EL VALOR DE LA ASTUCIA

Comentario al evangelio del domingo 21 septiembre 2025

Lc 16, 1-13

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: “Un hombre rico tenía un administrador y le llegó la denuncia de que derrochaba sus bienes. Entonces lo llamó y le dijo: «¿Qué es lo que me cuentan de ti? Entrégame el balance de tu gestión, porque quedas despedido». El administrador se puso a echar sus cálculos. «¿Qué voy a hacer ahora que mi amo me quita el empleo? Para cavar no tengo fuerzas; mendigar, me da vergüenza. Ya sé lo que voy a hacer para que cuando me echen de la administración, encuentre quien me reciba en su casa». Fue llamando uno a uno a los deudores de su amo, y dijo al primero: «¿Cuánto debes a mi amo?». Este respondió: «Cien barriles de aceite». Él le dijo: «Aquí está tu recibo: aprisa, siéntate y escribe “cincuenta”». Luego dijo a otro: «Y tú, ¿cuánto debes?». Él contestó: «Cien fanegas de trigo». Le dijo: «Aquí está tu recibo: Escribe “ochenta”». Y el amo felicitó al administrador injusto por la astucia con que había procedido. Ciertamente, los hijos de este mundo son más astutos con su gente que los hijos de la luz”. Y yo os digo: “Ganaos amigos con el dinero injusto para que cuando os falte os reciban en las moradas eternas. El que es de fiar en lo menudo también en lo importante es de fiar; el que no es honrado en lo menudo tampoco en lo importante es honrado. Si no fuisteis de fiar en el vil dinero, ¿quién os confiará lo que vale de veras? Si no fuisteis de fiar en lo ajeno, ¿lo vuestro quién os lo dará? Ningún siervo puede servir a dos amos: porque o bien aborrecerá a uno y amará al otro, o bien se dedicará al primero y no hará caso del segundo. No podéis servir a Dios y al dinero”.

EL VALOR DE LA ASTUCIA

Las parábolas, como los sueños, no dicen lo que parece en una primera mirada. No importa el relato ni cabe una lectura literalista. Su objetivo es apuntar hacia un mensaje de sabiduría, que es preciso tener en cuenta.

En esta que leemos hoy se hace un elogio de la astucia, entendida como la capacidad de poner todos los medios a nuestro alcance para descubrir, llegar y permanecer en “casa”.

La casa es una metáfora de nuestro hogar interior, es decir, de nuestra verdad profunda. Y la parábola nos invita a cuestionarnos si, realmente, estamos poniendo todos los medios para habitarla conscientemente o, por el contrario, nos conformamos o resignamos en un “seguir tirando” que puede resultarnos más cómodo.

La astucia nos hace replantearnos la situación y lo que estamos haciendo en ella, nos moviliza, nos lleva a indagar y a poner todo nuestro empeño para llegar a comprender lo que somos y vivir en coherencia con ello.

«VIVIR SIN CULPA»

A Ana, inocencia transparente, generadora de confianza.

«¿Quién es ese yo que, en nuestro interior, es un crítico severo, que es capaz de aterrorizarnos e impulsarnos a una actividad fútil y que, al final, nos juzga todavía más severamente por los errores a los que sus reproches nos condujeron?» (Thomas S. Eliot).

«La confianza es la base de la vida. Hay que tener un suelo por el que andar porque a veces la tierra física, la tierra psíquica, la tierra material se hunde bajo los árboles. Hay un suelo debajo del suelo, y este subsuelo es la confianza….
La confianza está siempre aquí, incluso cuando la pierdo no está muy lejos de mí. Cuando la pierdo sé que está en la habitación de al lado y que, tarde o temprano, la encontraré. Tener confianza en la vida es tener la intuición de que no se dañará a lo más querido y a aquello que no conseguimos ni nombrar. Hay que comprender que en lo profundo no estamos en peligro
La confianza es la madre de todas las raíces: si la tienes, darás con todo el resto» (Christian Bobin).

«El pecado es necesario, pero todo acabará bien, y todo acabará bien, y cualquier cosa, sea cual sea, acabará bien» (Juliana de Norwich).

