ADVIENTO: TODO ES AHORA

(He pensado aprovechar los llamados «tiempos fuertes» de la Iglesia (adviento, navidad, cuaresma, pascua…) para ofrecer reflexiones que quieren «traducir» temas centrales del cristianismo desde la visión no-dual. Aquí va el primero. 

Os invito a acoger o escuchar aquello que encuentre «eco» en vosotr@s, y dejar caer lo demás).

 

 

ADVIENTO: TODO ES AHORA

 

En la iglesia católica, el año litúrgico empieza con el tiempo de Adviento, unas cuatro semanas antes de la celebración de la Navidad.

 

Literalmente, “adviento” (adventus) significa “venida”. Y aunque hace alusión directa al nacimiento de Jesús en Belén –él fue quien “vino” de los cielos-, siempre se ha solido presentar como una invitación a fortalecer la esperanza en aquel que “va a venir” en gloria al final de los tiempos.

 

El lenguaje de la mente oscila siempre entre el pasado y el futuro. Y eso hace que vivamos permanentemente vueltos hacia atrás, para apoyarnos en lo que fue, o proyectados hacia adelante, para consolarnos con la expectativa de algo mejor de lo que ahora tenemos.

 

La mente religiosa no escapa a esa dinámica: fácilmente se queda celebrando el pasado o esperando el futuro.

 

Es necesario acallar la mente para poder ver con claridad. Y ahí es donde percibimos que el único lugar de la vida es el presente. Y que el presente, en el plano profundo, es pleno. Por eso, lo que llamamos “venida” es ya “llegada”: todo es Ahora.

 

Ese “Ahora” no es un lapso de tiempo, efímero, entre el que se fue y el que está llegando. Es, más bien, el no-tiempo, la atemporalidad. Porque el Presente no es algo cronológico, sino aquello que contiene al tiempo.

 

Ahora bien, la Realidad es multidimensional: se nos hace presente, como aprecia incluso la misma física moderna, en diferentes niveles o dimensiones. Eso explica que afirmaciones aparentemente contradictorias puedan ser todas verdaderas…, cada una en su propio nivel.

 

En lo que se refiere al tema que nos ocupa, para la mente –en el nivel mental, aparente, del mundo de las formas- todo es lineal y secuencial: pasado, presente y futuro constituyen momentos diferentes que se suceden sin cesar. En ese mismo nivel, todo se percibe como separado: la mente es dual porque es separadora por su propia naturaleza. Se comprende que, desde ella, el “Adviento” se viva en clave de pasado y de futuro: Jesús vino y otra vez vendrá

 

Para quien se halla identificado con lo que ocurre, puede sonar ridículo, sarcástico o incluso injuriante afirmar que “todo es ahora”. Porque, en el nivel mental –de las apariencias- todo es secuencial: la mente lee todo como una sucesión de eventos, a la vez que espera que el próximo sea más agradable que el actual. En ese nivel no es posible otro modo de ver.

 

Sin embargo, la trampa reside precisamente en la identificación con lo que ocurre. Porque, en realidad, no somos nada de lo que ocurre, sino la Consciencia en la que todo ocurre. Quien se identifica con las nubes sentirá que se mueve con ellas; quien se reconoce como “cielo” verá que lo que se mueve es solo aparente. Las nubes pasan secuencialmente; el cielo permanece siempre en un ahora atemporal. Ciertamente, para quien vive, no identificado con lo que sucede, sino en la consciencia de lo que sucede, todo es Ahora.

 

La imagen de la nube queda magníficamente expresada en estas palabras sabias de Nisargadatta: “Compare usted la conciencia y su contenido con una nube. Usted está dentro de la nube, mientras que yo la miro. Está usted perdido en ella, casi incapaz de ver la punta de sus dedos, mientras que yo veo la nube y otras muchas nubes y también el cielo azul, el sol, la luna y las estrellas. La realidad es una para nosotros dos, pero para usted es una prisión y para mí un hogar”.

 

En ese nivel profundo en el que vive el sabio, más allá de la mente, se percibe que todo lo que nos llega por los sentidos es solo una “representación” –el “sueño” o el “teatro del mundo”, de que hablaba Calderón de la Barca-, un despliegue admirable y complejo de formas que están brotando de la Consciencia una.

 

En el nivel profundo, Todo es Ahora. Lo que somos, no es la “forma” (yo, ego, personalidad, personaje) que nuestra mente piensa, sino aquella Consciencia, que es la identidad última de todo lo que es. No somos un “objeto” de la consciencia (yo), sino la Consciencia que contiene y abraza –y de la que están surgiendo- todos los objetos.

 

Desde esta perspectiva, cambia el modo de comprender el “Adviento”, porque “venida” y “llegada” son lo mismo –solo eran distintas para la mente-. Y por más que el pensamiento siga haciendo una lectura secuencial –pasado, presente, futuro-, sabemos que basta silenciar la mente para que emerja la Presencia –otro nombre de la Consciencia- en la que reconocemos nuestra verdadera identidad.

 

¿Y Jesús? Para los cristianos, es el “centro de la historia”. Eso significa, más allá de una lectura literalista que sería fuente de fanatismo, que en él reconocemos lo que somos todos –cristianos o no, creyentes o ateos-, porque lo percibimos como la plenitud del Ser (“Hijo de Dios”).

 

“Adviento”, por tanto, es una invitación a “volver a casa”, es decir, a salir de cavilaciones mentales y movimientos egoicos, para reconocernos en la Consciencia o Presencia que tiene sabor a Comunión y Plenitud. Y esto no obedece solo a un recuerdo –el nacimiento de Jesús-, ni es una nueva creencia a la que aferrarnos. Se trata de algo que toda persona puede experimentar como certeza o evidencia en cuanto, acallando la mente, en este mismo momento, conecta con Aquello que no tiene nombre, que no puede ser pensado, pero que, sin embargo, es lo único que permanece, el Fondo que abraza todo lo demás, el “Padre” (Abba) del que hablaba Jesús. Esa es nuestra casa. La sabiduría consiste en experimentarla y vivir en y desde ella.

 

En el caso cristiano, Jesús es la referencia íntima de aquella misma y única identidad. “Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré” (Mt 11,28). Dicho desde el nivel profundo: dejad de identificaros con la mente, aquietad el pensamiento egocentrado, venid a la Presencia –a “casa”- y experimentaréis la Plenitud. Poned presencia en todo lo que hacéis, vivid en conexión con Aquello que es estable y se halla siempre a salvo. Y, en cualquier caso, no olvides que, como dice Pema Chödrön, “tú eres el cielo; todo lo demás es el clima”. De ahí la sabiduría que encierra esta clave pedagógica: “Deja de buscar y déjate encontrar”.

 

¡Feliz tiempo de “Adviento”, es decir, de Presencia, que es Paz y Gozo!

22 noviembre 2015

MIENTRAS CAMINO. 2. Dejarte marchar

Queridos amigos, queridas amigas:

 

Os envío hoy la segunda parte del testimonio de Sara. De nuevo, me ha conmovido su capacidad de verdad, así como su coraje para soltar aquello que, en un momento, consideró como lo más valioso de su vida, cuando ha descubierto que, sencillamente, podía estar alienándola.

 

Tal vez, este testimonio sea difícil de entender para personas religiosas, que han identificado la verdad con su propia creencia. Por eso, quiero invitaros de nuevo a tomar distancia de cualquier creencia –en uno o en otro sentido- para salir al “campo abierto” de la verdad, por más que, de entrada, provoque sensaciones amenazadoras.

 

Sara ha decidido soltar la “religión” recibida y el “dios” aprendido. Con humildad, comparte los motivos que la han llevado a ello. En último término –tal como a mí me llega-, el motivo es solo uno: tanto aquella religión como aquel dios –más allá de la intención de quien los anunciaran- se habían convertido en el mayor obstáculo para la verdad, la vida, la libertad, el gozo…, sumiendo a la persona en una sensación de división interior y de alienación dolorosa.

