DAR LA VIDA

Domingo XXIX del Tiempo Ordinario

17 octubre 2021

Mc 10, 35-45

En aquel tiempo, se acercaron a Jesús los hijos de Zebedeo, Santiago y Juan, y le dijeron: “Maestro, queremos que hagas lo que te vamos a pedir”. Les preguntó: “¿Qué queréis que haga por vosotros?”. Contestaron: “Concédenos sentarnos en tu gloria uno a tu derecha y otro a tu izquierda”. Jesús replicó: “No sabéis lo que pedís, ¿sois capaces de beber el cáliz que yo he de beber, o de bautizaros con el bautismo con que yo me voy a bautizar?”. Contestaron: “Lo somos”. Jesús les dijo: “El cáliz que yo voy a beber lo beberéis y os bautizaréis con el bautismo con yo me voy a bautizar, pero sentarse a mi derecha o a mi izquierda no me toca a mí concederlo; está ya reservado”. Los otros diez al oír aquello, se indignaron contra Santiago y Juan. Jesús, reuniéndolos, les dijo: “Sabéis que los que son reconocidos como jefes de los pueblos los tiranizan, y que los grandes los oprimen. Vosotros nada de eso: el que quiera ser grande, sea vuestro servidor; y el que quiera ser primero, sea esclavo de todos. Porque el Hijo del hombre no ha venido para que le sirvan, sino para servir y dar su vida en rescate por todos”.

DAR LA VIDA

  El amor no tiene que ver, de entrada, con un sentimiento o una emoción. Es una certeza: la certeza de que todo otro es no-otro de mí. Y se expresa en la entrega. Por lo que puede decirse que amar es darse.

 En lenguaje evangélico, amar es servir y dar la vida: así se expresa Jesús en el evangelio de Marcos. Y en el de Juan añade algo más: “Nadie tiene amor más grande que quien da la vida por sus amigos” (Jn 15,13).       

 Ahora bien, el amor, así entendido, implica una paradoja: ser dueño de sí y olvidarse de sí. Como en todas las paradojas, los dos extremos de la misma son igualmente importantes. En este caso: solo quien se posee a sí mismo es capaz de olvidarse de sí, del mismo modo que solo quien se posee podrá darse, ya que nadie da lo que no tiene.

 “Poseerse” a sí mismo significa ser interiormente libre, autónomo y consistente. Habla de una personalidad integrada, unificada y armoniosa, reconciliada consigo misma. Es precisamente esa integración personal la que posible entregarse y olvidarse de sí.

 Sin esa integración, la persona se verá obligada, de manera más o menos compulsiva, a intentar sobrevivir con el menor sufrimiento posible. Por lo que deberá dedicar toda su energía a sostenerse en precario. Ahora bien, si tiene que estar centrada en sobrevivir será incapaz de olvidarse de sí y entregarse. En cualquier caso, únicamente podría intentar hacerlo desde un voluntarismo extremo que, antes o después, terminará rompiéndola o “quemándola”.

 El proceso de integración se basa en el amor humilde hacia sí. Es necesario que la persona pueda “encontrarse” con ella misma, mirarse a los ojos, aceptarse con toda su verdad y amarse con la mayor viveza posible. Ese amor hacia sí, que unifica, es también el que capacita para entregarse a los otros.

  A veces se oye esta pregunta: ¿No existe el peligro de amarse demasiado? No. El peligro no está ahí -nunca se amará demasiado-, sino en amarse mal o, mejor dicho, en llamar amor a lo que no lo es. No es amor aquel que termina en uno mismo, como tampoco lo es cuando no nos aceptamos íntegramente ni cuando nos comparamos con los otros.

  El amor es humilde y universal: acepta toda nuestra verdad -se necesita mucha humildad para amarse de ese modo- y se expande a todos los seres. Cuando no se dan estos rasgos, se trata de narcisismo egocentrado, incapaz también de entregarse. Por tanto, tal vez haya que empezar por cuidar de manera consciente el amor humilde hacia uno mismo.

¿En qué medida vivo un amor humilde y universal?