CONTRAPORTADA

La culpa es una creencia errónea de efectos devastadores. De manera oculta e insidiosa envenena la existencia y sumerge a la persona en un pozo de apatía y en una dinámica perversa en la que ve saboteados sus mejores propósitos y bloqueada su confianza. La culpa encierra a la persona en una espiral de miedo que fácilmente trunca la confianza y agosta la alegría: la culpa cercena de raíz la alegría de vivir. Y con la culpa, el castigo: otra creencia generalizada que contamina y envenena, bloqueando la capacidad de amar.

Liberarse de ellas requiere, a la vez, un trabajo psicológico que traduce la culpabilidad en responsabilidad, y un trabajo espiritual que desvela su error radical. El resultado es la liberación del miedo y la recuperación de la confianza: el regreso a la inocencia.

Desenmascarar la mentira de aquellas creencias amplía el horizonte, ensancha el corazón, hace saltar las barreras del laberinto mental que constriñe y nos permite reconocernos como vida que fluye y juega en libertad. El miedo y el egocentrismo, sostenidos antes por la culpa y el castigo, dan paso a la confianza y al amor. Y una vez más constatamos, por experiencia propia, que solo la comprensión libera.

Editorial Desclée De Brouwer.

ÍNDICE

Introducción: Bajo el peso de la culpa

  1. La génesis: ¿cómo nace la culpa?

En la especie humana
Una creencia culpabilizadora: la doctrina del “pecado original”
En el individuo particular

  1. Los efectos: desolación y hundimiento

Autorreproche, miedo y castigo
Hundimiento
Adictos a la culpa, adictos al castigo

  1. La trampa: la culpa es una creencia errónea

Una convención cultural basada en creencias erróneas
El punto decisivo: ¿un yo libre y hacedor?
El testimonio de los sabios
Salir de la creencia errónea

  1. La comprensión: de la culpabilidad a la responsabilidad y al reconocimiento de lo que somos

Desde la psicología: de la culpabilidad a la responsabilidad
Desde la espiritualidad: la culpa no existe
¿No hay nada que hacer?
La comprensión: donde todo encaja

  1. El camino sabio o espiritual: confiar siempre

Resistencias a confiar
Invitación a confiar
Confiar es amar lo que es
Confiar es vivir diciendo “sí”
Confianza, aceptación y responsabilidad

 

INTRODUCCIÓN
BAJO EL PESO DE LA CULPA

La culpa es una creencia errónea, de efectos devastadores.

Pocas cosas han hecho (hacen) tanto daño a la humanidad como la creencia generalizada en la culpa y en el castigo como medio de expiación de aquella. Pareciera como si, de forma premeditada, se hubieran conjugado factores de tipo psicológico, sociocultural y religioso para abonar, sostener y reforzar ambas creencias que, asumidas acríticamente, cumplen la función de sustentar y nutrir un sistema social radicalmente centrado en el ego.

Como resultado, la vida humana, tanto en su dimensión personal como en su dimensión social, queda envenenada de raíz, mientras las personas se ven introducidas en un laberinto de angustia, que se plasma y se proyecta en forma de juicio, condena, reproche, enfrentamiento…: castigo. Solo la liberación de aquella doble creencia hace posible reconocer nuestra inocencia original y vivir en confianza y en amor, hacia sí mismo y hacia todos y todo lo demás. La culpa y el castigo buscan sostener el sistema egoico en el que la humanidad se halla atrapada. Desenmascarar la mentira de esas creencias libera del miedo y de la angustia, amplía el horizonte, ensancha el corazón, recupera la confianza, hace saltar las barreras del laberinto mental que constriñe y nos permite reconocernos como vida que fluye y juega en libertad, como amor que encuentra plenitud y gozo en el hecho mismo de amar. Una vez más constatamos, por experiencia propia, que solo la comprensión libera.

Pocas cosas producen efectos tan devastadores en la vida de las personas como el mal llamado “sentimiento” de culpa. Digo mal llamado porque, hablando con rigor, la culpa no es un sentimiento sino una creencia mental que acusa constantemente con mensajes del tipo: “eres malo, en ti hay algo inadecuado o incorrecto, no estás a la altura, no mereces, has actuado mal y debes ser castigado, eres culpable”…

Como ha escrito Richard Schwartz, “la vergüenza [o culpa visual] es la carga más primitiva, aterradora, tóxica y motivadora de todas. ¿Por qué la vergüenza es tan poderosa? Porque cuando nos sentimos avergonzados [culpabilizados], creemos, en algún nivel, que no valemos nada”[1].

