ESPIRITUALIDAD Y COMPROMISO

Domingo XVIII del Tiempo Ordinario

2 agosto 2020

Mt 14, 13-21

En aquel tiempo, al enterarse Jesús de la muerte de Juan el Bautista, se marchó de allí en barca, a un sitio tranquilo y apartado. Al saberlo la gente, lo siguió por tierra desde los pueblos. Al desembarcar vio Jesús el gentío, le dio lástima y curó a los enfermos. Como se hizo tarde, se acercaron los discípulos a decirle: “Estamos en despoblado y es muy tarde, despide a la multitud para que vayan a las aldeas y se compren de comer”. Jesús les replicó: “No hace falta que vayan, dadles vosotros de comer”. Ellos le replicaron: “Si aquí no tenemos más que cinco panes y dos peces”. Les dijo: “Traédmelos”. Mandó a la gente que se recostara en la hierba y tomando los cinco panes y los dos peces alzó la mirada al cielo, pronunció la bendición, partió los panes y se los dio a los discípulos; los discípulos se lo dieron a la gente. Comieron todos hasta quedar satisfechos y recogieron doce cestos llenos de sobras. Comieron unos cinco mil hombres, sin contar mujeres y niños.

ESPIRITUALIDAD Y COMPROMISO

    Solo una espiritualidad comprometida –la propia expresión es en realidad una tautología– es espiritualidad. El compromiso, inseparable de la espiritualidad, constituye su test de veracidad. Porque es precisamente en la acción donde se verifica la verdad de lo comprendido. Por lo que, de manera realista, la espiritualidad nos confrontará con la vida cotidiana por medio de cuestionamientos: en lo concreto, ¿a qué me siento movido?, ¿qué quiere vivir a través de mí?, ¿cómo se concreta?, ¿con quiénes?, ¿con qué prioridades?, ¿con qué medios?… Y todo ello, no desde un imperativo moral, sino desde la comprensión que es amor: consciencia de unidad y certeza de no-separación.

    Por eso, junto con aquellas cuestiones, la espiritualidad plantea otra pregunta decisiva: ¿de dónde nace el compromiso? Porque puede surgir de lugares bien diferentes, que condicionarán tanto la forma de vivirlo como los resultados.

       Tuve que aprender por propia experiencia que incluso el compromiso más noblemente intencionado puede nacer de lugares no siempre adecuados: necesidad de reconocimiento y de aprobación, compensación de culpas inconscientes, moralismo voluntarista, baja tolerancia a la frustración que impide aceptar la realidad tal cual es…

       Entrelazados con ellas, me parece descubrir otros dos factores que suelen contaminar la limpieza del compromiso, particularmente en Occidente y en el ámbito religioso, incluso en personas “entregadas”, que actúan con la más noble intención y la mejor voluntad. Me refiero a la idea del mesianismo judeocristiano y a la culpa católica. Ambos elementos han formado parte del imaginario colectivo durante siglos y, a pesar del proceso de secularización y del creciente laicismo, siguen vigentes –aun de manera inconsciente– y condicionan actitudes y comportamientos.

          El “mesianismo” induce a la exigencia de tener que “salvar” el mundo. La culpa, que no permite estar bien mientras otros estén mal, exige un compromiso que “repare” esa situación. No es difícil advertir la facilidad con que el ego puede apropiarse de esa doble idea para fortalecer su “identidad”: un ego salvador y reparador se siente muy consistente.

      Se comprende que el ego, con frecuencia, se apropie del compromiso y lo contamine. Y que, en consecuencia –y tal vez como el signo más evidente de la apropiación–, se pueda dar un sentimiento de “superioridad moral” –no se olvide que el ego vive también de la comparación–, desde el que se juzga y descalifica a quienes son considerados como “no comprometidos”.

        Es indudable que, junto a esas motivaciones, pueden darse otras más “limpias”, como las creencias que insisten en la fraternidad o la fe en un Dios padre de todos. Ambas han sido fuente de compromiso compasivo y solidario, vivido con limpieza y entrega.

      Pero, más allá de las creencias, en la espiritualidad no-dual el compromiso nace de la comprensión de lo que somos: siendo diferentes, compartimos la misma identidad; por lo que, cuando sé mirar en profundidad, veo que todo otro es no-otro de mí.

   Desde esa misma comprensión se advierte que el compromiso genuino se caracteriza por dos rasgos básicos: la entrega y la desapropiación. Se ancla en la certeza vivencial de que los otros son yo y desde ahí se entrega, en una actitud de docilidad a lo que hay que vivir en cada momento.

    Mariá Corbí lo ha expresado con acierto: “La no-dualidad arrastra inevitablemente al interés y servicio a toda criatura; lleva a interesarse por la marcha de la sociedad, de la cultura, del medio y de todo ser viviente y no viviente. La no-dualidad es unidad y la unidad es amor. El verdadero amor no es el sentimiento romántico, ni tiene ninguna conexión con la necesidad. El amor verdadero solo florece en la más completa gratuidad. Quien comprende su verdadera realidad entenderá y sentirá que la realidad del mundo de sus interpretaciones, de sus modelaciones no es otra que la realidad de «eso absoluto». Vivirá en profundidad que el mundo de nuestra dimensión relativa y el de nuestra dimensión absoluta no es una realidad con dos pisos, sino una única realidad que nuestra condición de vivientes necesitados que hablan precisa difractar para poder sobrevivir y cambiar cuando sea necesario o conveniente”[1].

     Decía que el compromiso nace de la comprensión. De hecho, la comprensión es la fuente más honda de la fraternidad. ¿Cómo no sentir como hermanos y hermanas a aquellos con quienes compartimos el mismo centro, es decir, la misma identidad? ¿Cómo no vivir la fraternidad cuando hemos comprendido que somos uno?

¿Desde dónde y cómo vivo el compromiso hacia los otros y hacia la tierra?

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[1] http://cetr.net/razones-para-el-cultivo-intensivo-de-la-gran-cualidad-humana/?lang=es