LA VIDA NO ESTÁ AMENAZADA

Domingo 30 de junio de 2024

Mc 5, 21-43

En aquel tiempo, Jesús atravesó de nuevo a la otra orilla, se reunió mucha gente a su alrededor, y se quedó junto al lago. Se acercó un jefe de la sinagoga, que se llamaba Jairo, y al verlo se echó a sus pies, rogándole con insistencia: “Mi niña está en las últimas; ven, pon las manos sobre ella, para que se cure y viva”. Jesús se fue con él, acompañado de mucha gente que lo apretujaba. Había una mujer que padecía flujos de sangre desde hacía doce años. Muchos médicos la habían sometido a toda clase de tratamientos y se había gastado en eso toda su fortuna; pero en vez de mejorar, se había puesto peor. Oyó hablar de Jesús y, acercándose por detrás, entre la gente, le tocó el manto, pensando que, con solo tocarle el vestido, curaría. Inmediatamente se secó la fuente de sus hemorragias y notó que su cuerpo estaba curado. Jesús, notando que había salido fuerza de él, se volvió enseguida, en medio de la gente, preguntando: “¿Quién me ha tocado el manto?”. Los discípulos le contestaron: “Ves cómo te apretuja la gente y preguntas: «¿quién me ha tocado?». Él seguía mirando alrededor, para ver quién había sido. La mujer se acercó asustada y temblorosa, al comprender lo que había pasado, se le echó a los pies y le confesó todo. Él le dijo: “Hija, tu fe te ha curado. Vete en paz y con salud”. Todavía estaba hablando, cuando llegaron de casa del jefe de la sinagoga para decirle: “Tu hija se ha muerto. ¿Para qué molestar más al maestro?”. Jesús alcanzó a oír lo que hablaban y le dijo al jefe de la sinagoga: “No temas; basta que tengas fe”. No permitió que lo acompañara nadie, más que Pedro, Santiago y Juan, el hermano de Santiago. Llegaron a casa del jefe de la sinagoga y encontró el alboroto de los que lloraban y se lamentaban. Entró y les dijo: “¿Qué estrépito y qué lloros son estos? La niña no está muerta”. Se reían de él. Pero él los echó fuera a todos, y con el padre y la madre de la niña y sus acompañantes entró donde estaba la niña, la tomó de la mano, y le dijo: “Talitha Qumi” (que significa: Contigo hablo, niña, levántate). La niña se puso en pie inmediatamente y echó a andar –tenía doce años– y se quedaron viendo visiones. Les insistió en que nadie se enterase; y les dijo que dieran de comer a la niña.

LA VIDA NO ESTÁ AMENAZADA

En cuanto reducimos la vida a “algo” -un objeto o contenido de la consciencia-, empezamos a verla como una realidad impermanente y fugaz. La pensamos como la cara opuesta a la muerte, como si constituyeran dos polos absolutamente contradictorios que se eliminarían mutuamente. Con tal planteamiento, no es extraño terminar asumiendo, como absolutamente cierta, la idea de que la vida se halla constantemente amenazada.

Ahora bien, cuando comprendemos que la vida no es “algo”, sino -como la consciencia- lo único realmente real, un proyecto inteligente y autodirigido en despliegue incesante, nuestra visión se modifica por completo.

Advertimos entonces que la muerte no es lo opuesto a la vida, sino al nacimiento. Que el nacer y el morir son sencillamente formas que la vida adopta. Y que la vida no corre nunca peligro ni está expuesta a ninguna amenaza. La vida es lo que es, en realidad -y hablando con rigor- lo único que realmente es.

Ahora bien, que la vida no esté amenazada no significa en absoluto que a nuestros yoes les vayan las cosas como pretenden, ni que se satisfagan sus expectativas. En cuanto formas impermanentes, los yoes se verán sometidos a altibajos y vaivenes de todo tipo -como cualquier otra forma-, padecerán cambios y pérdidas y terminarán en la muerte.

Hablamos con propiedad cuando decimos que somos Vida -el autor del cuarto evangelio lo pone en boca de Jesús en varias ocasiones-, pero el sujeto de tal expresión no es el yo particular que, envanecido, habría terminado absolutizándose. No; el sujeto que afirma ser vida solo puede ser el YO universal, ese “Yo” que todos los seres compartimos.

Y ahí nos topamos una vez más con nuestra paradoja: vistos desde un lado, somos el yo particular que se desenvuelve en el mundo de las formas: esa es nuestra personalidad; vistos desde el otro, somos vida, o mejor, la Vida es en nosotros: esa es nuestra identidad. ¿Con qué nos identificamos realmente? De ello dependerá todo lo demás.