Detrás de cualquier peso que lastra la existencia de las personas es fácil encontrar siempre esa creencia culpabilizadora, que se experimenta en forma de sentimientos de pesadumbre, hundimiento y apatía, y que requiere, de un modo u otro, expiación y, por tanto, castigo.

Aunque con frecuencia resulte inconsciente al propio sujeto, me parece claro que, en la base de la depresión y del sufrimiento mental, habita siempre, aunque oculta, alguna creencia culposa.

Partimos, pues, de esta primera constatación: la culpa es una creencia errónea que conduce inexorablemente a la paralización y al hundimiento, al tiempo que instala a la persona en el autorreproche y la introduce en un peligroso bucle de escrúpulos. Y, sin embargo, a pesar de los efectos funestos que produce, solemos vivir culpándonos y culpando a los otros, repitiendo un programa o patrón mental, tempranamente aprendido y poderosamente grabado en nuestro psiquismo.

Analizaremos la génesis de esta creencia, los factores –educacionales, culturales y religiosos, así como la ignorancia espiritual– que la refuerzan, los efectos que produce y la trampa en la que se asienta, desde la comprensión de lo que somos, como camino para transitar el camino de la sabiduría –de la liberación–, que no es otro que el de la confianza radical que es expresión de la inocencia que somos.

Siempre que trato el tema de la culpa, me viene el recuerdo de una niña –convengamos en llamarla Silvia– que, con apenas siete años, se sentía, sin saberlo aún expresar, culpable de existir. No se me ocurre otro motivo que pese y agobie más a una persona que el sentimiento de que su existencia ha sido y sigue siendo un error.

“Mis papás serían más felices si yo no hubiera nacido”, me compartía aquella niña, presa del llanto y sin entender el motivo de su agobio y pesadumbre. En los niños ocurre así: al no entender las causas de su sufrimiento, leen su malestar en clave de culpa. Y las consecuencias aparecen de inmediato, envenenando su existencia. En el caso de Silvia se manifestaban en un marcado auto-rechazo y un exagerado perfeccionismo, que corrían a la par con un sentimiento sordo de tristeza, así como de enfado y hostilidad latentes, siempre a punto de estallar[2].

De hecho, son síntomas característicos que nos permiten descubrir la culpabilidad inconsciente: una actitud hostil hacia sí mismo y hacia los otros –hacia el mundo– y una sobre-exigencia desmedida que nunca alcanza –ni puede alcanzar– su objetivo. Por una parte, el auto-rechazo es el castigo que la culpa conlleva: en la medida en que me atribuyo la causa de mi sufrimiento me estoy convirtiendo en mi propio enemigo, por lo que viviré hostilidad hacia mí. Por otra, la sobre-exigencia o el perfeccionismo aparecen como la única salida posible para “reparar” la culpa y demostrar que me gano el derecho a existir, lo cual explica que culpa y perfeccionismo sean las dos caras de la misma moneda. Finalmente, el enfado o incluso la hostilidad hacia todo no es sino expresión automática del estado interior de frustración y del sufrimiento escondido.

Dado que, con frecuencia, el llamado sentimiento de culpa se inoculó en algún momento que ya escapa a nuestro recuerdo, no es extraño que la propia persona no sea consciente del mismo. Se sienten sus síntomas, en forma de pesadumbre y hundimiento, agobio y falta de ganas de vivir, perfeccionismo y sobreexigencia, escrúpulos y duda exagerada, pero la raíz permanece oculta. En ese caso, tal vez sea útil preguntarse cómo descubrir si se alberga algún sentimiento de culpa. Y, sin duda, la respuesta vendrá dada por el hecho de detectar –o no– los síntomas mencionados: cuando se prolonga el malestar interior acompañado de la falta de amor incondicional hacia sí, cuando se percibe enfado o reproche hacia uno mismo, cuando se mantiene una exigencia desproporcionada o un perfeccionismo que se manifiesta hasta en detalles insignificantes, así como cuando se vive una exigencia –en formas, a veces, sutiles– hacia los demás y una tendencia a culpabilizarlos siempre que –nos parece– no responden a lo que consideramos adecuado o correcto, cuando detectamos un movimiento interno a castigarnos o castigar a los otros, sin duda nos hallamos ante un sentimiento de culpabilidad no resuelto o incluso ni siquiera reconocido.

