TODOS SOMOS EMMANUEL: DIOS-EN-NOSOTROS

Domingo IV de Adviento 

22 diciembre 2019

Mt 1, 18-14

La concepción de Jesucristo fue de esta manera: la madre de Jesús estaba desposada con José, y antes de vivir juntos resultó que ella esperaba un hijo, por obra del Espíritu Santo. José, su esposo, que era bueno y no quería denunciarla, decidió repudiarla en secreto. Pero apenas había tomado esta resolución se le apareció en sueños un ángel del Señor, que le dijo: “José, hijo de David, no tengas reparo en llevarte a María, tu mujer, porque la criatura que hay en ella viene del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo, y tú le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de los pecados”. Todo esto sucedió para que se cumpliese lo que había dicho el Señor por el profeta: “Mirad, la virgen concebirá y dará a luz un hijo, y le pondrá por nombre Emmanuel (que significa «Dios-con-nosotros»)”. Cuando José se despertó hizo lo que le había  mandado el ángel del Señor y se llevó a casa a su mujer.  

TODOS SOMOS EMMANUEL: DIOS-EN-NOSOTROS

           En el evangelio de Lucas es María quien recibe el “anuncio del ángel” (Lc 1,26-38); en el de Mateo, por el contrario, el destinatario es José. Ello nos muestra que nos hallamos ante un relato mítico, con el que los autores de ambos evangelios quieren presentar a Jesús como Hijo de Dios, nacido de una virgen.

          El parto virginal es un mito que se extendía en la antigüedad desde Egipto hasta la India. Horus, en Egipto, nace de la virgen Isis (tras el anuncio que le hace Thaw); Attis, en Frigia, de la virgen Nama; Krishna, en la India, de la virgen Devaki; Dionisos, en Grecia, y Mitra, en Persia, de vírgenes innominadas… Por cierto, de prácticamente todos ellos se dice que nacieron un 25 de diciembre, en el solsticio de invierno –en el hemisferio Norte–, justo cuando el Sol vuelve a “nacer”, venciendo a la noche.

          Sin embargo, tal mito encierra una gran sabiduría. En su propio lenguaje, podría expresarse de este modo: Dios está naciendo en todo lo que nace.

          Transcendido el mito, se comprende que Dios no es un Ser, sino un estado de ser, el Fondo último de todo lo que es. Tal como reconociera la mística beguina Margarita Porete, en el siglo XIII –“el único Dios verdadero es aquel del que nada puede pensarse”–, Dios no puede ser “alguien” pensado ni separado.

          O como advirtiera, en el mismo siglo, otro de los grandes místicos cristianos, el Maestro Eckhart, como una concesión a la mente pero evitando a la vez cualquier equívoco, se hace necesaria una distinción: “Deus” y “Deitas”. Llamamos “Dios” (Deus) a “aquel” con quien nos relacionamos, en quien creemos y a quien oramos. Pero este “Dios” es una construcción de nuestra mente: puede ser nombrado y pensado. Sin embargo, la Deidad o Divinidad (Deitas) es inefable: nuestra mente ahí se silencia por completo, porque solo ve Vacío.

          “Dios” –la Divinidad– no se halla al alcance de la mente, porque es un estado de ser transmental. Es Aquello que somos todos en profundidad, la Mismidad de todo lo que es. Que puede ser vivido –es lo que somos–, pero no pensado. Y cada vez que lo intentamos pensar, creamos un ídolo.

          Ahí radica la sabiduría del mito acerca del nacimiento virginal de Jesús: todo es “Dios” naciendo, expresándose. Todos somos “Emmanuel”, no porque un “Dios” separado esté con nosotros, sino porque es nosotros en nuestra identidad última.

          Ante tal comprensión, no puede nacer sino la palabra de María: “Hágase en mí según tu palabra”. Que sea en mí lo que es, me rindo a la verdad última que somos, digo “sí” a la Vida en todo momento.

¿Vivo en un “sí” consciente a lo que es?