Comentario al evangelio del domingo 7 septiembre 2025
Lc 14, 25-33
En aquel tiempo, mucha gente acompañaba a Jesús. Él se volvió y les dijo: “Si alguno se viene conmigo y no pospone a su padre y a su madre, y a su mujer y a sus hijos, y a sus hermanos y a sus hermanas, e incluso a sí mismo, no puede ser discípulo mío. Quien no lleve su cruz detrás de mí, no puede ser discípulo mío. Así, ¿quién de vosotros, si quiere construir una torre, no se sienta primero a calcular los gastos, a ver si tiene para terminarla? No sea que, si echa los cimientos y no puede acabarla, se pongan a burlarse de él los que mandan, diciendo: «Este hombre empezó a construir y no ha sido capaz de acabar». ¿O qué rey, si va a dar la batalla a otro rey, no se sienta primero a deliberar si con diez mil hombres podrá salir al paso del que le ataca con veinte mil? Y si no, cuando el otro está todavía lejos, envía legados para pedir condiciones de paz. Lo mismo vosotros: el que no renuncia a todos sus bienes no puede ser discípulo mío”.
EL LUGAR DE LA RENUNCIA
Insistir en la renuncia por la renuncia, aun con la mejor voluntad, introduce en el dolorismo, actitud que considera el dolor bueno y valioso por sí mismo, dando lugar a planteamientos y comportamientos desajustados que, antes o después, terminarán pasando factura, tal como recuerda el conocido dicho: quien se empeña en vivir como un ángel, termina comportándose como una bestia.
La renuncia solo tiene sentido cuando se vive en función de un bien mayor. El propio Jesús lo plantea así en la parábola del tesoro escondido. Solo porque ha encontrado un gran tesoro, el labrador es capaz de desprenderse de todo lo que posee, con tal de hacerse con él. Y lo hace -subraya Jesús- “lleno de alegría”.
Quien así renuncia a algo no tiene los ojos puestos en la renuncia misma ni pretende dar una imagen “ideal” de sí. Se siente sostenido, fortalecido y dinamizado por el tesoro que ha descubierto y que, sin embargo, vive en todo momento como un regalo. Esto no significa que la renuncia no le resulte costosa, pero la vive con limpieza porque se halla anclado en el lugar adecuado.
Grande tiene que ser el tesoro del que habla Jesús en esta parábola para que alguien esté dispuesto a renunciar a su padre, a su madre, a su mujer, a sus hijos… e incluso a sí mismo. ¿Qué tesoro es ese? Jesús lo nombra como “ser discípulo” suyo. Si se entiende bien, tal expresión no tiene que ver con la imitación ni con el seguimiento, tal como habitualmente se ha entendido. “Ser discípulo” significa llegar a ese “lugar” donde está Jesús, donde es posible ver el tesoro que somos y vivirnos desde él. El mayor tesoro no es otro que comprender experiencialmente lo que somos. Cuando esto se comprende, cesa el sufrimiento, se accede a la libertad completa y la vida se convierte en gozo profundo.