Semana 11 de noviembre: MEDITACIÓN/CONTEMPLACIÓN: EL SILENCIO DE LA MENTE

NO-DUALIDAD, MEDITACIÓN Y COMPROMISO

 y V. Meditación/contemplación: el Silencio de la mente

          Con todo lo dicho, me parece que la clave de la solución pasa por reconocer, también en este punto, la naturaleza paradójica del ser humano: somos “seres racionales”, capaces de pensar, razonar, criticar, desenmascarar trampas, construir alternativas…, y somos –a la vez– pura consciencia o presencia consciente que transciende la mente. La actitud adecuada es aquella que tiene en cuenta ambos polos: tan peligrosa es la descalificación de la mente, en nombre de no sé qué irracionalismo utópico, como su absolutización, exigiendo de la mente algo –conducirnos a la verdad– que ella no puede dar, ya que su propia naturaleza no le permite transcender el mundo de los objetos (materiales o mentales), por cuanto “pensar” equivale necesariamente a “objetivar”.

          De nuevo nos topamos con la nuestra condición paradójica. Y solo en la comprensión profunda de la misma podrá resolverse lo que parecía un conflicto irresoluble entre la razón crítica y el Silencio de la mente. Una vez comprendida aquella paradoja, se resuelve el conflicto, se deshace la confusión y todo encuentra su lugar adecuado.

          Pero ello requiere experimentar que hay “otro lugar” más allá de la mente. Y ese es el motivo, a mi parecer, por el que la sabiduría ha abogado siempre por el camino del Silencio –caminos contemplativos o meditativos, en el sentido profundo y genuino de esos términos–, que sabe utilizar la mente hasta donde es capaz de sernos útil, pero al mismo tiempo reconoce que somos más que ella.

         Eso es lo que nos regala la práctica de la contemplación –y que no podrá entender quien no la haya vivido: “quien lo probó lo sabe”, decía Rumi–. Por eso, sobre este punto, no cabe discutir; se requiere experimentarlo.

          Valoro la mente, defiendo como uno de los mayores logros de la humanidad la emergencia de la “razón crítica” y la aportación de los “maestros de la sospecha”, y agradezco el trabajo de aquellas personas que nos dan que pensar porque cuestionan los posicionamientos adquiridos. Pero me parece una pobreza humana reducirnos al ámbito de la mente, cuando es el Silencio quien guarda los secretos anhelados.

           Ahora bien, ¿nos damos tiempo para experimentar el Silencio y para adiestrarnos en su práctica? En el mundo religioso, del que provengo, he constatado no poca resistencia –manifiesta o camuflada– hacia el mismo. Con frecuencia, el “tiempo de silencio” de las comunidades religiosas, incluidas las denominadas de “vida contemplativa”, se llena fácilmente con lecturas, reflexiones, rezos… Es decir, incluso en el tiempo de oración se sigue reforzando la actividad mental, con lo cual se bloquea la experiencia de Silencio real y, con ello, el acceso a experimentar el estado de presencia.

         Resulta llamativo el hecho de que personas con largo recorrido en la vida religiosa, incluida la monástica, con años dedicados a la oración y tiempos diarios de “silencio” prolongado, no logren salir de la perspectiva estrecha de la mente…, ni experimentar la riqueza y el gozo del Silencio. Ganan en capacidad reflexiva, erudición, dotes de programación, incluso en motivación para la acción, pero no llegan a encontrar el “tesoro escondido” del que hablaba Jesús –lo que la mente ofrece es la creencia de que existe ese tesoro, así como interminables conceptos acerca del mismo– o la “perla del color de la noche”, en la parábola de Chuang-Tzú. La reflexión genera erudición pero no sabiduría. Y por ello constituye un obstáculo insalvable para comprender y saborear nuestra verdadera identidad.  

          Porque es justamente el Silencio –una vez más, “quien lo probó lo sabe”– quien guarda la respuesta a la pregunta ¿quién soy yo? (y, con ella, nos ofrece el marco adecuado para afrontar todas las demás cuestiones, recurriendo a la ayuda de la mente), tal como recuerda la bella parábola de Chuang-Tzú:

«El Emperador Amarillo fue paseando al Norte del Agua Roja
a la montaña de Kwan Lun.
Miró a su alrededor desde el borde del mundo.
Camino a casa, perdió su perla del color de la noche.
Mandó a la Ciencia a buscar su perla, y no consiguió nada.
Mandó al Análisis a buscar su perla, y no consiguió nada.
Mandó a la Lógica a buscar su perla, y no consiguió nada.
Entonces preguntó a la Nada. ¡Y la Nada la tenía!
El Emperador Amarillo dijo:
«Es en verdad extraño: ¡La Nada, que no fue mandada,
que no trabajó nada para encontrarla,
tenía la perla del color de la noche!».

         ¿Una sugerencia? Tómate un tiempo cada día. En él, deja toda lectura, toda reflexión, y permanece en el Silencio, sin huir. Permanece fiel a ese tiempo, busca ayuda si la necesitas para adentrarte en la práctica, únete a un grupo que viva la meditación o contemplación, confía en la sabiduría del propio Silencio…, y empieza a notar lo que ocurre. Ante cualquier movimiento mental, vuelve al Silencio y permite que sea él quien hable. Tal vez no tardes mucho en notar lo que aporta el Silencio contemplativo –“contemplación sin objeto”– o meditativo, el Silencio a secas.

        Solo en ese Silencio –siempre con mayúscula, porque es lo contrario al mutismo– se nos regala la comprensión de lo que somos, y solo desde él brotará la acción adecuada y el uso creativo y eficaz de la mente. El Silencio resuelve nuestra paradoja en una verdad más plena.

       Y, en cualquier circunstancia, ante cualquier situación, recuerda: no eres la mente que habla, sino la Presencia consciente que la escucha hablar.