LA GRATITUD COMO SÍNTOMA

Domingo XXVIII del Tiempo Ordinario 

13 octubre 2019

Lc 17, 11-19

Yendo Jesús camino de Jerusalén, pasaba entre Samaria y Galilea. Cuando iba a entrar en un pueblo, vinieron a su encuentro diez leprosos, que se pararon a lo lejos y a gritos le decían: “Jesús, Maestro, ten compasión de nosotros”. Al verlos, les dijo: “Id a presentaros a los sacerdotes”. Y mientras iban de camino, quedaron limpios. Uno de ellos, viendo que estaba curado, se volvió alabando a Dios a grandes gritos y se echó por tierra a los pies de Jesús, dándole gracias. Era un samaritano. Jesús tomó la palabra y dijo: “¿No han quedado limpios los diez? Los otros nueve, ¿dónde están?; ¿no ha vuelto más que este extranjero para dar gloria a Dios?”. Y le dijo: “Levántate, vete; tu fe te ha salvado”.

LA GRATITUD COMO SÍNTOMA

          Es probable que no pocos de nosotros nos encontremos reflejados en las palabras que manifiestan la sorpresa de Jesús: “Los otros nueve, ¿dónde están?”. En ocasiones hemos podido esperar una muestra de agradecimiento, aunque solo fuera verbal, que no ha ocurrido y la hemos echado en falta.

          La gratitud es un sentimiento que enriquece las relaciones y eleva el “tono vital” de la persona agradecida. Quien vive la gratitud manifiesta un talante abierto, cordial y animoso, prácticamente inmune al desaliento.

          La gratitud nace de la vivencia de la gratuidad y va de la mano de la aceptación. Cuando se percibe que todo es gracia –“¿Qué tienes que no hayas recibido?”, escribe Pablo de Tarso (1 Cor 4,7)–, no se puede vivir sino agradecimiento. Y cuando se vive alineado con lo real, es posible dar gracias por todo lo que viene, en la comprensión de que todo lo que venga –en palabras del místico Rumi– es un “huésped honorable” que trae un mensaje y una oportunidad.

          Lo opuesto al reconocimiento de la gratuidad es el narcisismo exigente y autorreferencial que se cree con “derechos” frente a todo, en una postura egocentrada, incapaz de salir de sí y valorar lo recibido.

          Lo contrario a la aceptación es la resistencia, que genera sufrimiento, y/o la resignación, que paraliza y hunde. La aceptación consiste en la alineación con lo real, en la comprensión de que todo es uno, que no existen las “casualidades” y que la sabiduría consiste en fluir con la Vida, permitiendo que se exprese libre y adecuadamente a través de nosotros. Por el contrario, tanto la resistencia como la resignación constituyen mecanismos de defensa, propios de un yo igualmente narcisista, enojado con lo real en el primer caso, o fatalmente decepcionado en el segundo.

          La gratitud es un arte que puede alcanzarse en la medida en que se practica. El camino pasa por vivirla –adiestrándose en decir “gracias” por todo– y dejársela sentir. Vivirla ante todo que lo nos suceda, antes incluso de catalogarlo como “bueno” o “malo”. La persona sabia es aquella que vive en esta clave: “Por todo lo que ha sido, GRACIAS; a todo lo que venga, SÍ”.

¿Cómo vivo la gratitud? ¿La practico cada día?

Semana 6 de octubre: AUSENTARSE // Amador FERNÁNDEZ-SAVATER

AUSENTARSE: LA CRISIS DE LA ATENCIÓN EN LAS SOCIEDADES CONTEMPORÁNEAS

Zapping, multitarea y scrolleo constante, intolerancia al silencio, incapacidad de recogimiento y concentración, distracción crónica e indiferencia permanente al entorno más inmediato…

Hoy en día nunca estamos en lo que estamos.

¿Es esta crisis generalizada de la atención otra manifestación más de la «crisis de presencia» de nuestra época? La crisis de la presencia nos habla de una dificultad de acceso a la experiencia del presente. Vamos a verlo más despacio.