EL CAMINO A LA VIDA

Domingo XXVIII del Tiempo Ordinario

10 octubre 2021

Mc 10, 17-30

En aquel tiempo, cuando salía Jesús al camino, se le acercó uno corriendo, se arrodilló y le preguntó: “Maestro bueno, ¿qué haré para heredar la vida eterna?”. Jesús le contestó: “¿Por qué me llamas bueno? No hay nadie bueno más que Dios”. Ya sabes los mandamientos: no matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no darás falso testimonio, no estafarás, honra a tu padre y a tu madre”. Él replicó: “Maestro, todo eso lo he cumplido desde pequeño”. Jesús se le quedó mirando con cariño y le dijo: “Una cosa te falta, anda, vende lo que tienes, da ese dinero a los pobres –así tendrás un tesoro en el cielo–, y luego sígueme”. A esas palabras, él frunció el ceño y se marchó pesaroso, porque era muy rico. Jesús, mirando alrededor, dijo a sus discípulos: “¡Qué difícil les va a ser a los ricos entrar en el Reino de Dios!”. Los discípulos se extrañaron de esas palabras. Jesús añadió: “Hijos, ¡qué difícil les es entrar en el Reino de Dios a los que ponen su confianza en el dinero! Más fácil le es a un camello pasar por el ojo de una aguja que a un rico entrar en el Reino de Dios”. Ellos se espantaron y comentaban: “Entonces, ¿quién puede salvarse?”. Jesús se les quedó mirando y les dijo: “Es imposible para los hombres, no para Dios. Dios lo puede todo”.

EL CAMINO A LA VIDA

En todo lo que hacemos -y en lo que dejamos de hacer-, los humanos buscamos ser felices, es decir, vivir en plenitud o, en el lenguaje del texto evangélico, “vida eterna”.

Esta simple constatación plantea, de entrada, una doble cuestión: por qué y por dónde buscamos la vida.

Buscamos la vida porque hemos “olvidado” que, en nuestra identidad profunda, ya la somos. Tal olvido, que nace de la ignorancia original, nos hace creer que estamos desgajados de ella y la proyectamos fuera. La “vida eterna” o vida en plenitud -pensamos en nuestra ceguera- debe ser “algo” que está en “otro lugar” y que debemos alcanzar a partir de nuestro esfuerzo.

Y la buscamos, con frecuencia, de mil modos diferentes. Las religiones han priorizado el camino de las creencias y de las normas: “si crees…, si cumples…, la conseguirás”.  

El joven protagonista del relato “ha cumplido todo”, pero solo siente frustración. Y es entonces cuando el sabio de Nazaret le indica el camino acertado: no se trata de “hacer méritos” -que, con facilidad, solo consiguen engordar al ego-, sino de soltar, liberarse de todo aquello con lo que, en nuestra ignorancia, nos habíamos identificado.

La creencia de estar separados de la vida produjo en nosotros un vacío insoportable, que intentamos llenar con mil objetos. Hasta que descubrimos que era una tarea inútil. Y, como el joven del relato, seguimos preguntando: ¿qué más puedo hacer?

No hay nada que hacer, excepto comprender que la vida no es “algo” que haya que lograr, sino que es lo que ya somos y nunca podemos perder. Somos vida. Ahí termina la búsqueda y la tensión. Y, al reconocerlo, en lugar de embarcarnos en un esfuerzo nunca suficiente para intentar alcanzar un objetivo siempre elusivo, nos dejamos fluir en una acción adecuada, creativa y eficaz, la que cada momento nos reclama.

¿Me reconozco como vida, más allá de la persona en la que me experimento?

Semana 3 de octubre: LA SUTIL TRAMPA TEÍSTA

En un artículo reciente, publicado en el portal Atrio -y reproducido en Religión Digital y en Fe Adulta-, Leonardo Boff, a quien admiro y cuya obra y trayectoria valoro, hacía una afirmación, a mi modo de ver apresurada, por más que sea axiomáticamente asumida en ambientes cristianos. Escribía Boff que “en las religiones, los seres humanos buscan a Dios. En la Tradición de Jesús es Dios quien busca a los seres humanos”.

          Aparte de no ser sino un mero constructo teológico, tal afirmación me parece -aunque no sea la intención de su autor- objetivamente arrogante e injustamente hiriente para las otras religiones teístas, precisamente por ser falsa. Cuando la creíamos definitivamente superada, se vuelve a colar de rondón la creencia de ser el “pueblo elegido” que goza de las preferencias de Dios.

          ¿Acaso no podría decir exactamente lo mismo la tradición judía? Según su propia creencia, el judaísmo nace de la iniciativa de Dios que se hace presente a Abrán -más tarde, Abraham- para pedirle: “Sal de tu tierra…, a la tierra que yo te mostraré” (Gen 12,1). Y la fe judía vuelve a afirmar la iniciativa absoluta de Dios cuando, haciéndose presente a Moisés, le ordena: “Yo te envío al Faraón para que saques a mi pueblo de Egipto” (Ex 3,10). Por tanto, según esa creencia, tanto el origen del pueblo como su liberación de la esclavitud son fruto de un “Dios que busca a los seres humanos”.

          ¿Y qué decir del islam? Según su propia fe, es el mismo Alá quien busca a Muhammad -y, con él, a “su» pueblo- en una iniciativa nítidamente divina. De nuevo, según la creencia islámica, “es Dios quien busca a los seres humanos”.