En un correo reciente, una mujer me comentaba su sorpresa al descubrir que, oculta de mil maneras, la culpa, sin embargo, se hallaba presente en prácticamente todo lo que vivía: “A veces -escribía- he sido consciente del trasfondo de culpa que yo añadía en algunas situaciones. Sin embargo, en este momento, me estoy haciendo consciente de que la culpa empaña prácticamente toda mi forma de actuar y vivir, lo cual para mí ha sido revelador: toda mi vida me he avergonzado de haber sentido que no fui una niña feliz y he ocultado esa vergüenza, sin ser consciente de que ahí estaba la culpa; me he sentido indigna y  poco querida en mi familia, sin darme cuenta de que eso era culpa; he experimentado miedo a mostrarme, sobre todo, a mostrarme sensible y vulnerable; he vivido exigiéndome al máximo en todo, creyendo que así estaba dando lo mejor de mí…, y ahora atisbo que eso también tiene que ver con la culpa; he mantenido una gran exigencia hacia los que me rodean, en concreto hacia mi marido y mis dos hijos, sin ser consciente de que también está empañado por la culpa…”.

En ocasiones el sujeto percibe la culpa como un peso que lo asfixia y paraliza, asociándola incluso a un hecho concreto y bien delimitado. En otras, sin embargo, la culpabilidad adopta unos matices más imprecisos e incluso nebulosos, si bien no por ello menos angustiantes, en forma de sensación difusa que permea toda la existencia, a la que tiñe de tonos oscuros. Y en otras, finalmente, ni siquiera se ha hecho consciente el habitualmente llamado sentimiento de culpa; sin embargo, resultan patentes los síntomas, mencionados anteriormente, que lo delatan. Se trata de una mezcla de tristeza y pesadumbre que con frecuencia desemboca en la apatía y la depresión.

El sentimiento de culpa, reconocido o no, supone un peso que fácilmente lastra toda la existencia, a la que colorea de tonos grises e incluso tenebrosos. La tristeza, el abatimiento y el autocastigo, cualquiera que sea la forma que adopten, muestran hasta dónde llega su poder destructor.

No es extraño que, ante el malestar experimentado, se activen mecanismos de defensa que intenten paliar aquellas sensaciones desagradables. Entre ellos, suelen ser habituales la sobre-exigencia, el perfeccionismo, el activismo –incluso en forma de compromiso social o político–, la compensación, el aturdimiento, la huida en forma de adicciones, la rigidez, la exigencia hacia los demás, la culpabilización de los otros…

A través de esos mecanismos se busca, consciente o inconscientemente, aliviar el peso de una culpa que llega a resultar insoportable. Eso explica que la persona se embarque en un perfeccionismo extenuante y pueda vivir una desmesurada exigencia como reparación inconsciente de no sabe bien qué. O que se lance a un activismo exagerado que, a la vez que la distrae del malestar interior, pareciera otorgarle “méritos” que le garantizarían el reconocimiento de su valor ante sí misma y ante los demás; en concreto, en este campo, la pasión por el compromiso puede constituir un terreno especialmente adecuado para obtener aquel doble objetivo: expiación y reconocimiento. Lo cual explicaría la presencia de la rigidez, tanto en el perfeccionismo como en el activismo y, en concreto, en la forma de vivir el compromiso. La rigidez, en efecto, es un síntoma que delata dolor e inseguridad, signos ambos de culpabilidad oculta.

En una dirección diferente, pero con la misma finalidad, tal vez la persona entre en un camino de búsqueda de compensaciones de todo tipo, como placebos que pretenden calmar la ansiedad, o de comportamientos que distraigan e incluso aturdan como si buscara que el “ruido”, de cualquier tipo que fuese, silenciara aquella insistente y perturbadora voz interior que origina y mantiene tanto sufrimiento.