EL SILENCIO, PUERTA A LA VIDA

Domingo 23 de junio de 2024

Mc 4, 35-40

Aquel día, al anochecer, dijo Jesús a sus discípulos: “Vamos a la otra orilla”. Dejando a la gente, se lo llevaron en barca, como estaba: otras barcas los acompañaban. Se levantó un fuerte huracán y las olas rompían contra la barca hasta casi llenarla de agua. Él estaba a popa, dormido sobre un almohadón. Lo despertaron diciéndole: “Maestro, ¿no te importa que nos hundamos?”. Se puso en pie, increpó al viento y dijo al lago: “¡Silencio, cállate!”. El viento cesó y vino una gran calma. Él les dijo: “¿Por qué sois tan cobardes? ¿Aún no tenéis fe?”. Se quedaron espantados y se decían unos a otros: “Pero, ¿quién es este? ¡Hasta el viento y el mar le obedecen!”.

EL SILENCIO, PUERTA A LA VIDA

La lectura simbólica del relato evangélico urge a silenciar el «viento» y el «oleaje», para poder pasar así del miedo a la confianza.

Mientras no salgamos de la mente, será imposible hallar la calma y, con ella, el valor para afrontar el “oleaje” que pueda sobrevenir. Siendo la mente una herramienta prodigiosa, ocurre que cuando nos identificamos o reducimos a ella, no solo la convertimos en una fábrica de preocupaciones constantes, sino que nos impedimos captar la belleza y profundidad de lo real.

La mente, como los sentidos, nos engaña con facilidad, al hacernos creer que la realidad es exactamente igual a la imagen mental que nos hacemos de ella. Y no es así. Por su propia naturaleza, la mente objetiva y fragmenta lo real, mostrándolo como la suma de una infinidad de objetos separados.

Por el contrario, cuando acallamos la mente, percibimos que lo único realmente real es la consciencia (o la vida). Cualquiera puede comprobar cómo, al silenciar el pensamiento, lo único que queda es consciencia desnuda sin contenidos (objetos). Queda un puro “darse cuenta” como espaciosidad abierta capaz de acoger todo.

Esta “espaciosidad” resulta inalcanzable para la mente, que únicamente puede operar en el mundo de los objetos. Y, al no poder captarla, la ignora o la niega. En consecuencia, quedamos reducidos a objetos separados, es decir, asumimos como verdadera la imagen que la mente nos traslada.

Sin embargo, la imagen mental de la realidad no es la realidad. De ahí la importancia decisiva de entrenarnos en acallar la mente si queremos ver con claridad. Porque nos va en ello nada menos que el acceso a la comprensión y, con esta, a la luz, la libertad y la liberación del sufrimiento.

No llegaremos a saber lo que es la vida si nos reducimos a lo que nuestra mente puede percibir. Es preciso silenciar la mente y atender lo que queda: solo así nos descubrimos en nuestra identidad profunda como plenitud de vida que se está desplegando en nuestra persona particular. Esa comprensión es la que nos permite trascender la creencia errónea de separatividad y acceder a la consciencia de unidad, que transformará nuestro modo de ver y de vivir.

«EL LIBRE ALBEDRÍO NO EXISTE» (3) // Robert Sapolsky

Entrevista de Lois Bolado a Robert Sapolsky, biólogo y neurocientífico,
en La Voz de Galicia, 8 de abril de 2024:
https://www.lavozdegalicia.es/noticia/lavozdelasalud/vida-saludable/2024/04/07/robert-sapolsky-neurocientifico-pedir-pruebas-libre-albedrio-existe-querer-probar-duendes-reales/00031712498681670229984.htm
 

“Pedir pruebas de que el libre albedrío no existe es como querer probar que los duendes no son reales”.

El conocido profesor de Ciencias Biológicas y Neurología de la Universidad de Stanford defiende que la ciencia ha demostrado que este concepto no es real y “que el único camino que tenemos es aceptarlo”.
Usted no decidió libremente tener hijos o no. Tampoco tener la pareja que tiene, perdonar a esa persona que le hizo daño u odiar a su enemigo. Todas esas elecciones claves en su vida y que creía haber tomado con plena consciencia, son en realidad el producto del útero donde se gestó, del barrio en el que creció o de lo que pasó en el universo hace millones de años. No hay ni una sola traza de intención ni libertad; la providencia eligió por usted. Creer en el libre albedrío es tan absurdo “como establecer que la meteorología estaba controlada por unas señoras mayores que teníamos que quemar en una hoguera”. Ese es el punto que defiende Robert Sapolsky (Nueva York, 1957), profesor de Ciencias Biológicas y Neurología de la Universidad de Stanford y uno de los mayores expertos y divulgadores del comportamiento humano a nivel mundial, en su último libro “Decidido. Una ciencia de la vida sin libre albedrío” (Capitán Swing, 2024), donde entierra al lector en una infinidad de evidencia científica —bastante desasosegante, por cierto— sobre nuestra absoluta incapacidad para decidir en libertad.

