CEREBRO Y CONSCIENCIA // Juan Arnau y Alex Gómez-Marín

NUESTRO CEREBRO NO ES COMO UN ORDENADOR

 Juan Arnau y Álex Gómez-Marín, en El País, 26 de junio de 2022.

          Cuando el pensamiento está vivo, cuando innovamos, cuando hablamos de lo importante, hablamos con metáforas. Si el entendimiento quiere avanzar, necesita de ellas. Es inevitable; para hablar de una silla, no las necesitamos, pero para hablar del amor, del tiempo o del pensamiento abstracto son indispensables. Las cosas importantes de la vida están cargadas de metáforas. El tiempo es un río (que transcurre), el amor un viaje (con encrucijada), las ideas son comida (que hay que digerir o asimilar). Y, sin embargo, cuando se inventó la silla, hizo falta una metáfora para nombrarla. Cuando se está inmerso en lo más abstracto, la metáfora es la luz que permite aclarar las cosas. Lo mismo pasa con el bosón de Higgs. Si el científico quiere comprender su propio trabajo, debe ser capaz de convertir lo extraño en familiar, lo desconocido en íntimo. Hacer sitio a lo nuevo entre el resto de las cosas (ya conocidas, ya literales). Y para ello necesita de la metáfora, que permite ver una cosa en términos de otra.

          Si la metáfora es la clave del pensamiento inédito, al mismo tiempo es la confesión de la inefabilidad de lo real. Pues la metáfora alude, señala de un modo indirecto, resalta algunos aspectos, oculta otros. Orienta, en definitiva, al pensamiento. Cuando se piensa lo ya pensado, la metáfora no hace ninguna falta. Los que creen que la metáfora es una cuestión decorativa, más propia de poetas que de científicos, nunca han innovado. Viven en el disco rayado de lo literal. La metáfora abre camino en las selvas desconocidas del pensamiento.

          Solo podemos comprender lo nuevo mediante la asociación con lo conocido. Un buen ejemplo lo tenemos con el propio término “computadora”. Conviene recordar que el inglés no es el único idioma. En castellano, catalán y francés decimos ordenador (ordinador, ordinateur). La historia de la elección de esta palabra es curiosa. En 1955, el equipo de marketing de IBM-Francia decidió no etiquetar su nuevo producto como las calculadoras ya existentes. Buscaron un nombre mejor y más breve para “la nueva máquina electrónica (programable) destinada al procesamiento de información”, y se decantaron por ordinatrice électronique. Así, el ordenador pasó al lenguaje común y literal.

          La metáfora dominante en las neurociencias es que el cerebro es una computadora. Y que la actividad mental surge del cerebro. Se trata de un milagro parecido al del Big Bang, del que emergió toda la materia y energía del universo sin un motivo aparente. Bajo este paradigma, un tanto mágico y dualista (software-hardware), se realiza casi toda la investigación reciente. La materia gris seria el manantial del que brota el agua fluida del pensamiento o, mejor dicho, el cerebro convertiría (nadie sabe cómo) el agua de lo objetivo en el vino de la subjetividad. Una metáfora impugnada parcialmente por los casos de hidrocefalia, donde apenas habiendo cerebro, hay todavía pensamiento, incluso la posibilidad de una vida normal en algunos casos clínicos contrastados. Pensamiento del corazón, de la piel o del estómago. En todo caso, nadie discute la importancia del cerebro (nosotros tampoco), pero conviene no idolatrarlo.

          El debate sobre la idoneidad de la analogía cerebro-computadora está más vivo que nunca. De hecho, la analogía tecnológica por excelencia muestra signos de fatiga. Aparte de la postura que adopte cada cual, no deja de ser curioso que los lingüistas hablen de la base neural del pensamiento metafórico y los neurocientíficos de la base metafórica de la jerga neural. Un ejemplo más de que la metáfora es inevitable y de que nos encontramos, desde el inicio mismo de la reflexión, atravesados por ellas. Las metáforas dirigen nuestras miradas, aunque no las veamos (de hecho, ellas nos hacen ver). El cerebro es pura asociación viva y la reina de la asociación es la metáfora.