 

Para ella, “dejar marchar” a “dios” es la condición imprescindible para ver la luz y caminar en la verdad. Los místicos nos recuerdan que, con mucha frecuencia, las creencias sobre Dios constituyen el principal impedimento para encontrarlo. Como decía aquella gran mujer que fue Simone Weil, “lo malo del falso dios es que nos impide ver al verdadero”. La explicación es simple: cuando se ha encerrado a Dios en las creencias (imágenes) sobre él, la adhesión a las mismas nos impide estar abiertos al Misterio siempre sorprendente.

 

Sara nos deja ver la angustia de orfandad que tal abandono le supone. Pero es precisamente ahí, en la más desnuda intemperie, al caer todas las formas, donde se desvela la única verdad, la única certeza: la certeza de ser, en una plenitud ilimitada. Cuando palpas tu “nada”, emerge a tu conciencia el “Todo”: somos uno con Todo.

 

También han sido los místicos, con frecuencia después de pasar por la experiencia dolorosa de la “noche oscura”, quienes han sabido expresarlo del modo más luminoso. Os dejo algunos textos:

 

“Conviértete en nada y Él te convertirá en todo” (Rumi). “Ama la Nada, huye del yo” (Matilde de Magdeburgo). “Hazte vacío y Yo me haré torrente” (Catalina de Siena). “Para venir a serlo todo, no quieras ser algo en nada” (Juan de la Cruz). “Es liberador y hermoso vivir en la Nada, siendo Nadie, libre de toda imagen, incluida la propia; libre de toda opinión o idea, incluida asimismo la idea de la Nada y de Nadie” (Rafael Redondo). “Solo el ser vaciado de sí puede cambiar el mundo” (Rafael Redondo).

 

Como os sugería en el envío anterior, os invito sencillamente a acoger el compartir de esta vivencia, desde lo que es: una vivencia que brota del corazón y, más allá todavía, desde el Anhelo de verdad y de vida que late en todos nosotros.

 

Acogedla…, desde el respeto y la gratitud, y no os sintáis obligados a nada: ni a compartirla ni a etiquetarla. Y solo si se despierta un “eco” en vuestro interior, escuchadlo. Por mi parte, puedo deciros que el texto de Sara me llega como un alegato vibrante y auténtico, en la línea de uno de los más sublimes místicos cristianos, el Maestro Eckhart, cuando exclamaba: “Ruego a Dios que me libre de Dios”. Porque solo “dejando marchar” cualquier idea acerca de Dios, estaremos disponibles para verlo.

Enrique.

 

 MIENTRAS CAMINO

 

 2. DEJARTE MARCHAR

 

 

Tengo que dejarte marchar. Debo apartarte de mí, arrancarte de mi mente y de mi alma.

 

Has estado tan unido a mí, tan trenzado con mis certezas que separarme de ti me produce, no solo un dolor insoportable, sino que me hace sangrar el corazón, como si me extirparan ese órgano vital, el más importante de todos, el que siempre ha dado sentido a mi vida.

 

Desde muy pequeña me impusieron tu imagen, tu presencia, tu poder, tu justicia, tu misericordia, tus mandatos, tus premios y tus castigos. Junto con la leche materna que mantenía vivo mi pequeño cuerpo, se me administraba también otro alimento, se me imbuía de un mito ancestral, se me hacía partícipe de un arquetipo milenario, fui introducida en la gran corriente del inconsciente colectivo y no pude oponerme, no tuve ninguna capacidad para defenderme. Y mientras yo crecía físicamente, mi espíritu  era moldeado por las duras e implacables manos de una escultora llamada “religión”.

 

Yo iba madurando y tú conmigo, y lo que pensaba que era una maravillosa libertad resultó ser una peligrosa prisión donde he estado retenida sin darme cuenta, sin ser consciente de esas alambradas que no me permitían avanzar, que no me dejaban ser quien en realidad he sido siempre sin saberlo.

 

Tú lo ocupabas todo, lo justificabas todo, todo se explicaba a través de ti. Y así me perdí en tu abrazo, me olvidé de cualquier otra posibilidad, de cualquier otra realidad. ¿Para qué indagar, para qué ahondar en los misterios interiores si tú iluminabas con tu inmensa sabiduría todos los rincones oscuros, todas las dudas, todas las preguntas?

 

Y cuando recorría la prisión en la que estaba encerrada y tocaba sus barrotes me preguntaba qué habría más allá y entonces tu poderosa voz gritaba en mi interior: ¡No quieras igualarte a mí, no pretendas conocer lo que está vedado, no puedes alcanzarme, debes conformarte con lo que tienes, con lo que sabes, con lo que tu mente te proporciona! Yo acariciaba esos barrotes y, sumisa y obediente, volvía al interior de mi encierro creyendo que ya nada dependía de mí misma, que todo estaba en tus manos, que tú tenías el poder y la gloria y yo solo mi insolente ignorancia.

 

Siempre hemos caminado juntos, desde que tengo memoria: tú allá arriba, yo aquí abajo; tú tan poderoso, yo tan humilde; tú tan sabio, yo tan ignorante; tú todo amor, mientras yo, ¡qué paradoja!, no dejaba de sentirme sola, triste, perdida.

 

Mi sed de eternidad la saciabas tú, mis preguntas sin respuestas las asumías tú, mi infelicidad constante la arropabas tú, mientras yo te sentía sonreírme como el amo condescendiente que observa a su alumna díscola y rebelde.

 

Tú siempre fuiste más real que yo misma. Cuando me perdía en medio de mis pesares y mis tristezas, solo te tenía a ti para sujetarme a tu grandeza y no desparecer en medio del dolor y de la angustia. Cuando no hallaba explicaciones a mis desdichas, allí estabas tú para consolarme sin palabras. Cuando me hundía en lo más profundo del pozo, al final aparecías tú sonriendo y animándome a seguir, aunque no me explicaras qué motivos tenía para continuar caminando.

 

Tú me has salvado una y otra vez. Me has rescatado de tormentas que fueron provocadas por ti. Tú creabas las guerras en las que yo me he debatido hasta casi la extinción y al mismo tiempo me proporcionabas las treguas necesarias para no morir en las batallas. Tú me arrojabas al mar y luego me lanzabas el salvavidas de la fe y la conformidad.

 

Nos hemos amado mucho tú y yo. Me has dado todo el cariño que mis padres no me proporcionaron. Me has apoyado cuando el resto del mundo me dejaba sola. Has enjugado mis lágrimas cuando nadie más lo hacía y gracias a ti mi perpetua soledad se ha hecho más llevadera.

 

Tengo mucho que agradecerte, y por eso me resulta tan doloroso tener que dejarte marchar. Pero si no te alejas, si no te vas diluyendo, no podré seguir avanzando, no podré llegar a saber quien soy, no podré encontrar aquello que siempre estuvo oculto en mi interior y que ni el mundo ni tú me habéis dejado explorar.

 

Necesito que te vayas, que te alejes. Deja de inspirarme con tus palabras porque lo que ahora me hace falta es silencio. Deja de iluminarme con tu luz porque ahora me es necesaria la oscuridad, el vacío, la nada.

 

Ya no soy una niña que camina cogida de tu mano. No puedo seguir apoyándome en ti. Debo avanzar sola, sin ayuda, y para eso debes marcharte, debes abandonarme, tenemos que separarnos, aunque ese desgarro me cueste la propia vida.

 

Tú seguirás allá arriba, poderoso, inalcanzable, sentado en tu trono de gloria, rodeado por tus ángeles y supongo que mi partida no supondrá un gran quebranto en los cielos. Pero para mí será mucho más duro el estar sin ti, el concebir la vida a partir de ahora sin ti, porque cuando tú te vayas yo ya no sabré quien soy, me quedaré sin nada en lo que creer, sin nadie a quien amar, mi vida perderá su sentido, mi alma no tendrá consuelo y mi corazón nunca volverá a ser el mismo.

 

Cuando te hayas ido, cuando al fin consiga apartarme de ti, me disolveré como la sal en el mar, me difuminaré como las nubes tras la tormenta. Sin ti no sabré quien soy. Sin ti mi rostro me será extraño y mi cuerpo ajeno. Sin ti no existiré porque siempre he sido tu hija y no yo misma.

 

Ahora debo enfrentarme sola a esta muerte que es estar sin ti sin saber si podré renacer algún día. Ahora debo desaparecer como la que he sido hasta ayer, sin tener la seguridad de volver a sentirme viva. Ahora, cuando me mire en el espejo, no sé si me veré a mí misma o a una extraña.