—Esta entrevista va a ser leída por gente que cree firmemente que comprar su casa, adoptar a su perro o cumplir la ley son decisiones que tomaron libremente. Y usted ahora les dice que en absoluto.

—No, por supuesto que no. Yo puedo haber elegido algo en un momento concreto: si quiero un helado de un sabor u otro, si aprieto o no el gatillo de un arma o si escribo un libro o no lo hago. En momentos así, existe una sensación de elección, de múltiples posibilidades de futuro. Sin embargo, la elección que acabas tomando es el resultado de todo lo que sucedió antes, del tipo de persona que has terminado siendo por todas las circunstancias que te han rodeado. Así que no. En absoluto hubo libre albedrío en esa decisión. Está claro que en el momento en el que la gente eligió tener hijos o no; vivir de alquiler o comprarse una casa, estaban tomando una decisión. Eran conscientes de lo que estaban haciendo y de sus consecuencias. Podrían haber optado por otra vía; nadie les estaba obligando. Pero se interpretan este tipo de decisiones como intuitivas, como un acto de madurez. Suficiente como para verlo como un acto de libre albedrío. Así lo interpretan también los sistemas judiciales, por ejemplo. Mi perspectiva es que esas decisiones son totalmente irrelevantes porque no van al fondo de la cuestión: ¿cómo alguien ha acabado siendo el tipo de persona que toma determinada decisión en un momento concreto?

—Si lo que elegimos no es responsabilidad nuestra sino la consecuencia de la historia biológica de la persona y el universo, va a dejar en el paro a todos los jueces del mundo.

—Hace unos meses tuve una reunión con unos cuantos. Les expliqué que el incremento del apetito durante su jornada laboral tiene un impacto directo en el aumento de las sentencias condenatorias. Hubo uno que me dijo que todo este trabajo científico sobre la toma de decisiones está muy bien, pero que la semana pasada había dictado una sentencia que al principio tenía clarísima y que, cuando llegó a su casa y se puso a pensar en el tema, acabó cambiando de opinión. Argumentaba que era una prueba de su libre albedrío. ¿Pero cómo ha llegado esa persona lo suficientemente segura de sí misma como para admitir que había cometido un error?, ¿cómo ha alcanzado ese nivel de desarrollo personal? Tenemos que diseccionar cuántas decisiones bajo nuestro control hemos tomado para acabar siendo como somos. ¿Has elegido la cultura que tienes?, ¿el útero en el que te gestaron?, ¿elegiste quiénes querías que fuesen tus padres?, ¿el barrio en el que te criaste? Si no tienes en cuenta todo esto y solo ves el momento concreto, la conclusión está clara: estás tomando una decisión y actuando con intención. ¿Pero cómo se ha formado esa intención?

—Lo que propone es un cambio de mentalidad muy grande ¿Qué hacemos con los condenados por cometer un crimen?, ¿son solo víctimas de sus circunstancias y no han tenido elección?

—Pues hay muchos ejemplos de esto en el pasado. Pensemos, por ejemplo, en el piloto de una aerolínea que se quedó dormido durante un vuelo provocando una terrible tragedia. Parece una negligencia monstruosa. Pero, con el paso del tiempo, se descubre que este piloto, a estas alturas del año, solía padecer alergia; que estaba tomando antihistamínicos que le provocaban somnolencia. Es difícil mantenerse despierto si estás tomando antihistamínicos. Hace décadas, la versión hubiese sido simplemente que el piloto se quedó dormido, que es un criminal y un irresponsable. Pero de repente, encontramos otra explicación, una biológica, que no tiene nada que ver con elecciones personales y libres. ¿Lo meterás en la cárcel? No, surgirá una nueva normativa que incorporará la incompatibilidad de pilotar bajo los efectos de esta medicación y que nada tendrá que ver con el libre albedrío ni con la culpa. Así, protegeremos a la gente sin necesidad de decir que nadie es malvado o que fue un acto provocado por un alma perversa. Es un escenario del que hemos extirpado por completo el libre albedrío y que ahora nos resulta obvio. Pero no siempre ha sido obvio. Es que venimos de un lugar donde la gente achacaba las consecuencias de cualquier cosa al libre albedrío, donde se solía pensar que la enfermedad y la moralidad estaban relacionadas o que un Dios nos castigaba. Afortunadamente, hemos dejado de creer que cuando alguien estornuda en primavera sea porque tiene el alma podrida. Ya no pensamos que nadie merezca ser encerrado por quedarse dormido a causa de una medicación. Al igual que hemos expulsado al libre albedrío del avión, lo hemos hecho en otros muchos ámbitos.

—Es muy común escuchar a padres decir que van a dejar elegir libremente a sus hijos a qué equipo de fútbol quieren apoyar. ¿Es esto posible?

