DESIERTO

Domingo I de Cuaresma

18 febrero 2024

Mc 1, 12-15

En aquel tiempo, el Espíritu empujó a Jesús al desierto. Se quedó en el desierto cuarenta días, dejándose tentar por Satanás; vivía entre alimañas, y los ángeles le servían. Cuando arrestaron a Juan, Jesús se marchó a Galilea a proclamar el Evangelio de Dios. Decía: “Se ha cumplido el plazo, está cerca el reino de Dios; convertíos y creed en el Evangelio”.

DESIERTO

En la Biblia, desierto significa, a la vez y de manera paradójica, lugar de prueba y lugar de intimidad con Dios. Aunque, si lo miramos detenidamente y, sobre todo, si lo experimentamos, apreciaremos el sentido de aquella paradoja.

Lo que solemos designar como “prueba” -pérdidas de todo tipo, dificultades, contratiempos, crisis…- saca a flor de piel nuestra vulnerabilidad. Y cuando la vulnerabilidad se acoge y se acepta, abre la puerta a nuestra humanidad profunda y, con ella, al amor y la compasión. De ese modo, la prueba se convierte en puerta que nos introduce en la profundidad.

El ser humano tiende a buscar e instalarse en cualquier zona de confort. Como si en cada uno de nosotros viviera un pequeño burgués amante de la comodidad y del bienestar. Y eso no está mal. Lo malo suele ser que esa misma dinámica tiende a mantenernos en la superficie, alejados de lo mejor de nosotros mismos, de los demás y de la vida. Porque en la superficie fácilmente nos conformamos con “sobrevivir”.

Las pruebas nos zarandean y, al hacerlo, si no nos hundimos ni nos endurecemos, nos obligan a buscar aquello que nos sostiene; la experiencia de lo impermanente -doloroso en sí mismo, antes o después- nos pone en camino de aquello que permanece. El propio dolor nos muestra nuestra vulnerabilidad, haciéndonos conscientes de que no podemos escamotearla.

Y es ahí, al abrazarla, cuando nos hace más humanos. Y eso ocurre porque, como escribe Eckhart Tolle, solo en la medida en que aceptamos nuestra vulnerabilidad, descubrimos nuestra invulnerabilidad verdadera. Absolutamente vulnerables en la forma, somos, a la vez, aquello que permanece siempre estable. por ese motivo, también el desierto, cuando sabemos vivirlo, nos conduce a casa.

La experiencia del desierto nos humaniza porque nos hace pasar de la superficialidad a la profundidad, del narcisismo a la empatía y la compasión, del egocentrismo a la ofrenda, del despiste sobre nosotros mismos a la comprensión y el gozo de lo que realmente somos, de sobrevivir a vivir en plenitud…

COMPASIÓN

Domingo VI del Tiempo Ordinario

11 febrero 2024

Mc 1, 40-45

En aquel tiempo se acercó a Jesús un leproso, suplicándole: “Si quieres, puedes limpiarme”. Sintiendo compasión, extendió la mano y lo tocó diciendo: “Quiero, queda limpio”. La lepra se le quitó inmediatamente y quedó limpio. Él lo despidió, encargándole severamente: “No se lo digas a nadie; pero para que conste, ve a presentarte al sacerdote y ofrece por tu purificación lo que mandó Moisés”. Pero cuando se fue, empezó a divulgar el hecho con grandes ponderaciones, de modo que Jesús ya no podía entrar abiertamente en ningún pueblo; se quedaba fuera, en descampado; y aun así acudían a él de todas partes.

COMPASIÓN

La compasión constituye uno de los signos más palpables de madurez humana y de espiritualidad genuina. Y esto no es así por un convencionalismo arbitrario, sino porque la compasión brota espontáneamente de la comprensión.

Una persona es psicológica y espiritualmente madura cuando se habita a sí misma, viviendo en conexión consciente con lo que es, más allá de la imagen, de la acción y del propio ego. Y lo que somos de fondo, más allá del yo, es una realidad transpersonal que se ha designado como Verdad, Bondad y Belleza. Dicho más brevemente: somos Amor. Por eso, cuando lo comprendemos, no podemos sino vivirlo. Por eso también, es lo único que nos hace felices.

Sin embargo, la experiencia nos dice que encontraremos dificultades para vivirlo: desde una sensibilidad más o menos endurecida hasta un estado de alejamiento de nuestra propia identidad profunda, pasando por un mayor o menor bloqueo de nuestra capacidad de amar, como consecuencia de carencias afectivas importantes en los primeros momentos de nuestra existencia.

Eso explica que, con frecuencia, nos veamos enfrentados a una paradoja: somos Amor, pero necesitamos entrenarlo para poder vivirnos en coherencia. Entrenar el amor no significa entrar por un camino de voluntarismo. La voluntad la necesitaremos para mantener la perseverancia en el entrenamiento, pero el amor despertará en la medida en que nos sea posible experimentarlo.