 

Ya no hay camino que recorrer, ni meta que alcanzar, ni destino que aguardar, ni tú esperándome al final del horizonte.

 

Pronto dejaré de ser esa escultura de barro que el sistema moldeó a su antojo. Debo saltar al abismo de la más absoluta soledad, tengo que lanzarme al vacío y me romperé en mil pedazos sabiendo que nadie frenará mi caída, que nadie me recompondrá.

 

Y tal vez así se acabe mi historia…, o comience por primera vez.

 

Sara

 

MIENTRAS CAMINO. 1. La última travesía

Queridos amigos, queridas amigas:

 

Os envío hoy la primera parte —“La última travesía”— de un texto que me ha impactado, por la capacidad de verdad de la mujer que lo firma. Tal como sugiere el título global —“Mientras camino”—, todo el escrito no quiere ser sino el compartir de lo que esta mujer se ha visto llevada a vivir. Más adelante, os haré llegar la segunda parte —“Dejarte marchar”— en la que ahonda aún más, si cabe, en la vivencia que la ha conducido a desenmascarar lo que ha sido –para ella- el “engaño religioso”.

 

Me admira y emociona la pasión por la verdad y la fuerza con que esta trata de abrirse camino, en cuanto le brindamos la más mínima posibilidad, por rígidas que hayan sido las armaduras anteriores y aun en medio de circunstancias tan duras como la aparición de un cáncer.

 

La autora nos comparte una vivencia. Por eso quiero invitaros a hacer una lectura desde la acogida más limpia, el no-juicio y la gratitud ante alguien que se “desnuda” de esa manera. No la leáis desde ninguna “creencia”; no la juzguéis desde ninguna “idea”. Creencias e ideas son solo “objetos mentales” que, con frecuencia, como dice la autora, esconden más que desvelan; porque son “interesadas”: ofrecen (pseudo)seguridad a cambio de sumisión.

 

Tampoco os pido que compartáis lo que expresa: cada persona tiene su propia historia y todas las vivencias, aparte de tener un porqué, son “sagradas”, merecedoras, por tanto, de un respeto exquisito. Simplemente, si lo deseáis, acoged el testimonio, permitid que resuene en vuestro interior…, y quedaos escuchando el “eco” despertado en vosotros. Las vivencias no nos piden nunca que estemos de acuerdo con ellas, sino simplemente que las acojamos.

 

En todo ello, me parece importante ser conscientes, también, del peso que tiene lo que psicólogos y neurocientíficos llaman “disonancia cognitiva” (el término y las primeras investigaciones sobre esta cuestión se deben al psicólogo Leon Festinger). Se trata de un fenómeno que se produce cuando llega a nuestro cerebro alguna idea nueva que choca con creencias previamente arraigadas. Cuando eso ocurre, el organismo genera un mecanismo de defensa, en forma de ansiedad y malestar generalizado, cuyo objeto es descartar lo nuevo y neutralizarlo, para de ese modo salvaguardar las creencias anteriores.

Dado que cada persona tenemos un tempo o “ritmo” único –hijo de nuestros genes, nuestra infancia, nuestra historia psicobiográfica…-, es preciso ejercitar la comprensión, el respeto, la tolerancia…; en una palabra, la compasión hacia sí mismo y hacia todos los demás. Compasión, que es la otra cara de la sabiduría y, por tanto, de la Verdad. 

En la verdad que somos, más allá (más acá) de cualquier creencia, recibid un abrazo sostenido,

Enrique.

MIENTRAS CAMINO

 

 1. LA ÚLTIMA TRAVESÍA

 

 

         Una nueva travesía del desierto: ya ha habido otras y tal vez esta sea la última.

 

         La primera se inició cuando el Dios de mis padres se me quedó tan pequeño que tuve que apartarlo de mí porque me ahogaba, y a partir de ahí vagué sola, sin rumbo, en el vacío. Ese “estar sin Dios” fue una etapa desasosegante, inquieta, pero yo era demasiado joven, demasiado inconsciente y no sabía que esa ausencia era en realidad la verdadera presencia. Solo sentía que estaba sola por dentro y esa sensación no me gustaba, por eso quise solucionarlo cuanto antes y me puse a buscar desesperadamente hasta que apareció en mi vida un Libro, un volumen maravilloso que hablaba  de ese mismo Dios de mis padres pero de una forma más elaborada y lo mostraba más grande, más inabarcable, incluso más incomprensible; un Libro que describía a los Dioses, al Universo y a la Eternidad; que hablaba de lo divino y de lo humano y sus teorías eran tan fascinantes, estaban tan llenas de magia, que estuve más de treinta años embarcada en su estudio y deslumbrada por la luz que sus páginas emitían. Todo era hermoso, legendario y al mismo tiempo racional y lógico. Me vino como anillo al dedo y me agarré a él como un caminante perdido que al fin encuentra el mapa que le conducirá a la tranquilidad.

 

         Pero el Dios de mis padres y el Dios del Libro eran el mismo, solo que uno más simple y el otro más complejo; uno producto de la tradición judeo-cristiana y el otro revelado de manera misteriosa, extraterrestre. Ambos Dioses servían a un mismo propósito: a los dos los utilizaba para sentirme amada, protegida, justificada.

 

         Siempre he sido una niña solitaria y triste y siempre he buscado en esos Dioses el amor, la ternura y la protección que el mundo me negó. Mi miedo, mi soledad, mi cobardía, mi vulnerabilidad conjuraron a esos Dioses y ellos aparecieron en mi vida y fueron evolucionando conforme yo maduraba.

 

         El Dios de mis padres me acompañó durante la adolescencia y la juventud, y a partir de los treinta años se transformó en el Dios del Libro y junto a él he permanecido hasta los sesenta.

 

         Toda una vida creyendo en un arquetipo implantado en mí al mismo tiempo que la leche materna, toda una vida amando a ese “Padre” que siempre me faltó, buscando en él esas caricias que nunca se me brindaron.

 

         Y así no crecí, no maduré, mi espíritu siguió siendo pequeño, infantil, desvalido, tan necesitado de protección y reconocimiento que solo fui capaz de creer en Dioses con rostros y aroma de “Padres”.

 

         Esos Dioses han sido y todavía son un producto de mi mente, una respuesta a mis necesidades. Son y han sido un consuelo, unas muletas que necesité para poder seguir avanzando sin derrumbarme, sin quedarme en la cuneta de este camino que es la Vida por el que siempre he andado con miedo, con temor, con inseguridad.

 

         Mi mente elaboró un complicado edificio, un Templo mágico, y en su interior yo coloqué a estos Dioses que imaginé y a los que otorgué las mejores cualidades posibles. Mis Dioses eran perfectos, bondadosos, dignos de ser amados y venerados. Ellos eran sabios, poderosos, omnipotentes y si a pesar de todo no conseguía ser feliz, la culpa no la tenían ellos sino yo, que no era lo suficientemente perfecta; yo, que tenía demasiados límites y no podía comprender su inteligencia infinita; yo, que pedía cosas que ellos no podían darme, no porque no fueran generosos, sino porque yo nunca estaba preparada; yo, pobre criatura que pretendía entender el designio de los Dioses.

 

         Mi cuerpo ha crecido y ha envejecido, pero mi mente no permitía que mi espíritu madurara. Mi mente había tomado el mando y me había encerrado en ese Templo con mis Dioses y allí, en ese lugar inventado, dentro de ese sueño de Inmortales, he permanecido durante estos sesenta años de mi vida, una vida a la que ya no le queda mucho recorrido, una vida que está llegando al final y que aún desconoce casi todo sobre sí misma y sobre sus Dioses.

 

         Sesenta años buscando un sentido, persiguiendo una lógica razonable; sesenta años justificando dolores, pesares; sesenta años queriendo comprender el porqué de desamores, de frustraciones; sesenta años haciéndome responsable a mí y a mis Dioses de tanta soledad externa e interna. Sesenta años escondiéndome de mí misma, sintiéndome una pobre niña perdida, una víctima de esos Dioses que yo creé y que nunca dieron respuestas a mis preguntas, que jamás hicieron realidad mis sueños, que siempre se ocultaron a los ojos de mi corazón.