—No, porque a través de lo que no estás diciendo, también estás ejerciendo una influencia. Si crías a un hijo para que sea exactamente como tú, evidentemente no existirá el libre albedrío; si tu crianza produce un adulto que odia el tipo de padre que tuvo y trata de hacer exactamente lo contrario de lo que hicieron con él, tampoco. Y si crías a un niño que es básicamente igual que tú, pero de repente se encuentra con un profesor que le influye muchísimo y cambia, tampoco habrá sido una decisión libre. Simplemente se trata de las influencias que hayan supuesto un mayor impacto a la hora de formar a una persona. Tenemos esta idea de que si crías a tus hijos para que piensen como tú, acabarán siendo todo lo contrario. ¿En serio nos creemos que se trata de una decisión propia y libre? Por supuesto que no, simplemente habremos estado en contacto con elementos que acabaron por influenciarnos más y esa es la razón de que tengas una visión política completamente opuesta. Pero es resultón decir: “Cuando te conviertes en padre, acabas siendo distinto a como era el tuyo”, como si hubiésemos elegido un camino.

—Hablemos de decisiones que tomamos: por ejemplo, fumar o dejar de hacerlo. Se culpabiliza mucho a los pacientes de tumores de pulmón de no haber dejado el hábito.

—En Estados Unidos, fumar se ha convertido en un marcador de clase. Se asocia a individuos con un nivel socioeconómico y educativo más bajo que, de alguna manera, no han entendido que hacerlo es malo para ellos. Si has nacido en un ambiente de pobreza, en una familia inestable, si en tu yo de 14 años confluyen todos estos factores de riesgo, empezar a fumar no se puede considerar una decisión libre. Del mismo modo, cuando una persona intenta dejar de fumar, ¿lograrlo o fracasar va a depender de su fuerza de voluntad cuando existe literatura científica que podría llegar hasta el techo sobre cómo funcionan las adicciones, el craving y la habilidad para superarlas adicciones? Son fenómenos puramente biológicos.

—La influencia de la neurobiología en la adicción al tabaco es más obvia que la neurobiología sobre apretar o no un gatillo. 

—Lo es hoy. Vámonos a otro escenario. Cuando ves a alguien que tiene sobrepeso, surgen todo tipo de atribuciones sociales. Se suele pensar que son personas que no tienen disciplina ni autocontrol, que desde algún nivel de su subconsciente se odian a sí mismos. Se produce un rechazo y se les considera poco atractivos. Pero un buen día se descubre una hormona en el riego sanguíneo llamada leptina. Cuando comes, segregas leptina desde tus células grasas y se introduce en tu cerebro, activando señales. Por eso dejamos de sentir hambre cuando comemos. De repente, alguien descubre que existe gente que tiene mutaciones en el receptor de la leptina y que estas provocan que sus cerebros no respondan a esta hormona de la manera adecuada. Y así, acaban sufriendo obesidad mórbida. Oh, vaya, no es que estas personas se odiasen a sí mismas o que no tuviesen autocontrol, sino que algo estaba funcionando mal en su organismo, que no estaban recibiendo las señales que biológicamente deberían después de una comilona. Y aquí entran en juego muchísimas cosas, como la cantidad de estrés fetal al que fuiste sometido debido durante el embarazo porque tu madre estaba pasando una mala época. Y esto repercutirá en la cantidad de neuronas dopaminérgicas que acabarás teniendo en una parte de tu cerebro adulto. Y esto repercutirá a su vez en tu vulnerabilidad ante posibles adicciones. Y te aseguro que no vas a disponer de control sobre el desarrollo de esa parte de tu cerebro encargada de los impulsos y los antojos. Y eso, a su vez, va a influir en que, si un día ves un bar abierto en una esquina de una calle, acabes entrando o no. Es exactamente el mismo funcionamiento que hace que a una persona le guste el helado de vainilla y a otra el de chocolate. Mucho más desafiante biológicamente, sí, pero biología.

—Es bastante descorazonador poner esfuerzo y dinero en educar en igualdad y que luego haya estudios que muestren que tendemos a ejercer un mayor castigo sobre una persona si en ese momento hay un olor desagradable en la habitación, como cuenta en su libro.

—La ciencia no deja de enseñarnos una y otra vez que debemos sospechar cuando creamos que hemos alcanzado una decisión racional sobre lo que sea. Porque cuando escarbas un poco, descubres que suele haber elementos que condicionan nuestros comportamientos de los que no tenías ni idea. Tenemos que ser muy cautos cuando creamos entender por qué alguien ha hecho algo. Especialmente si nos toca juzgarlo. Atreverse a pensar que entendemos por qué una persona ha actuado de una manera o de otra implica una alta probabilidad de equivocarse. Cuando digas que alguien es amable, digno, empático o un criminal, debes saber que no tienes ni la más remota idea de los factores que han acabado interactuando para que esa persona acabase siendo como es. Y, sobre todo, debes entender que no ha tenido ningún tipo de control sobre todo ello. Es la única conclusión posible viendo lo que la ciencia pone delante de nuestros ojos. Pero es tremendamente complicado vivir de esta manera.

