A Ana
Todo ser humano puede detectar en su interior la voz del deseo y la voz del Anhelo. El deseo es el lenguaje del ego: nace de la necesidad y se caracteriza por la ansiedad y la insaciabilidad; el Anhelo es expresión de la plenitud que somos y lleva la marca del gozo y de la gratuidad. Así, mientras la identificación con el primero tiraniza, el segundo nos conduce a casa.
Un texto es inspirado cuando nace del anhelo. Eso explica que el lector se sienta “leído” interiormente por él. Porque, en último término, todo texto de sabiduría y nuestro corazón dicen la misma cosa, porque en ambos es el anhelo quien se expresa.
A diferencia del deseo, siempre insaciable, con el anhelo ocurre una profunda y hermosa paradoja: al acogerlo se “disuelve”, porque nos hace descubrir, con tanta sorpresa como admiración, que somos justamente aquello que anhelábamos. Como decía Jesús, “el Reino de Dios está dentro de vosotros”.
Esto es lo que descubrimos en el evangelio: una palabra sabia que “lee” el anhelo humano y, de ese modo, desenmascarando posibles engaños y advirtiendo de las trampas que acechan, muestra el camino a “casa”, la misma que habitaba Jesús y a la que nombraba como “Padre” o como “Reino de Dios”.
El autor, al acompañarnos en esta lectura del evangelio, abriga el deseo cordial de que la palabra de Jesús produzca “resonancias” en nosotros y dinamice nuestro propio Anhelo, hasta descubrir, experimentar y saborear la plenitud que somos, y que queda expresada en una afirmación del propio Jesús, aplicable a todos nosotros: “Yo soy la vida”.
«No busques la verdad, tan solo deja de mantener opiniones» (Xin Xin Ming).
“No pasa / nada. Los ojos no ven, / saben. El mundo está bien / hecho” (Jorge Guillén).
«Aquí se puede ver el camino en lucha con la tierra, el amarillento acantilado, el castillo con sus portillos, sus crestas y sus muros. El camino se hace entonces afilado, y los pasos se incrustan en él cada vez más profundamente. El camino se mete en la tierra, pero lo detiene el desprendimiento de una colina entera. Le es necesario entonces saltar por encima para continuar su trazado un poco más adelante: el camino no olvida jamás su objetivo» (David Le Breton).
“Yo ni siquiera soy poeta: veo. / Si lo que escribo tiene valor, no soy yo quien lo tiene: / el valor está allí, en mis versos. / No hay nada en todo eso que dependa de mi voluntad” (Fernando Pessoa).
“Realizarse es descubrir la verdad que soy detrás del error que vivo” (Antonio Blay).
Había una vez dos peces jóvenes que iban nadando y se encontraron por casualidad con un pez mayor que nadaba en dirección contraria; el pez mayor los saludó con la cabeza y les dijo: “Buenos días, chicos. ¿Cómo está el agua?”. Los dos peces jóvenes siguieron nadando un trecho; por fin, uno de ellos miró al otro y le dijo: “¿Qué demonios es el agua?”.
ÍNDICE
Introducción
Tiempo de Adviento
Tiempo de Navidad
Tiempo Ordinario
Tiempo de Cuaresma
Tiempo de Pascua
Tiempo Ordinario
Índice de las lecturas evangélicas
INTRODUCCIÓN
El ser humano se percibe a sí mismo como un ser anhelante. Dentro de la tradición cristiana, en un lenguaje teísta, Agustín de Hipona expresó esa percepción de un modo sublime: “Nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti”.
Sin embargo, parece necesario precisar a qué nos referimos cuando hablamos de “anhelo”. Porque suele confundirse con otros movimientos psíquicos y, sobre todo, porque una inadecuada comprensión del mismo puede confundirnos acerca de nuestra verdadera identidad.