          ¿Dónde se apoya, pues, la pretendida “originalidad” del cristianismo, que supuestamente lo haría distinto de cualquier otra religión?

          Recientemente, he escuchado decir a un teólogo que “al cristianismo no le afecta la crítica del hecho religioso, porque no es propiamente una religión, sino una revelación histórica”. De nuevo, ¿dónde se sostiene semejante afirmación?

          Desde mi punto de vista, tales afirmaciones caen en una clamorosa “petición de principio”, nada rigurosa ni honesta intelectualmente, que desemboca forzosamente en un círculo vicioso, en el quedan descalificadas por sí mismas.

          En síntesis, tal petición de principio podría exponerse de este modo: ¿Por qué creen los cristianos que solo en su religión “Dios busca a los seres humanos”? ¿Por qué creen los cristianos que la suya “no es propiamente una religión, sino una revelación histórica”? La respuesta es simple: Porque lo dice esa misma religión.

          El modo de operar parece ser este: la teología elabora un constructo determinado, de acuerdo con el nivel de consciencia y el paradigma cultural propio de la época en que nace, creando la imagen de un “Dios” separado, como ser todopoderoso. Sobre esa imagen se realiza todo un ejercicio -generalmente inconsciente- de proyección, por el que se atribuyen a ese “Dios” determinadas características. Con todo ello se crea un “cuerpo de doctrina” que rápidamente se convierte en “dogma” incuestionable. Con un matiz decisivo: se termina creyendo que todo ese “cuerpo de doctrina” no ha sido una creación humana -un constructo mental-, sino que “ha caído del cielo”, proveniente de manera directa -así se entiende la “revelación”- de la divinidad. De ese modo, una vez que la “doctrina” se ha hipostasiado se convierte en “prueba” absoluta de lo que la propia teología seguirá afirmando. Y todo ello, sin caer en la cuenta de que la base en que se sostiene todo el discurso teológico no es sino ese mismo discurso, que crea algo y lo eleva a categoría “absoluta” (divina) para utilizarlo posteriormente como “criterio de verdad” que validaría de manera incuestionable la propia creencia.

     La trampa tautológica, si se puede hablar así, es omnipresente en toda religión teísta, que basa sus creencias justamente en el supuesto axiomático y apriorístico de que han sido reveladas por el propio Dios. De manera que cualquier pregunta obtiene la misma respuesta: “¿Por qué sabemos que nuestra religión proclama la verdad?, ¿por qué afirmamos que los dogmas son verdades incuestionables?, ¿por qué estamos convencidos de que Dios existe y actúa de un modo determinado?, ¿por qué sostenemos que Dios es persona?”… La respuesta es siempre la misma: “Porque así lo dice nuestra religión”. Pues bien, la razón crítica, agudizada en la consciencia moderna, exige dar un paso más. Dado que todas las cuestiones se responden con la referencia a la religión, se pregunta qué es exactamente esta y termina reconociendo que no puede ser más que un constructo humano: esta constatación disuelve la trampa, haciendo caer en la cuenta de que, detrás de toda apariencia, en realidad, «el rey está desnudo».

          En cualquier caso, resulta curioso -a la vez que ejemplifica el modo de funcionar de nuestro cerebro- el hecho de que, aun siendo tan evidente, la trampa permanezca, de manera habitual y continuada, oculta a los ojos de los propios creyentes de esa religión, en virtud precisamente de la propia creencia previa.

         En este sentido -lo digo con humildad y respeto-, también la teología, por definición, se asienta en esa misma trampa a la vez que la alimenta, en un intento de justificarla. Intento siempre fallido, dado que no puede cuestionarla sin desaparecer con ella.

       Por mi parte -tal vez por haber sido estudioso de la teología-, cada vez que detecto esta trampa en determinados y no infrecuentes discursos cristianos, que caen en un pseudo-argumento que pecaría de “circularidad”, dando por supuesto justo aquello que necesitaría ser probado, me viene a la memoria el conocido cuento del rabino: “Todos en la comunidad sabían que Dios hablaba al rabino todos los viernes, hasta que llegó un extraño que preguntó: —¿Y cómo lo sabéis? —Porque nos lo ha dicho el rabino. —¿Y si el rabino miente? —¿Cómo podría mentir alguien a quien Dios habla todas las semanas?”. El cuento nos hace sonreír, pero los fieles de una religión quizás no perciban que su propia forma de razonar puede caer fácilmente, incluso de manera inadvertida, en ese círculo vicioso o argumento tautológico, cada vez que identifican la propia doctrina con la verdad.

        Vista esta cuestión desde una perspectiva no teísta, parece claro que el origen último de la trampa no es otro que la propia creencia en un dios separado que viene a buscar y salvar al ser humano. Pero desarrollar este punto queda para otra ocasión.

Enrique Martínez Lozano.