—Pero, ¿dónde están los límites? Si nadie toma decisiones libres podríamos acabar compadeciéndonos de Hitler porque sus circunstancias le llevaron a ser uno de los seres más despreciables de la historia. 

—No lo sé. No puedo responder a la pregunta de dónde están los límites. Los míos los tengo claros y cada persona tendrá los suyos. Pero sí tengo claro que el único camino que tenemos es aceptar y entender que el libre albedrío no existe e ir paso a paso. Es irónico, pero debe ser una revolución poco revolucionaria. Porque resulta increíblemente complicado aceptar esto. Cuando yo iba al colegio, si el niño que tenía a mi lado no era capaz de leer, estaba claro lo que se pensaría de él. O no era muy inteligente, o era un vago. Desde que yo era un niño a ahora, la neurobiología ha descubierto cosas nuevas sobre algo llamado dislexia, sobre cómo la arquitectura de una parte de los cerebros de estas personas está conectada de manera anómala, lo cual provoca problemas para distinguir ciertas letras. ¡Vaya! Con los años, hemos sabido ver las cosas de otra forma. Si cuando tenía 10 años te hubieras sentado conmigo para explicarme que “algún día se sabrá que ese niño de allí padece algo parecido a una enfermedad y que hay algo llamado genes”, ni te hubiese prestado atención. Seguiría pensando que es solo un chaval que se dedica a tocar las narices y a mirar por la ventana. Me habría parecido inconcebible que no fuese alguien merecedor de ser juzgado. Pero la perspectiva ha cambiado por completo. Y estos cambios van a sucederse una y otra vez.

—¿Qué cambios intuye?

—Todavía no está ni cerca ver la obesidad como un fenómeno biológico sobre el que carecemos de control. Sigue habiendo muchísimos juicios sobre ellos. Tal vez nos lleve diez o quizás cien años darnos cuenta de que el metabolismo es un fenómeno puramente biológico, que la necesidad de comer o lo satisfactorio que puedas encontrar en un sabor u otro es una cuestión de la biología de los cuerpos. Quizás dentro de cincuenta años hayamos logrado los avances que hoy tenemos sobre la dislexia y los procesos de aprendizaje. Nos va a llevar un tiempo entenderlo, pero cuando lo logremos, sucederá lo que hoy pasa, que si un estudiante comete un error deletreando una palabra nadie piense que es vago y estúpido, sino que entendemos que son diferentes en su aprendizaje y que no es algo que elijan. Nos las hemos arreglado para expulsar al libre albedrío también de ahí; para entender que es su biología la que cambia una letra por otra. Hoy lo vemos claro, pero hace cincuenta años lo hubiésemos visto como algo intencionado. Y hace 400 creíamos que la gente elegía ser bruja. Lo hemos hecho bien, hemos conseguido avances en todos estos escenarios y todo ello nos da una idea de que va a seguir pasando lo mismo en otras áreas.

—¿Se imagina que dentro de unos años otra prueba científica descubriese que, efectivamente, sí existe en nuestro cuerpo algo similar al libre albedrío?

—Hay algo que me parece bastante injusto. Si nos fijamos en la trayectoria durante los últimos siglos de la humanidad, veremos una y otra vez en todo tipo de escenarios diferentes que el libre albedrío no ha existido. Hay algo que me vuelve loco cuando digo que el libre albedrío no existe y es esa gente que me dice: “Dame pruebas, demuéstramelo”. Es como si me pidiesen pruebas para demostrar que los duendes no son reales. Creo que conocernos lo suficiente científicamente para que la lógica sea la inversa, que sean esos que piden pruebas insistentemente para demostrar que el libre albedrío no existe, que justifican las condenas de cárcel y las pagas extra por rendimiento, los que aporten pruebas que permitan ver qué pasa en el cerebro cuando aparece ese supuesto libre albedrío. ¿Qué pasa concretamente en el funcionamiento de esos cerebros que sea independiente a la historia y el ambiente de esa persona y que indique que estamos tomando decisiones en libertad? Enséñame cómo funciona cerebralmente el libre albedrío y te creeré.

