JESÚS DE NAZARET, MÁS ALLÁ DEL MITO

Entiendo que quienes se hallan en un paradigma dualista, personalista y teísta, más aún si profesan una fe en Jesús como “Hijo único de Dios”, experimenten fuertes resistencias frente al planteamiento aquí propuesto. Y que consideren esta aportación como “un rollo o sermón indigerible”.

Sospecho que quienes estaban convencidos de que el sol giraba alrededor de la tierra consideraban igual de “indigerible” el heliocentrismo que propugnaban Copérnico y Galileo. Y que quienes absolutizan la Biblia -entendida de manera literal- y otorgan valor absoluto a sus propias creencias -como si fueran inamovibles, olvidando que se trata solo de constructos mentales-, vean esta posición como ganas de “sembrar confusión”.

A pesar de ello, decido compartirlo porque me parece importante mostrar que caben otros paradigmas y, por tanto, otras lecturas de la figura de Jesús. Aquí está la clave: El modo como se ha presentado (se presenta) tradicionalmente la fe en Jesús -basada en los denominados «dogmas cristológicos»- es deudor de la cosmovisión predominante de aquella época, cosmovisión que resulta inasumible para la conciencia moderna.

Por mi parte, confieso que este nuevo paradigma me parece más adecuado y con más potencia explicativa. Con todo, considero que ante paradigmas diferentes -cuando los “idiomas culturales” son muy distintos- solo cabe una actitud de auténtico respeto, aun expresando cada cual lo que considera adecuado.

En lo que a mí se refiere, esta nueva comprensión de la persona de Jesús, no solo no me hace perder nada valioso vivido durante muchos años desde mi paradigma anterior, sino que me regala una “intimidad” nunca antes soñada: he descubierto que Jesús y yo -Jesús y nosotros-, siendo diferentes, somos lo mismo: compartimos la misma y única identidad. 

Donde hay comprensión, no hay creencias; donde hay creencias, no hay comprensión.

VIVIR EN LA LUZ DE LA COMPRENSIÓN

Fiesta de Navidad

25 diciembre 2022

Jn 1, 1-18

En el principio ya existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios. La Palabra en el principio estaba junto a Dios. Por medio de la Palabra se hizo todo, y sin ella no se hizo nada de lo que se ha hecho. En la Palabra había vida, y la vida era la luz de los hombres. La luz brilla en la tiniebla, y la tiniebla no la recibió. Surgió un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan: este venía como testigo, para dar testimonio de la luz, para que por él todos vinieran a la fe. No era él la luz, sino testigo de la luz. La palabra era la luz verdadera, que alumbra a todo hombre. Al mundo vino y en el mundo estaba; el mundo se hizo por medio de ella, y el mundo no la conoció. Vino a su casa, y los suyos no la recibieron. Pero a cuantos la recibieron, les da poder para ser hijos de Dios, si creen en su nombre. Estos no han nacido de sangre, ni de amor carnal, ni de amor humano, sino de Dios. Y la palabra se hizo carne, y acampó entre nosotros, y hemos contemplado su gloria: gloria propia del Hijo único del Padre, lleno de gracia y de verdad. Juan da testimonio de él y grita diciendo: “Este es de quien dije: el que viene detrás de mí pasa delante de mí, porque existía antes que yo”. Pues de su plenitud todos hemos recibido gracia tras gracia: porque la ley se dio por medio de Moisés, la gracia y la verdad vinieron por medio de Jesucristo. A Dios nadie lo ha visto jamás: el Hijo único, que está en el seno del Padre, es quien lo ha dado a conocer.

VIVIR EN LA LUZ DE LA COMPRENSIÓN

Fuera de la comprensión, todo es oscuridad y, en consecuencia, confusión y sufrimiento. Por el contrario, la comprensión es luz, claridad y liberación. Por lo que no resulta exagerado afirmar que todo se ventila en ella, y que solo ella aporta plenitud de vida. 

Pero “comprender” no se reduce a “entender”.  No es, por tanto, una actividad exclusivamente mental. La mente se mueve en el mundo de los objetos –“objeto” es todo aquello que puede ser observado- y trata de entenderlos por medio del análisis y la reflexión. Es una tarea imprescindible. Sin embargo, si nos reducimos a ella, quedamos encerrados en la peor ignorancia.

