«Existimos más allá de lo físico«
Jn 6, 41-51
En aquel tiempo, criticaban los judíos a Jesús porque había dicho: “Yo soy el pan bajado del cielo”, y decían: “¿No es este Jesús, el hijo de José? ¿No conocemos a su padre y a su madre?, ¿cómo dice ahora que ha bajado del cielo?”. Jesús tomó la palabra y les dijo: “No critiquéis. Nadie puede venir a mí, si no lo trae el Padre que me ha enviado. Y yo lo resucitaré en el último día. Está escrito en los profetas: Serán todos discípulos de Dios. Todo el que escucha lo que dice el Padre y aprende, viene a mí. No es que nadie haya visto al Padre, a no ser el que viene de Dios: ese ha visto al Padre. Os lo aseguro: el que cree tiene vida eterna. Yo soy el pan de la vida. Vuestros padres comieron en el desierto el maná y murieron: este es el pan que baja del cielo, para que el hombre coma de él y no muera. Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo: el que coma de este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne, para la vida del mundo”.
EL ALIMENTO Y LA CATEQUESIS
Uno de los varios glosadores anónimos del cuarto evangelio muestra una particular y reiterada insistencia en presentar la eucaristía como comida de la propia “carne” de Jesús. Mientras el autor original utilizaba la metáfora del “pan de vida” para referirse a la palabra del Maestro como alimento vivificador, este otro glosador más tardío trasciende aquella metáfora -pasando de la «palabra» a la «carne»- en una afirmación que, a pesar de no pertenecer al Jesús histórico, haría fortuna en la historia de la confesión cristiana, llegando a dar lugar a la fórmula de la llamada transubstanciación.
Antes de estas catequesis, nacidas al calor de la euforia de las primeras comunidades y bebiendo probablemente de la práctica de los cultos mistéricos, el mensaje original se refería a Jesús como alimento, pero poniendo el acento en su persona y en su palabra.
A aquellos primeros seguidores les alimentaba la presencia y la palabra de Jesús, exactamente lo mismo que nos sigue alimentando a los humanos en nuestra búsqueda de la verdad. En efecto, lo que nos sostiene y fortalece siempre es la presencia de calidad que nos llega de los otros y la palabra de sabiduría que ilumina, fortalece, consuela y estimula.
La presencia y la palabra nos alimentan porque tienen el poder de despertar nuestra dimensión profunda, situándonos en ella. Es decir, porque nos conectan de manera inmediata con el “alimento” que yace, invulnerable y siempre disponible, en el fondo de todo ser humano.
La catequesis que formula el citado glosador busca “materializar” el alimento, sosteniendo que el discípulo come y bebe nada menos que la misma carne y sangre del Jesús en quien creen. Parece claro que tal formulación catequética es una mera creencia, aunque innecesaria, por otra parte, si lo que se buscaba era reconocer aquello que siempre es alimento para el ser humano en camino.
¿TIENE EL DOLOR UNA FUNCIÓN TERAPÉUTICA?
¿SE PUEDE EDUCAR HACIENDO DAÑO A LA PERSONA?
1. Quiero pensar que todos responderíamos negativamente a la segunda de las cuestiones que encabeza este texto. ¿Quién justificaría hacer daño a alguien con el objetivo de educarlo o de ayudarlo a cambiar? Y, sin embargo, en la práctica es un comportamiento muy habitual en la relación padres-hijos, de pareja, así como en diferentes relaciones interpersonales…
¿Qué es lo que ocurre? Cuando el otro -sea hijo, pareja, amigo, conocido…-, a nuestros ojos, actúa “mal”, ¿qué hacemos? Generalmente, nos enfadamos, lo juzgamos, lo criticamos, lo condenamos… y hacemos que se sienta mal, es decir, le estamos haciendo daño.
¿Cómo lo justificamos? Rápidamente nos decimos que lo hacemos por su bien, porque queremos que cambie “a mejor”. Y nos decimos también que, al hacerle sentir mal, estamos favoreciendo que cambie su manera de comportarse.
¿Es así realmente o hay algo que se nos puede colar de manera inadvertida? Me parece que lo que sucede en esos casos tiene una explicación más simple… y menos “noble”. En realidad, nuestra reacción suele nacer de la frustración. Es justamente de la frustración de donde nacen reacciones como el enfado, el juicio, la condena…, así como el deseo de que el otro se sienta mal. Es decir, si somos honestos, habremos de reconocer que generamos reacciones que hacen daño a la otra persona…, y con frecuencia ni siquiera somos conscientes de ello.