 

         Yo les di forma, los coloqué en las alturas y luego me desesperé cuando no fui capaz de alcanzarlos. Y en ese laberinto de deseos he estado perdida y vagando durante todo este tiempo sin darme cuenta de que no existen los Dioses, de que solo he dado forma a mis anhelos, unos anhelos que ni siquiera eran míos sino producto de mi tiempo, de mi civilización, de mi tribu, de mi familia.

 

         Inmensa cárcel de sueños dentro de sueños de la que nunca he podido escapar porque siempre he temido a la libertad, porque he preferido estar encerrada con mis Dioses a ser libre sin ellos. Era más fácil postrarme a sus pies, llorar, desesperarme, pero confiar en que tal vez algún día sería digna de su consuelo, que darles la espalda y caminar hasta abandonar el Templo en que me había encerrado para no enfrentarme a lo que en verdad soy, un vacío, pura nada, una incógnita, un misterio para mí misma.

 

         ¿Y qué es lo que a los sesenta años me ha arrojado del Templo? Un cáncer, algo sorprendente, algo que a mí no debía haberme pasado porque yo lo tenía todo bajo control, algo que mis amorosos Dioses no podían enviarme porque yo cumplía todas sus órdenes, todos sus preceptos, porque yo me sentía cuidada y protegida por ellos y, aunque no fuera feliz, al menos ellos me mantenían sana, segura. Ellos me concedían un espacio de confort y comodidad a cambio de que yo los venerara y siguiera creyendo en ellos.

 

         Porque eso han sido estos sesenta años: un toma y daca, un extraño contrato entre mis Dioses y yo donde las cláusulas se iban modificando conforme cambiaban los avatares de mi vida y así todo estaba bien, todo encajaba.

 

         Mi mente, la gran manipuladora, se ha encargado de todo durante estos sesenta años. Ella ha fabricado el Templo, ha imaginado a los Dioses, me ha proporcionado los falsos consuelos que he ido reclamando, me ha mantenido encerrada en un mundo irreal, en un universo de mentiras disfrazadas de certezas. Y cada vez que me he mirado al espejo, no me he visto a mí misma sino al personaje que ella ha creado, a la patética marioneta que ha fabricado y que yo he aceptado y he confundido con mi verdadero rostro, con mi auténtico SER.

 

         Y después de sesenta años me doy cuenta de que esa mujer que he sido es un engaño, de que esos Dioses en los que he creído eran falsos, de que la vida que he vivido nunca me ha pertenecido, ni me correspondía. Todo ha sido un inmenso artificio, una descomunal mentira que se ha derrumbado, que se ha venido abajo mientras yo yacía inconsciente sobre la  fría mesa de un quirófano.

 

         Y ahora estoy aquí, con el cuerpo envejecido y mutilado, sin Templo en el que guarecerme ni Dioses en los que creer, aquí en este nuevo desierto ardiente que tal vez sea el último que me toque atravesar.

 

         Se acabaron los sueños, las ilusiones, los artificios; no más historias que contarme a mí misma, no más cuentos, no más esperanzas para un futuro que no existe, no más rememorar un pasado que traigo al presente para seguir pensando que mi vida tuvo un sentido, que no estuve delirando dentro de una crónica inventada.

 

         Estoy cruzando este páramo desolado y en el camino dejo todos los artificios de los que me he rodeado, dejo los trozos de esta vieja armadura oxidada con la que creía protegerme y que en realidad solo servía para aprisionarme. Dejo a la niña triste y perdida, a la joven asustada, a la mujer frustrada. Dejo mi caparazón de fantasías e ilusiones y solo me atrevo a  conservar las palabras con las que relatar esta última odisea, unas palabras con las que forjé historias que casi nadie leyó pero que me salvaron durante mucho tiempo de la alienación total. Y así, desnuda, sin más equipaje que mis lágrimas, que no dejan de fluir, me acerco a la playa en la que este desierto termina y recuerdo la frase de aquel sabio cuyo nombre he olvidado: “Para descubrir nuevas tierras hay que mantenerse alejado de la costa durante mucho tiempo”.

 

         Miro atrás y ya no queda nada, solo el océano infinito ante mí. En la arena unas tablas viejas que la marea ha traído. Con ellas construyo una balsa endeble, frágil, una barca hecha de desechos, al igual que yo. Y con la sal de mis lágrimas y mis últimas palabras, que son lo único que me queda, tejo unas velas que se despliegan al viento y así me introduzco en este mar sin fin que no sé a donde me conduce ni me importa. Solo deseo navegar, dejar que las corrientes me lleven adonde ellas quieran, abandonarme a los vientos sin más deseo que sentir cómo el agua salpica mi cuerpo y el sol calienta mi piel gastada. Miro cómo la costa se va alejando poco a poco y me pregunto si alguna vez regresaré a la seguridad que la tierra firme proporciona o si seguiré por siempre en este océano de incertidumbre.

 

         Soy un náufrago de mí misma, una superviviente de mil batallas que ya no luchará más. No soy mi mente, no soy mi cuerpo, ya no hay pasado ni futuro, solo este mar que me lleva, este misterio que me envuelve, este bendito silencio en el que poco a poco me diluyo, esta soledad salada y líquida donde descasar al fin.

 

Sara.

 

 

Cristianos más allá de la religión. Cristianismo y no-dualidad.

Cubierta

A Ana, en la vivencia de la no-dualidad,

Gratitud y Amor sin costuras.

«Las palabras «yo» y «mío» constituyen la ignorancia» (dicho atribuido a Platón).

Es una perversión de la inteligencia creer que la razón lo solventa todo» (Giorgio Nardone).

La insistencia en lo demostrable, ¿no cierra el camino hacia lo que es?” (Martin Heidegger).

Metáforas vivas y actuantes […], única forma en que ciertas realidades pueden hacerse visibles a los torpes ojos humanos” (María Zambrano).

Cuando yo uso una palabra –insistió Humpty Dumpty con un tono de voz más bien desdeñoso- quiere decir lo que yo quiero que diga… Ni más ni menos.

–La cuestión –insistió Alicia- es si se puede hacer que las palabras signifiquen tantas cosas diferentes.

–La cuestión –zanjó Humpty Dumpty- es saber quién es el que manda… Eso es todo.

(Lewis Carroll).

Todo el mundo tiene derecho a dudar de todo tan a menudo como quiera. Es obligado dudar al menos una vez. Ninguna forma de ver las cosas es tan sagrada que no pueda reconsiderarse. Ninguna forma de hacer las cosas es tan óptima que no pueda mejorarse” (Edward de Bono).

Es casi equivocarse estar seguro” (Andrés Trapiello).

Me siento más cerca de aquello que el lenguaje es incapaz de expresar” (Rainer M. Rilke).

Bienaventurados los que saben que detrás de todos los lenguajes se halla lo Inexpresable

(Rainer M. Rilke).

Cuando a un niño le enseñas que un pájaro se llama «pájaro», el niño no volverá a ver el pájaro nunca más” (Jiddu Krishnamurti).

La razón instrumental, constituida en razón absoluta, esclavizaría como el más terrible tirano, enajenando, alienando al hombre en su ser esencial” (Pilar Moreno Rodríguez).

Las palabras nunca alcanzan cuando lo que hay que decir desborda el alma” (Julio Cortázar).

Sobre esto no existen escritos míos, ni existirán nunca, pues este saber no puede ser expresado al modo de los demás, formulado en proposiciones, sino que es el resultado del establecimiento de un trato repetido con aquello que es la materia de este saber” (Platón).

 “Lo malo del falso dios es que nos impide ver al verdadero” (Simone Weil).

Cuando quien conoce diferencia lo conocido de quien conoce, ese conocimiento no es real” (Sesha).

Entre usted y Dios no hay espacio para un camino” (Nisargadatta).

La Realidad es No-Dual, es decir, carece de toda división” (Gilbert Schultz).