Comprender equivale a “ver”. Y así lo recoge la raíz sánscrita “vid”, de donde viene el verbo latino “video” = “yo veo”. “Vid” significa, a la vez, “conocer” y “ver”. Esta es la comprensión de la que hablamos. Y no llegamos a ella a través de la mente, sino más bien al contrario, en el silencio de la mente, en una atención desnuda que transciende el plano de las formas u objetos.

Comprender significa saber de manera experiencial qué somos; permanecemos en la ignorancia mientras lo desconocemos, tomándonos por lo que no somos. Dicho brevemente: si el autoconocimiento es el principio de la sabiduría, la identificación con el yo es el principio de la ignorancia.  

Ahora bien, la comprensión no se halla al alcance de la mente, porque esta nunca podrá conducirnos más allá de ella misma. La comprensión no se conquista; se recibe. Lo que cabe hacer es desarrollar aquellas actitudes y capacidades que puedan “disponernos” a recibirla.

¿Qué hacer? Podría resumirlo en cuatro palabras: atender, indagar, experimentar y silenciarse. En concreto, se trata de desarrollar la capacidad de atender; indagar a partir de la primera pregunta “¿Qué soy yo?”, abriéndome a descubrir qué soy más allá de lo que pienso ser; experimentar en nuestra vida cotidiana qué ocurre cuando vivo las circunstancias creyendo que soy un yo particular o cuando las vivo desde la “hipótesis” de que mi identidad profunda es la consciencia una, la vida misma, la totalidad; practicar y saborear el silencio de la mente, permaneciendo en quietud, más allá de las formas.

¿Me conformo con “entender” (pensar) o estoy abierto/a a “comprender”?

MUERTE Y VIDA

EL RÍO Y EL OCÉANO

Dicen que antes de entrar en el mar, el río tiembla de miedo…
mira para atrás, para todo el día recorrido,
para las cumbres y las montañas,
para el largo y sinuoso camino que atravesó entre selvas y pueblos,
y ve hacia adelante un océano tan extenso,
que entrar en él es nada más que desaparecer para siempre.

Pero no existe otra manera.
El río no puede volver.
Nadie puede volver.
Volver es imposible en la existencia.
El río precisa arriesgarse y entrar al océano.

Solamente al entrar en él, el miedo desaparecerá,
porque apenas en ese momento,
sabrá que no se trata de desaparecer en él,
sino volverse océano”

Khalil Gilbran.

En una entrevista concedida a sus noventa y cuatro años –dos antes de morir-, al preguntarle la periodista sobre el miedo a la muerte, José Luis Sampedro afirmaba: “Frente al exterior que no podemos conocer del todo hay una actitud de inquietud e indefensión. Eso nos lleva a decir: voy a transformar el mundo, como dicen ahora. Yo no pretendo cambiarlo, sino estar en armonía con él, y eso supone una vida que cursa como un río. El río trisca montaña abajo, luego se remansa, y llega un punto, como estoy yo, en que acaba. Mi ambición es morir como un río, ya noto la sal. Piense en lo bonito de esa muerte. El río es agua dulce y ve que cambia. Pero lo acepta y muere feliz porque cuando se da cuenta ya es mar

José Luis Sampedro.

“Todo progresa y se expande… y nada se destruye, y morir es distinto de lo que todo el mundo suponía, y más afortunado. ¿Hay alguien que haya supuesto que es afortunado haber nacido? Me apresuro a informarle que es igual de afortunado morir, y yo bien lo sé”

Walt Whitman.

EL MITO DE LA MADRE VIRGEN

Domingo IV de Adviento

18 diciembre 2022

Mt 1, 18-24

 

La concepción de Jesucristo fue de esta manera: la madre de Jesús estaba desposada con José, y antes de vivir juntos resultó que ella esperaba un hijo, por obra del Espíritu Santo. José, su esposo, que era bueno y no quería denunciarla, decidió repudiarla en secreto. Pero apenas había tomado esta resolución se le apareció en sueños un ángel del Señor, que le dijo: “José, hijo de David, no tengas reparo en llevarte a María, tu mujer, porque la criatura que hay en ella viene del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo, y tú le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de los pecados”. Todo esto sucedió para que se cumpliese lo que había dicho el Señor por el profeta: “Mirad, la virgen concebirá y dará a luz un hijo, y le pondrá por nombre Emmanuel (que significa «Dios-con-nosotros»)”. Cuando José se despertó hizo lo que le había mandado el ángel del Señor y se llevó a casa a su mujer.

