EL SILENCIO DE JESÚS

Domingo de Ramos

28 marzo 2021

Mc 15, 1-39

Apenas se hizo de día, los sumos sacerdotes, con los ancianos, los letrados y el sanedrín en pleno, prepararon la sentencia; y, atando a Jesús, lo llevaron y lo entregaron a Pilato. Pilato le preguntó: “¿Eres tú el rey de los judíos?”. Él respondió: “Tú lo dices”. Y los sumos sacerdotes lo acusaban de muchas cosas. Pilato le preguntó de nuevo: “¿No contestas nada? Mira de cuántas cosas te acusan”. Jesús no contestó nada más; de modo que Pilato estaba muy extrañado. Por la fiesta solía soltarse un preso, el que le pidieran. Estaba en la cárcel un tal Barrabás, con los revoltosos que habían cometido un homicidio en la revuelta. La gente subió y empezó a pedir el indulto de costumbre. Pilato les contestó: “¿Queréis que os suelte al rey de los judíos?”. Pues sabía que los sumos sacerdotes se lo habían entregado por envidia. Pero los sumos sacerdotes soliviantaron a la gente para que pidieran la libertad de Barrabás. Pilato tomó d<e nuevo la palabra y les preguntó: “¿Qué hago con el que llamáis rey de los judíos?”. Ellos gritaron de nuevo: “Crucifícalo”. Pilato les dijo: “Pues ¿qué mal ha hecho?”. Ellos gritaron más fuerte: “Crucifícalo”. Y Pilato, queriendo dar gusto a la gente, les soltó a Barrabás; y a Jesús, después de azotarlo, lo entregó para que lo crucificaran. Los soldados se lo llevaron al interior del palacio –al pretorio- y reunieron a toda la compañía. Lo vistieron de púrpura, le pusieron una corona de espinas, que habían trenzado, y comenzaron a hacerle el saludo: “¡Salve, rey de los judíos!”. Le golpearon la cabeza con una caña, le escupieron; y, doblando las rodillas, se postraban ante él. Terminada la burla, le quitaron la púrpura y le pusieron su ropa. Y lo sacaron para crucificarlo. Y a uno que pasaba, de vuelta del campo, a Simón de Cirene, el padre de Alejandro y de Rufo, lo forzaron a llevar la cruz. Y llevaron a Jesús al Gólgota (que quiere decir lugar de “La Calavera”), y le ofrecieron vino con mirra; pero él no lo aceptó. Lo crucificaron y se repartieron sus ropas a suerte, para ver lo que se llevaba cada uno. Era media mañana cuando lo crucificaron. En el letrero de la acusación estaba escrito: EL REY DE LOS JUDÍOS. Crucificaron con él a dos bandidos, uno a su derecha y otro a su izquierda. Así se cumplió la Escritura que dice: “Lo consideraron como un malhechor”. Los que pasaban lo injuriaban, meneando la cabeza y diciendo: “¡Anda!, tú que destruías el templo y lo reconstruías en tres días, sálvate a ti mismo bajando de la cruz”. Los sumos sacerdotes se burlaban también de él diciendo: “A otros ha salvado y a sí mismo no se puede salvar. Que el Mesías, el rey de Israel, baje ahora de la cruz, para que lo veamos y creamos”. También los que estaban crucificados con él lo insultaban. Al llegar el mediodía toda la región quedó en tinieblas hasta la media tarde. Y a la media tarde, Jesús clamó con voz potente: “Eloí, Eloí, lamá sabaktaní” (que significa: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?). Algunos de los presentes, al oírlo, decían: “Mira, está llamando a Elías”. Y uno echó a correr y, empapando una esponja en vinagre, la sujetó a una caña, y le daba de beber diciendo: “Dejad, a ver si viene Elías a bajarlo”. Y Jesús, dando un fuerte grito, expiró. El velo del templo se rasgó en dos, de arriba abajo. El centurión, que estaba enfrente, al ver cómo había expirado, dijo: “Realmente este hombre era Hijo de Dios”.

EL SILENCIO DE JESÚS

  En el relato del proceso que culminaría en muerte, llama la atención el silencio de Jesús, apenas roto por una primera respuesta simple y las llamadas “siete palabras”, ya en la cruz; palabras que, seguramente, fueron creadas con posterioridad por los propios evangelistas.

 Sabemos que el silencio puede nacer de distintos “lugares” y encerrar actitudes muy diferentes: del miedo al desprecio, de la cerrazón a la ira contenida. Sin embargo, en una persona sabia como Jesús, el silencio parece estar dotado de una doble intencionalidad: por una parte, significa acallar la mente al haber comprendido la imposibilidad de entender lo que está sucediendo desde el plano mental; por otra, implica una actitud aceptación profunda y de rendición consciente a lo que es.

 Es, con seguridad, el silencio más elocuente: no hay discusión, justificación ni reproche; no hay gemidos de necesidades ni gritos de condena. El yo está acallado. La persona está anclada y viviéndose desde “otro lugar”. Un lugar que se rige por parámetros completamente distintos a aquellos con los que se maneja el ego.

 Tal silencio es elocuente porque no es un mero gesto o comportamiento, sino que manifiesta un estado de ser, en el que la persona, transcendida la identificación con el yo, se comprende y se vive desde su (nuestra) verdadera identidad, ahí donde somos y nos reconocemos en unidad con todo lo que es.

 Decir que el silencio es un estado de ser equivale a afirmar que, en lo profundo, más allá de la locuacidad del mundo mental y su jungla de palabras, pensamientos, emociones y deseos, somos silencio consciente.

 En el estado mental nos debatimos constantemente porque no hacemos sino girar en torno al yo, con sus miedos y sus necesidades, sus frustraciones y sus anhelos… Y el yo siempre va a necesitar explicar, justificar, gritar, condenar, suplicar. Es su modo de funcionar.

 Sin embargo, cuando acallamos la mente y se silencian los pensamientos –cesa nuestra identificación con ellos–, se abre ante nosotros –cada cual puede experimentarlo– una espaciosidad silenciosa que permite la entrada al estado de presencia, en el que se modifican por completo nuestras referencias anteriores. Desde ahí, todo se ve y se vive de manera radicalmente distinta.

 Es un estado de quietud y de luz, de ecuanimidad, de paz y de plenitud. Seguimos notando en nuestra persona todo aquello que la afecta, sigue habiendo sensaciones de todo tipo y movimientos mentales y emocionales. Pero estamos en ese “otro lugar” que, en realidad, es nuestra “casa”, Aquello que somos en profundidad.

 El silencio del sabio queda reflejado –hasta donde el lenguaje puede hacerlo– en estas palabras de Nisargadatta: “Compare usted la conciencia y su contenido con una nube. Usted está dentro de la nube, mientras que yo la miro. Está usted perdido en ella, casi incapaz de ver la punta de sus dedos, mientras que yo veo la nube y otras muchas nubes y también el cielo azul, el sol, la luna y las estrellas. La realidad es una para nosotros dos, pero para usted es una prisión y para mí un hogar”.

¿Cuál es mi experiencia de silencio?