El modelo dominante de ser es el «sujeto de rendimiento»: constantemente movilizado, disponible y conectado, siempre gestionando y actualizando un «capital humano» que somos nosotros mismos (capacidades, relaciones, marca personal), obligadamente autónomo, independiente y autosuficiente, flexible y sin «cargas».

Este sujeto de rendimiento nunca está en lo que está, sino más allá. Más allá de sí mismo, más allá de los lazos que le atan, más allá de las situaciones que habita: en constante autosuperación y competencia con los demás, forzando al mundo para que rinda más y más. El presente que vive sólo es un medio de otra cosa: algo mejor que nos aguarda después, luego, más tarde. Nos creemos muy ateos, pero vivimos religiosamente en diferido, sacrificando a chorros el presente en nombre de una salvación para mañana.

Este sujeto de rendimiento entra hoy en crisis por todas partes, tanto dentro como fuera de nosotros mismos: se multiplican los problemas sociales y ecológicos, las fisuras, las averías y los malestares íntimos (ataques de pánico y ansiedad, cansancio y depresión). Es decir, no somos capaces de ser según las formas de ser dominantes. ¿Qué se puede hacer con estas crisis?

Podemos simplemente buscar «prótesis» que nos permitan tapar los agujeros y seguir con el ritmo de la productividad incesante: terapias, pastillas, mindfulness, dopajes varios, intervalos de descanso y desconexión para quien pueda permitírselos, adicciones, afectividades compensatorias, consumo de identidades, de intensidades, de relaciones, chutes de autoestima (reconocimiento, likes), etc.

Podemos volver nuestro sufrimiento contra nosotros mismos: autoagresión, lesiones, rabia reactiva, resentimiento y búsqueda de un chivo expiatorio, de un «culpable» de lo que nos pasa.

Podemos buscar también formas de borrarnos del mapa. Frente al mandato de «siempre más» del sujeto de rendimiento, ensayar una retirada radical. «La vida no me interesa ya, hace demasiado daño, sin embargo no me quiero morir». David Le Breton llama «blancura» a ese estado y repasa las diferentes maneras que hay de mantenerse lejos del mundo para no ser afectados por él: no ser nadie, librarse de toda responsabilidad, no exponerse, hibernar, dormir tal vez soñar, pero en todo caso nunca estar…

Frente al yo como unidad productiva siempre movilizada, desaparecer. Desaparecer en tu cuarto propio conectado (el hikikomori), desaparecer en el exceso de alcohol y velocidad, desaparecer en una secta, desaparecer en la anorexia, desconectarse, desafiliarse, abdicar: no ser.

La «blancura», como fuga a un no lugar y huelga de identidades, es ambivalente: puede cronificarse, puede ser tan sólo una prótesis (tras un periodo de desaparición, volvemos con las pilas recargadas) o puede ser tal vez un principio de resistencia y bifurcación existencial.

La crisis de la presencia es pues circular. Hay ausencia en el modo de ser hegemónico: el sujeto de rendimiento que corre y corre distraído hacia algo más allá. Hay ausencia en los síntomas de nuestra inadecuación al modelo: el malestar expresado en los desórdenes de la atención. Hay ausencia en las respuestas que elaboramos al daño: las formas de anestesia e insensibilización radical.

No estamos en lo que estamos porque tampoco el mundo está donde está. Se organiza desde principios abstractos que lo fuerzan exteriormente: rendimiento, capitalización, acumulación. La recuperación de la atención es inseparable de un proceso más amplio de transformación social. De creación -entre el ser y el no ser, entre el sujeto productivo y la blancura- de otras formas de estar en el mundo. De estar-ahí, de estar presentes y en el presente, de estar atentos.

La atención como trabajo negativo

Estar presentes es estar atentos. Pero, ¿qué es la atención? Para pensarla, hay que salir antes que nada del modelo exclusivo de la lectura: actividad única, lineal, concentrada en una sola tarea, solitaria. La lectura es una forma de la atención, no el ejemplo de toda atención.

La atención es, en primer lugar, un trabajo negativo: vaciar, quitar cosas, de-saturar, suspender, abrir un intervalo, interrumpir… Es Simone Weil, la pensadora por excelencia de la atención, quien ha sabido ver y explicar mejor esto.