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        Podemos utilizar las palabras como puentes que unen o como gritos que distancian. Cautivados por su belleza y su poder, con frecuencia caemos en la tentación de absolutizarlas, llegando a imaginar que son capaces de nombrar ajustadamente lo Real. Cuando eso ocurre, las palabras confunden. Y eso vale también para las palabras más “sagradas”. Porque lo Real no puede ser pensado ni verbalizado adecuadamente. Será siempre inefable.

         El autor analiza diez palabras fundamentales del cristianismo, intentando separar la intuición básica que contienen, del lastre con que se han ido recargando con el paso del tiempo. Al mismo tiempo, propone su relectura desde un nuevo modelo de cognición, que no absolutiza la mente.

         El resultado es una relectura del cristianismo en clave no-dual y, por tanto, universal y genuinamente espiritual. Salimos del etnocentrismo tribal y de la celda de la mente, para reencontrarnos en la espaciosidad abierta del “Territorio” único que todos compartimos, el “Hogar” donde nos descubrimos no-separados de nada.

EDITORIAL PPC

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ÍNDICE

 

 

Introducción

 

  1. Jesús

Divinización, apropiación y domesticación

 Consecuencias

Desde la perspectiva no-dual: Jesús, “espejo” de lo que somos todos.

 

  1. Evangelio

      Entre la anécdota y el moralismo

¿Verdad revelada? ¿Revelación particular?

Mensaje de sabiduría universal para ser contrastado personalmente

 

  1. Dios

Un dios proyectado

Un dios ambiguo y peligroso

¿Dios, Allâh… o ninguno de los dos?: Islâm y No-dualidad

El Misterio último es Verdad, Bondad y Belleza

 

  1. Fe

Una fe mítica

Fe, una palabra polisémica    

De la fe a la visión

 

  1. Perdón

Pecado y culpabilidad

De la culpabilidad a la responsabilidad

Más allá del perdón

 

  1. Salvación

Una lectura sacrificial, expiatoria y dolorista de la cruz

Vuelta a la historia, más allá del mito

La salvación es Ahora. Plenitud es lo que somos

 

  1. Cielo

La “otra vida” como proyección de esta

La esperanza como trampa

Somos Vida

 

  1. Libertad

El espejismo de la libertad

La miopía del determinismo

La verdad es la libertad

 

  1. Amor a sí mismo/a

Recelos y ambigüedades

La importancia decisiva del amor a sí mismo/a

El Amor es

 

  1. Comunidad y compromiso

El sentido ambiguo del término “Iglesia”

Las trampas del compromiso

Comunidad y compromiso nacen de la Comprensión

 

Conclusión. Situarse en el Testigo para vivir lo que somos en la vida cotidiana

 

Anexo I. Cuando la religión confunde. Cambio religioso, estereotipos, idiomas    y verdad

 

Anexo II. El emerger de una espiritualidad sin Dios

 

Anexo III. Religión, ateísmo y espiritualidad. Mapas y territorio

 

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INTRODUCCIÓN

 

No hacen lo que dicen” (Mt 23,3).

 

 

Un famoso cuento sufí del santo loco Mullâh Nasrudin narra que un rey, decepcionado por la falta de honestidad de sus súbditos, decidió obligarlos a decir la verdad. A tal efecto, hizo colocar una horca a la entrada de la ciudad, mientras un guardia anunciaba:

— Todo el que entre por la ciudad deberá responder a una pregunta que le hará el capitán de la guardia. Y quien no diga la verdad será ejecutado.

El primero en pasar fue Nasrudin. El capitán le dijo:

— ¿Dónde vas? Dime la verdad… o morirás ahorcado.

— Voy a que me cuelguen en esa horca-, dijo Nasrudin.

— ¡No te creo!-, respondió el capitán.

— Muy bien –respondió tranquilamente Nasrudin-. Entonces, ahórcame si he dicho una mentira.

— ¡Pero entonces se convertiría en verdad!-, dijo el guardia confundido.

— Exactamente -respondió tranquilamente Nasrudin-, tu verdad.

 

Las palabras son tan limitadas como nuestra mente. Y esta únicamente se mueve con soltura y eficacia en el mundo de los objetos (materiales, mentales o emocionales), ya que la tarea de pensar equivale a delimitar, es decir, a establecer fronteras y, en consecuencia, a separar y objetivar.

Cada vez somos más conscientes de que, debido a su propia naturaleza, la mente engaña desde el inicio, porque considera como “objetos separados” lo que no es sino una unidad inextricablemente interrelacionada. Toda separación es solo una ilusoria ficción mental.

Las palabras adolecen de ese mismo límite, con el añadido de que hacen creer que, por el hecho de nombrar algo, ya lo conocemos adecuadamente[1]. No es extraño que nuestros antepasados, fascinados por tal espejismo, consideraran que “poner nombre” a algo equivalía a “tener poder” sobre lo nombrado.

En esa acción de nombrar, ocurre, además, que el lenguaje tiende a sustantivar todo, con lo que, inadvertidamente, reduce la realidad a una suma de “cosas” aisladas, clausuradas y terminadas en sí mismas, ignorando que todo lo que existe forma parte de (y constituye) un flujo permanente en constante devenir. De hecho, el uso del infinitivo y, más aún, del gerundio, dentro de los inevitables límites verbales, darían razón más adecuada de lo real. Todo es un incesante hacerse o estar-siendo de la Totalidad desplegándose en infinidad de formas que, a su vez, dinámicamente, están-siendo y dejando-de-ser[2].

La física cuántica nos descubre que no existen partes separadas en ningún nivel de la escala evolutiva: como una placa holográfica, cada fragmento es una expresión concreta de la única y misma realidad. El mundo –sigue advirtiendo- no es una suma de cosas (sustantivadas), sino una telaraña de intrincadas relaciones en perpetuo juego. Lo que vemos, por tanto y por más que resulte extraño a nuestra mente y al llamado “sentido común”, no son nunca cosas, sino nuestra interacción con ellas. Porque, finalmente, no existen “objetos”, sino “probabilidades de existir” bajo determinadas condiciones. Las llamadas partículas elementales no son, en realidad, objetos, sino estados excitados del originario vacío cuántico.

Cuando vemos cualquier objeto, creemos estar viendo una realidad consistente, separada de todo lo demás y cerrada en sí misma. ¡Y a eso le llamamos “realismo objetivo”! Pero, en rigor, no hay tal[3]; si pudiéramos ver lo que ocurre en el nivel más elemental, lo que percibiríamos sería un incesante y vertiginoso baile de partículas que están naciendo y muriendo constantemente. Ser, solo es el Fondo (Vacío) originario de donde todo está brotando, la Consciencia una expresándose en todo; todo lo demás –los objetos que percibimos, a través de la interpretación que hace nuestra mente- no es, está aconteciendo. ¡Cómo apreciamos ahora la sabiduría de Plotino que, diecisiete siglos antes de que naciera la física cuántica, escribía: “Todo ser corporal es un acontecer, no una sustancia[4]!

La física cuántica sabe que “el mundo de las partículas elementales sin observación consciente carece de realidad y no es otra cosa que una abstracción matemática, una función de onda de probabilidades[5]. Con ello, la protagonista de todo no puede ser otra que la consciencia –sin consciencia, sin apercepción, no existe nada; todo lo demás se encuentra en estado virtual-, aunque los físicos se resistan a entrar en ese campo[6]. Pero queda claro que “no es lo mismo percibir el mundo como un espacio lleno de seres y cosas individuales que verlo todo como producto de una red de interrelaciones que nos unifican a otro nivel de realidad, y en el que nuestra percepción tiene mucho que ver con lo percibido[7].

Los límites del lenguaje se aprecian, con especial intensidad, cuando nos referimos a realidades no objetivables. Hasta el punto de que, como ha ocurrido en el caso de la modernidad occidental, se ha llegado a negar todo aquello que no podía ser nombrado adecuadamente.

Con certeza, del misterio de lo Real únicamente se puede decir que es “lo que es” o “lo que está siendo”. Porque tal misterio, por definición, trasciende lo que puede ser pensado y nombrado. Ahí nos faltan palabras, como nos faltan conceptos; solo se nos regala a través del Silencio: es el “conocimiento silencioso”.

