HUMILDES ANTE LA VERDAD
Comentario al evangelio del domingo 24 noviembre 2024
Jn 18, 33-37
En aquel tiempo, preguntó Pilatos a Jesús: “¿Eres tú el rey de los judíos?”. Jesús le contestó: “¿Dices eso por tu cuenta o te lo han dicho otros de mí?”. Pilatos replicó: “¿Acaso soy yo judío? Tu gente y los sumos sacerdotes te han entregado a mí: ¿Qué has hecho?”. Jesús le contestó: “Mi reino no es de este mundo. Si mi reino fuera de este mundo, mi guardia habría luchado para que no cayera en manos de los judíos. Pero mi reino no es de aquí”. Pilatos le dijo: “Con que, ¿tú eres rey?”. Jesús le contestó: “Tú lo dices: Soy Rey. Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo; para ser testigo de la verdad. Todo el que es de la verdad, escucha mi voz”.
HUMILDES ANTE LA VERDAD
Cuando, en nuestra ignorancia, identificamos la verdad con un concepto o una creencia, llegamos al absurdo de pensar que ser “testigos de la verdad” significa defender de manera tajante nuestra propia postura, en la creencia -autojustificadora e incluso autocomplaciente- de que estamos defendiendo la verdad. En este error de partida es donde encuentran asiento todas las actitudes dogmáticas, fundamentalistas y fanáticas, típicas de quienes se creen en posesión de la verdad. De ahí, el conocido dicho: «Admira a quien busca la verdad y huye de quien dice tenerla».
La verdad nunca puede ser poseída. Lo que poseemos son solo constructos mentales, con frecuencia -aunque sea de manera inconsciente- hechos a nuestra propia medida. Poseemos ideas, creencias, convicciones…, creaciones y proyecciones de nuestra propia mente, según lo que hemos ido recibiendo de otros; en definitiva, conocimientos de segunda mano.
La verdad no solo no se deja atrapar, sino que nos desnuda de todas nuestras pretensiones. Esa es la razón por la que siempre lleva de la mano a la humildad, según el conocido y acertado dicho de Teresa de Jesús: “Humildad es caminar en verdad”.
La verdad nos desnuda porque cuestiona de manera radical todas nuestras construcciones mentales, pone en duda nuestras aparentes seguridades, provoca el silencio de la mente y nos introduce en la sabiduría del “no-saber”, tal como expresó, de forma bella y poética, Juan de la Cruz: “Entreme donde no supe / y quedeme no sabiendo / toda ciencia trascendiendo”. O como expresara otro gran místico, el turolense Miguel de Molinos, en el siglo XVII: “El vacío, el no-saber, el silencio interior constituyen las bases y cimientos de esta sabiduría de íntimas proporciones”.
La verdad no es algo que nuestra mente puede elaborar -todo lo que sale de la mente, sin excepción, son solo “mapas”-. Y la verdad, de entrada, no tiene que ver con mapas ni conceptos, que conducen al enfrentamiento y, llegado el caso, a la aniquilación de quien no comparte las propias creencias. La verdad es una con la realidad. Nada queda fuera de ella. Escapa a la mente que, incapaz de atrapar la realidad total, se ve abocada a permanecer en el lúcido “no-saber”; la verdad no puede ser pensada, sino vivida. Quien piensa la verdad, corre el riesgo de volverse fanático. Quien la vive, es humilde.
CON LAS VÍCTIMAS DE LA DANA EN EL CORAZÓN
Ante unas circunstancias tan devastadoras y ante el inmenso sufrimiento de tantísimas personas, la sensibilidad se rompe y la mente queda colapsada. Solo queda Silencio que vibra con las víctimas y acoge su dolor como propio, dejándose afectar y movilizar por él.
Al dejarnos sentir, sin evitarlo, el dolor de quienes han perdido todo y ven su existencia trastocada por completo, emerge la empatía y la compasión, como corriente de amor sincero y fuente de solidaridad y ayuda efectiva.
En estas circunstancias, me parece muy importante acoger y dejarnos sentir el dolor que conlleva la situación. En efecto, el dolor sentido, haciendo aflorar nuestra vulnerabilidad, nos ablanda por dentro; nos une a quien lo está padeciendo y nos moviliza interiormente en una acción eficaz de ayuda.
Ante una catástrofe de tal magnitud, solo queda Silencio. No hay palabras, no hay tampoco pensamientos. Y tal vez, en ese silencio de quien “no sabe”, pueda emerger la Confianza que, a pesar de todo, sigue sosteniendo a quienes se sienten derrumbados.