En un texto maravilloso, pensado como inspiración para los profesores y las alumnas de un colegio católico, Weil afirma que la formación de la atención es el verdadero objetivo del estudio y no las notas, los exámenes, la acumulación de saber o de resultados.

Weil distingue atención de concentración o «fuerza de voluntad»: apretar los dientes y soportar el sufrimiento no garantiza nada a quien estudia, porque el aprendizaje no puede ser movido más que por el deseo, el placer y la alegría. La atención es más bien una especie de «espera» y de «vaciamiento» que permite acoger lo desconocido.

Atender es en primer lugar dejar de atender a lo que supuestamente debemos atender: detener radicalmente la atención codificada, programada, automatizada y guionizada de la búsqueda de logros, objetivos o rendimiento.

«La atención consiste en suspender el pensamiento, en dejarlo disponible, vacío y penetrable al objeto, manteniendo próximos al pensamiento, pero en un nivel inferior y sin contacto con él, los diversos conocimientos adquiridos que deban ser usados».

Hay que vaciarse de a prioris para volvernos capaces así de atender (escuchar, recibir) lo que una situación particular nos propone y tiene para entregarnos. Vaciarse no significa olvidar o borrar lo aprendido, sino más bien ponerlo entre paréntesis para poder captar así la novedad y la singularidad de lo que viene.

¿Cómo vaciarse? Simone Weil anima por ejemplo a reconocer la propia estupidez, a volver una y otra vez sobre nuestros errores para bajarle los humos al orgullo: el orgullo es un obstáculo para el aprendizaje, sólo aprende quien se deja «humillar» por lo que desconoce.

«La mente debe estar vacía, a la espera, sin buscar nada, pero dispuesta a recibir en su verdad desnuda el objeto que va a penetrar en ella… El pensamiento que se precipita queda lleno de forma prematura y no se encuentra ya disponible para acoger la verdad. La causa es siempre la pretensión de ser activo, de querer buscar».

Atender es aprender a esperar, una cierta pasividad. Todo lo contrario de los impulsos que nos dominan hoy día: impaciencia, necesidad compulsiva de opinar, de mostrar y defender una identidad, falta de generosidad y apertura hacia la palabra del otro, intolerancia a la duda, googleo y respuesta automática, cliché…

El embotamiento actual de la atención está relacionado con estas formas de saturación. Una buena maestra empieza entonces por vaciar: bajar las defensas, abrir los corazones y los espíritus, ayudar a desamarrarse de las propias opiniones, a cogerle el gusto a explorar lo desconocido, sin miedo, ni ansiedad, en confianza. Esta atención no se «enseña», sino que se ejercita. Se enseña mediante el ejemplo y la práctica.

Atender a lo que pasa

En segundo lugar, la atención es la capacidad de entender lo que pasa. Pero, ¿qué es lo que pasa? Dos cosas al menos.

-Por un lado, lo que pasa no es lo que decimos que pasa: lo que declaramos, lo que significamos, las ideas que tenemos. Decimos una cosa y está pasando otra.

Lo que pasa es del orden de las energías, de las vibraciones, del deseo. El deseo se malentiende mucho hoy como capricho volátil o búsqueda de un objeto que falta, pero lo comprenderemos mejor si lo pensamos como una fuerza que nos pone en movimiento, que nos hace hacer, que da lugar. Deseo es lo que pasa. Atención por tanto es la capacidad de escuchar y seguir el deseo: de atenderlo, de inventarle formas para que pase.

Por ejemplo el deseo de pensar en una situación de aprendizaje. El deseo de dar y recibir amor en una situación amorosa. El deseo de transformación en una situación política.

Atender a lo que pasa es entender y encender las ganas, eso a lo que cada cual se anima en un aula, en una relación, en una revolución. Denise Najmanovich, investigadora argentina, me avisa de que la etimología de atención tiene que ver con la yesca, lo que necesitamos para encender una llama (y se trata de avivarla una y otra vez).