Desde esa misma honestidad, tal vez no nos resulte difícil reconocer que, en ocasiones, hemos buscado que la otra persona se sintiera mal -es decir, objetivamente, más allá de “intenciones”, le hemos hecho daño-. Y lo hemos hecho como reacción que nacía de nuestro propio malestar.
2. Para una mayor comprensión de lo que se halla en juego, tal vez sea oportuno entender que, ante el fenómeno del dolor, suelen darse dos posturas extremas.
Por una parte, el dolorismo afirma que el dolor es bueno y valioso por sí mismo. Tal actitud suele estar vinculada con algún sentimiento de culpa y sostenida por alguna creencia religiosa. En esas bases se asienta la creencia de que el dolor repararía la culpa y nos haría merecedores de perdón.
Por otra, el hedonismo ve el dolor como algo malo en sí mismo, que hay que evitar a cualquier precio. En este caso, no es difícil detectar el vínculo de esta actitud con un narcisismo infantil.
La actitud adecuada se encuentra entre ambos extremos, reconociendo que el dolor forma parte inevitable de la existencia: dado que toda forma es impermanente, donde hay forma, habrá dolor. Ahora bien, lo decisivo es lo que se hace con el dolor.
Y la acogida constructiva del dolor se basa en dos actitudes que solo son ajustadas cuando se dan simultáneamente: la no-evitación y la no-reducción. El dolor no se supera evitándolo o negándolo -considerándolo tabú, como hace nuestra cultura-, sino aceptándolo. Pero, junto a la no-evitación, se requiere comprender que somos más que el dolor, por lo que no nos reducimos a él.
Son precisamente estas dos actitudes las que hacen posible que el dolor se convierta en oportunidad de crecimiento. Porque, al poner de manifiesto nuestra vulnerabilidad, desarbola la inflación del ego y facilita que pueda ser trascendido. La vulnerabilidad aceptada es la puerta de la compasión. Así vivido, el dolor nos hace más humanos. Pero no por el dolor mismo -como creía el dolorismo-, sino porque en él encontramos la oportunidad de conectar más en profundidad con lo que somos.
El dolor no pide ser evitado -como proclama el hedonismo-, tampoco ser glorificado -como predica el dolorismo-, sino sencillamente abrazado sin reducirnos a él.
3. A partir de aquí, podemos volver a nuestra pregunta anterior: ¿Se puede ayudar a la persona haciéndole daño o provocándole dolor? La respuesta es tajante: no. El dolor provocado no puede ser fuente de transformación. Porque, tal como he señalado antes, lo que transforma no es el dolor, sino la actitud con la que se vive.
Ese movimiento que nos lleva a hacer daño al otro -o hacer que se sienta mal- como medio para que cambie en algún comportamiento que nos parece inadecuado suele nacer de una creencia profundamente arraigada desde nuestra infancia. Probablemente, fue lo que hicieron con nosotros y, por tanto, lo que aprendimos. Es claro que el modo como fuimos tratados ha condicionado de manera efectiva nuestro modo de tratar a los demás. Lo cual no impide ver que, en sí mismo, ese modo de funcionar, mirado objetivamente, contiene un componente sádico.
Si deseamos vivir las diferentes relaciones con limpieza, sugiero indagar por este lado: ¿cómo respondo a lo que me parece un error o un comportamiento inadecuado de la otra persona (hijos, pareja, amigos…)? ¿Busco, aunque en ese momento no sea consciente, que se sienta mal? ¿O vivo esa situación desde la comprensión y, sobre todo, desde la no-reacción?
La reacción -la reactividad- siempre es egocéntrica: mi ego salta de una forma determinada ante un estímulo concreto. De ahí que únicamente es posible superar esa trampa y ese engaño cuando renunciamos a reaccionar.
Ahora bien, pasar de la reacción a la respuesta -de la reactividad a la responsabilidad-, requiere indefectiblemente tomar distancia de lo que se produce en nosotros ante un estímulo que nos “toca” sensiblemente. Sin distancia, será inevitable la reacción. La distancia –“contar hasta diez”, decían nuestras abuelas- permite acoger el estímulo, acoger igualmente el sentimiento que se ha despertado en nosotros…, pero sin dejarnos llevar por él.