El anhelo no es lo mismo que el deseo que nace de la necesidad. En un nivel relativo, el ser humano es pura necesidad; no es extraño, por tanto, que se sienta sacudido constantemente por deseos que tiran de él en diferentes direcciones. Ahí nos movemos. El riesgo aparece cuando, apropiándonos del deseo, nos reducimos a él. Porque, en ese mismo momento, desconectamos de nuestra verdadera identidad para convertirnos en marionetas movidas por las necesidades y los miedos.
El anhelo no tiene tampoco nada que ver con lo que podría ser la exigencia mental que nace generalmente del “yo ideal” o incluso del superyó. En virtud de ese mensaje, la persona se siente “impelida” a sacar adelante una acción determinada o a comportarse de un modo específico.
Esta doble matización orienta nuestra mirada hacia algo más profundo e interior que los meros deseos sensibles y las exigencias mentales. Pero todavía es necesaria una puntualización más para prevenir un engaño mucho más sutil, pero no menos peligroso.
Esta última trampa es la que hace conectar el anhelo –innegablemente experimentado- con una supuesta carencia original. Según esta lectura habitual, el ser humano es visto como –y reducido a- un yo particular, radicalmente necesitado, frágil y vulnerable, es decir, como un ser carenciado. Sin ningún cuestionamiento previo, se da por sentado que su “personalidad” constituye –es lo mismo que- su “identidad”.
Una vez que se asume como real esa visión, solo quedan dos caminos: la resignación, que ve la carencia como definitiva y califica al anhelo de ilusión engañosa, o la proyección, que sitúa la plenitud anhelada en el exterior y en el futuro, como “algo” que supuestamente nos completaría.
La primera es la lectura del ateísmo clásico; la segunda es la propia de las religiones teístas. En esta se inscriben las palabras de Agustín, citadas más arriba. A mi parecer, aciertan al afirmar que solo hay descanso en la plenitud, pero se equivocan al situar la plenitud “fuera”, proyectando en el exterior lo que realmente somos. Al hacerlo así, el “Dios” pensado secuestra nuestra verdadera identidad: lo que realmente somos, es arrebatado y proyectado en un Ente separado.
Eso explica que, para salir de esa trampa mortal, sea necesario abrirse al modelo no-dual de conocer(1). Desde él, es claro que somos plenitud –consciencia de ser, vida…-, por lo que no se trata de “perseguir” ningún objeto fuera, sino de caer en la cuenta y reconocer lo que siempre hemos sido.
“Si no fuéramos plenitud, no nos dolería la carencia”, escribía Antonio Blay. Somos aquello que permanece cuando todo cambia. Y eso único permanente no es otra cosa que la consciencia de ser. Lo que ocurre es que no podemos captarlo pensando, debido a la naturaleza dual y separadora de la mente, sino atendiendo –acallando el pensamiento- y, finalmente, siéndolo.
Somos, pues, consciencia que se expresa en una forma particular –como “personalidad”-; plenitud que adopta una modalidad concreta. Si el error de base consiste en olvidar nuestra identidad y reducirnos a la forma, la sabiduría nos lleva a reconocernos en lo que realmente somos.
¿Qué significa entonces el anhelo? Tal como lo percibimos, sería sencillamente la expresión –o, si se prefiere, la “voz”- de la plenitud que somos. Dicho de un modo más preciso: el anhelo de vida y de plenitud obedece a la intuición de que, en realidad, uno es la Totalidad. Pero, cuando esa intuición se aplica a la sensación de identidad independiente, termina adulterándose y convirtiéndose en el deseo de poseerlo todo. Así, en lugar de serlo todo, uno se limita simplemente a tratar de poseerlo. Este es el fundamento de toda búsqueda de gratificación sustitutoria, la sed insaciable que padece todo yo independiente.
A partir del momento en que aparece la sensación de identidad separada, la sombra de la muerte será su inseparable compañera. Y no hay nada que el yo pueda hacer; por eso recurre a todo tipo de apoyos “externos” que contribuyan a aliviar el miedo a la muerte y consoliden el engaño de que el yo es inmortal. Pero todos ellos son objetos sustitutorios, del mismo modo que el yo independiente es un sujeto sustitutorio.
