SOLO EN CASA SE ESTÁ BIEN

Domingo II de Cuaresma

25 febrero 2024

Mc 9, 2-10

En aquel tiempo, Jesús se llevó a Pedro, a Santiago y a Juan, subió con ellos solos a una montaña alta, y se transfiguró delante de ellos. Sus vestidos se volvieron de un blanco deslumbrador, como no puede dejarlos ningún batanero del mundo. Se les aparecieron Elías y Moisés conversando con Jesús. Entonces Pedro tomó la palabra y le dijo a Jesús: “Maestro, ¡qué bien se está aquí! Vamos a hacer tres chozas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías”. Estaban asustados y no sabían lo que decía. Se formó una nube que los cubrió y salió una voz de la nube: “Este es mi Hijo amado; escuchadlo”. De pronto, al mirar alrededor, no vieron a nadie más que a Jesús, solo con ellos. Cuando bajaban de la montaña, Jesús les mandó: “No contéis a nadie lo que habéis visto hasta que el Hijo del Hombre resucite de entre los muertos”. Esto se les quedó grabado y discutían qué quería decir aquello de resucitar de entre los muertos.

SOLO EN CASA SE ESTÁ BIEN

Tengo para mí que una persona únicamente puede decir “¡Qué bien se está aquí!” cuando, de manera consciente o inconsciente, se halla en conexión con lo que realmente somos.

En ocasiones, podemos decir que estamos bien, pero quizás queramos decir que no tenemos ningún malestar que nos agobie. Pero, ¿eso es estar bien? ¿Cómo decir que estoy bien cuando basta cualquier contratiempo para sentir que todo se derrumba?

Cuando el estar bien depende de circunstancias ajenas, eso es algo pasajero y, en cierto modo, superficial. Es un estar bien que se halla bajo la amenaza de lo efímero. Y resulta llamativo que, a pesar de ello, lo persigamos con todo nuestro afán. Sin embargo, mientras sea en esa dirección, habremos errado el camino porque buscamos el estar bien en un lugar equivocado, el lugar de las formas.

En ese lugar, estar bien es lo opuesto a estar mal. Y así como lo primero es ansiado con todas nuestras fuerzas, lo segundo es temido como la mayor amenaza. Nuestra mente cree trazar con exactitud la línea divisoria entre lo uno y lo otro. Y siempre que, según mis parámetros mentales, yo mismo o una persona querida “no está bien”, puedo entrar en pánico.

Sin embargo, más allá de ese «estar bien» siempre efímero y bajo amenaza, siempre perseguido y nunca totalmente atrapado, que buscamos aferrar pero se nos escurre entre los dedos, hay otro “estar bien” que no tiene opuesto ni es objeto de amenaza. Y únicamente lo experimentamos cuando vivimos en conexión con lo que somos en profundidad.

Hay un lugar en nosotros siempre disponible y siempre a salvo: es nuestra “casa”. En nuestra existencia habrá oleaje de todo tipo que nos envuelva emocionalmente, pero el fondo de lo que somos es siempre quietud, aun en las circunstancias más oscuras y dolorosas. Y aun en medio del dolor más oscuro, gracias al silencio de la mente, podremos escuchar la voz que clama en nuestro interior: “¡Qué bien se está aquí!”.

DESIERTO

Domingo I de Cuaresma

18 febrero 2024

Mc 1, 12-15

En aquel tiempo, el Espíritu empujó a Jesús al desierto. Se quedó en el desierto cuarenta días, dejándose tentar por Satanás; vivía entre alimañas, y los ángeles le servían. Cuando arrestaron a Juan, Jesús se marchó a Galilea a proclamar el Evangelio de Dios. Decía: “Se ha cumplido el plazo, está cerca el reino de Dios; convertíos y creed en el Evangelio”.

DESIERTO

En la Biblia, desierto significa, a la vez y de manera paradójica, lugar de prueba y lugar de intimidad con Dios. Aunque, si lo miramos detenidamente y, sobre todo, si lo experimentamos, apreciaremos el sentido de aquella paradoja.

