DETRÁS DE LAS APARIENCIAS

Domingo XXXII del Tiempo Ordinario 

10 noviembre 2019

Lc 20, 27-38

En aquel tiempo, se acercaron a Jesús unos saduceos, que niegan la resurrección y le preguntaron: “Maestro, Moisés nos dejó escrito: Si a uno se le muere su hermano, dejando mujer, pero sin hijos, cásese con la viuda y dé descendencia a su hermano. Pues bien, había siete hermanos: el primero se casó y murió sin hijos. Y el segundo y el tercero se casaron con ella, y así los siete murieron sin dejar hijos. Por último murió la mujer. Cuando llegue la resurrección, ¿de cuál de ellos será la mujer? Porque los siete han estado casados con ella”. Jesús les contestó: “En esta vida hombres y mujeres se casan, pero los que sean juzgados dignos de la vida futura y de la resurrección de entre los muertos, no se casarán. Pues ya no pueden morir, son como ángeles de Dios, porque participan de la resurrección. Y que resucitan los muertos, el mismo Moisés lo indica en el episodio de la zarza, cuando llama al Señor: «Dios de Abrahán, Dios de Isaac, Dios de Jacob». No es Dios de muertos, sino de vivos; porque para él todos están vivos”.

DETRÁS DE LAS APARIENCIAS

           Al yo le gusta la casuística. Le entretiene y le permite divagar, a la vez que fortalece su idea de que las cosas son como él –la mente– las percibe, lo cual alimenta también su creencia de que lleva el control.

          Sin embargo, todas esas preguntas nunca podrán conducirnos más allá de la mente. Eso explica que nunca terminen y que fácilmente nos enreden en conceptos que, en definitiva, nos alejan de la genuina comprensión.

          Esas preguntas tienen su lugar y muestran su valor en todo lo relacionado con el mundo de las formas u objetos, pero se revelan absolutamente inútiles cuando queremos transcender el estado mental.

          Ante tal constatación, podemos encontrar una clave pedagógica de primera importancia, que consiste en traducir cualquier pregunta mental en esta otra: “¿qué soy yo?”. Esta es la primera pregunta, porque es la única para la que podemos tener una respuesta no-conceptual (que transciende la mente). Todas las demás respuestas son solo constructos mentales, “mapas” construidos por la mente.

       Ante esa pregunta, la mente se acalla y es ahí, en el Silencio, donde puede nacer la genuina comprensión.

       Mientras no transcendemos la mente, gracias a silenciarla, fácilmente nos perdemos en el mundo de las formas, aunque hagamos elucubraciones eruditas sobre cualquier asunto, pidiendo a la mente lo que no nos puede dar.

      Por decirlo metafóricamente, nos ocurre como cuando nos situamos ante la pantalla del cine: nos perdemos en las imágenes que se mueven mientras ignoramos la pantalla que las sostiene.

           Tal reacción es comprensible: las imágenes nos fascinan y, en cierto sentido, nos hipnotizan, atrapando toda nuestra atención. Ahí nos sentimos a gusto. Mientras que en el silencio –cuando las formas se silencian– fácilmente nos aburrimos y nos sentimos incómodos. Estamos tan acostumbrados al mundo de las formas que no sabemos qué hacer en la realidad de la no-forma, en Aquello que las sostiene, y que es lo único realmente real. Las formas son apariencias impermanentes; solo la no-forma permanece como “sustrato” último, atemporal y aespacial.

       En el relato evangélico, los saduceos se acercan a Jesús pertrechados con preguntas inacabables y que, sin embargo, no conducen a ningún lugar, porque son solo elucubraciones mentales. Jesús los remite a la Vida, como realidad última que se expresa en todas las formas, transcendiéndolas.

¿Me pierdo en las formas manifiestas o me abro a “ver” más allá de ellas?

Semana 3 de noviembre: SABER LO QUE SOMOS // Jorge OYHANARTE

Cuando ya no te inquiete lo que pase contigo…
Cuando te quede claro que esta vida es un juego…
Cuando a aquel que te agravia no lo veas enemigo…
Cuando ya no le busques distracciones al ego…
Cuando por igual trates al triunfo que a la derrota…
Y entiendas que las cosas no son lo que aparentan…
Cuando igualmente aprecies la flor que no se nota…
Y los bellos jardines que a veces se presentan…

Cuando mires al mundo lleno de compasión
por aquellos hermanos que han elegido el drama…
pero a la vez comprendas que, al abrirse el telón,
son solamente actores de una infinita trama…
Cuando ya no te tomes ninguna cosa en serio…
Cuando no te interese ni ser juez, ni ser parte…

Cuando poses tus ojos de lleno en el misterio,
¡y sientas que no hay nada que pueda lastimarte…!
Y ya no te preocupe abandonar tu traje
-con ese  desapego del que a nada se aferra…-
¡celebraré tu vida, compañero de viaje…!.