          En lugar de polemizar sobre la metáfora del cerebro como computadora, nos gustaría rescatar otras alternativas. Reorientar el foco de la atención. Para ello debemos hacer un poco de historia. Hace cuatro siglos, Descartes consideraba que la conducta de cada cual se debía a unos autómatas hidráulicos que impulsaban los espíritus animales a través del cuerpo. La metáfora se desplazó después a la del reloj, a pesar de las objeciones de Leibniz, que afirmó que si entrábamos en el engranaje de dicho mecanismo no encontraríamos nada parecido a la mente. En la época del doctor Frankenstein, Galvani y Volta exploraron el papel de la electricidad en los cuerpos de los animales. Los nervios se convirtieron en cables y los cerebros en telégrafos. La plasticidad cerebral pronto dejó obsoleta la analogía. Cajal prefería las imágenes naturales (árboles, jardines, bosques). Para Darwin, el pensamiento era una “secreción” del cerebro, análoga a como el hígado segrega bilis. Su visión integradora del origen de las especies no evitó que todos los animales, incluidos los humanos, se convirtieran en máquinas conscientes. Como corolario, las máquinas también se volvieron animales (perros eléctricos, escarabajos mecánicos, polillas de tres ruedas). Con la implementación empírica de los bucles de retroalimentación, la línea entre la biología y la tecnología se difuminó. La “red neuronal” de Pitts y McCulloch desdibujó aún más la distinción entre redes naturales y artificiales. Y entonces se produjo la inversión de la metáfora: las computadoras eran como cerebros y viceversa. La guerra se coló en los laboratorios por la necesidad de descifrar los códigos del enemigo. Se dejó de rendir culto a la materia. El nuevo ídolo era la información. Desde entonces, el cerebro se considera un órgano computacional. Y ahí nos hemos quedado.

          Pero hay otra clase de metáforas que se quedaron en el tintero. Una de ellas se debe a Henri Bergson: el cerebro como el órgano de “atención a la vida”, cuyo principal papel sería recibir, retrasar y canalizar, seleccionando “imágenes” en lugar de produciéndolas (el cerebro y el cuerpo serían también imágenes). Desde esta perspectiva, los cerebros se parecen más a receptores de radio, a antenas o cuevas resonantes. Su función sería sintonizar, que es el fundamento de la atención. Nada se crea en ellos; se va de más a menos, no de menos a más.

          La otra metáfora se debe a William James, el fundador de la psicología moderna. James creía que la actividad fundamental del cerebro no era la producción sino la selección. El cerebro como velo o filtro. La idea tiene sus antecedentes en la antigua filosofía india y en Ralph Waldo Emerson, amigo del padre de James. El pensador de Concord dejó escrito: “Yacemos en el regazo de una inmensa inteligencia que nos hace receptores de su verdad y órganos de su actividad. Cuando percibimos la justicia, cuando percibimos la verdad, nosotros mismos no hacemos nada sino permitir que nos atraviesen sus rayos”. El cerebro no crearía el pensamiento, sino que lo filtraría. Aldous Huxley también lo consideraba una “válvula reductora”. Una hipótesis que merece la pena investigar, ahora que en California renace la investigación psicodélica, bendecida por nuevos intereses corporativos tras décadas de puritanismo y tabúes.

          La idea de James surge en un momento crítico de su vida. Le parece que el estudio de la mente depende demasiado de la “tiranía de los laboratorios”, como decía Ortega, y que con la rigidez de sus métodos no se lograrían nuevos avances. La mente es el mundo de las cualidades, en el laboratorio de las cantidades. El laboratorio entra en la mente como elefante en cacharrería. En 1892, James abandona la disciplina y empieza a dedicarse a la filosofía. Poco a poco revive en él una idea antigua. La mente humana sería una porción de una mente más amplia, que se filtra en la experiencia a través del cerebro (siendo posible que, una vez desactivado el filtro, regrese a su fuente, sin que haya que lamentar la pérdida de algunas de nuestras limitaciones personales tras la muerte -la pregunta no es si hay vida después de la muerte, sino qué sobrevive tras el tránsito-).