 

EL MITO DE LA MADRE VIRGEN

El relato evangélico que habla de la virginidad de María no tiene nada de original. El mito de la “madre virgen” recorre toda la antigüedad, desde Egipto hasta la India. Horus, en Egipto, nace de la virgen Isis (tras el anuncio que le hace Thaw); Attis, en Frigia, de la virgen Nama; Krishna, en la India, de la virgen Devaki; Dionisos, en Grecia, y Mitra, en Persia, de vírgenes innominadas… Por cierto, de prácticamente todos ellos se dice que nacieron un 25 de diciembre, en el solsticio de invierno –en el hemisferio Norte-, justo cuando el Sol vuelve a “nacer”, venciendo a la noche.

El mito reclama una lectura simbólica. Entendido literalmente, produce confusión o provoca rechazo en una cultura que, como la nuestra, ha superado la etapa mítica. Se comprende que la consciencia moderna vea irrisoria la afirmación de que una mujer puede ser madre sin dejar de ser virgen.

Trascendida la literalidad, la lectura simbólica orienta en una doble dirección: ¿qué puede significar el arquetipo de la “madre virgen”?

Por una parte, habla de una disponibilidad total. La “virginidad” es la desapropiación del yo (del ego), que permite que Dios (la Vida, el Misterio) pase a través de nosotros, de nuestra “forma” individual, como cauce o canal por el que se expresa. La virginidad tiene poco que ver con lo biológico; es, más bien, sinónimo de disponibilidad.

Por otra parte, la “maternidad virginal” es un recurso para afirmar que el ser humano está naciendo en permanencia de la divinidad. Para entenderlo mejor, es necesario recordar que, en la antigüedad, pensaban que el hijo nacía exclusivamente de la “semilla” que el padre depositaba en el seno de la madre, el cual servía únicamente de receptáculo. En tal contexto, afirmar que en el embarazo no había existido intervención del hombre, equivalía a decir que el padre de la criatura era únicamente Dios mismo (o el Espíritu).

De ese modo, el símbolo de la “madre virgen” habla -no puede ser de otro modo- de cada ser humano. Crecemos en comprensión cuando reconocemos que en cada instante -en permanencia- estamos “naciendo” del Fondo que nos constituye y cuando nos vamos liberando de la falsa identificación con el yo.

¿Cómo leo los mitos?

CREENCIAS, MAPAS Y VERDAD

En alguna ocasión, al compartir que, en un momento dado, se me cayeron todas las creencias, alguien argumentó que, seguramente, habían cambiado, pero que en realidad tenía otras. Y mencionaba, como tales, la espiritualidad, la no-dualidad, la teoría transpersonal… Lo cual me invita a intentar clarificar esta cuestión.

Cuando hablaba de la “caída” de mis creencias, me refería particularmente a las creencias religiosas, que habían llegado a constituir “firmes convicciones” durante una etapa prolongada de mi existencia. Pero, a partir de aquella experiencia de “caída”, vi que eran todo tipo de creencias las que estaban destinadas a correr la misma suerte. Hasta el punto de comprender que, en lo que llamamos “camino espiritual”, antes o después, habrán de caer todas ellas. Lo cual, sin embargo, no niega que todavía aniden en mí muchas creencias, más o menos inconscientes, que condicionan, por su fuerte inercia, mi modo de ver y de actuar. Por más que, gracias a la experiencia vivida, ya no las absolutice o, de hacerlo, pueda con rapidez tomar distancia y “resituarme” más allá de ellas.

Una creencia es un pensamiento -un mero constructo mental- al que le damos nuestra adhesión. Y es justamente tal adhesión la que convierte el pensamiento en creencia. Con lo que, aun sin darnos cuenta, le hemos otorgado un estatus de “hecho”. La adhesión logra que aquello que era solo un pensamiento aparezca ante nosotros como un hecho irrebatible.