No hay modo de salir de esta trampa hasta que no reconocemos nuestra verdadera identidad. Al caer en la cuenta de ello, descubrimos también que, en realidad, anhelamos lo que ya somos. Con lo cual, se nos hace evidente que lo que nombramos como “anhelo” no es sino otro nombre de la plenitud. De ahí que no nos “lance” hacia fuera ni hacia el exterior, sino que nos ancle en nuestra auténtica “casa”. Y será entonces, una vez reconocida nuestra identidad, cuando la Vida –la plenitud- se exprese a través de nosotros, de una manera sabia y amorosa.
Si el anhelo expresa lo que ya somos, ¿qué sentido tiene acercarnos al evangelio? Hay un motivo sencillo: el evangelio –como todo libro “sagrado”, antiguo o moderno- y nuestro corazón dicen lo mismo. Porque en ambos se expresa la sabiduría atemporal que se halla en el origen y en el corazón de todo lo real. Sabiduría que no es diferente de la consciencia originaria y originante.
Esto requiere acercarse al texto evangélico, no como un anecdotario de la vida de Jesús, tampoco como un código moral o como un “catecismo” doctrinario, sino como un texto sabio que, precisamente por serlo, conecta con el corazón de cualquier ser humano que busca.
Y lee nuestro anhelo porque, del mismo modo que la consciencia –como la vida- es solo una, que todos compartimos y que en todos se manifiesta, la plenitud y el propio anhelo es siempre el mismo en todos los seres. Eso explica que, al acercarnos al evangelio, descubramos el anhelo que movía a Jesús –si bien expresado con palabras propias de la época- y caigamos en la cuenta de que no es diferente del que nos mueve a nosotros.
Este primer reconocimiento libera ya de cualquier riesgo de alienación, porque no se otorga la autoridad a un texto “ajeno”, por más “sagrado” que fuere, sino a la sabiduría profunda y única, que “resuena” en nuestro interior como propia, aunque haya sido “despertada” por las palabras de otro.
El anhelo, decía más arriba, es la vida misma que fluye a través de nosotros. Eso hace que lo sintamos dotado de un dinamismo poderoso, sabio y ajustado, que a la vez que nos ancla en lo que somos, nos conecta en la unidad con todo y busca desplegarse armoniosamente.
El anhelo, pues, no es “algo” ajeno ni separado, sino que constituye realmente nuestra “casa”, el lugar donde hacer pie, nuestra identidad. Y nos recuerda nuestra única certeza: la certeza de ser. De todo lo demás podremos dudar, cualquier otra cosa será impermanente; sin embargo, estemos como estemos y ocurra lo que ocurra, siempre permanecerá estable la certeza de ser.
Los comentarios que siguen quieren ayudar a comprender el mensaje del evangelio desde nuestro propio anhelo. Para experimentar que realmente lo que en él se dice lee nuestra propia vida y nos conecta a nuestra verdadera identidad, aquella a la que el propio Jesús se refería cuando afirmaba: “Yo soy la vida” o “El Padre y yo somos uno”.
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(1). Para una comprensión de lo que ello implica, remito a mis libros anteriores: Otro modo de ver, otro modo de vivir. Invitación a la no-dualidad, Desclée De Brouwer, Bilbao 22014; Cristianos más allá de la religión. Cristianismo y no-dualidad, PPC, Madrid 22015; así como a los comentarios del evangelio de los dos Ciclos litúrgicos anteriores: Otro modo de leer el evangelio. Comentario al evangelio de cada día (Ciclo C, 2015-2016), Desclée De Brouwer, Bilbao 2015; Guía para volver a casa. Comentario al evangelio de cada día (Ciclo A, 2016-2017), Desclée De Brouwer, Bilbao 2016.