Lo que solemos designar como “prueba” -pérdidas de todo tipo, dificultades, contratiempos, crisis…- saca a flor de piel nuestra vulnerabilidad. Y cuando la vulnerabilidad se acoge y se acepta, abre la puerta a nuestra humanidad profunda y, con ella, al amor y la compasión. De ese modo, la prueba se convierte en puerta que nos introduce en la profundidad.

El ser humano tiende a buscar e instalarse en cualquier zona de confort. Como si en cada uno de nosotros viviera un pequeño burgués amante de la comodidad y del bienestar. Y eso no está mal. Lo malo suele ser que esa misma dinámica tiende a mantenernos en la superficie, alejados de lo mejor de nosotros mismos, de los demás y de la vida. Porque en la superficie fácilmente nos conformamos con “sobrevivir”.

Las pruebas nos zarandean y, al hacerlo, si no nos hundimos ni nos endurecemos, nos obligan a buscar aquello que nos sostiene; la experiencia de lo impermanente -doloroso en sí mismo, antes o después- nos pone en camino de aquello que permanece. El propio dolor nos muestra nuestra vulnerabilidad, haciéndonos conscientes de que no podemos escamotearla.

Y es ahí, al abrazarla, cuando nos hace más humanos. Y eso ocurre porque, como escribe Eckhart Tolle, solo en la medida en que aceptamos nuestra vulnerabilidad, descubrimos nuestra invulnerabilidad verdadera. Absolutamente vulnerables en la forma, somos, a la vez, aquello que permanece siempre estable. por ese motivo, también el desierto, cuando sabemos vivirlo, nos conduce a casa.

La experiencia del desierto nos humaniza porque nos hace pasar de la superficialidad a la profundidad, del narcisismo a la empatía y la compasión, del egocentrismo a la ofrenda, del despiste sobre nosotros mismos a la comprensión y el gozo de lo que realmente somos, de sobrevivir a vivir en plenitud…

COMPASIÓN

Domingo VI del Tiempo Ordinario

11 febrero 2024

Mc 1, 40-45

En aquel tiempo se acercó a Jesús un leproso, suplicándole: “Si quieres, puedes limpiarme”. Sintiendo compasión, extendió la mano y lo tocó diciendo: “Quiero, queda limpio”. La lepra se le quitó inmediatamente y quedó limpio. Él lo despidió, encargándole severamente: “No se lo digas a nadie; pero para que conste, ve a presentarte al sacerdote y ofrece por tu purificación lo que mandó Moisés”. Pero cuando se fue, empezó a divulgar el hecho con grandes ponderaciones, de modo que Jesús ya no podía entrar abiertamente en ningún pueblo; se quedaba fuera, en descampado; y aun así acudían a él de todas partes.

COMPASIÓN

La compasión constituye uno de los signos más palpables de madurez humana y de espiritualidad genuina. Y esto no es así por un convencionalismo arbitrario, sino porque la compasión brota espontáneamente de la comprensión.

Una persona es psicológica y espiritualmente madura cuando se habita a sí misma, viviendo en conexión consciente con lo que es, más allá de la imagen, de la acción y del propio ego. Y lo que somos de fondo, más allá del yo, es una realidad transpersonal que se ha designado como Verdad, Bondad y Belleza. Dicho más brevemente: somos Amor. Por eso, cuando lo comprendemos, no podemos sino vivirlo. Por eso también, es lo único que nos hace felices.

Sin embargo, la experiencia nos dice que encontraremos dificultades para vivirlo: desde una sensibilidad más o menos endurecida hasta un estado de alejamiento de nuestra propia identidad profunda, pasando por un mayor o menor bloqueo de nuestra capacidad de amar, como consecuencia de carencias afectivas importantes en los primeros momentos de nuestra existencia.

Eso explica que, con frecuencia, nos veamos enfrentados a una paradoja: somos Amor, pero necesitamos entrenarlo para poder vivirnos en coherencia. Entrenar el amor no significa entrar por un camino de voluntarismo. La voluntad la necesitaremos para mantener la perseverancia en el entrenamiento, pero el amor despertará en la medida en que nos sea posible experimentarlo.