Jorge Oyhanarte.

JUICIO O ACOGIDA

Domingo XXXI del Tiempo Ordinario 

3 noviembre 2019

Lc 19, 1-10

En aquel tiempo, entró Jesús en Jericó y atravesaba la ciudad. Un hombre llamado Zaqueo, jefe de publicanos y rico, trataba de distinguir quién era Jesús, pero la gente se lo impedía, porque era bajo de estatura. Corrió más adelante y se subió a una higuera, para verlo, porque tenía que pasar por allí. Jesús, al llegar a aquel sitio, levantó los ojos y dijo: “Zaqueo, baja enseguida, porque hoy tengo que alojarme en tu casa”. Él bajó enseguida, y lo recibió muy contento. Al ver esto, todos murmuraban diciendo: “Ha entrado a hospedarse en casa de un pecador”. Pero Zaqueo se puso en pie, y dijo al Señor: “Mira, la mitad de mis bienes, Señor, se la doy a los pobres y si de alguno me he aprovechado, le restituiré cuatro veces más”. Jesús le contestó: “Hoy ha sido la salvación de esta casa; también este es hijo de Abrahán. Porque el Hijo del Hombre ha venido a buscar y a salvar lo que estaba perdido”.

JUICIO O ACOGIDA

          El yo tiende a moverse según las “etiquetas” que constantemente asigna a las cosas y a las personas. Etiquetas que constituyen un filtro mental que impide la visión directa –debido a ellas, no vemos a las personas como son, sino como pensamos que son– y que resulta muy difícil modificar. Como han demostrado recientes investigaciones neurocientíficas, el cerebro tiende a aferrarse a sus propios prejuicios antes que cambiar su modo de ver, porque no le importa en absoluto la verdad, sino lo que él piensa que es la verdad. Por eso tiende a convertir lo aparente en evidencia para ofrecernos un presente apetecible y coherente, y por la misma razón se aferra a sus propias etiquetas que ha identificado como “la verdad”. Por sorprendente que parezca, la imagen mental inicial –la etiqueta– rara vez se rectifica. Ese es el motivo por el que, como escribe David del Rosario (El libro que tu cerebro no quiere que leas, Urano, Madrid 2019, p.168), un científico que ha estudiado estas cuestiones, “un prejuicio limita más que un gen”.

          De la etiqueta brota siempre un juicio que estará coloreado por aquella. Por ejemplo, quienes consideraban como “pecador” a un publicano rico que extorsionaba a los pobres no podrían entender que Jesús, no solo se dirigiera a él de manera amistosa, sino que además le pidiera alojarse en su casa. El prejuicio se había colocado por encima de la persona.

          Lo que percibimos en Jesús es la actitud contraria: no-juicio (ausencia de prejuicios o etiquetas),  proximidad y acogida, que nacen de la capacidad de ver con una mirada limpia: la expresión “lo vio” aparece intencionadamente cargada de interés sincero.

          El relato concluye mostrando el efecto que la acogida produce en Zaqueo y la motivación última de Jesús. El publicano vive una conversión, que consiste en un cambio en su modo de ver: en virtud de ello, es capaz de mirar a los pobres y a aquellos de quienes se había aprovechado acogiéndolos; el corazón egocentrado da paso a un corazón que sabe compartir.

          La motivación de Jesús, que explica su comportamiento provocativo e incluso “escandaloso” a los ojos de la sociedad biempensante, se halla en su mirada, en su capacidad de ver a la persona en su valor incondicional. “Condena el pecado, pero no al pecador”, decía un antiguo aforismo. Sin que eso signifique justificar cualquier acción, es claro que toda persona puede ser comprendida en toda situación…, a condición de que tomemos distancia de nuestros propios mapas mentales y seamos capaces de ver la realidad como la propia persona, fruto de sus condicionamientos, la está viendo. Si no puedo comprender al otro, ello no es debido a que sea incomprensible, sino a mi propio narcisismo que me impide tomar distancia de lo que es mi perspectiva particular.

          Es precisamente la actitud que vive hacia las personas –hecha de amor incondicional y de no juicio– la que explica la misión con la que se ha identificado: “buscar y salvar lo que estaba perdido”. Lo cual está afirmando implícitamente que todo puede ser salvado.

¿Vivo más en el juicio o en la acogida comprensiva e incondicional?