En estos límites invencibles se halla precisamente el germen de la confusión, manipulación y adulteración que el uso del lenguaje produce con frecuencia. Tal perversión, con las nefastas consecuencias que conlleva, se ve reforzada además por dos factores, directamente relacionados con la consciencia egoica: por un lado, la necesidad de poseer la verdad y, por otro, la búsqueda de poder. Veamos más despacio cómo funcionan ambos intereses y qué mecanismos ponen en marcha.

 

El ego (o yo) siente necesidad de poseer la verdad. Y esto se hace particularmente intenso en el nivel mítico de consciencia. El sentimiento de pertenencia, característico de este estadio, desemboca en un acentuado etnocentrismo, que lleva a considerar al propio grupo por encima de los demás, así como portador de la verdad absoluta que, lógicamente –como no puede ser de otro modo-, confunde e identifica con sus particulares creencias.

Eso es exactamente lo que ocurre siempre que se esgrime la pretensión de poseer la verdad: que la Verdad inapresable para la mente se reduce a un objeto delimitado, es decir, a una fórmula o expresión mental y verbal.

El proceso es sencillo: desde la necesidad de poseer la verdad, una vez que ha emergido la mente, el ser humano se ve tentado a pensar que lo que él ve tiene que ser necesariamente la verdad misma. Una vez más, como suele hacer con todas las polaridades, el pensamiento fracciona la realidad, dividiéndola en dos mitades: quienes están en la verdad y quienes se hallan en la mentira. El ser humano se encuentra aún dominado por el encantamiento del más rígido dualismo y eso le impide advertir que los dos polos –lo que él llama “verdad” y “mentira”- no son sino dos aspectos que, en el mundo manifiesto, se reclaman mutuamente y que, como ocurre con las dos caras de una moneda, no pueden existir el uno sin el otro. Aunque, en un nivel profundo, ambos queden secreta y perfectamente abrazados en la Verdad no-dual (transmental).

¿Y de dónde viene la necesidad del ego de poseer la verdad? Es uno de sus modos de autoafirmación. Al ser una entidad ilusoria, una ficción mental, el ego se sostiene gracias únicamente a los mecanismos de la identificación y de la apropiación: se identifica con cualquier objeto a su alcance y se apropia de todo aquello que, a la vez que le resulta “agradable”, le otorga la sensación de una cierta solidez o consistencia.

La necesidad del ego se conecta, desde el inicio mismo de la existencia humana, con la primera necesidad de nuestro psiquismo. El niño es pura necesidad: de sentirse reconocido, amado, seguro… La seguridad –que muy pronto se vinculará con la “necesidad de controlar” y se extenderá a todos los ámbitos de la existencia- constituirá una búsqueda incesante de algo en lo que pueda sostenerse: objetos exteriores, pertenencias, títulos, ideas o creencias, sensaciones, relaciones… La búsqueda resultará frustrante y no cesará hasta que la persona descubra que su seguridad no se halla en nada que sea objeto, sino que radica en su (inobjetivable) identidad más profunda.

Por otro lado, el ser humano, más allá incluso de las estratagemas del ego, siente una necesidad interna, íntima e insoslayable de coherencia y, en último término, de verdad. Se trata de una aspiración que coincide con nuestra misma identidad profunda: “Verdad” es otro de sus nombres. En sentido profundo, somos Verdad y, aun cuando –advertida o inadvertidamente- nos movamos en la mentira, sentiremos la necesidad de “dar coherencia” a lo que hacemos y decimos, incluso recurriendo al mecanismo de la autojustificación.

Pues bien, el ego “sabe” que solo se sostiene lo que se apoya en la verdad. De ahí su pulsión por arrogarse la posesión de la verdad, como algo que él “controla”, y de lo que hace derivar un estatus, no solo de estabilidad, sino incluso de superioridad sobre los demás.

Aunque sea entre paréntesis, me parece importante subrayar, ya desde esta misma introducción, que esa aspiración profunda a la verdad constituye una de las señales más significativas de que nuestra identidad profunda es Verdad, y que podemos tener acceso a ella de un modo experiencial, directo y no-mediado por la mente.

 

Dentro de su afán de seguridad, la ilusoria identidad egoica busca también desesperadamente el poder. Debido a su carácter inconsistente y vacío, el yo ansía aferrarse a cualquier cosa que le otorgue una sensación de existir. Por ello, ambiciona tener poder en el que asentarse y, lo que es más importante, le haga destacar y sobresalir sobre los demás, a quienes imponer sus criterios o su fuerza.

El poder, junto con el tener y el aparentar, se convierte así en una obsesión para el yo. Poco importa que, objetivamente, se llegue a una situación de poder real sobre otros; el yo sigue siendo el “pequeño enano” que habita en nuestra mente y que, como me decía un amigo sabio, anda buscando la ocasión de gritarle a alguien: “no sabe usted con quién está hablando”.

La búsqueda de poder se convierte, desde esa necesidad compulsiva, en un factor extremo de división y enfrentamiento. El yo, no solo se ve separado de los demás, sino que trata de imponerse sobre ellos. Desaparece cualquier posibilidad de una visión holística, en la que todos nos percibamos miembros de un mismo y único “organismo”, y seguimos en la trampa de considerarnos yoes enfrentados, en guerra permanente.

Tenía razón Jesús cuando –percibiendo el afán de poder como el factor más peligroso de división- lo cortaba firmemente en cuanto se hacía presente entre los discípulos de su grupo (Mc 9,33-37; 10,35-38): “Sabéis que los que figuran como jefes de las naciones las gobiernan tiránicamente y que sus magnates las oprimen. No ha de ser así entre vosotros. El que quiera ser grande entre vosotros, que sea vuestro servidor; y el que quiera ser el primero entre vosotros, que sea esclavo de todos. Pues tampoco el Hijo del hombre ha venido a ser servido, sino a servir y a entregar su vida por todos” (Mc 10,42-45).

Mientras permanezcamos identificados con el yo, sentiremos necesidad de “sostenerlo” y, por tanto, de sentirnos “poderosos”. Desde esa compulsión, no es extraño que se usen también las palabras para afianzarse en el poder. En efecto, es frecuente que quien detenta una posición desde la que puede determinar el significado y el contenido de las palabras, trate de adueñarse de la voluntad de las personas.

Si nos centramos en el campo religioso, objeto de este trabajo, tal peligro resulta manifiesto. Aquel a quien se reconoce poder para definir qué entender por “Dios”, “persona”, “mandamiento”, “pecado”, “moral”, “libertad”…, se situará automáticamente en un estatus de superioridad, desde el que dirigir o coaccionar la conciencia de los individuos que, de una u otra forma, se hallan bajo su autoridad.

Desde esta perspectiva, se comprende el mecanismo por el que, en un proceso que puede ser incluso inconsciente o inadvertido, quienes ejercen autoridad busquen definir el significado de las palabras y “apropiarse” de su contenido, como medio de control grupal o social.

No es extraño, por tanto, que términos que han nacido cargados de novedad, frescor, innovación e incluso de libertad, acaben legitimando el poder, la sumisión y la rutina, en un proceso de institucionalización, cosificación e incluso momificación. Tanto la novedad como la carga innovadora que aquellas palabras contenían en su inicio desaparecen, como resultado de un proceso de domesticación, en función de nuevos intereses.

 

Lo que intento, en este trabajo, es “rescatar” algunas palabras básicas del cristianismo –y sus correspondientes contenidos- que han sido indebidamente apropiadas por el poder religioso –el aparato institucional-, así como por una determinada teología, catequesis y predicación… Palabras y contenidos que han terminado desvirtuados con respecto a la intuición original y, lo que es más grave, han extraviado, atenazado o perjudicado a no pocas personas de buena fe que han tomado como “verdad divina” lo que solo era un “mapa humano”, con frecuencia pervertido o, al menos, “interesado”.

Lo que ofrezco es también, obviamente, un mapa; no puede ser de otra forma: todo lo que brota de la mente y de la palabra únicamente es “señal” que apunta a una realidad mayor. Si a alguna persona le sirve para poner nombre a su propia experiencia, ese será el mayor logro. Porque la verdad no puede ser pensada ni puede ser dicha, únicamente puede ser vivida, solo puede ser sida.