—Diría que los humanos tenemos cierta tendencia a que nos guste creer en cosas que no vemos…

—Es verdad, y a veces pueden tener sentido, pero en otras es un absurdo absoluto. Mi mujer es directora de musicales, que es algo que también menciono en el libro, y hace unos años la estuve ayudando en su trabajo. Hace ya tiempo tuvimos a un niño que era algo fuera de lo normal, tenía un oído y una capacidad de afinación perfecta. Le pedías que te diese un “la” en 440 Hz —la nota de referencia para afinar los instrumentos musicales— y te lo daba. Pero es que eso un rasgo genético, es completamente absurdo sentir admiración por la maestría de aquel niño a la hora de afinar. Si no asumimos cosas como esta, será realmente complicado no culpabilizar a la gente que comete un crimen, no recompensar a alguien que trabaja más duro que los demás o pensar que alguien que mide 2,20 metros y que gana un salario estratosférico porque juega muy bien al baloncesto se lo ha merecido. Es duro asumir que nada de esto tiene ningún sentido, pero tenemos que seguir empujando para entenderlo. Porque cada vez que aprendemos estas cosas, el mundo se convierte en un lugar mejor. No son solo avances científicos enormes, sino también morales. Al igual que fue maravilloso establecer que la meteorología no estaba controlada por unas señoras mayores que teníamos que quemar en una hoguera. Diría que ha sido un avance bastante positivo con respecto a cómo funcionábamos hace 400 años. El mundo es un lugar mejor desde que no quemamos a personas atadas a un palo. Y fue algo muy poco intuitivo en su momento. ¿Cómo que no son las brujas las que causan las tormentas?, ¿cómo que los niños que no aprenden a leer no es porque no están motivados?, ¿cómo que la gente que no para de comer no es porque no tiene ningún tipo de disciplina?

—Si no tenemos capacidad para decidir racionalmente nada, ¿en qué se diferencia un ser humano de un ratón de campo?

—Fundamentalmente, en nada, a excepción de que un ser humano sí es capaz de entender la complejidad de la maquinaria. Somos maquinaria biológica, al igual que un renacuajo o una bacteria. Somos algo más complicados, pero somos ingeniería biológica. La única diferencia real es que mientras que el resto de especies no pueden saber que son un producto de engranajes biológicos, nosotros sí. Somos la única especie capaz de entenderlo. Somos los únicos capaces de entender qué hacen los botones y qué pasa si muevo esta palanca. Y esta percepción nos permite aprender los cambios que se producen. Y si mi trabajo es ser juez, puedo aprender cuáles son los botones involucrados en mis decisiones; entender que me vuelvo mucho menos empático con los acusados conforme descienden mis niveles de glucosa. Somos máquinas, pero tenemos la posibilidad de cambiar. No porque decidamos libremente que queremos hacerlo, sino porque las circunstancias nos cambian.

LA VIDA, PROCESO INTELIGENTE Y AUTODIRIGIDO

Domingo 16 de junio de 2024

Mc 4, 26-34

En aquel tiempo, dijo Jesús a la gente: “El reino de Dios se parece a un hombre que echa simiente en la tierra. Él duerme de noche y se levanta de mañana; la semilla germina y va creciendo, sin que él sepa cómo. La tierra va produciendo la cosecha ella sola: primero los tallos, luego la espiga, después el grano. Cuando el grano está a punto, se mete la hoz, porque ha llegado la siega”. Dijo también: “¿Con qué podemos comparar el reino de Dios? ¿Qué parábola usaremos? Con un grano de mostaza: al sembrarlo en la tierra es la semilla más pequeña, pero después brota, se hace más alta que las demás hortalizas y echa ramas tan grandes que los pájaros pueden cobijarse y anidar en ellas”. Con muchas parábolas parecidas les exponía la palabra, acomodándose a su entender. Todo se lo exponía en parábolas, pero a sus discípulos se lo explicaba todo en privado.

LA VIDA, PROCESO INTELIGENTE Y AUTODIRIGIDO

Desde una lectura mental, la vida suele verse como “algo” que aparece en un momento determinado, fruto del azar para unos o creada por un dios para otros. En la misma línea, refiriéndonos ya a nosotros mismos, la vida se ve como “algo” que tenemos y que un día habremos de perder.

Al ser esta una lectura típicamente mental, es la que maneja la biología en particular y la ciencia en general, así como la que pervive en el imaginario colectivo. Sin embargo, a poquito que seamos capaces, no de pensarla, sino de atenderla y de contemplarla, podremos advertir que, más allá de aquella impresión, la vida es un proceso inteligente y autodirigido, en constante despliegue. No necesita de “alguien” que, desde el exterior, la cree: ella misma es eterna, el núcleo y la fuente de todo lo que es.

Una semilla -por retomar la parábola de Jesús- sabe lo que tiene que hacer para llegar a ser la planta que ella misma contiene. Ese es el modo de desplegarse de la propia vida. En cuanto proceso inteligente, vida y consciencia resultan términos equivalentes para nombrar la realidad originaria, de la que todo sin excepción está hecho. Todo es vida -todo es consciencia- que, en cada ser, se manifiesta en una forma concreta impermanente y transitoria.