Es probable que, en ese camino, haya que empezar por cuidar y desarrollar el amor a sí mismo. Un cuidado que no tiene nada de egoísta, ya que ese mismo amor es el que nos libera del encierro narcisista, gracias a dos características que lo acompañan: la humildad y la universalidad.

El amor es humilde, es decir, verdadero e íntegro y, por tanto, desapropiado, porque se reconoce infinitamente más grande que el propio yo. No se trata, por tanto, de que yo me ame -aunque lo nombremos de este modo-, sino de que el Amor me alcanza y me envuelve. Al reconocerlo así, el yo o ego ha perdido su protagonismo.

Por otro lado, el amor es universal, no deja nada ni a nadie fuera. Porque no es un sentimiento que dependiera de mí y conociera altibajos, sino una certeza que se apoya en la realidad de lo que es: todo es uno, todos somos uno. En el Amor lo experimentamos.

BUSCAR EL SILENCIO

Domingo V del Tiempo Ordinario

4 febrero 2024

Mc 1, 29-39

En aquel tiempo, al salir Jesús de la sinagoga, fue con Santiago y Juan a casa de Simón y Andrés. La suegra de Simón estaba en cama con fiebre y se lo dijeron. Jesús se acercó, la tomó de la mano y la levantó. Se le pasó la fiebre y se puso a servirles. Al anochecer, cuando se puso el sol, le llevaron todos los enfermos y poseídos. La población entera se agolpaba a la puerta. Curó a muchos enfermos de diversos males y expulsó muchos demonios; y como los demonios lo conocían no les permitía hablar. Se levantó de madrugada, se marchó al descampado y allí se puso a orar. Simón y sus compañeros fueron y, al encontrarlo, le dijeron: “Todo el mundo te busca”. Él les respondió: “Vámonos a otra parte, a las aldeas cercanas, para predicar también allí; que para eso he venido”. Así recorrió toda Galilea, predicando en las sinagogas y expulsando demonios.

BUSCAR EL SILENCIO

No hay profundidad humana sin cultivo del silencio. Porque solo el silencio mental -que no es mutismo, no está reñido con la actividad ni con el encuentro con los otros- posibilita el autoconocimiento en profundidad y el saboreo, consciente y detenido, de aquello que somos. Y solo de ese saboreo puede nacer la sabiduría o comprensión.

La experiencia nos dice que el ruido mental y emocional fácilmente nos perturba y descoloca, introduciéndonos en los vericuetos oscuros, interminables y ansiosos del hacer y del acaparar, situando al ego como protagonista de la acción y eje alrededor del cual se hace girar todo lo demás.

La resistencia o incluso el miedo al silencio tienen siempre un porqué, posiblemente conectado con uno de estos dos elementos (o con los dos a la vez): el miedo al propio mundo interior y la hiperactividad mental.

Decía que con frecuencia se dan unidos porque, cuando se ha sufrido en soledad desde niños, se ha tendido a alejarse de los propios sentimientos -ya que sentir era sinónimo de sufrir- y se ha refugiado en la cabeza, haciendo del pensamiento un mecanismo de defensa. No es raro que la hiperactividad mental -una manifestación de la ansiedad- sea síntoma de sufrimiento interno, muchas veces olvidado. Cuando estamos bien, notamos que la mente se relaja y rumiamos menos.

Siendo conscientes de las dificultades, es bueno saber que siempre es posible entrenarse en el silencio mental: encontrando la propia motivación, ajustando los tiempos a nuestro momento, apoyándonos en textos o en audios que faciliten entrar en el silencio, practicándolo en grupo…

En la medida en que se va viviendo, el silencio pacifica, unifica, armoniza, relativiza los dramas, libera del sufrimiento mental, desinfla el ego y sus pretensiones, nos hace comprender nuestra verdadera identidad y, en consecuencia, aporta alegría y nos hace más humanos.

ENSEÑAR CON AUTORIDAD

Domingo IV del Tiempo Ordinario

28 enero 2024

Mc 1, 21-28

Llegó Jesús a Cafarnaún, y cuando el sábado siguiente fue a la sinagoga a enseñar, se quedaron asombrados de su enseñanza, porque no enseñaba como los letrados, sino con autoridad. Estaba precisamente en la sinagoga un hombre que tenía un espíritu inmundo, y se puso a gritar: “¿Qué quieres de nosotros, Jesús Nazareno? ¿Has venido a acabar con nosotros? Sé quién eres, el Santo de Dios”. Jesús lo increpó: “Cállate y sal de él”. El espíritu inmundo, dando un grito muy fuerte, salió. Todos se preguntaron estupefactos: “¿Qué es esto? Este enseñar con autoridad es nuevo. Hasta los espíritus inmundos les manda y le obedecen”. Su fama se extendió enseguida por todas partes, alcanzando la comarca entera de Galilea.

