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5 enero 2020
Jn 1, 1-18
En el principio ya existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios. La Palabra en el principio estaba junto a Dios. Por medio de la Palabra se hizo todo, y sin ella no se hizo nada de lo que se ha hecho. En la Palabra había vida, y la vida era la luz de los hombres. La luz brilla en la tiniebla, y la tiniebla no la recibió. Surgió un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan: este venía como testigo, para dar testimonio de la luz, para que por él todos vinieran a la fe. No era él la luz, sino testigo de la luz. La palabra era la luz verdadera, que alumbra a todo hombre. Al mundo vino y en el mundo estaba; el mundo se hizo por medio de ella, y el mundo no la conoció. Vino a su casa, y los suyos no la recibieron. Pero a cuantos la recibieron, les da poder para ser hijos de Dios, si creen en su nombre. Estos no han nacido de sangre, ni de amor carnal, ni de amor humano, sino de Dios. Y la palabra se hizo carne, y acampó entre nosotros, y hemos contemplado su gloria: gloria propia del Hijo único del Padre, lleno de gracia y de verdad. Juan da testimonio de él y grita diciendo: “Este es de quien dije: el que viene detrás de mí pasa delante de mí, porque existía antes que yo”. Pues de su plenitud todos hemos recibido gracia tras gracia: porque la ley se dio por medio de Moisés, la gracia y la verdad vinieron por medio de Jesucristo. A Dios nadie lo ha visto jamás: el Hijo único, que está en el seno del Padre, es quien lo ha dado a conocer.
EN EL PRINCIPIO ERA LA VIDA
El evangelio más antiguo –Marcos– se inicia con el relato del bautismo de Jesús por parte del Bautista. Mateo y Lucas narran el nacimiento. El cuarto evangelio, que se escribe mucho más tardíamente, se remonta al “principio”. Y se abre con un grandioso prólogo-himno al Logos, la Palabra o la Vida.
“Principio” no significa comienzo histórico, sino que remite a lo que está más allá de la historia, más allá del tiempo, a la atemporalidad o eternidad. En una palabra, el “principio” del que se habla aquí es el no-tiempo, el eterno presente inalterable.
Me resulta profundamente significativo que hoy sea la misma ciencia la que nos advierta del engaño de nuestra mente. «Una de las teorías de la física cuántica -afirma la reconocida física y divulgadora científica Sonia Fernández-Vidal en una entrevista reciente- dice que el tiempo no fluye como un río, sino que, como ocurre con el espacio, todo está ahí fuera ya, desde lo que ha pasado a lo que tiene que pasar. Aunque nosotros lo vivamos como un fluir continuo”.
Estamos tan habituados e incluso identificados con las formas que nos resulta difícil transcenderlas. Nuestra mente no puede salir de las referencias espacio-temporales: para ella, todo sucede en un tiempo y en un lugar determinados. Por eso, incluso cuando habla de “eternidad”, la imagina como un “tiempo prolongado” que no acabaría jamás.
Sin embargo, más allá de las categorías espacio-temporales, fruto por otro lado de la propia mente, como descansando o sostenidas por ella, permanece la Presencia que no tiene principio ni fin. Lo que es –lo que somos– transciende el tiempo y el espacio. Por esa razón, para entrar en conexión con ello necesitamos acallar la mente –silenciar el yo– para poder ser introducidos en el Silencio consciente que somos.
Cualquier palabra que utilicemos resultará inadecuada: Presencia, Silencio consciente, Vida… Pero todas ellas apuntan hacia Aquello que transciende el tiempo y el espacio, a lo que “es desde el principio”, a lo que somos en profundidad: lo no nacido y que nunca morirá.
El autor del evangelio presenta a Jesús como aquel que da a conocer ese misterio último, que se ha nombrado como “Dios”. Se trata, evidentemente, de la profesión de fe de aquella comunidad, que cree en Jesús como el “revelador” de la Divinidad. Y es cierto que en Jesús puede advertirse lo que sucede en una persona cuando se vive desde la comprensión de lo que somos. Por eso podemos reconocerlo como un espejo nítido en el que nos vemos reflejados. Pero no hay nada que no sea “reflejo” de aquella misma vida. Todas las formas que existen no son sino disfraces en los que la Vida se oculta. Por eso, las palabras que este evangelio pone en boca de Jesús –“Yo soy la vida”– constituyen la revelación suprema de lo que somos todos. No somos un yo separado que tiene vida; somos Vida –Presencia atemporal desde “el principio”– que se está experimentado en estas personas.