Atención al ritmo y no sólo al signo: lo que pasa no es lo que decimos, lo explícito, lo codificado. Atención a los detalles: lo que pasa es singular y no el caso de una serie previa. Atención al proceso: lo que pasa varía, tiene mareas altas y bajas, no es siempre igual.

-Por otro lado, lo que pasa pasa «entre» nosotros. La atención no es (sólo) concentración o recogimiento en uno mismo: estar concentrado en uno mismo puede ser de hecho a veces la mejor manera de no poner atención y salirse de una situación.

En un aula, en una relación, en una revolución, atención es atención a la energía que está pasando «entre» nosotras. Una sensibilidad transindividual.

Una atención «convergente» o «ecológica» dice el francés Yves Citton en un libro estupendo sobre el tema: la atención de uno interfiere con la de los otros, miramos y atendemos lo que los demás miran y atienden, cada situación es una trama compleja de vínculos y la atención es capacidad de percibir esa trama relacional, ese sistema de resonancias. Incluso la menor de las conversaciones requiere activar esta atención convergente si no queremos que sea sólo una sucesión de monólogos.

Enchufados

Estamos en lo que estamos cuando estamos atentos. Sin distancia e implicados, vibrando con la energía de la situación, «enchufados» como dicen los comentaristas de tesis sobre tal jugador o tal jugadora que están «muy metidos» en el partido.

Estamos implicados cuando estamos afectados por lo que pasa: algo nos toca, algo nos llama, algo nos conmueve. Lo que «nos mete» en una situación es del orden del afecto. No por nada decía Platón que el buen maestro no enseña el objeto de conocimiento, sino antes que nada el amor por el objeto de conocimiento. Es capaz de afectar.

Atención es la facultad necesaria para sostener situaciones de no saber, situaciones no organizadas por un modelo, un código previo o un algoritmo: situación de aprendizaje, situación amorosa o situación de lucha. Es la capacidad sensible que nos permite leer señales no codificadas: energías, vibraciones, deseo. Sin atención, es decir sin trabajo negativo y escucha de lo que pasa, la situación se estandariza rápidamente y repite una imagen previa: aula vertical, pareja convencional, política clásica.

No hay personas más inteligentes que otras dice el filósofo Jacques Rancière, sino que hay atención y distracción. Hay situaciones de atención y situaciones de distracción, situaciones que activan nuestra atención y situaciones que la apagan. Inteligencia es atención, estupidez es distracción. Nos volvemos inteligentes cuando estamos dentro de lo que vivimos y estúpidos cuando nos salimos.

Nuestro mundo está compuesto mayoritariamente de situaciones estupidizadoras que nos sacan del partido: situaciones de representación donde delegamos en otros (medios de comunicación, políticos) nuestras potencias de atención, situaciones de mercado regidas por principios abstractos y homogéneos (rendimiento, lógica de beneficio), situaciones codificadas donde algoritmos desconocidos organizan los comportamientos, las elecciones y los gustos.

En nuestra mano queda abrir situaciones singulares de pensamiento, lucha y creación donde volvernos juntos más inteligentes activando la atención a eso que pasa entre nosotros.

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Este texto recoge mil conversaciones mantenidas al calor del proyecto «Poner atención: la batalla por entrar en nuestras cabezas», con Oier, Rafa, Lilian, Helena, José Ramón y Marino, Diego, Marta y Mari Luz, Miriam, Agustín, Francis y Lucía, Juan, Frauke y lxs amigxs del Grupo de Atención de Tabakalera (Donosti)…

CAUCES POR LOS QUE LA VIDA FLUYE

Domingo XXVII del Tiempo Ordinario 

6 octubre 2019

Lc 17, 5-10

En aquel tiempo, los apóstoles dijeron al Señor: “Auméntanos la fe”. El Señor contestó: “Si tuvierais fe como un grano de mostaza, diríais a esa morera: «Arráncate de raíz y plántate en el mar», y os obedecería. Suponed que un criado vuestro trabaja como labrador o como pastor; cuando vuelve del campo, ¿quién de vosotros le dice: «Enseguida, ven y ponte a la mesa?». ¿No le diréis: «Prepárame de cenar, cíñete y sírveme mientras como y bebo y después comerás y beberás tú?». ¿Tenéis que estar agradecidos al criado porque ha hecho lo mandado? Lo mismo vosotros. Cuando hayáis hecho todo lo mandado, decid: «Somos unos siervos inútiles, hemos hecho lo que teníamos que hacer»”.

