AYER, ¿CUÁNTAS VECES DIJE “GRACIAS”?

Comentario al evangelio del domingo 12 octubre 2025

Lc 17, 11-19

Yendo Jesús camino de Jerusalén, pasaba entre Samaria y Galilea. Cuando iba a entrar en un pueblo, vinieron a su encuentro diez leprosos, que se pararon a lo lejos y a gritos le decían: “Jesús, Maestro, ten compasión de nosotros”. Al verlos, les dijo: “Id a presentaros a los sacerdotes”. Y mientras iban de camino, quedaron limpios. Uno de ellos, viendo que estaba curado, se volvió alabando a Dios a grandes gritos y se echó por tierra a los pies de Jesús, dándole gracias. Era un samaritano. Jesús tomó la palabra y dijo: “¿No han quedado limpios los diez? Los otros nueve, ¿dónde están?; ¿no ha vuelto más que este extranjero para dar gloria a Dios?”. Y le dijo: “Levántate, vete; tu fe te ha salvado”.

AYER, ¿CUÁNTAS VECES DIJE “GRACIAS”?

No hay mejor camino que la propia experiencia para descubrir la verdad o no de cualquier actitud, cuando atendemos a los efectos que produce en nosotros. Por ese motivo, es bueno aprender a cuestionarnos: ¿Qué experimento cuando vivo gratitud? ¿Y cómo estoy cuando vivo indiferencia ante lo que recibo? ¿Y qué ocurre cuando estoy en la queja, el lamento o el victimismo?

Sabemos bien que el yo fácilmente da gracias por lo que le agrada, pero se enoja o enrabieta ante aquello que lo frustra. Su agradecimiento es condicionado. Por el contrario, la gratitud -como el amor y la alegría- es incondicionada: es el agradecimiento que no depende de lo que ocurra. Porque la gratitud genuina no tiene que ver tanto con lo que nos sucede, como con el modo como recibimos lo que nos sucede.

Evidentemente, no se da gracias por la injusticia ni por lo que hace daño. Pero todo, también la frustración, se percibe desde “otro lugar”. Y aun en el miedo, el dolor y el desgarro, encontraremos algún motivo para dar gracias. Porque, incluso en medio de la desgracia, siempre hay algo por lo que dar gracias.

Cada vez conocemos más los beneficios que aporta la gratitud, desde la salud física hasta el bienestar emocional y la vida relacional. Pero el mayor de todos ellos consiste en que nos conduce a “otro lugar”: el lugar de lo realmente real, el lugar de la unidad, donde nuestra mirada anterior queda completamente transformada. Por decirlo brevemente, la gratitud incondicional repara la fractura que manteníamos con la realidad, al mismo tiempo que nos coloca en la verdad de lo que somos. De manera que entramos, así, en un “círculo virtuoso”: cuando estamos situados en la verdad de lo que somos, la gratitud fluye espontánea; y cuando vivimos la gratitud incondicional, esta nos coloca en la verdad de lo que somos. Porque la gratitud no es (solo) una actitud que podamos vivir y cultivar. Gratitud es lo que somos.

SIERVOS INÚTILES

Comentario al evangelio del domingo 5 octubre 2025

Lc 17, 5-10

En aquel tiempo, los apóstoles dijeron al Señor: “Auméntanos la fe”. El Señor contestó: “Si tuvierais fe como un grano de mostaza, diríais a esa morera: «Arráncate de raíz y plántate en el mar», y os obedecería. Suponed que un criado vuestro trabaja como labrador o como pastor, cuando vuelve del campo, ¿quién de vosotros le dice: «Enseguida, ven y ponte a la mesa?». ¿No le diréis: «Prepárame de cenar, cíñete y sírveme mientras como y bebo y después comerás y beberás tú?». ¿Tenéis que estar agradecidos al criado porque ha hecho lo mandado? Lo mismo vosotros. Cuando hayáis hecho todo lo mandado, decid: «Somos siervos inútiles, hemos hecho lo que teníamos que hacer»”.

SIERVOS INÚTILES

De entrada, parece haber una doble razón para sublevarse ante la afirmación de que somos “siervos inútiles”. Por un lado, el sentimiento de nuestra propia autonomía y de la libertad que nos atribuimos; por otro, el recuerdo de dolorosas experiencias históricas en las que la persona se sintió aplastada, de un modo u otro, por un mensaje mal entendido de “negarse a sí mismo”. Con tales premisas, se entiende que el ser humano se rebele visceralmente ante afirmaciones de ese tipo. Y, sin embargo, si se mira bien, la verdad que encierra es innegable.

Lo que explica esta aparente contradicción no es otra cosa que la paradoja que nos constituye. En el plano de las formas -o psicológico-, desde la afirmación radical del valor de la persona, cualquier modo de sometimiento es insoportable. Pero eso no está reñido con el hecho de que, desde el plano profundo -o espiritual-, desde una comprensión que trasciende la mente, vengamos a reconocer que, en nuestra verdadera identidad, no somos el yo separado con el que solemos identificarnos y que presume de su libertad y autonomía, sino un mero cauce por el que la vida se expresa.

Yo y vida: he ahí las dos dimensiones de nuestra paradoja. O de otro modo: determinismo y libertad. Lo primero que reclama la paradoja es no olvidar ninguna de sus dos dimensiones, ya que tal olvido nos alejaría irremediablemente de nuestra verdad.

