Semana 10 de abril: EL ENGAÑO QUE NOS IMPIDE VER

Meditar para verLa mente en un gran baúl de etiquetas: “agradable / desagradable”, “bonito / feo”, “importante / insignificante”, “amigo / enemigo”… En realidad, pensar no es otra cosa que sobreimponer nombres y formas a la realidad.

 

Con frecuencia, en el uso de las etiquetas de que dispone, la mente busca proteger al yo, responder a sus necesidades y fortalecerlo en su (ilusoria) sensación de identidad separada.

 

La mente se afana en esta tarea especialmente cuando el yo se ve amenazado, lo cual suele ocurrir con frecuencia en el campo de las relaciones interpersonales.

 

Para defenderse, autoafirmarse o destacar, el yo echa mano de etiquetas que tienden a descalificar a los otros. De ese modo, obtiene una sensación de seguridad y de superioridad, en las que se amuralla para tratar de exorcizar la inseguridad que lo atenaza.

 

 

Con ese modo de hacer, el yo fortalece, simultáneamente, su tendencia a la separación y a la rutina. Por lo que, en la medida en que nos identificamos con él, nos privamos de vivir la unidad que somos e impedimos experimentar la novedad del presente.

 

Necesita de la separación y del contraste –vive en la permanente comparación-, porque solo de ese modo puede autoafirmarse: viendo a los demás “frente a” él. Si la persona se instala en ese engaño, queda cegada para percibir la unidad que compartimos.

 

Por otro lado, se acomoda a la rutina, que le proporciona cierta sensación de seguridad, porque pensar no es sino poner nombres (conocidos) a todo lo que acontece. Por eso, cada vez que “etiquetamos”, nos cerramos a la novedad única que una persona o un acontecimiento encierran.

 

La consecuencia es clara: se incrementan la soledad y el aburrimiento. Es el destino del yo. Pero, dado que esas sensaciones también le incomodan, se verá lanzado de un modo compulsivo a buscar compensaciones, por la vía de la “distracción” permanente. Distraído y narcotizado, el yo tratará de sobrevivir, en una especie de noria hedonista, que no le conduce a ninguna parte, como no sea a incrementar el sufrimiento.

 

La identificación con la mente nos encierra en una prisión, hecha de ignorancia, en la que nos reducimos a circunstancias impermanentes, viviendo desconectados de nuestra verdadera identidad.