CAUCES POR LOS QUE LA VIDA FLUYE

          A veces, el mejor modo de malinterpretar una parábola –ocurre lo mismo con los mitos– es tomarla literalmente, olvidando que se trata de un texto simbólico que apunta siempre más allá de la propia literalidad.

           Así, por ejemplo, la expresión: “soy un siervo inútil” resulta intencionadamente provocativa. Tomada al pie de la letra evoca sumisión, sometimiento, desvalorización de sí e incluso afirmación de la propia indignidad. Todas ellas actitudes completamente erradas y nefastas en sus consecuencias, aunque el poder de turno haya tratado siempre de alimentarlas, como medio de dominio absoluto.

          La abolición de la esclavitud y la búsqueda de superación de todo tipo de servilismo constituyen un logro irrenunciable que es preciso salvaguardar frente a cualquier forma de prepotencia.

          Pero la parábola no va por ahí, por más que, en la época en que se pronuncia, los trabajadores del campo vivieran en régimen de cuasi esclavitud. A partir de esta experiencia cotidiana, el relato incide en la cuestión de nuestra identidad.

          En el contexto religioso teísta en el que nace, la pregunta se formulaba de este modo: ¿Quién soy yo ante Dios? Y la parábola responde: Un siervo inútil que solo ha hecho lo que tenía que hacer. Bien entendida, la respuesta es sabia: soy alguien en quien Dios se expresa con libertad, una manifestación de la misma divinidad.

          Sin embargo, la trampa estaba acechando desde el primer momento…, en cuanto alguien pensara en Dios como un “Ser” separado, tal como ocurre en el teísmo. No porque no sea legítima la forma de dirigirse a Dios como un “Tú”, sino porque se absolutice esa imagen. El resultado –podrían encontrarse muchos casos en que ocurrió así– no varía mucho de lo que se viviría ante un “patrón” humano: un sentimiento radical de indignidad ante Dios que, más allá de la intención del creyente, viciaría irremediablemente la vivencia espiritual.

          Leída desde una clave espiritual, que evita la trampa mencionada, la parábola se vuelve luminosa: la apropiación carece de sentido porque no existe ningún yo hacedor.

          Sabemos que la apropiación es el mecanismo que da lugar al nacimiento del yo –eso ocurre en cuanto la mente se apropia de sus contenidos– y lo caracteriza: el yo no puede creer que existe si no es a través de aquello –material o inmaterial– de lo que se apropia.    

          La comprensión hace ver que no existe tal “yo”: somos consciencia que se está expresando a través de esta “forma” (persona). Ignorarlo es confusión. Al comprenderlo, dejamos de identificarnos con el yo separado, al que reconocemos como simple “cauce” o canal por el que la consciencia se expresa. Tal reconocimiento, que lleva a decir: “Aquí no hay «nadie» consistente”, nos libera de toda idea de mérito y, con ello, del orgullo. No haces nada; todo se hace en ti. Y verás que todo “encaja” admirablemente en cuanto te reconozcas como la consciencia una que compartes con todos los seres.

¿Vivo identificado con el yo o me reconozco como consciencia?

Semana 29 de septiembre: LA MARAVILLOSA PARADOJA DEL DESPERTAR // Jeff FOSTER

[RESPETAR Y CUIDAR NUESTRA “DOBLE DIMENSIÓN”]

Eres un ser humano profundamente conectado a todos y a todo en formas inimaginables, dependes del universo entero y de todos aquellos que te rodean – de la ropa que vistes, de los alimentos que comes, de las palabras que utilizas, de las historias que escuchas, lees y observas, del aire que respiras, de este mensaje que estás leyendo ahora. Como ser humano estás lastimado y eres perfectamente imperfecto, estás aprendiendo cómo amar nuevamente después de haberlo olvidado a través de tantos años de condicionamiento y estás aprendiendo cómo sentir, cómo conectarte, cómo hablar honesta y libremente y cómo escuchar con compasión y sin prejuicios. Este es un camino de sanación y realización que va profundizándose cada vez más y que no tiene fin. Algunas enseñanzas enfatizan este punto de vista “relativo”.