Ahora bien, si las creencias van a terminar cayendo, no podemos decir lo mismo de los “mapas” mentales que elaboramos siempre que pensamos y hablamos. Un mapa es también un constructo mental, que fabricamos cada vez que queremos explicarnos, mentalmente, a nosotros mismos lo que vivimos o siempre que queremos comunicarnos con los demás.

Todo lo que elabora nuestra mente y sale de nuestra boca únicamente puede ser un “mapa”. La verdad no puede ser pensada ni puede ser dicha. Simplemente, es: la somos, la vivimos, pero no podemos atraparla, tenerla ni expresarla adecuadamente. Nos resulta imposible, por tanto, escapar de los mapas cada vez que queremos “poner palabras” a lo vivido.

Con todo, hay mapas y mapas. Una diferencia crucial es la que se da entre “mapas pre” y “mapas post” experiencia. De la misma manera que no es lo mismo hacer un mapa de una ciudad que no conocemos sino de oídas a hacerlo después de haber transitado y recorrido esa misma ciudad. Un mapa pre-experiencia carece de fundamento sólido; no pasa de ser una mera elucubración mental, a partir de lo que hemos recibido de otros; un mapa post-experiencia se apoya en la experiencia vivida a la que en todo momento remite y la que le otorga consistencia y credibilidad. Pero no es la verdad. Con lo cual, si alguien se adhiere a un mapa ajeno, en ausencia de experiencia propia, no hace sino asumir una nueva creencia.

Reconocer que nuestra mente no puede salir de los mapas impide absolutizar el propio punto de vista -siempre relativo, como cualquier mapa- y capacita para modificarlo siempre que la realidad nos muestra algo que se halla en disonancia con aquel.

Creencias y mapas tienen un punto en común: ambos son constructos mentales. No es extraño que, si no se afina un poco, alguien los confunda. Y así se explica que, cuando utilizo mapas para comunicarme, quien me escucha pueda llegar a pensar que estoy transmitiendo creencias. La realidad es que, si lo vivo ajustadamente, no estoy proponiendo una creencia nueva -de la misma manera que no me sostengo en ninguna de ellas-, sino compartiendo un mapa post-experiencia que invita a quien lo escucha a prestar atención a su propia voz interior, por si se produjera alguna resonancia significativa. Esa resonancia, y no tanto el mapa recibido, es la que suele ser portadora de verdad.

Y, más allá de creencias y de mapas, ¿qué es la verdad? La verdad no es una creencia, no es un mapa, no es un concepto… La Verdad es una con la realidad: es lo que es. Y es, por tanto, lo que somos. Aquello realmente real que constituye el núcleo último de todo lo que es. Y que, como supieron ver las personas sabias, es una con la Bondad y la Belleza.

Trasciende la mente -no puede ser pensada-, por lo que el acceso a ella requiere silencio mental. La verdad se nos descubre en el silencio de la mente y del yo. Porque el “estado mental” constituye un velo que nos impide reconocerla. Y es el silencio el que permite descorrer el velo -eso significa “aletheia”, el término griego con el que se designa la “verdad”- y, de ese modo, empezar a ver con claridad.

La verdad no trae “contenidos”, que serían solo mapas, creencias o dogmas. Nos aporta una única certeza: la certeza de ser. Y nos transforma en nuestra forma de ver, de relacionarnos, de actuar, de vivir…

“La verdad nos hace libres”, según el dicho que el cuarto evangelio pone en boca de Jesús. Y nos hace libres porque es fuente de luz y de comprensión. Por eso, la verdad -y solo ella- nos trae a “casa”.

