NO HAY VIDA SIN DESPERTAR

Domingo I de Adviento

29 noviembre 2020

Mc 13, 33-37

En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos: “Mirad, vigilad: pues no sabéis cuándo es el momento. Es igual que un hombre que se fue de viaje, y dejó su casa y dio a cada uno de sus criados su tarea, encargando al portero que velara. Velad entonces, porque no sabéis cuándo vendrá el dueño de la casa, si al atardecer, o a medianoche, o al canto del gallo, o al amanecer: no sea que venga inesperadamente y os encuentre dormidos. Lo que os digo a vosotros, lo digo a todos: ¡Velad!”.   

NO HAY VIDA SIN DESPERTAR

  Las palabras de Jesús remarcan una actitud básica: la importancia de vivir despiertos y despiertas. Lo cual equivale a ser conscientes de lo que somos y a vivir en coherencia con ello.

 Estamos dormidos mientras permanecemos en la superficie, “lejos” de nosotros mismos, de los demás, de la vida. Nos movemos entonces como personajes de un sueño en busca de sus propios intereses, sin ni siquiera cuestionarnos el porqué y el para qué de la existencia. En consecuencia, nos olvidamos de “ser” y priorizamos el “tener”, el “hacer”, el entretenerse…

 Despertar es ser, de una manera cada vez más constante e ininterrumpida. “Solo ser”, como dijera el poeta Jorge Guillén. Y en la certeza –estas son palabras de Jesús de Nazaret– de que todo lo demás “se nos dará por añadidura”.

 ¿Qué requiere “ser”? Poner consciencia, o mejor aún, vivir con consciencia. Algo que desaparece cuando estamos “dormidos”. Por lo cual, es probable que necesitemos entrenarnos en activarla.

 Poner consciencia implica una especie de viaje de “vuelta a casa”. Y el entrenamiento, en tal caso, pasa por acercarnos a nosotros mismos, desde una actitud inicial de aceptación y unos sentimientos de cercanía y de amor hacia sí.

 A partir de ahí, a través de esa “puerta de entrada”, podemos entrar en contacto con la Vida que somos, más allá de la persona en la que nos estamos experimentando. Hasta experimentar que, en realidad, no vivimos, sino que somos vividos. Y desde esa comprensión nos convertimos, de manera consciente, en cauces por los que la vida se despliega. Hemos despertado.

  Para que el despertar se produzca, necesitamos “velar”, que puede traducirse en un doble cuidado: por un lado, cuidar los tiempos de silencio para alimentar la consciencia de cercanía amorosa a nosotros mismos y saborear la vida que somos; por otro, cuidar la atención consciente a lo largo del día para mantener viva de manera continuada aquella conexión… o volver a ella cada vez que notemos que nos hemos “alejado”.

¿Escucho el anhelo interior que me llama a vivir despierto/a?