¿Por qué sabemos que nuestra religión proclama la verdad?, ¿por qué afirmamos que los dogmas son verdades incuestionables?, ¿por qué estamos convencidos de que Dios existe y actúa de un modo determinado?, ¿por qué sostenemos que Dios es persona?”… La respuesta es siempre la misma: “Porque así lo dice nuestra religión”. Pues bien, la razón crítica, agudizada en la consciencia moderna, exige dar un paso más. Dado que todas las cuestiones se responden con la referencia a la religión, se pregunta qué es exactamente esta y termina reconociendo que no puede ser más que un constructo humano: esta constatación disuelve la trampa, haciendo caer en la cuenta de que, detrás de toda apariencia, en realidad, «el rey está desnudo».

          En cualquier caso, resulta curioso -a la vez que ejemplifica el modo de funcionar de nuestro cerebro- el hecho de que, aun siendo tan evidente, la trampa permanezca, de manera habitual y continuada, oculta a los ojos de los propios creyentes de esa religión, en virtud precisamente de la propia creencia previa.

         En este sentido -lo digo con humildad y respeto-, también la teología, por definición, se asienta en esa misma trampa a la vez que la alimenta, en un intento de justificarla. Intento siempre fallido, dado que no puede cuestionarla sin desaparecer con ella.

       Por mi parte -tal vez por haber sido estudioso de la teología-, cada vez que detecto esta trampa en determinados y no infrecuentes discursos cristianos, que caen en un pseudo-argumento que pecaría de “circularidad”, dando por supuesto justo aquello que necesitaría ser probado, me viene a la memoria el conocido cuento del rabino: “Todos en la comunidad sabían que Dios hablaba al rabino todos los viernes, hasta que llegó un extraño que preguntó: —¿Y cómo lo sabéis? —Porque nos lo ha dicho el rabino. —¿Y si el rabino miente? —¿Cómo podría mentir alguien a quien Dios habla todas las semanas?”. El cuento nos hace sonreír, pero los fieles de una religión quizás no perciban que su propia forma de razonar puede caer fácilmente, incluso de manera inadvertida, en ese círculo vicioso o argumento tautológico, cada vez que identifican la propia doctrina con la verdad.

        Vista esta cuestión desde una perspectiva no teísta, parece claro que el origen último de la trampa no es otro que la propia creencia en un dios separado que viene a buscar y salvar al ser humano. Pero desarrollar este punto queda para otra ocasión.

Enrique Martínez Lozano.