Desde la comprensión, sencillamente respondemos, o mejor aún, permitimos que la vida responda a través de nosotros.
Jn 6, 24-35
En aquel tiempo, cuando la gente vio que ni Jesús ni sus discípulos estaban allí, se embarcaron y fueron a Cafarnaún en busca de Jesús. Al encontrarlo en la otra orilla del lago, le preguntaron: “Maestro, ¿cuándo has venido aquí?”. Jesús les contestó: “Os lo aseguro: me buscáis no porque habéis visto signos, sino porque comisteis pan hasta saciaros. Trabajad no por el alimento que perece, sino por el alimento que perdura, dando vida eterna, el que os dará el Hijo del Hombre; pues a este lo ha sellado el Padre, Dios”. Ellos le preguntaron: “¿Cómo podremos ocuparnos en los trabajos que Dios quiere?”. Respondió Jesús: “Este es el trabajo que Dios quiere: que creáis en el que Él ha enviado”. Ellos le replicaron: “¿Y qué signo vemos que haces tú, para que creamos en ti? Nuestros padres comieron el maná en el desierto, como está escrito: Les dio a comer pan del cielo”. Jesús les replicó: “Os aseguro que no fue Moisés quien os dio pan del cielo, sino que es mi Padre quien os da el verdadero pan del cielo. Porque el pan de Dios es el que baja del cielo y da vida al mundo”. Entonces le dijeron: “Señor, danos siempre de ese pan”. Jesús les contestó: “Yo soy el pan de vida. El que viene a mí no pasará hambre, y el que cree en mí no pasará nunca sed”.
EL ALIMENTO DE LA VIDA
El ser humano, de manera consciente o no, anhela aquello que alimenta la vida. En realidad, en todo lo que emprende, va buscando vivir y vivir en plenitud. En el proceso, debido a mil factores, puede ocurrir de todo: adormecer el anhelo, evadirlo, compensarlo o confundirse y adentrarse en una dirección equivocada. Pero el anhelo seguirá siempre ahí, buscando el alimento que colma toda hambre y el agua que sacia toda sed.
El evangelio de Juan -el más alejado del Jesús histórico, así como el más cargado de simbolismo, y nacido en un entorno gnóstico- tiene como objetivo presentar a Jesús como la respuesta total al anhelo humano. Conocer a Jesús y entregarse a él -eso es creer, en este evangelio- es el camino de la salvación, es decir, de la plenitud anhelada.
El gnosticismo, más allá de etiquetas interesadamente descalificadoras, más allá también de corrientes y elucubraciones carentes de base, y tal como su nombre indica, sitúa el conocimiento (gnosis) como la piedra angular de la liberación radical del ser humano. Pero no se trata de un conocimiento mental al alcance únicamente de unos cuantos iniciados, sino de aquel conocer que se designa como sabiduría o comprensión vivencial y experiencial. Se trata de un “conocimiento sentido”, que se experimenta como un “ver”, para el que todo ser humano sin excepción está capacitado.
La comprensión nos permite alcanzar un conocimiento directo e inmediato; todo lo demás no pasará de ser un perezoso conocimiento de segunda mano. Lo que ocurre en el evangelio de Juan es que reduce la comprensión a una creencia, es decir la personaliza con exclusividad en la figura de Jesús. Sin embargo, más allá de esa identificación creyente, lo único capaz de responder al anhelo humano es la comprensión de lo que somos. Todo lo que no sea esto, se reducirá a un conocimiento de segunda mano y, por ello mismo, más o menos alienante.
El “pan de vida”, de que habla el evangelio, no se halla fuera de nosotros; es lo que somos en profundidad. Los discípulos de Juan lo percibieron en Jesús, pero parecieron olvidar algo básico: lo que es Jesús, lo somos todos.
El tiempo pasa y va dejando capas
como anillos de árbol que crecen
de dentro hacia afuera, año a año,
guardando la huella de las cosas.
Cicatrices de incendios,
grandes sequías,
inundaciones,
plagas
se
graban
como figuras
difuminadas
entre la normalidad
de las circunferencias de la vida.
La madera muestra el sentimiento
profundo de gratitud y aceptación.
La madera dibuja lo que vive
abrazando todo lo que ha sido
y acogiendo todo lo que es
en hermosos círculos concéntricos
que bailan irregulares, con marcas,
de dolor, de amor, de resiliencia.