Más allá de la “persona” en la que nos estamos experimentando, somos vida. Y podemos comprobarlo cuando, acallada la mente, en lugar de pensarnos -el pensamiento, por su propia naturaleza, reduce todo a objeto delimitado-, nos atendemos, apreciamos que no hay distancia ni diferencia entre la vida y nosotros, sino que, en nuestra identidad profunda, somos Vida.

La conclusión es clara: si la Vida es un proceso inteligente y autodirigido, la actitud acertada consiste en vivir diciendo sí a lo que la vida nos trae. No desde una resignación fatalista -la resignación es lo opuesto a la aceptación-, sino desde una aceptación lúcida que comprende el fondo de lo real.

«EL LIBRE ALBEDRÍO NO EXISTE» (2) // Robert Sapolsky

Entrevista de Antonio Villarreal a Robert Sapolsky,
en El Confidencial, 28 de marzo de 2024.

Robert Sapolsky (Brooklyn, 1957) ha pasado su vida tratando de entender por qué hay gente que escoge el helado de vainilla antes que el de chocolate. La decisión puede parecer trivial, pero los mecanismos que trascienden a la elección no lo son en absoluto.

Para realizar este camino, Sapolsky se licenció en antropología biológica en Harvard y lleva décadas viajando religiosamente a Kenia para estudiar el comportamiento de los babuinos salvajes —ha pasado 25 años estudiando al mismo grupo nueve horas diarias durante cuatro meses— y cómo el estrés en su entorno les predispone a enfermedades. Más adelante, se doctoró en neuroendocrinología para buscar respuestas a cómo se correlaciona el cerebro con las hormonas y las enfermedades. Sin darse cuenta, empezó a establecer paralelismos entre trastornos de personalidad y el surgimiento de algunas religiones.

En la Universidad de Stanford, el autor imparte su doctrina a estudiantes tan dispares como de biología o la neurocirugía. Su multidisciplinariedad puede parecer extravagante a muchos colegas investigadores, cada vez más especializados en su rama, pero Sapolsky tiene un plan en la cabeza: destruir la noción de que cualquier decisión que tomemos en nuestra vida está realizada libremente, y no es el mero resultado de una acumulación de estímulos biológicos, hormonales, ambientales o socioculturales. Su libro de 2017, «Compórtate: la biología que hay detrás de nuestros mejores y peores comportamientos», analizaba, a lo largo de 982 páginas, cómo todo lo que hacemos, ya sea algo bueno o despreciable, trascendental o banal, puede explicarse sin aludir a la dichosa libertad.

Para él no es un concepto nuevo. Tomó la decisión de que «no existe tal cosa como el libre albedrío» a los 13 años y ha empleado el resto de su vida en demostrarlo.

Ahora, el científico y escritor asesta un golpe aún más duro al concepto con «Decidido: una ciencia de la vida sin libre albedrío», publicado, como su antecesor, por Capitán Swing y planteado como un diálogo entre Sapolsky y todos aquellos —generalmente, filósofos— que osan seguir promulgando que tenemos un poder interno para tomar nuestras decisiones de forma independiente.

Por supuesto, resulta más elegante a día de hoy sostener que tus afirmaciones están basadas en estudios científicos, pero el determinismo extremo también tiene sus problemas: aunque cada decisión que tomamos pueda ser deconstruida en fundamentos biológicos, es imposible discernir cuál de ellas nos hizo ser el tipo de persona que prefiere la tortilla de patatas con cebolla. Bajo la superficie de «Decidido» burbujea una polémica que está muy viva en la ciencia actual: la tensión entre el determinismo, el esencialismo y, finalmente, el reduccionismo. No pocas veces Sapolsky incurre en estos terrenos, pese a que prácticamente cada línea del libro esté respaldada por un estudio científico.

Por ejemplo, en un momento dado cita un trabajo que concluía que «si los sujetos estaban sentados en una habitación con un olor repugnante (en vez de uno neutro), el nivel medio de simpatía que tanto conservadores como liberales declaraban sentir hacia los homosexuales disminuía», sin embargo, con otros grupos como ancianos, lesbianas o afroamericanos esto no sucedía. ¿Cómo una experiencia olfativa desagradable puede afectar a la toma de decisiones a un nivel moral? Aquí el Sapolsky neurocientífico y el primatólogo se intercambian la bata para explicar el rol de la ínsula, la zona del cerebro que se activa con el olor o sabor de la comida rancia para provocar que la escupan. «La función de la ínsula de los mamíferos que nos dice ‘esta comida está en mal estado’ tiene probablemente cien millones de años. Después, hace unas decenas de millones de años, los humanos inventaron conceptos como la moralidad y el asco ante la violación de las normas morales. Eso es muy poco tiempo para haber desarrollado una nueva región cerebral que ‘generara’ el asco moral. En lugar de eso, el asco moral se añadió a la cartera de la ínsula; como se suele decir, en lugar de inventar, la evolución hace chapuzas, improvisando (elegantemente o no) con lo que tiene a mano».