Somos vida expresándose y desplegándose en un yo particular. Un yo que se sostiene en la creencia en el libre albedrío, pero que, en realidad, no es sino un objeto que la vida -el único sujeto realmente real- dirige a su antojo. Tratarlo de “objeto” no significa negar su valor ni propugnar su descuido, sino sencillamente reconocerlo en el lugar que le corresponde.

Desde la comprensión, saberse “siervo inútil” significa reconocer la propia persona como un cauce de la vida, reconocimiento que se traduce de manera inmediata en desapropiación -el cauce no retiene el agua que lo recorre- y en gratitud -todo lo que te parece tener, en realidad, lo estás recibiendo de manera permanente-. Reconocerte como “siervo inútil” no niega tu valor ni aboga por ningún tipo enfermizo de autonegación. Al contrario, te hace comprenderte en tu verdad completa y te introduce, ahora sí, en el reino de la libertad incondicionada.

EL ENGAÑO DE UN YO HACEDOR

En un video reciente, publicado por el canal de YouTube -autodenominado “Divulgación” y titulado “No es que tú veas…, hay ver: no es que tú vivas…, hay vida; el resto es la mente reclamando autoría”-, se expone, en una síntesis sencilla, la falta de consistencia del yo:

“Todo el mundo dice: «Yo veo, yo escucho, yo siento». Pero, antes de que aparezca ese yo, ya estaba el ver, ya estaba el escuchar, ya estaba el sentir.

La mente se apropia de lo que ocurre y se sitúa como protagonista. Es su truco favorito: convertir el simple hecho de percibir, en la historia de un hacedor que percibe.

No es que haya alguien mirando el mundo; hay percibir y eso es todo. Pero la secuencia de pensamientos -esa narración incesante que se superpone a lo que ocurre- crea la ilusión de autor, un testigo personal que vive la vida y la controla.

Cuando ves que ese autor nunca ha estado ahí, no pasa nada nuevo. Lo que ya ocurría sigue ocurriendo. El corazón sigue latiendo, las nubes siguen moviéndose, las conversaciones siguen fluyendo.

La diferencia es que ya no está el parásito mental diciendo: «Yo lo hago» o «Me está pasando a mí». Y entonces, sin historia personal que sostener, lo que queda es simple, silencioso y obvio: la vida viéndose a sí misma sin nadie en el centro. Y eso es todo”.

EL RICO INNOMINADO Y ENTERRADO

Comentario al evangelio del domingo 28 septiembre 2025

Lc 16, 19-31

En aquel tiempo, dijo Jesús a los fariseos: “Había un hombre rico que se vestía de púrpura y lino y banqueteaba espléndidamente cada día. Y un mendigo llamado Lázaro estaba echado en su portal, cubierto de llagas y con ganas de saciarse de lo que tiraban de la mesa del rico, pero nadie se lo daba. Y hasta los perros se le acercaban a lamerle las llagas. Sucedió que se murió el mendigo y los ángeles se lo llevaron al seno de Abrahán. Se murió también el rico y lo enterraron. Y estando en el infierno, en medio de los tormentos, levantando los ojos, vio de lejos a Abrahán y a Lázaro en su seno, y gritó: «Padre Abrahán, ten piedad de mí y manda a Lázaro que moje en agua la punta del dedo y me refresque la lengua, porque me torturan estas llamas». Pero Abrahán la contestó: «Hijo, recuerda que recibiste tus bienes en vida y Lázaro a la vez los males; por eso encuentra aquí consuelo, mientras que tú padeces. Y además entre vosotros y nosotros se abre un abismo inmenso, para que no puedan cruzar, aunque quieran, desde aquí hacia vosotros, ni puedan pasar de ahí hasta nosotros». El rico insistió: «Te ruego, entonces, Padre, que mandes a Lázaro a casa de mi Padre, porque tengo cinco hermanos, para que, con su testimonio, evites que vengan también ellos a este lugar de tormento». Abrahán le dice: «Tienen a Moisés y a los profetas, que los escuchen». El rico contestó: «No, padre Abrahán. Pero si un muerto va a verlos, se arrepentirán». Abrahán le dijo: «Si no escuchan a Moisés y a los profetas, no harán caso ni aunque resucite un muerto»”.

EL RICO INNOMINADO Y ENTERRADO

Algo que caracteriza a esta parábola son los contrastes que introduce. Mientras del pobre se nos dice que se llamaba Lázaro (El-eazar = Dios ayuda), el rico carece de nombre. Si del primero se afirma que “fue llevado al seno de Abraham” -el lugar de la vida-, del segundo se dice simplemente que “fue enterrado”.

El mensaje inmediato parece claro: quien no ve al otro como a sí mismo, ha perdido su identidad y se halla ya muerto en vida. Porque del rico no se dice que hiciera un daño positivo; simplemente, no vio -ni siquiera vio- a quien estaba a su lado padeciendo necesidad.

Vivimos en tanto en cuanto somos capaces de ver al otro como a nosotros mismos. Y eso no lo hacemos para “llegar al cielo” o evitar “el lugar de los tormentos”, sino porque se corresponde con la verdad de lo que somos.

Es nuestra ceguera la que nos hace crear abismos insalvables. Solo el amor, al ser coherente con nuestra verdad, construye puentes que nos permiten a todos transitar, sentirnos libres y vivir en plenitud.