Si bien los mecanismos nombrados se centran en el propio sujeto, con frecuencia se activan otros que ponen el foco en los demás, en forma de exigencia desmedida o de culpabilización. Tales actitudes se explican fácilmente si se tiene en cuenta que una persona no puede vivir un “peso” interior no resuelto –y mientras sea inconsciente le será imposible resolverlo– sin proyectarlo, de un modo u otro, a quienes encuentre a su lado. Así, la autoexigencia generará exigencia desmedida hacia los demás y la (oculta) culpabilidad se proyectará culpabilizando a otros, aun sin ser conscientes de lo que se busca con ello, que no es otra cosa que aliviar la carga o el peso que se mantiene en uno mismo por la creencia, tan escondida como errónea, de ser inadecuado.

Ahora bien, a pesar de lo que prometen, los diferentes mecanismos que pueden llegar a activarse terminan complicando la vivencia de la persona, al dar lugar a actitudes y comportamientos igualmente desajustados y, por tanto, generadores de más confusión y más sufrimiento. Pero no se hallará salida de semejante laberinto sino por el único camino que conduce a la liberación: el reconocimiento de la propia verdad. O, con más precisión, la comprensión de lo que se vive y de la trampa en que se permanece atrapado.

Me parece evidente que, dado que la culpabilidad es una creencia errónea, la liberación de la misma solo puede venir de la mano de la comprensión, al poner luz en el engaño. Ahora bien, afirmar el lugar decisivo de la comprensión no niega la necesidad de un trabajo psicológico o incluso terapéutico, según los casos, para sanar aquella herida antigua en la que germinó la creencia culpabilizadora o para desanudar los bloqueos donde pudimos quedar atrapados.

Todo ello forma parte de la comprensión que necesitamos para liberarnos de una de las peores losas que, lastrando con el miedo toda la existencia de la persona, impide vivir con libertad, confianza y gozo. Y a ello quiere contribuir este escrito, ofreciendo pistas que permitan comprender el fenómeno de la culpa, desde su génesis hasta sus efectos, para desenmascarar su engaño y poner luz en la oscuridad que le sirve de coartada. Deseo de corazón que el desenmascaramiento de la doble creencia -en la culpa y en el castigo- permita abrirnos a la inocencia que somos, para reconocernos y vivir en ella.

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[1] R. SCHWARTZ, en el Prólogo al libro de Martha SWEEZY, Internal Family Systems Therapy for Shame and Guilt, Guilford Press, New York 2023, p. IX. En ese libro, la autora distingue entre culpa (siempre referida a una acción: “he hecho algo malo”) y vergüenza (como estado de ser: “soy malo”). Tal vez, en la práctica, la diferencia no sea tan importante: culpa y vergüenza, que otros definen como “culpa visual”, se dan entrelazadas y requieren el mismo tratamiento.

[2] He relatado con detenimiento el caso de Silvia en Psicología transpersonal para la vida cotidiana. Claves y recursos, Desclée De Brouwer, Bilbao 2020, pp. 72-74.

¿CUMPLIDORES, SEGUIDORES, BUSCADORES O RECONOCEDORES?

Comentario al evangelio del domingo 14 septiembre 2025

Lc 15, 1-32

En aquel tiempo se acercaban a Jesús los publicanos y los pecadores a escucharle. Y los fariseos y los letrados murmuraban entre ellos: “Este acoge a los pecadores y come con ellos”. Jesús les dijo esta parábola: “Si uno de vosotros tiene cien ovejas y se le pierde una, ¿no deja las noventa y nueve en el campo y va tras la descarriada hasta que la encuentra? Y cuando al encuentra, se la carga sobre los hombros, muy contento; y al llegar a casa, reúne a los amigos y a los vecinos para decirles: «¡Felicitadme!, he encontrado la oveja que se me había perdido». Os digo que así también habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse. Y si una mujer tiene diez monedas y se le pierde una, ¿no enciende una lámpara y barre la casa y busca con cuidado hasta que le encuentra? Y cuando la encuentra reúne a las vecinas para decirles: «¡Felicitadme!, he encontrado la moneda que se me había perdido». Os digo que la misma alegría habrá entre los ángeles de Dios por un solo pecador que se convierta.