El estilo de Sapolsky es culto, cercano y divertido, lo cual lo hace increíblemente persuasivo. Esto, como hemos visto, encierra a veces ciertos peligros, como elucubrar si la instalación de parterres con flores y plantas aromáticas podría ayudar a revertir la situación en Arabia Saudí, Irán o Yemen, países donde la homosexualidad está penada con la cárcel o incluso la muerte.

Invitación a deconstruirse

El propio autor —siguiendo su doctrina— está condicionado biológicamente a no creer en el libre albedrío. En su caso, le solicitamos amablemente una deconstrucción de sus circunstancias, ¿qué le ha llevado a escribir un libro así?

«Yo diría que fue por el grado perfecto de trauma que experimenté cuando era adolescente», responde a El Confidencial, «el espectáculo de mi falta de atletismo, un legado ancestral de neurosis o la suficiente incertidumbre sobre cómo reaccionar si me elogian o me culpan. Además, me gusta escribir…»

Se nota que el autor ha pasado prácticamente toda su vida discutiendo sobre el tema, y que cuando creía tener convencido a su interlocutor, este se sacaba de la manga alguna excepción, una paradoja o un hipotético escenario que confirmaban la existencia del libre albedrío. En este sentido, Decidido circula como una apisonadora sobre todos estos actos de indeterminismo, dispuesta a aplastar cualquier pequeño tallo que aparezca. Incluso a nivel cuántico, uno de los únicos lugares donde admite que las cosas pueden generarse de forma totalmente arbitraria.

«Ciertamente, creo que he analizado irrefutablemente todos los argumentos que un filósofo moderno haría a favor del libre albedrío», explica Sapolsky. «Por supuesto, en su mayor parte simplemente responderían que necesito leer algo de filosofía».

Estos debates suelen descarrilar a menudo por otro motivo: libertaristas y deterministas tienen conceptos diferentes de qué es el libre albedrío o cuál es su verdadero alcance. El concepto a veces se solapa con otros, como las emociones o la intuición. Por ejemplo, pensadores como António Damasio no niegan sus bases biológicas, pero creen en el libre albedrío como una construcción sociocultural que experimentamos cuando creemos estar tomando una decisión libremente.

Para Sapolsky, esta forma de ver el debate es un engaño: o el libre albedrío existe o no. «Cuando se deja de lado todo ese sofisticado filosofeo, creo que todo se reduce a que muchas personas inteligentes, no obstante, están poniendo demasiada fe en la precisión de la intuición».

La resolución de este dilema lleva siglos postergándose, y con razón. No es solo la dificultad en encontrar la respuesta, sino las consecuencias que tendría desterrar la noción. ¿Qué sentido tendría una condena o una multa si se demuestra que alguien estaba condicionado a robar o conducir a 180 kilómetros por hora? El libro desmenuza concienzudamente todos esos temores de los defensores del libre albedrío, que pronostican un apocalipsis si este llegara alguna vez a ser totalmente refutado. «No me culpe por robarle un caramelo a un niño; no hay libre albedrío», ejemplifica Sapolsky antes de explicar, con buen criterio, que es lo mismo que sucedió con el ateísmo y esa admonición atribuida a Dostoievski: si no hay Dios, todo está permitido.

Más complicado para sus intereses es negar que, aunque no exista, el libre albedrío conviene. En primer lugar, porque carecemos de un avance tecnológico capaz de identificar la causa primordial que activó la reacción en cadena neuronal que acabó con una persona apretando un gatillo para disparar a otra. Para cubrir ese hueco, así como sus implicaciones, está el libre albedrío: lo hizo libremente y será juzgado por ello.

En ese sentido, para Sapolsky, el libre albedrío vendría a ocupar un espacio parecido al de la religión. «Me gusta la analogía, particularmente en términos de los beneficios psicológicos que puede generar una creencia en el libre albedrío», indica el científico a este periódico. «Pero hay un problema similar: la religión es muy buena para reducir la ansiedad, pero a menudo es una ansiedad que la religión ha inventado previamente; creer en el libre albedrío puede reducir la ansiedad, ya que proporciona respuestas a por qué las cosas pueden no haber salido tan bien en su vida; desafortunadamente, las respuestas que suele dar son algo así como: es por tu culpa».

Con todos sus beneficios, la lectura de este fascinante alegato de 500 páginas puede dejar al lector con preocupantes secuelas, como salir del cine con su pareja y achacarle que, si no le ha gustado la película es porque tiene la testosterona alterada por el ciclo circadiano o por aquel accidente de bicicleta, que probablemente afectó al normal desarrollo de su corteza prefrontal. Avisados quedan.