Tales catástrofes y semejantes sufrimientos no pueden entenderse desde la mente. Tampoco pueden acogerse fácilmente por una sensibilidad que se ve azotada por un tsunami tan violento como incomprensible. Solo pueden vivirse, una vez que el “oleaje” empieza a amainar, desde aquel “lugar” donde nos percibimos y reconocemos como Vida. Antes o después, somos conducidos, a través del camino de la aceptación, a una rendición completa a la Vida. Y, aunque trémulos y asustados por tanto dolor y desconcierto, tal vez podamos seguir escuchando en nuestro interior una voz que dice: “La Vida sabe”…
Las catástrofes, individuales o colectivas, desbaratando nuestras seguridades, amenazan nuestra armonía y nos sumen en la más negra incertidumbre. Y sin embargo, paradójicamente, pueden, tal vez, constituir oportunidades que nos abren la puerta a la comprensión de nuestra verdad profunda, ahí donde descubrimos que somos Vida, ahí donde “todo está bien”.
… … … … … … …
Pero, entre tanto, Silencio, Dolor asumido y compartido, Presencia consciente, Compasión, Solidaridad, Ayuda…, desde la profunda Consciencia de unidad, en la que todos nos reconocemos uno.
Podcast con los «tarapeutas» Miguel y Fernando
Conversando con Miguel Alfonso y Fernando Tobías, tarapeutas expertos en taras humanas: en esta ocasión, sobre el niño o niña interior, porque «nunca es tarde para tener una infancia feliz» (Milton H. Erickson).
LO ÚNICO QUE PERMANECE
Comentario al evangelio del domingo 17 noviembre 2024
Mc 13, 24-32
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: “En aquellos días, después de una gran tribulación, el sol se hará tinieblas, la luna no dará su resplandor, las estrellas caerán del cielo, los ejércitos celestes se tambalearán. Entonces verán venir al Hijo del Hombre sobre las nubes con gran poder y majestad; enviará a los ángeles para reunir a sus elegidos de los cuatro vientos, del extremo de la tierra al extremo del cielo. Aprended lo que os enseña la higuera. Cuando las ramas se ponen tiernas y brotan las yemas, sabéis que la primavera está cerca; pues cuando veáis vosotros suceder esto, sabed que él está cerca, a la puerta. Os aseguro que no pasará esta generación antes que todo se cumpla. El cielo y la tierra pasarán, mis palabras no pasarán. El día y la hora nadie lo sabe, ni los ángeles del cielo ni el Hijo, solo el Padre”.
LO ÚNICO QUE PERMANECE
Con un lenguaje que hoy nos resulta extraño, el género apocalíptico trata de revelar o des-velar (el término “apocalipsis” significa quitar el velo, revelación o des-cubrimiento) lo realmente real, aquello que permanece cuando todo lo demás cambia.
Sabemos que todas las formas u objetos son impermanentes y que, en ese mundo, lo único constante es el cambio. Y sabemos también que la impermanencia es fuente de dolor y, con frecuencia, de intenso sufrimiento, cuando nuestro apego a las formas es fuerte.
Forma u objeto es todo aquello que puede ser observado. En cuanto tales, todos ellos son contenidos de consciencia, ocupan un “espacio” delimitado de lo real y, como acabo de indicar, no escapan a la llamada ley de la impermanencia.
En conclusión: todo aquello que podemos observar, por más importante que nos parezca y por más querido que nos resulte, un día desaparecerá. Lo cual es lo mismo que decir que todo lo que nace, morirá.
¿Hay algo que se salve de la impermanencia? Justamente aquello que no es objeto, lo sin-forma, la consciencia que sostiene todos los contenidos, la “espaciosidad” que contiene todas las formas.
Lo único que permanece es lo no-nacido: aquello -el único “sujeto”- que observa todos los objetos, pero que no puede ser observado; la consciencia que sostiene, contiene y, a la vez, constituye el “núcleo” de todos los contenidos; la “espaciosidad” o presencia consciente en la que aparecen y donde se mueven todas las formas. En definitiva, lo realmente real es aquello que no tiene forma ni nombre, dado que, al no ser objeto, no puede nombrarse adecuadamente. Tal como lo expresó bellamente José Saramago, “en todos nosotros hay algo que no tiene nombre; eso es lo que somos”.
El texto evangélico proyecta esa realidad -lo único permanente, lo realmente real- en Jesús: “El cielo y la tierra pasarán, mis palabras no pasarán”. Pero quien sabe leer descubre que va más allá de la persona del Maestro de Galilea. Lo único que “no pasará” es la consciencia, el ser, la vida… -hacia ello es adonde apunta la palabra de Jesús-, y eso es lo que realmente somos.