También les dijo: “Un hombre tenía dos hijos; el menor de ellos dijo a su padre: «Padre, dame la parte que me toca de la fortuna». El padre les repartió los bienes. No muchos días después, el hijo menor, juntando todo lo suyo, se marchó a un país lejano, y allí derrochó su fortuna viviendo perdidamente. Cuando lo había gastado todo, vino por aquella tierra un hambre terrible, y empezó él a pasar necesidad. Fue entonces y se contrató con uno de los ciudadanos de aquel país que lo mandó a sus campos a apacentar cerdos. Deseaba saciarse de las algarrobas que comían los cerdos, pero nadie le daba nada. Recapacitando entonces, se dijo: «Cuántos jornaleros de mi padre tienen abundancia de pan, mientras yo aquí me muero de hambre. Me levantaré, me pondré en camino adonde está mi padre, y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo: trátame como a uno de tus jornaleros». Se levantó y vino adonde estaba su padre; cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se le conmovieron las entrañas; y, echando a correr, se le echó al cuello y lo cubrió de besos. Su hijo le dijo: «Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo». Pero el padre dijo a sus criados: «Sacad enseguida la mejor túnica y vestídsela; ponedle un anillo en la mano y sandalias en los pies; traed el ternero cebado y sacrificadlo; comamos y celebremos un banquete, porque este hijo mío estaba muerto y ha revivido; estaba perdido y lo hemos encontrado». Y empezaron a celebrar el banquete. Su hijo mayor estaba en el campo. Cuando al volver se acercaba a la casa, oyó la música y la danza, y llamando a uno de los criados, le preguntó qué era aquello. Este le contestó: «Ha vuelto tu hermano; y tu padre ha sacrificado el ternero cebado, porque lo ha recobrado con salud». Él se indignó y no quería entrar, pero su padre salió e intentaba persuadirlo. Entonces él respondió a su padre: «Mira: en tantos años como te sirvo, sin desobedecer nunca una orden tuya, a mí nunca me has dado un cabrito para tener un banquete con mis amigos; en cambio, cuando ha venido ese hijo tuyo que se ha comido tus bienes con malas mujeres, le matas el ternero cebado». Él le dijo: «Hijo, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo; pero era preciso celebrar un banquete y alegrarse, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido; estaba perdido y lo hemos encontrado»”.

¿CUMPLIDORES, SEGUIDORES, BUSCADORES O RECONOCEDORES?

El hermano mayor de esta parábola es el prototipo del “cumplidor”. No ha desobedecido ni una sola de las normas de su padre, pero su corazón sigue tan endurecido como el primer día. Por eso estalla de resentimiento cuando cree que no ha recibido el reconocimiento que su comportamiento exigente habría merecido. El cumplidor -que se halla en diferentes grupos, religiosos o no- termina con facilidad en el resentimiento y la amargura, resultando una figura trágica: su exigencia perfeccionista no le ha hecho mejor persona; simplemente, ha engordado y envenenado su ego.

Con frecuencia, la religión cristiana ha promovido personas cumplidoras, por más que, según el evangelio, los “cumplidores” fariseos -imagen también prototípica de la observancia religiosa- fueron objeto de las mayores denuncias por parte de Jesús.

Además de cumplidores, el cristianismo -como toda religión teísta- ha promovido “seguidores”. No es extraño que se les llame “fieles”, y que se insista en la primacía de las creencias como el valor supremo. El problema es que, en la práctica, no se potenciaba que fueran fieles a sí mismos, sino a la autoridad religiosa. Con lo cual, la supuesta fidelidad se transformaba en sometimiento.

Las personas más libres no se conforman con ser seguidoras. Se consideran a sí mismas como buscadoras. A fin de cuentas, vienen a decir, los seguidores se mantienen aferrados a creencias, que no dejan de ser respuestas heredadas y, en ese sentido, verdades prestadas y, en definitiva, conocimientos de segunda mano.

Pero los buscadores no han estado bien vistos en Occidente. Se los tachaba, despectivamente, de “librepensadores” y despertaban recelos entre los fieles y, particularmente, para la autoridad religiosa. Sin embargo, todos los sabios han sido buscadores. Lo cual resulta lógico: cuando alguien tiene un anhelo espiritual genuino, es muy difícil aceptar la prisión de la religión.