Hago la aproximación a estas palabras fundamentales de la teología cristiana desde una perspectiva no-dual, convencido de que el modelo no-dual de cognición es capaz de dar razón de lo real con infinito mayor rigor que el modelo mental[8]. Este último, que únicamente puede moverse en el mundo de objetos delimitados, parte del apriori erróneo que considera la realidad como una suma de elementos separados. El modelo no-dual, por el contrario, sin negar las diferencias, reconoce la no-separación de todo, por lo que nos permite intuir más adecuadamente el misterio de todo lo que es.

Lo más característico de la no-dualidad es el reconocimiento de que no existe nada separado de nada. Es solo nuestra mente, debido tanto a sus límites como a su inherente naturaleza dual, la que percibe únicamente separación, confundiendo y tomando como “realidad” lo que solo es una expresión “aparente” de la misma. En lo profundo, todo es (somos) Uno, que se expresa en admirables diferencias. Pero “diferencia” no significa en absoluto “separación”: no existen dos olas iguales, son todas diferentes, pero todas son agua. La realidad es una-sin-costuras.

Las repercusiones de la perspectiva no-dual son inmediatas y revolucionarias para nuestro modo habitual (mental) de asumir la realidad. Y afectan también –es inevitable- a los planteamientos religiosos y a las imágenes (mentales) de Dios.

Esto explica que, cuando una persona religiosa teísta se acerca a esta perspectiva, tema que todo se le venga abajo, experimentando incluso sentimientos dolorosos de orfandad, de infidelidad, o hasta de culpa. En realidad, no se “cae” nada valioso, excepto aquello que era pura construcción mental carente de fundamento real –lo cual es bueno que se caiga-; lo que se produce es un profundo cambio de perspectiva, al empezar a percibir que nada es lo que parece.

Caerán todas las imágenes de Dios, caerán conceptos y catecismos aprendidos…; antes o después, tendrán que caer todas las creencias, porque son simplemente “objetos mentales”. Pero –justo en la medida en que caigan- estaremos en condiciones de abrirnos a una profundidad mayor, que trasciende los límites de la mente. Dejaremos de pensar a Dios, para reconocernos en él de un modo no-separado.

Porque la no-dualidad nos hace ver que Dios y nosotros somos no-dos. El Misterio último de lo que es no es distinto de nuestro núcleo más profundo. En consecuencia, acceder a la verdad de sí mismo es llegar a la verdad de Dios: el Fondo de lo real es solo Uno.

Al llegar a este punto, las religiones –en cuanto construcciones humanas que tratan de vehicular nuestro Anhelo más profundo-, sin ser necesariamente desechadas, se ven trascendidas en un horizonte infinitamente más amplio y unificador. A eso alude precisamente el título del libro: “Cristianos más allá de la religión”.

La sabiduría (espiritual, plenamente humana) de Jesús quedó “encorsetada” en una religión histórica, con todo lo que ello supuso de ventajas y de inconvenientes. Entre estos últimos, quizás el más grave haya sido el de la absolutización de la propia religión cristiana y de la institución que la gestionaba. En ese sentido, podría decirse que la religión devoró a la espiritualidad; el “mapa” (particular y separado) nubló e hizo olvidar el “territorio” (uno y compartido).

Progresivamente, se va abriendo paso –también en el mundo cristiano- una doble certeza: por un lado, que el mensaje de Jesús no fue “religioso”, sino genuinamente “espiritual” (humano); por otro, que es posible conectar con aquel mensaje y vivirlo sin necesidad de una adscripción religiosa. Es decir, se puede ser “cristiano” sin ser “religioso”.

Esta es la propuesta que ofrezco en las páginas que siguen. A partir del cristianismo que ha llegado hasta nosotros –y que yo mismo he profesado durante años-, intento “traducir” algunos términos clave de su teología, catequesis y predicación, desde la perspectiva no-dual. Es precisamente esta perspectiva la que lleva a transcender las particularidades religiosas, permite conectar con el mensaje original de Jesús y posibilita encontrarnos en el territorio común y compartido de la unidad que somos.

 

Como, en cierto sentido, se trata de una “traducción”, quiero expresar mi respeto profundo hacia aquellas personas que expresan su fe en otro “idioma”. Mi propuesta es, por eso, un ofrecimiento dirigido a quienes puedan “leerse” en ella, poniendo palabras a lo que viven y sienten.

Pero, en este caso, no es únicamente “traducción”, sino una cierta denuncia sobre el uso y abuso de palabras “sagradas” que, de un modo consciente o inconsciente, se han utilizado como medio de manipulación de las conciencias. Es obvio, sin embargo, que la denuncia se refiere al hecho en sí, no a personas concretas. Entre otras cosas porque, cuando alguien hace daño, eso se debe exclusivamente a la ignorancia (inconsciencia de quien está “dormido”), que nos hace creer que las cosas son tal como nosotros las vemos.

Este objetivo marca el desarrollo que habrá que seguir en cada capítulo: 1) comprender lo que se ha “cargado” sobre la palabra en cuestión; 2) deconstruir lo añadido; y 3) reencontrar –desde una perspectiva no-dual, como he señalado más arriba-, del modo más fiel posible, el núcleo genuino en el que podamos reconocernos.

 

He tomado diez palabras que me parecen claves en la teología cristiana. Habría quizás muchas otras que también merecieran aparecer. Sin embargo, de lo que se trata es, no tanto de ser exhaustivo, cuanto de señalar algunas claves de lectura, que nos permitan reconocer-nos profundamente en aquello que nombramos.

Esas diez palabras son las siguientes: Jesús (capítulo 1), evangelio (2), Dios (3), fe (4), perdón (pecado y culpa) (5), salvación (6), cielo (y novísimos) (7), libertad (8), amor a sí mismo (9), y comunidad-compromiso[9] (10).

Mi único objetivo, como decía más arriba, es ofrecer un “mapa” que pueda ayudar, por un lado, a limpiar algunos términos que se han desfigurado históricamente por diferentes motivos y, por otro, posibilitar lecturas más adecuadas a tantas personas que se hallan en búsqueda de “nombrar” lo que viven o quieren vivir.

Por eso me ha parecido oportuno incluir tres Anexos en los que, a partir de circunstancias concretas, trato de abordar expresamente la cuestión de los “mapas religiosos”. Propongo claves y pistas para avanzar en la comprensión del cambio en el que estamos inmersos –un cambio de envergadura desacostumbrada-, así como para hacer luz específicamente sobre el fenómeno novedoso –y con frecuencia mal planteado y peor comprendido- de la emergencia de una espiritualidad sin Dios.

Los mapas son todos relativos –relacionales-, por la sencilla razón de que somos seres situados, que elaboramos elementos igualmente situados en el tiempo y en el espacio. Lo decisivo, por tanto, no son las indicaciones, sino el reconocimiento de la Verdad de lo que es, para serla y, de ese modo, hacer posible que se convierta en Vida. Un reconocimiento, por otra parte, que únicamente será posible cuando, acallando la mente y los movimientos del ego, más allá de los conceptos y de las palabras, dejando caer creencias y etiquetas de todo tipo, dejemos que la Verdad sea.

[1] Esto se aprecia reiteradamente en el campo de lo religioso, en el que fácilmente se identifica nada menos que al Misterio último con la idea que el sujeto se hace del mismo. De ese modo, cae en un espejismo peligroso: pensar que el hecho de nombrar a “Dios” ya le garantiza haberlo encontrado. El proceso culmina cuando, aun sin darse cuenta, la persona “reduce” a Dios a la creencia que ella misma tiene. Volveré sobre ello, especialmente en los Anexos.

[2] Eso mismo ocurre, por ejemplo, con la palabra “energía”. Una vez fijada, la mente cosifica su significado y la reduce a un “objeto” delimitado del que ella podría hablar adecuadamente. La realidad, sin embargo, es otra: la energía no es algo delimitado y objetivable, sino un permanente “fluir” o “estar siendo” de un vacío primordial que a nuestra mente se le escapa por completo.