          Exactamente al mismo tiempo, eres la consciencia misma, anterior a todos los conceptos, eres siempre presente, ya completo, nunca dependes de nada ni de nadie. No existe ninguna duda respecto de tu despertar o tu iluminación a través del tiempo ya que siempre has sido Eso, mucho antes del surgimiento del tiempo. Tú estás aquí antes que cualquier pregunta y respuesta. No hay sanación debido a que no hay nadie a quién sanar, y tampoco hay ningún futuro externo al Ahora. Para la consciencia, no hay sufrimiento. Para la consciencia, no hay lucha. Algunas enseñanzas espirituales enfatizan este punto de vista “absoluto”, o incluso aseguran que este es el único punto de vista.

Pero aquí está el problema:

          Negar lo relativo, aferrarse a lo absoluto, evitar o alejarte de la vía humana hará que te mantengas permanentemente lastimado y atrapado en el sufrimiento, rechazando tus heridas o incapaz de reconocerlas, incluso si crees que estás completamente despierto y libre de historias y personalidad.

          Negar lo absoluto, aferrarte a lo relativo, olvidar aquello que realmente eres, hará que seas por siempre un buscador, que te mantengas siempre atrás de algo y atrapado en las historias, incluso si crees que estás completamente sanado a un nivel humano, según tu concepto.

         He conocido a mucha gente a través de los años, algunos de ellos maestros espirituales que afirman estar completamente despiertos, perfectamente libres, que dicen cosas como “no hay nadie aquí” y “no soy una persona” y “no hay ningún yo” y sin embargo, claramente, a nivel relativo humano, siguen sintiéndose sumamente lastimados, luchando con un dolor oculto e inconsciente, reflejando sus heridas no resueltas en otros – en sus familias, amigos, incluso en sus estudiantes – lastimando a otros y justificándose con una ingeniosa “lógica no dual” (por ejemplo, “no hay elección”, “todo es proyección tuya”, etc., etc.). Una iluminación sin compasión es como un océano sin sus miríadas de olas, como una madre cósmica despojada de sus amados hijos. He hablado mucho acerca de cómo yo caí alguna vez dentro de ese árido desierto espiritual. Un sitio nada agradable. Sin embargo, también es parte del viaje.

         También he conocido a mucha gente a través de los años que se consideran seres humanos completamente evolucionados, íntegros, exitosos, felices, incluso humanos perfectos, y muy en el fondo, siguen sintiéndose separados de la vida de alguna manera, se sienten vacíos por dentro, todavía sienten un anhelo por algo que no han logrado alcanzar pero que tampoco pueden definir. Cuando nuestra humanidad pierde el piso, nos quedamos atrapados en el drama humano sin fundamento y empezamos a sentirnos sumamente vacíos independientemente de lo que logremos crecer y evolucionar. Por mucho que nos esforcemos y nos dediquemos a buscar, nunca somos capaces de llegar allí. También he conocido bastante bien esta parte del viaje.

      ¿Cuándo asimilaremos esta divina paradoja? ¿Cuándo dejaremos de dividir lo “absoluto” de lo “relativo” y cuándo llegaremos a comprender que tanto nuestra humanidad como nuestro despertar, nuestra naturaleza de Buda y nuestra experiencia humana, nuestra espiritualidad y nuestras vidas tal y como las vivimos, el camino de la sanación y el no-camino del despertar al momento presente nunca estuvieron divididos desde un principio?

         En constante sanación, desde el punto de vista humano; y siempre ya sanado, como la consciencia misma. Ambos en perfecta intimidad.

