LO REALMENTE REAL

Domingo II de Navidad

2 enero 2022

Jn 1, 1-18

En el principio ya existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios. La Palabra en el principio estaba junto a Dios. Por medio de la Palabra se hizo todo, y sin ella no se hizo nada de lo que se ha hecho. En la Palabra había vida, y la vida era la luz de los hombres. La luz brilla en la tiniebla y la tiniebla no la recibió. Surgió un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan: este venía como testigo, para dar testimonio de la luz, para que por él todos vinieran a la fe. No era él la luz, sino testigo de la luz. La Palabra era la luz verdadera, que alumbra a todo hombre. Al mundo vino y en el mundo estaba; el mundo se hizo por medio de ella, y el mundo no la conoció. Vino a su casa, y los suyos no la recibieron. Pero a cuantos la recibieron, les da poder para ser hijos de Dios, si creen en su nombre. Estos no han nacido de sangre ni de amor carnal, ni de amor humano, sino de Dios. Y la Palabra se hizo carne, y acampó entre nosotros, y hemos contemplado su gloria: gloria propia del Hijo único del Padre, lleno de gracia y de verdad. Juan da testimonio de él y grita diciendo: “Este es de quien dije: «El que viene detrás de mí pasa delante de mí, porque existía antes que yo»”. Pues de su plenitud todos hemos recibido, gracia tras gracia: porque la ley se dio por medio de Moisés, la gracia y la verdad vinieron por medio de Jesucristo. A Dios nadie lo ha visto jamás: el Hijo único, que está en el seno del Padre, es quien lo ha dado a conocer.

 LO REALMENTE REAL

El himno-prólogo del cuarto evangelio constituye un canto a lo realmente real, que es nombrado con el término Logos (luego traducido como Verbum en latín y Palabra en castellano, con lo que, en cierto sentido, perdió la fuerza de su significado original).

Se trata de un texto que intenta armonizar “mapas” diferentes para hacerlos “confluir” en la creencia en Jesús como “Hijo único” de Dios. Tal intento hace que, por momentos, el texto resulte confuso: si bien afirma que el “Logos” es distinto de Dios, añade, sin embargo, que es Dios. No resulta difícil entender que la fe cristiana leyera el texto en clave trinitaria.

Sin embargo, es posible una lectura previa, no teísta, en la que Logos sería el término para referirse a lo realmente real, Aquello que está más allá de todo nombre. En este sentido, sería un término equiparable a estos otros: Tao, Ser, Consciencia, Vida, Totalidad… Y todos ellos apuntan -no pueden hacer más- a Aquello que es la fuente y el “núcleo” último de todo lo real, Lo que es, Plenitud de vida, de luz y de amor.

El evangelio y la creencia cristiana atribuyen esta plenitud a Jesús, en lo que consistió la más grave herejía para el judaísmo: atribuir a un hombre naturaleza divina. Para el estricto monoteísmo judío resultaba algo aberrante.

De manera similar, el cristianismo considera herética la afirmación según la cual, lo que su creencia afirma sobre la persona de Jesús es válido para todos los seres humanos. Por decirlo de modo más preciso: en todos nosotros se cumple lo que este prólogo afirma de Jesús.

Como en él, nuestra identidad última es el Logos, Plenitud de vida, de luz y de amor. No decimos que nuestro “yo” sea todo eso -el yo es solo una “forma” temporal en la que se está experimentando el Logos-, sino que, más allá de la personalidad particular, nuestra identidad es una con todo lo que es. Solo nos queda caer en la cuenta y vivirnos desde ella.

Con lo cual, se hace manifiesta de modo inmediato una primera “moraleja”: siendo plenitud, ¿cómo nos vivimos habitualmente perdidos en la confusión y el sufrimiento que nacen de su “olvido”?

¿Qué es para mí lo realmente real?