La madera se abraza a sí misma,
sin rubor, en cada nueva capa,
sin prisa, de la periferia al centro,
vibrante, del centro a la periferia.
Miro atenta bajo mi corteza,
recorro con mis dedos, año a año,
esas huellas de la vida,
con hermosos trazos irregulares
que dibujan mi existencia
y hablan de la corriente de amor
que envuelve y acoge cada paso,
en un inmenso y comprensivo abrazo,
sin rubor, en cada nueva capa,
sin prisa de la periferia al centro,
vibrante, del centro a la periferia.
Esther Fernández Lorente.
Jn 6, 1-15
En aquel tiempo, Jesús se marchó a la otra parte del lago de Galilea (o de Tiberíades). Lo seguía mucha gente, porque habían visto los signos que hacía con los enfermos. Subió Jesús entonces a la montaña y se sentó allí con sus discípulos. Estaba cerca la Pascua, la fiesta de los judíos. Jesús entonces levantó los ojos, y al ver que acudía mucha gente dijo a Felipe: “¿Con qué compraremos panes para que coman estos?” (lo decía para tentarlo, pues bien sabía él lo que iba a hacer). Felipe le contestó: “Doscientos denarios de pan no bastan para que a cada uno le toque un pedazo”. Uno de sus discípulos, Andrés, el hermano de Simón Pedro, le dijo: “Aquí hay un muchacho que tiene cinco panes de cebada y un par de peces, pero, ¿qué es eso para tantos?”. Jesús dijo: “Decid a la gente que se siente en el suelo”. Había mucha hierba en aquel sitio. Se sentaron: solo los hombres eran unos cinco mil. Jesús tomó los panes, dijo la acción de gracias y los repartió a los que estaban sentados; lo mismo todo lo que quisieron del pescado. Cuando se saciaron, dijo a sus discípulos: “Recoged los pedazos que han sobrado; que nada se desperdicie”. Los recogieron y llenaron doce canastas con los pedazos de los cinco panes de cebada que sobraron a los que habían comido. La gente entonces, al ver el signo que había hecho, decía: “Este sí que es el Profeta que tenía que venir al mundo”. Jesús entonces, sabiendo que iban a llevárselo para proclamarlo rey, se retiró otra vez a la montaña, él solo”.
UN MUNDO NUEVO
El relato llamado de la “multiplicación de los panes” constituye una parábola preciosa del mundo que anhelamos, un mundo diametralmente opuesto a la situación en la que hoy nos encontramos. Por tanto, la cuestión que plantea la parábola podría formularse de este modo: ¿cómo pasar de la situación de un mundo fracturado, dividido, injusto y extremadamente desigual a otro mundo solidario, justo, equitativo e igualitario?
Y la respuesta parece ser solo una: tal paso únicamente podrá darse cuando se produzca una transformación de la consciencia en el ser humano. Más en concreto, en la medida en que podamos pasar de una consciencia de separatividad a la consciencia de unidad.
Todo estado de consciencia nos hace ver la realidad de una manera determinada, que condiciona, de manera necesaria y decisiva, nuestro modo de relacionarnos y de actuar. La consciencia de separatividad, mental y egoica, se caracteriza por ver la realidad como una suma de objetos separados, que el yo pretende hacer girar en torno a sí mismo. El resultado es un individualismo atroz y excluyente. Tal vez, en esa consciencia quepan los seres más cercanos y queridos, con quienes el yo hace una excepción, asumiendo sus necesidades y aspiraciones como propias. Pero el círculo de los “iguales”, en la consciencia de separatividad, es siempre extremadamente reducido; son muy contados los que caben en él.
Al crecer en la consciencia de unidad, ese círculo se amplía más y más, hasta abrazar toda la realidad. Desde esa consciencia se advierte que todo ser humano es no-otro de mí. Ahora bien, el paso de aquella consciencia de separatividad, errónea y egoica, a la consciencia de unidad precisa de un requisito imprescindible: desidentificarse del propio yo, trascenderlo, hasta llegar a experimentar que no soy el yo que había creído ser, sino la consciencia (o vida) que somos todos.
Si personalizamos la parábola, la cuestión podría tomar estos términos: ¿voy dando pasos para superar la consciencia de separatividad y vivir en la consciencia de unidad?