ENSEÑAR CON AUTORIDAD

La palabra “autoridad” goza de una merecida mala fama. Evoca autoritarismo, imposición y prepotencia. Sin embargo, su etimología destaca exactamente todo lo contrario. Viene del verbo latino “augere”, que significa hacer crecer, aumentar e incluso aupar. Vive la autoridad quien ayuda a crecer y aúpa a las personas.

Es claro, por tanto, que la autoridad no proviene de un cargo ni de un título, sino que es una actitud de la persona que ha optado por vivirse en clave de ayuda, servicio y amor por los demás.

Así entendida, la práctica de la autoridad únicamente es posible cuando la persona ha alcanzado una cierta consistencia interior, ha cultivado su propio autoconocimiento y ha desplegado su capacidad de amar.

Con todo ello, parece obvio que “enseñar con autoridad” requiere una doble condición: por un lado, haber experimentado aquello de lo que se habla; por otro, vivir en clave de servicio y de amor hacia los otros.

Cuando alguien habla desde su propia experiencia, su palabra nos llega, resuena en nuestro interior, produce ecos capaces de despertar en nosotros lo que ya sabíamos, aunque lo tuviéramos olvidado o incluso ignorado. Por el contrario, cuando no se habla desde la experiencia, el discurso suena vacío -“a lata”, suele decir la gente de mi pueblo-, puede movilizar la mente, pero no alcanza nuestro corazón.

Sin embargo, no basta con hablar de lo experimentado. Se requiere, igualmente, limpieza, desapropiación y amor en el compartir. No es extraño que, al encontrarse ante un público dispuesto a escuchar, se pueda caer en alguna trampa narcisista, que tenga que ver con realzar la propia imagen, con destacar por encima de los otros o con imponer su propio punto de vista. Enseña con autoridad quien, sencillamente, ofrece, comparte y regala lo que él mismo ha visto y experimentado. No busca reconocimiento, ni aplauso, ni sumisión, ni afán de convencer a nadie. Se vive como cauce desapropiado por el que fluye lo que se le ha regalado vivir.

Enseñar con autoridad equivale a compartir desapropiadamente aquello que uno mismo ha experimentado, con el único objetivo de ayudar a comprender y a vivir, de “aupar” o hacer crecer a las personas que se le acercan.

¿QUÉ ES EL «REINO DE DIOS»?

Domingo III del Tiempo Ordinario

21 enero 2024

Mc 1, 14-20

Cuando arrestaron a Juan, Jesús se marchó a Galilea a proclamar el Evangelio de Dios. Decía: “Se ha cumplido el plazo, está cerca el Reino de Dios, convertíos y creed la Buena Noticia”. Pasando junto al lago de Galilea, vio a Simón y a su hermano Andrés, que eran pescadores y estaban echando el copo en el lago. Jesús les dijo: “Venid conmigo y os haré pescadores de hombres”. Inmediatamente dejaron las redes y lo siguieron. Un poco más adelante vio a Santiago, hijo del Zebedeo, y a su hermano Juan, que estaban en la barca repasando las redes. Los llamó, dejaron a su padre Zebedeo en la barca con los jornaleros y se marcharon con él.

¿QUÉ ES EL “REINO DE DIOS”?

Es sabido que Jesús apenas habló de Dios. Todo su mensaje se centró en lo que él llamaba el “Reino de Dios”. Es probable que, a nuestros oídos no monárquicos y no religiosos, esta expresión les resulte completamente ajena, cuando no anacrónica, obsoleta y, por tanto, prescindible. Pero, tal vez, podamos encontrar en ella un significado en el que nos reconozcamos.

De entrada, se trata de una expresión polisémica, capaz de designar distintas realidades. Por una parte, parece significar la sociedad soñada por Jesús, un “mundo nuevo” caracterizado por la fraternidad, que nace de la comprensión de que todos somos hijos de una misma fuente (“Padre”). En este primer sentido, el “Reino de Dios” equivale al proyecto de Jesús. No extraña, por tanto, que constituya el núcleo de su mensaje.

Por otra parte, tal expresión se identifica con la metáfora del tesoro oculto: el “Reino de Dios” es el tesoro añorado que sabe a plenitud y hace desbordar de alegría. Está -decía Jesús- “dentro de vosotros”.

En este mismo sentido, la expresión puede ser otro modo de nombrar nuestra identidad profunda. El “Reino de Dios” es lo que somos, aquella dimensión de profundidad donde “todo está bien”. Por lo que, cuando se experimenta, uno descubre y vive, metafóricamente hablando, “el cielo en la tierra”.

Con todo ello, no es inadecuado afirmar que la expresión “Reino de Dios”, aun nacida en un contexto religioso teísta, es una metáfora de nuestra “casa”. Somos eso que anhelamos, en ocasiones sin ni siquiera saberlo; eso que es unidad, amor, gozo, paz…, plenitud de presencia. No habla de un “cielo” futuro ni separado, sino de la realidad atemporal, siempre a salvo. Una realidad que, más allá de los términos o expresiones que utilicemos, responde a nuestro Anhelo profundo: en ella nos encontramos con lo que realmente somos.