Jeff Foster

Fuente:  http://www.facebook.com/jeff-foster-en-español/
Gentileza de: https://grego.es/?p=4686

LA INDIFERENCIA COMO DEFENSA

Domingo XXVI del Tiempo Ordinario 

29 septiembre 2019

Lc 16, 19-31

En aquel tiempo, dijo Jesús a los fariseos: “Había un hombre rico que se vestía de púrpura y lino y banqueteaba espléndidamente cada día. Y un mendigo llamado Lázaro estaba echado en su portal, cubierto de llagas y con ganas de saciarse de lo que tiraban de la mesa del rico, pero nadie se lo daba. Y hasta los perros se le acercaban a lamerle las llagas. Sucedió que se murió el mendigo y los ángeles se lo llevaron al seno de Abrahán. Se murió también el rico y lo enterraron. Y estando en el infierno, en medio de los tormentos, levantando los ojos, vio de lejos a Abrahán y a Lázaro en su seno, y gritó: «Padre Abrahán, ten piedad de mí y manda a Lázaro que moje en agua la punta del dedo y me refresque la lengua, porque me torturan estas llamas». Pero Abrahán la contestó: «Hijo, recuerda que recibiste tus bienes en vida y Lázaro a la vez los males; por eso encuentra aquí consuelo, mientras que tú padeces. Y además entre vosotros y nosotros se abre un abismo inmenso, para que no puedan cruzar, aunque quieran, desde aquí hacia vosotros, ni puedan pasar de ahí hasta nosotros». El rico insistió: «Te ruego, entonces, Padre, que mandes a Lázaro a casa de mi Padre, porque tengo cinco hermanos, para que, con su testimonio, evites que vengan también ellos a este lugar de tormento». Abrahán le dice: «Tienen a Moisés y a los profetas, que los escuchen». El rico contestó: «No, padre Abrahán. Pero si un muerto va a verlos, se arrepentirán». Abrahán le dijo: «Si no escuchan a Moisés y a los profetas, no harán caso ni aunque resucite un muerto»”.

 LA INDIFERENCIA COMO DEFENSA

          “Ojos que no ven, corazón que no siente”, afirma con perspicacia el refrán popular. La indiferencia consiste justamente en eso: en no querer ver, como una forma de blindarse frente a aquello que podría amenazar nuestra zona de confort, los intereses y expectativas de nuestro ego.

          La indiferencia, por tanto, es lo opuesto a la compasión, en cuanto capacidad de sentir y vibrar con el otro, particularmente en su dimensión de necesidad y vulnerabilidad. La compasión –en el sentido etimológico del término griego que aparece en el texto evangélico: “splagchnizomai”– nos remueve en las entrañas, nos ablanda y nos mueve a actuar en beneficio de la persona; la indiferencia nos ciega y endurece, nos paraliza y nos encierra.

          Si tenemos en cuenta que la compasión constituye uno –si no el primero– de los ejes centrales del evangelio de Jesús, no es extraño que la indiferencia –junto con la hipocresía (mentira) de quienes se consideraban superiores a los demás o utilizaban la religión en beneficio propio (el fariseo, como arquetipo)– sea la actitud denunciada con más dureza.

          En esa denuncia se inscribe precisamente la parábola que estamos comentando, junto con otras dos bien conocidas: la que denuncia la indiferencia del sacerdote y del levita que no auxiliaron al hombre malherido (Lc 10, 25-37) y la del “juicio universal” que deja al descubierto a quienes no supieron ver al Señor en quien tenía hambre, estaba desnudo, enfermo o preso (Mt 25, 31-46).

          La parábola rezuma sabiduría por los cuatro costados, mostrando con precisión lo que es la indiferencia. En ningún momento se dice que el “hombre rico” –innominado, es decir, es alguien que “no existe”– agrediera o cometiera algún acto positivo contra Lázaro –el pobre existe, tiene un nombre que significa: “Dios ayuda”–; simplemente no lo vio.

          La indiferencia produce un “abismo inmenso”. En lugar de ver al otro como no-separado de mí –“carne de mi carne”, como dice el mito de la creación (Gen 2,23); “no te cierres a tu propia carne”, clamaba el profeta Isaías (58,7)–, la indiferencia lo ignora por completo, creando una separación tan abismal como errónea.

¿Qué signos de indiferencia percibo en mí?