LA PRIMACÍA DEL PRINCIPIO ÉTICO

Domingo III de Adviento

11 diciembre 2022

Mt 11, 2-11

En aquel tiempo, Juan, que había oído en la cárcel las obras de Cristo, le mandó a preguntar por medio de dos de sus discípulos: “¿Eres tú el que ha de venir o tenemos que esperar a otro?”. Jesús les respondió: “Id a anunciar a Juan lo que estáis viendo y oyendo: los ciegos ven y los inválidos andan, los leprosos quedan limpios y los sordos oyen, los muertos resucitan, y a los pobres se les anuncia la Buena Noticia. ¡Y dichoso el que no se sienta defraudado por mí!”. Al irse ellos, Jesús se puso a hablar a la gente sobre Juan: “¿Qué salisteis a contemplar en el desierto, una caña sacudida por el viento? ¿O qué fuisteis a ver, un hombre vestido con lujo? Los que visten con lujo habitan en los palacios. Entonces, ¿a qué salisteis, a ver a un profeta? Sí, os digo, y más que un profeta: él es de quien está escrito: «Yo envío mi mensajero delante de ti para que prepare el camino ante ti». Os aseguro que no ha nacido de mujer uno más grande que Juan Bautista, aunque el más pequeño en el Reino de los Cielos es más grande que él”.

 

LA PRIMACÍA DEL PRINCIPIO ÉTICO

 

 “¿Eres tú el que ha de venir…?”. O cómo saber si un “camino espiritual” es acertado.

Todas las religiones han conocido el peligro de la absolutización. Con facilidad olvidan que son solo un camino y caen en la tentación de considerarse la meta (el absoluto), identificando su mensaje con “la verdad” y arrogándose la pretensión de dictar las normas adecuadas que todos deberían cumplir. En una palabra, colocan el “principio religioso” por encima del “principio ético”.

En el evangelio de Marcos (3,1-6) encontramos la descripción de esa trampa, que explica también el creciente conflicto entre Jesús y los representantes oficiales de la religión judía. Un sábado, en la sinagoga, los fariseos están al acecho para ver si Jesús cura a un enfermo, violando la ley. Y cuando eso ocurre, se confabulan con los herodianos para matarlo.

Los fariseos otorgan la primacía al “principio religioso”: lo que hay que salvar siempre, por encima de cualquier otra consideración, es la ley religiosa. Frente a esta exigencia, ayudar o sanar a un hombre enfermo carece de importancia. Impera el legalismo religioso.

Por el contrario, Jesús relativiza ese principio religioso para dar la primacía al “principio ético”. Consciente de la trampa religiosa y “apenado por la dureza de sus corazones”, plantea esta cuestión: “¿Qué está permitido en sábado: hacer el bien o hacer el mal; salvar una vida o destruirla?”. Y es en esa clave desde donde proclama uno de sus principios más subversivos: “El sábado [la ley, la norma, la religión…] ha sido hecho para el hombre, y no el hombre para el sábado”.

Pero no es esa la única ocasión en que Jesús se manifiesta de ese modo. De hecho, la primacía del “principio ético” -no está la religión por encima de la ética, sino la ética por encima de la religión- recorre absolutamente todo el evangelio. Recordaré simplemente tres escenas.

Frente a quienes podían presumir de ser seguidores suyos (“Profetizamos en tu nombre, en tu nombre expulsamos demonios, en tu nombre hicimos muchos milagros”), Jesús es tajante: “No todo el que me dice: ¡Señor, Señor! entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre que está en el cielo” (Mt 7,21).

En el camino de Jerusalén a Jericó, quienes se encuentran con Dios no son el sacerdote ni el levita -fieles cumplidores de la ley religiosa-, sino el samaritano “hereje” que jamás pisaría el Templo. Y dirigiéndose al doctor de la ley que le había planteado la cuestión sobre qué hacer, Jesús, tras narrar esa parábola, le contesta tajante: “Ve y haz tú lo mismo” (Lc 10,25-37).

En la parábola conocida como “juicio de las naciones”, el criterio decisivo -lo que se pregunta a las personas- no es en qué han creído ni qué religión han tenido, sino qué han hecho en favor de los demás: “Venid benditos de mi Padre, porque tuve hambre y me disteis de comer…” (Mt 25,31-46).

En todos estos casos, se pone de manifiesto lo que constituyó probablemente uno de los rasgos más característicos y a la vez más provocativos de Jesús, el que terminó provocando su ejecución: afirmar que existe un camino para encontrarse con Dios que no pasa por el templo ni por la religión. El camino de la autorrealización o plenitud de vida se verifica en la acción a favor de los demás.

¿Qué prima en mi vida: el principio religioso o el principio ético?