Es probable que, en ese camino, haya que empezar por cuidar y desarrollar el amor a sí mismo. Un cuidado que no tiene nada de egoísta, ya que ese mismo amor es el que nos libera del encierro narcisista, gracias a dos características que lo acompañan: la humildad y la universalidad.

El amor es humilde, es decir, verdadero e íntegro y, por tanto, desapropiado, porque se reconoce infinitamente más grande que el propio yo. No se trata, por tanto, de que yo me ame -aunque lo nombremos de este modo-, sino de que el Amor me alcanza y me envuelve. Al reconocerlo así, el yo o ego ha perdido su protagonismo.

Por otro lado, el amor es universal, no deja nada ni a nadie fuera. Porque no es un sentimiento que dependiera de mí y conociera altibajos, sino una certeza que se apoya en la realidad de lo que es: todo es uno, todos somos uno. En el Amor lo experimentamos.

BUSCAR EL SILENCIO

Domingo V del Tiempo Ordinario

4 febrero 2024

Mc 1, 29-39

En aquel tiempo, al salir Jesús de la sinagoga, fue con Santiago y Juan a casa de Simón y Andrés. La suegra de Simón estaba en cama con fiebre y se lo dijeron. Jesús se acercó, la tomó de la mano y la levantó. Se le pasó la fiebre y se puso a servirles. Al anochecer, cuando se puso el sol, le llevaron todos los enfermos y poseídos. La población entera se agolpaba a la puerta. Curó a muchos enfermos de diversos males y expulsó muchos demonios; y como los demonios lo conocían no les permitía hablar. Se levantó de madrugada, se marchó al descampado y allí se puso a orar. Simón y sus compañeros fueron y, al encontrarlo, le dijeron: “Todo el mundo te busca”. Él les respondió: “Vámonos a otra parte, a las aldeas cercanas, para predicar también allí; que para eso he venido”. Así recorrió toda Galilea, predicando en las sinagogas y expulsando demonios.

BUSCAR EL SILENCIO

No hay profundidad humana sin cultivo del silencio. Porque solo el silencio mental -que no es mutismo, no está reñido con la actividad ni con el encuentro con los otros- posibilita el autoconocimiento en profundidad y el saboreo, consciente y detenido, de aquello que somos. Y solo de ese saboreo puede nacer la sabiduría o comprensión.

La experiencia nos dice que el ruido mental y emocional fácilmente nos perturba y descoloca, introduciéndonos en los vericuetos oscuros, interminables y ansiosos del hacer y del acaparar, situando al ego como protagonista de la acción y eje alrededor del cual se hace girar todo lo demás.

La resistencia o incluso el miedo al silencio tienen siempre un porqué, posiblemente conectado con uno de estos dos elementos (o con los dos a la vez): el miedo al propio mundo interior y la hiperactividad mental.

Decía que con frecuencia se dan unidos porque, cuando se ha sufrido en soledad desde niños, se ha tendido a alejarse de los propios sentimientos -ya que sentir era sinónimo de sufrir- y se ha refugiado en la cabeza, haciendo del pensamiento un mecanismo de defensa. No es raro que la hiperactividad mental -una manifestación de la ansiedad- sea síntoma de sufrimiento interno, muchas veces olvidado. Cuando estamos bien, notamos que la mente se relaja y rumiamos menos.

Siendo conscientes de las dificultades, es bueno saber que siempre es posible entrenarse en el silencio mental: encontrando la propia motivación, ajustando los tiempos a nuestro momento, apoyándonos en textos o en audios que faciliten entrar en el silencio, practicándolo en grupo…

En la medida en que se va viviendo, el silencio pacifica, unifica, armoniza, relativiza los dramas, libera del sufrimiento mental, desinfla el ego y sus pretensiones, nos hace comprender nuestra verdadera identidad y, en consecuencia, aporta alegría y nos hace más humanos.