Semana 27 de octubre: CEREBRO Y EMOCIONES // John HITZIG

Dr. John Hitzig, profesor de la Universidad Maimónides, destacado gerontólogo que ha estudiado las causas de la longevidad saludable.

  • El cerebro es un músculo fácil de engañar; si sonríes, piensa que estás contento y te hace sentir mejor.
  • El pensamiento es un evento energético que rápidamente se transforma en emoción (de “e-movere”, movimiento), un movimiento neuroquímico y hormonal que, cuando es negativo, hace colapsar a nuestro organismo en forma de malestar y disfunciones de todo tipo.

Alfabeto emocional

Las conductas con R:
resentimiento,
rabia,
reproche,
rencor,
rechazo,
resistencia,
represión.
Son generadoras de cortisol, una potente hormona del estrés.
 

Generan actitudes D:
depresión,
desánimo,
desesperación,
desolación.
 

Las conductas con S:
serenidad,
silencio,
sabiduría,
sabor,
sueño,
sonrisa,
sociabilidad.
Son generadoras de serotonina, la hormona que favorece la serenidad.
 

Generan actitudes A:
ánimo,
aprecio,
amor,
amistad,
acercamiento,
agradecimiento.
 

Lo que siempre se llamó “hacerse mala sangre” no es más que un exceso de cortisol y una falta de serotonina en la sangre.

SOMBRA, ORGULLO NEURÓTICO Y VERDAD

Domingo XXX del Tiempo Ordinario 

27 octubre 2019

Lc 18, 9-14

En aquel tiempo, dijo Jesús esta parábola por algunos que, teniéndose por justos, se sentían seguros de sí mismos, y despreciaban a los demás: “Dos hombres subieron al templo a orar. Uno era un fariseo; el otro, un publicano. El fariseo, erguido, oraba así en su interior: «¡Oh Dios!, te doy gracias, porque no soy como los demás: ladrones, injustos, adúlteros; ni como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo». El publicano, en cambio, se quedó atrás y no se atrevía ni a levantar los ojos al cielo; solo se golpeaba el pecho, diciendo: «¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador». Os digo que este bajó a su casa justificado y aquel no. Porque todo el que se enaltece será humillado y el que se humilla será enaltecido”.

SOMBRA, ORGULLO NEURÓTICO Y VERDAD

          He aquí una joya de sabiduría psicológica y espiritual. Y para evitar el juicio apresurado, será bueno ver que los dos personajes de la parábola representan dos actitudes que seguramente habitan en cualquiera de nosotros.

          El “fariseo” simboliza el ego que vive de la comparación, el juicio y la descalificación. La comparación permite afirmarse, separándose, frente a los otros; el juicio es inevitable en el estado mental, ya que pensar equivale a juzgar, es decir, a colocar “etiquetas” a todo y a todos; la descalificación del otro supone afirmar la propia “superioridad” moral o personal.

          La imagen del “publicano”, por su parte, alude a la consciencia de nuestra propia vulnerabilidad, con su carga de debilidad, error, mentira e incluso maldad: lo que, genéricamente, se ha entendido como “pecado”.

          El primero vive instalado en el orgullo neurótico y, desde él, condena en el otro todo aquello que en sí mismo ni acepta ni quiere ver. En ese sentido, vive en la mentira, porque es incapaz de reconocer y aceptar su propia sombra. Y, al no verla, se ve forzado a proyectarla en el otro, sin advertir que, con toda probabilidad, aquello que condena es lo que, en su inconsciente –eso es la sombra–, desearía vivir. De modo que, mientras está presumiendo de no ser “como los demás: ladrones, injustos, adúlteros” –“dime de qué presumes y te diré de qué careces”–, sin que él lo advierta, su inconsciente está susurrando: “no soy como los demás…, pero me encantaría serlo”. ¿Resultado? Es un hombre no reconciliado consigo mismo –no “justificado”, en el lenguaje de la parábola-.

          A diferencia de quien se refugia en su imagen idealizada, el segundo reconoce sencillamente su verdad y se acepta con ella. No hay comparación, ni juicio ni descalificación de otros. Hay aceptación de la propia verdad, sin maquillarla –eso es humildad–, que produce un resultado diametralmente opuesto al anterior: termina “justificado”, es decir, unificado y pacificado.

          ¿Cómo puedo reconocer en mí el orgullo neurótico y la sombra inconsciente? Por sus síntomas en mi vida cotidiana: la comparación con los otros, el juicio y la descalificación, la crispación que experimento ante determinadas personas, actitudes, comportamientos… Evidentemente no todo aquello de lo que discrepo constituye una sombra mía, pero lo que me crispa de los otros me está señalando algo negado en mí.

¿Vivo reconciliado/a con toda mi verdad?