¿Me abro a comprenderme como “Vida” habitando una forma temporal?
https://youtu.be/kuTn8p_Oj1I
Fiesta de la «Sagrada Familia»
29 diciembre 2019
Mt 2, 13-15.19-23
Cuando se marcharon los magos, el ángel del Señor se apareció en sueños a José y le dijo: “Levántate, toma al niño y a su madre y huye a Egipto; quédate allí hasta que yo te avise, porque Herodes va a buscar al niño para matarlo”. José se levantó, cogió al niño y a su madre de noche; se fue a Egipto y se quedó hasta la muerte de Herodes; así se cumplió lo que dijo el Señor por el Profeta: “Llamé a mi Hijo para que saliera de Egipto”. Cuando murió Herodes, el ángel del Señor se apareció en sueños a José en Egipto y le dijo: “Levántate, toma al niño y a su madre y vuélvete a Israel; ya han muerto los que atentaban contra la vida del niño”. Se levantó, tomó al niño y a su madre y volvió a Israel. Pero al enterarse de que Arquelao reinaba en Judea como sucesor de su padre Herodes tuvo miedo de ir allá. Y avisado en sueños se retiró a Galilea y se estableció en un pueblo llamado Nazaret. Así se cumplió lo que dijeron los profetas, que se llamaría nazareno”.
¿REACCIONAR O RESPONDER?
Parece seguro que el presente texto –exclusivo de este evangelio– ha sido construido por Mateo con un objetivo bien definido: presentar a Jesús como el “nuevo Moisés” que habría de liberar al pueblo y dar razón del nombre de “nazareno” aplicado a Jesús.
En el relato destaca la disponibilidad y prontitud de José para responder a lo que le es indicado: se percibe a José como un hombre lúcido, consciente y disponible, que responde adecuadamente a las situaciones que se le presentan. En una lectura simbólica, la respuesta resulta adecuada para liberar a Jesús del peligro.
Ante los diferentes acontecimientos o circunstancias, los humanos podemos responder o reaccionar, con resultados completamente diferentes.
La reacción se define por el automatismo ante cualquier estímulo. Nace de las necesidades, de las frustraciones o de las defensas –ese es el triple “nivel” en el que nos movemos mientras estamos atrapados por la herida emocional–. Su tema es la venganza y/o la culpa. Y siempre que reaccionamos lo hacemos para defendernos o para atacar. El resultado es obvio: vamos por la vida como víctimas o como verdugos o, quizás más exactamente, alternando ambos papeles.
La respuesta, por el contrario, nace de lo mejor de la persona, porque se es capaz de “tomar distancia”, tanto del estímulo como del propio ego (necesidades, frustraciones y defensas). Su tema es la responsabilidad. Y vivimos como cauces desapropiados, permitiendo que la vida se exprese a través de nosotros. Requiere situarse en el lugar del “observador” de los propios movimientos mentales y emocionales, y recibir todo lo que nos ocurre como un “despertador” o “mensajero”.
Todo ello queda recogido en este esquema:
REACCIÓN | RESPUESTA |
Automatismo.
Desde las necesidades, frustraciones o defensas. Tema: venganza o culpa. Para defendernos o atacar. Víctimas o/y verdugos. |
Toma de distancia.
Desde lo mejor de la persona. Tema: responsabilidad. Dejar que la Vida se exprese. Cauces desapropiados. |
El paso de la reacción a la respuesta requiere un trabajo psicológico –solo la curación o gestión adecuada de las propias heridas permite la toma de distancia frente a los estímulos– y espiritual –gracias al cual va cesando o menguando la identificación con el ego–. Son las dos condiciones para crecer en libertad interior, sin la que es imposible salir de los automatismos reactivos.
¿Cuándo reacciono y cuándo respondo? ¿Lo distingo con facilidad?
“La bondad es el punto más elevado de la inteligencia”.
José Miguel VALLE, en
https://culturainquieta.com/es/inspiring/item/16105-la-bondad-es-el-punto-mas-elevado-de-la-inteligencia.html
La bondad es el pináculo de la inteligencia. Es su punto más cenital, el instante en el que la inteligencia se queda sorprendida de lo que es capaz de hacer por sí misma. Leo en una entrevista a Richard Davidson, especialista en neurociencia afectiva, que «la base de un cerebro sano es la bondad».