Con todo, los buscadores se hallan constantemente acechados por una trampa: percibirse a sí mismos en clave de carencia, pensando que el objeto de su anhelo es algo que se halla fuera o en el futuro. Eso explica que las personas sabias, que empezaron su camino como buscadoras, antes o después, se vieron en la necesidad de abandonarlo, justo en el momento en que comprendieron que, en su profundidad, ya eran aquello que andaban buscando.

En ese momento, los buscadores se convierten en reconocedores, es decir, en seres despiertos, que han comprendido -se les ha revelado- que no hay nada que buscar. Han visto con claridad que la propia búsqueda alimenta y fortalece la idea errónea de carencia, ya que solo busca quien se siente incompleto. En eso consiste el despertar: en ver que quien busca, en realidad se está alejando de lo anhelado; en ver que no se trata de buscar o alcanzar nada, sino, sencillamente, en caer en la cuenta, en reconocer que ya somos lo buscado.

EL LUGAR DE LA RENUNCIA

Comentario al evangelio del domingo 7 septiembre 2025

Lc 14, 25-33

En aquel tiempo, mucha gente acompañaba a Jesús. Él se volvió y les dijo: “Si alguno se viene conmigo y no pospone a su padre y a su madre, y a su mujer y a sus hijos, y a sus hermanos y a sus hermanas, e incluso a sí mismo, no puede ser discípulo mío. Quien no lleve su cruz detrás de mí, no puede ser discípulo mío. Así, ¿quién de vosotros, si quiere construir una torre, no se sienta primero a calcular los gastos, a ver si tiene para terminarla? No sea que, si echa los cimientos y no puede acabarla, se pongan a burlarse de él los que mandan, diciendo: «Este hombre empezó a construir y no ha sido capaz de acabar». ¿O qué rey, si va a dar la batalla a otro rey, no se sienta primero a deliberar si con diez mil hombres podrá salir al paso del que le ataca con veinte mil? Y si no, cuando el otro está todavía lejos, envía legados para pedir condiciones de paz. Lo mismo vosotros: el que no renuncia a todos sus bienes no puede ser discípulo mío”.

 EL LUGAR DE LA RENUNCIA

Insistir en la renuncia por la renuncia, aun con la mejor voluntad, introduce en el dolorismo, actitud que considera el dolor bueno y valioso por sí mismo, dando lugar a planteamientos y comportamientos desajustados que, antes o después, terminarán pasando factura, tal como recuerda el conocido dicho: quien se empeña en vivir como un ángel, termina comportándose como una bestia.

La renuncia solo tiene sentido cuando se vive en función de un bien mayor. El propio Jesús lo plantea así en la parábola del tesoro escondido. Solo porque ha encontrado un gran tesoro, el labrador es capaz de desprenderse de todo lo que posee, con tal de hacerse con él. Y lo hace -subraya Jesús- “lleno de alegría”.

Quien así renuncia a algo no tiene los ojos puestos en la renuncia misma ni pretende dar una imagen “ideal” de sí. Se siente sostenido, fortalecido y dinamizado por el tesoro que ha descubierto y que, sin embargo, vive en todo momento como un regalo. Esto no significa que la renuncia no le resulte costosa, pero la vive con limpieza porque se halla anclado en el lugar adecuado.

Grande tiene que ser el tesoro del que habla Jesús en esta parábola para que alguien esté dispuesto a renunciar a su padre, a su madre, a su mujer, a sus hijos… e incluso a sí mismo. ¿Qué tesoro es ese? Jesús lo nombra como “ser discípulo” suyo. Si se entiende bien, tal expresión no tiene que ver con la imitación ni con el seguimiento, tal como habitualmente se ha entendido. “Ser discípulo” significa llegar a ese “lugar” donde está Jesús, donde es posible ver el tesoro que somos y vivirnos desde él. El mayor tesoro no es otro que comprender experiencialmente lo que somos. Cuando esto se comprende, cesa el sufrimiento, se accede a la libertad completa y la vida se convierte en gozo profundo.