          El pensamiento de James es sencillo y esclarecedor. La mayoría de la gente cree que el pensamiento es función del cerebro. Esa dependencia no se discute. Pero no estamos obligados a pensar que esa función es “productiva”, es decir, que la mente emerge del cerebro. Cuando decimos que el vapor es función de la tetera, la iluminación del circuito eléctrico o la energía eléctrica del salto del agua, entendemos esa función como productiva. Lo mismo se cree hoy que sucede con el cerebro, que engendra la conciencia en su interior, como engendra también colesterina, creatina y ácido carbónico. Si el funcionamiento del cerebro se deteriora o muere, entonces la producción de conciencia cesa. Sin embargo, es posible considerar esa función como “permisiva” o de transmisión. El cerebro no produciría entonces el pensamiento, sino que lo filtraría y transmitiría. El cerebro sería “una máscara provisional que refracta un pensamiento infinito, única realidad entre los millones de corrientes finitas de conciencia que conocemos como nuestros yoes privados”. En ciertos momentos, debido a un traumatismo, una experiencia extática o psicodélica, el velo puede hacerse más tenue y permitir que el resplandor infinito inunde la mente individual, que se ve desbordada y ampliada por una impresión de totalidad.

          La neurociencia dominante entiende de modo unilateral y dogmático la palabra “función”. La ventaja de la solución de James es que ofrece una solución al “problema difícil de la conciencia”. De hecho, lo desplaza, como diría Derrida. Pero nos ofrece un relato más rico e interesante sobre el universo. Detrás de este universo tiene que haber una buena historia. El ciego tedio mecanicista no está a la altura. James advierte que conciencia y cerebro son elementos completamente heterogéneos y que la producción de la primera por el segundo supone un milagro tan grande como si fuera creada de la nada o se generara de forma espontánea. So pena de volver a un dualismo provisional, se buscan opciones viables a un materialismo inoperante y desesperado.

          James y Bergson se acercan a la idea de la mente que encontramos en las Upanisad hindúes. La conciencia existe ya entre bastidores y el velo del cerebro (o quizás sería mejor decir del cuerpo en su totalidad, dados los recientes estudios sobre la importancia del corazón y el estómago en la cocreación de la experiencia humana) la matiza y restringe. Ese velo puede tener distintas rugosidades, diferentes espesores. La cultura mental puede hacerlo más o menos poroso, logra que deje pasar más o menos luz. Ese umbral, claro está, es variable y depende de la circunstancia. Hay momentos de gran lucidez y momentos de extraña obcecación.

          La teoría de la transmisión encaja mejor con fenómenos psíquicos anómalos como la telepatía, los médiums, las curaciones instantáneas, las revelaciones o impresiones de clarividencia. Experiencias en las que “nos barre una marea” y que explican la mente expandida que se suscita en ciertos estados de meditación o la emoción cósmica de saberse parte de la totalidad.  El propio James las había experimentado con una sustancia psicoactiva: el óxido nitroso. Fenómenos a los que se puede llamar de “gravedad inversa” y que sintonizan con las teorías budistas sobre el inconsciente (ãlayavijñãna) o con la visión jungiana. “Solamente tenemos que suponer la continuidad de nuestra mente con un mar madre, que ocasionalmente permite que unas olas excepcionales sobre pasen un dique”. Las causas de esas subidas o bajadas seguirán siendo un misterio. Pero a veces resulta posible propiciarlas.

          La visión de Bergson y James, como la que proponemos aquí, permite un perspectivismo pluralista con el que simpatizamos. “Cada nueva mente trae consigo su propia edición del universo, su propia habitación para vivir, y estos espacios nunca están apiñados”. James concluye con una frase enigmática sobre la que sería oportuno indagar. “La ley de incremento de la energía espiritual se opone expresamente a la ley de conservación de la energía física”. Una gravedad inversa. Quizás sea el momento de reabrir líneas de investigación guiadas por la luz de estas otras metáforas.   

Juan Arnau es filósofo y ensayista, experto en filosofía de la ciencia y en religiones orientales.

Álex Gómez-Marín es director del Laboratorio de Comportamiento de Organismos, en el Instituto de Neurociencias de Alicante.