Suelo definir la bondad como todo curso de acción que colabora a que la felicidad pueda comparecer en la vida del otro. A veces se hace acompañar de la generosidad, que surge cuando una persona prefiere disminuir el nivel de satisfacción de sus intereses a cambio de que el otro amplíe el de los suyos, y que en personas sentimentalmente bien construidas suele ser devuelta con la gratitud.
En la arquitectura afectiva coloco la bondad como contrapunto de la crueldad (la utilización del daño para obtener un beneficio), la maldad (ejecución de un daño aunque no adjunte réditos), la perversidad (cuando hay regodeo al infligir daño a alguien), la malicia (desear el perjuicio en el otro aunque no se participe directamente en él). La bondad es justo lo contrario a estos sentimientos que requieren del sufrimiento para poder ser.
La bondad liga con la afabilidad, la ternura, el cuidado, la atención, la conectividad, la empatía, la compasión, la fraternidad, todos ellos sentimientos y conductas predispuestos a incorporar al otro tanto en las deliberaciones como en las acciones personales. Se trataría de todo el aparataje sentimental en el que se está atento a los requerimientos del otro.
Según la nomenclatura que utilizo en el ensayo Los sentimientos también tienen razón, serían los dispositivos afectivos de apertura al otro. La amabilidad es aquella acción en la que tratamos al otro con la bondad y consideración que se merece toda persona por el hecho de serlo. Intentar colmar nuestros propósitos pero teniendo en cuenta también los del otro es una conducta muy sabia para que los demás la repliquen cuando seamos nosotros los destinatarios del curso de acción.
Ser bondadoso con los demás es serlo con uno mismo, con nuestra común condición de seres humanos empeñados en llegar a ser el ser que nos gustaría ser. Ayudar a que la felicidad desembarque en la vida de los demás es ayudar a que también desembarque en la nuestra. De ahí que no haya mayor beneficio social para todos que la magnitud cooperativa, que se nutre de la bondad y la ética, si es que esta tríada mágica no es la misma cosa astillada en distintas palabras.
Para incorporar la bondad en el trajín diario hay que brincar la estrecha y claustrofóbica geografía del yo absolutamente absorto en un individualismo competitivo y narcisista. Richard Davidson defiende que la bondad se cultiva. En su instituto entrenan a chicos y chicas. En los ejercicios acercan a su mente a una persona que aman, reviven una época en la que esta persona fue aguijoneada por el sufrimiento y sopesan qué hacer para liberarla de ese dolor. Luego amplían el foco a personas que no les importan y finalmente a personas que les irritan. En este breve recorrido se puede sintetizar en qué consiste humanizarnos.
En una entrevista le preguntaron a Michael Tomasello, uno de los grandes estudiosos de la cooperación, por qué podemos ser muy amables con la gente de nuestro entorno y luego ser despiadados en otros contextos, como por ejemplo en el laboral.
Su respuesta fue muy elocuente. Tomasello argumentó que nuestros valores varían en función de en qué círculo nos movamos. No nos comportamos igual con el conocido que con el desconocido. Homologar ambos comportamientos es una de las grandes aspiraciones de la ética, qué podemos hacer para pasar del círculo íntimo al círculo público con la misma actitud empática, cómo realizar esa transacción desde el ámbito afectuoso al ámbito donde el afecto pierde irradiación.
Yo he intentado explicarlo en mi nuevo ensayo. Se trataría del paso del afecto a la virtud (Davidson afirma que en los circuitos neuronales la virtud activa la zona motora del cerebro), del sentimiento a la racionalidad del sentimiento.
En Los siete pecados capitales, Savater aclaraba algo que nos atañe a todos como personas enclaustradas con otras personas en el mundo y por tanto cautivas de gigantescos bucles de interdependencia que no podemos obviar: «Las virtudes no se aprenden en abstracto. Hay que buscar a las personas que las posean para poder aprenderlas».
He aquí la importancia de la ejemplaridad en el paisaje social. Yo suelo decir que para la sensibilidad ética un ejemplo vale más que mil palabras, siempre que sepamos qué palabras queramos ejemplificar. En el plano ético la teoría es poco persuasora. Sabemos qué es la bondad, pero para aprenderla necesitamos contemplarla en personas consideradas valiosas por la comunidad y reproducirla en nuestra vida.
Pocas tareas requieren tanta participación de la inteligencia, pero pocas satisfacen tanto cuando se automatizan a través del hábito. Cuando alguien lo logra, estamos ante un sabio.