[3] Como afirma el físico Brian Greene, la realidad resulta ser muy diferente a lo que nos muestran nuestros propios sentidos; donde nuestros ojos no ven nada, hay en realidad una red de conexiones sobre la que están todas las cosas del universo, la malla que hace funcionar la realidad física, el campo morfogenético de donde todo está surgiendo constantemente: “La realidad que experimentamos es tan solo un pálido reflejo de la realidad que es”: B. GREENE, El tejido del cosmos. Espacio, tiempo y la textura de la realidad, Crítica 2010, p.613. “El universo es un inmenso campo de Higgs que provee de masa a todos los entes que lo pueblan… Sin ese campo, todas las partículas serían libres, se moverían a la velocidad de la luz y, por tanto, carecerían de materia y de temporalidad”: F. DÍEZ, Ciencia y consciencia. El paradigma cuántico y la búsqueda espiritual, Kairós, Barcelona 2013, p.50.

[4] Enéadas IV, 7,8, cit. en M. CAVALLÉ, La sabiduría recobrada. Filosofía como terapia, Oberon, Madrid 2002, p.108 (existe una edición más reciente en Kairós). Un poco antes, la propia autora había escrito: “Lo que ordinariamente denominamos «mundo», lejos de ser una realidad incuestionable e independiente de nosotros, es algo que construimos e interpretamos a partir de un número ingente de impactos informativos que recibimos a través de los sentidos… A su vez, estas impresiones son en sí mismas ininteligibles; adquieren orden, inteligibilidad y coherencia al ser filtradas e interpretadas por el lenguaje y el pensamiento conceptual. Es en este momento cuando hablamos de un «mundo» y de las «cosas» del mundo” (p.99).

[5] F. DÍEZ, Ob. cit., p.12.

[6] La llamada “interpretación de Copenhague”, considerada la ortodoxa, acepta que las partículas elementales carecen de realidad antes de la observación consciente. Sin embargo, aun reconociendo que se han encontrado con el misterio de la consciencia –la gran cuestión del futuro para las ciencias-, los científicos tratan de ignorarlo mirando hacia otro lado. Cuentan que cuando a Werner Heisenberg (1901-1976) –uno de los padres de la física cuántica- le preguntaban si las partículas eran reales en sí mismas, contestaba que su médico le prohibía hablar de metafísica.

[7] F. DÍEZ, ob. cit., p.13.

[8] Para la justificación de esta afirmación, que aquí doy por supuesta, así como para comprender los presupuestos en los que descansa el presente trabajo, debo remitir a lo que he escrito en Otro modo de ver, otro modo de vivir. Invitación a la no-dualidad, Desclée De Brouwer, Bilbao 22014.

[9] Uno estas dos palabras en una sola porque, bien entendidas, resultan equivalentes o, al menos, se reclaman mutuamente, en la línea de aquella célebre frase del obispo Jacques Gaillot, que dio título a uno de sus libros: J. GAILLOT, Una Iglesia que no sirve, no sirve para nada, Sal Terrae, Santander 1995.

SOMOS LA VIDA, NO HAY LUGAR PARA EL TEMOR

         De las afirmaciones que hizo Jesús, cada vez me parece más luminosa aquella en que dijo: “Yo soy la Vida”.

         Es una palabra plena de sabiduría, que invita a salir de nuestra ignorancia básica y a reconocer la verdad profunda de esa expresión, aplicada a todos nosotros. Todos somos –y nunca podemos dejar de ser- Vida.

         La ignorancia radical es la que hace reducir nuestra identidad a nuestra personalidad, haciéndonos creer que somos un “yo particular”, separado de los demás y desgajado de la Vida.

         Esta creencia errónea es la fuente de todo sufrimiento, para nosotros mismos y para los demás.

 

         Al identificarnos con el “yo individual” y creernos separados, nos sentimos “enfrentados” a la Vida y, en cierto modo, amenazados por lo que nos pudiera ocurrir. Eso nos hace vivirnos a la defensiva y, con frecuencia, en el temor.

         Basados en la creencia (errónea) de la separación, dividimos todo lo que ocurre en “bueno” y “malo”, “positivo” y “negativo”, según los criterios del “yo particular” que creemos ser. Cuando sucede algo “positivo”, entramos en euforia; cuando, por el contrario, es “negativo”, nos sentimos frustrados.

         Al mismo tiempo, nos situamos ante la realidad en clave de exigencia y de “debería”. Vivimos habitualmente enfrentados a lo que es, en la convicción de lo que “debería” o “no debería” ser. Con ello, no hacemos sino generar sufrimiento inútil: porque no existe sufrimiento mayor que el de oponerse a lo que es.

 

         No hay liberación posible sin salir de aquella falsa creencia, es decir, sin comprensión (sabiduría).

         La sabiduría consiste en reconocer que no existe nada separado de nada. Y que no hay nada que no sea manifestación y expresión de la única Vida. Todo es Vida, que se despliega –se “disfraza”- en infinitas formas: el nacer y el morir, la salud y la enfermedad, el éxito y el fracaso, el “bien” y el “mal” –etiquetas mentales-…: todo son “formas” que la Vida adopta.

         Nosotros mismos somos la Vida, que ha adoptado una forma particular, en la personalidad concreta que tenemos. Pero la trampa consiste en creer que somos esa forma, en lugar de reconocernos como Vida.

         Cuando reconoces que eres Vida, ¿dónde queda el temor, la ansiedad, la frustración, el sufrimiento…? Quedarán como inercias de nuestro mundo mental y emocional, pero podremos salir de ellos con más facilidad. Porque no miraremos los acontecimientos ni las circunstancias –sean cuales fueren- desde el yo que creíamos ser, sino desde la Vida que somos.

         Visto desde ahí, caes en la cuenta de que todo lo que ocurra es expresión de la Vida: ¿cómo va a estar “mal”? La Vida no puede equivocarse.

         No cabe error alguno: lo que sucede, es lo que tiene que suceder. Nunca puedes equivocarte, porque lo que hagas es lo que la Vida está haciendo en ese preciso momento. Como recuerda con frecuencia Jeff Foster, no tienes un destino prefijado: tu camino –tu destino- es lo que sucede.

         Pero esto no puede verse ni entenderse desde la mente. Ella tiene sus propios parámetros, en la creencia de que es un hacedor independiente y autónomo, que puede actuar por su cuenta al margen de la Vida. Por eso, mientras alguien crea –y esta es la paradoja- que es un “yo particular” le resultará imposible comprender lo que se esconde detrás del “gran teatro del mundo”. Es necesario tomar distancia de la mente y a acceder a otro modo de ver –el “conocimiento silencioso” de sabios y de místicos- para percibir, sin duda alguna, que todo lo que captamos no es sino expresión multiforme de la Vida una, que es nuestra verdadera identidad.

 

         Todo lo que te ocurra –estar sano o estar enfermo, tener éxito o fracasar, sentirte mejor o peor, comprender o no comprender, aceptar o rebelarte…-, todo sin excepción es Vida. Y la Vida es todo. Míralo desde ahí. No creas que tu yo se siente amenazado; reconoce que la Vida que eres toma ahora esa forma concreta… Pero sigue siendo Vida, y siempre está a salvo. Todo es Vida en un despliegue multicolor. Si lo ves, eso es Vida que se manifiesta; pero si no lo ves, eso es también Vida que se manifiesta de forma diferente. Suceda lo que suceda y estés como estés, incluso en el lecho de muerte, solo hay Vida –es lo que eres- adoptando formas cambiantes.

 

         Por tanto, solo hay algo que podamos hacer: reconocernos en Ella y vivirnos desde Ella. La identificación con la mente y el con el yo –de donde venimos- tendrá mucha fuerza y a veces nos sorprenderemos aún creyendo que somos esa forma; sin embargo, la práctica nos hará diestros en reconocer nuestra verdadera identidad.

         A partir de ahí, ya no juzgaremos las cosas desde el yo, sino que únicamente veremos Vida en todo lo que se manifiesta.

         Dejaremos de repetir el error de tomarnos todo “personalmente”, creyendo que somos la “persona” separada o “yo particular” –esta es la causa de nuestro sufrimiento- y aprenderemos a no “personalizar” nada de lo que sucede.

Y entonces también podremos estar disponibles y desapropiados para permitir que la Vida fluya sin bloqueos a través de nosotros.

         Y lo que brota de ahí es Paz, Ecuanimidad y Compasión: la Vida que fluye en libertad…

 

Teruel, 25 enero 2015