Semana 25 de noviembre: PENSAR Y ATENDER

EL CAMINO DE LA SABIDURÍA: DEL PENSAMIENTO A LA ATENCIÓN

  1. Pensar y atender

          En ocasiones se escucha que desde la no-dualidad –y más generalmente, en la práctica de la meditación– se desprecia o, al menos, se desvaloriza el pensar. Tal crítica procede únicamente del desconocimiento o la ignorancia.

          La mente constituye una herramienta preciosa y el pensar es una de las actividades más nobles e imprescindibles: el ejercicio de la razón crítica previene de engañosas credulidades y peligrosas irracionalidades.

          El riesgo, por tanto, no se halla en la mente ni en el pensar, sino en su absolutización. La trampa no es otra que aquella por la que nos identificamos con la mente y, en la práctica, nos reducimos a ella. Este es el único engaño, a resultas del cual terminamos literalmente perdidos, ignorantes de quienes somos y tomándonos por lo que no somos. Es entonces cuando la mente (pensante) se convierte en una jaula y nosotros en marionetas –como un hámster dentro de ella-, a merced de los movimientos mentales y emocionales.

    Cada vez somos más conscientes de que la absolutización de la mente lleva ineludiblemente al dogmatismo –porque identificamos de manera errónea nuestra creencia o “mapa” mental con la verdad– o al escepticismo radical y en último término al nihilismo vulgar, al constatar que habíamos pedido a la mente respuestas que no puede dar. Aprendemos entonces que la mente no parece digna de una confianza absoluta porque puede justificar “racionalmente” todo y es incapaz de darnos las respuestas más necesarias.

          La sabiduría pasa por comprender la mente como lo que es –una herramienta– y utilizarla de modo lúcido, evitando el engaño de identificarnos con ella. Se trata, en definitiva, de utilizar la mente desde la atención o consciencia que somos.

          ¿Cómo sabemos que no estamos pensando sino atendiendo? Hay dos criterios que permiten discernirlo.

          Por una parte, cuando pienso, me percibo en la cabeza; por el contrario, cuando atiendo, descubro que estoy en el “objeto” (cosa, persona, acción) donde he puesto la atención. Por otra, siempre que pienso me identifico como un “yo” (el sujeto del pensamiento); sin embargo, cuando atiendo, no hay un “yo” que atienda, sino que únicamente hay atención. Lo cual es del todo coherente: dado que el “yo” es solo un pensamiento, basta silenciar este –y es lo que hace la atención– para que aquel se diluya, o dicho más exactitud, para que cese nuestra identificación con él.