SOMOS VIDA VIVIÉNDOSE EN FORMA HUMANA

Fiesta de «Corpus Christi»

14 junio 2020

Jn 6, 51-58

En aquel tiempo, dijo Jesús a los judíos: “Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo: el que come de este pan vivirá siempre. Y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo”. Disputaban entonces los judíos entre sí: “¿Cómo puede este darnos a comer su carne?”. Entonces Jesús les dijo: “Os aseguro que si no coméis la carne del Hijo del Hombre y no bebéis su sangre no tenéis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día. Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él. El Padre que vive me ha enviado y yo vivo por el Padre; del mismo modo, el que me come vivirá por mí. Este es el pan que ha bajado del cielo; no como el de vuestros padres, que lo comieron y murieron; el que come este pan vivirá para siempre”.

SOMOS VIDA VIVIÉNDOSE EN FORMA HUMANA

«Yo soy la vida» (Jn 11,25).

          Es sabido que en la redacción del cuarto evangelio participaron diferentes autores que fueron rehaciendo o glosando el original. En lo que a la metáfora del “pan de vida” se refiere, se perciben dos modos de explicarla notablemente diferentes: según un autor, el “pan” es la palabra que Jesús, en cuanto “alimento” y fuente de vida para el ser humano; sin embargo, otro glosador posterior identifica al “pan” con la “carne”, probablemente para subrayar la importancia del rito y el lugar central que debía otorgarse a la celebración de la eucaristía en la comunidad. Si, en un primer momento, los discípulos afirmaban que su alimento era la palabra de Jesús, más tarde insistirán en que el verdadero alimento es su cuerpo, presente en el pan que comulgan.

          Más allá de la interpretación teológica y su insistencia en la “materialidad” física del cuerpo de Cristo que se hace presente en el pan –así lo proclama la doctrina de la “transubstanciación”–, el texto evangélico habla sobre todo de comunión y de vida: “Habita en mí y yo en él…; yo vivo por el Padre…, el que me come vivirá por mí”. Aquí se encuentra la clave espiritual.

          “Padre” es una metáfora intercambiable por la de “Vida”. Todo es vida, en un despliegue admirable de formas que, a nuestros ojos, parecieran, en ocasiones, ocultarla. Pero cualquier forma, toda forma es, en realidad, vida.

          La vida no es algo que tenemos; tampoco es algo en lo que nos movemos. La vida no es un “contenedor” dentro del cual aparecemos nosotros, así como el resto de los seres. Somos la vida, que temporalmente se expresa en esta forma.

          El Padre, Jesús, nosotros, todos los seres… somos, en nuestra identidad profunda, vida. Porque solo la vida es. Todo lo demás son formas que ex-isten.

         Eso significa, en lo concreto, que no somos nosotros los que vivimos la vida –como con frecuencia tendemos a pensar–, sino que es la vida la que se vive en –o nos vive a– nosotros.

        Se nos hace presente, una vez más, nuestra realidad paradójica: somos vida expresándose en una forma impermanente. Teniendo en cuenta los dos polos de la paradoja, la sabiduría consiste en vivir la persona –que tenemos, en la que nos experimentamos– como un cauce por el que la vida –que somos– fluye. Lo cual tiene una traducción tan concreta como revolucionaria con respecto a nuestra forma habitual de funcionar: se trata de vivir diciendo “sí”.

          Decir “sí” a la vida implica alinearse con ella, recibir todo lo que viene, amar lo que es, agradecer, bendecir, confiar, responsabilizarse…, en la certeza de que la propia sabiduría de la vida va conduciendo todo el proceso. El objetivo solo es uno: crecer en la comprensión de lo que realmente somos. Tal comprensión, cuando es experiencial, equivale a liberación. No somos un yo separado de la vida y enfrentado a ella –esta creencia constituye la fuente de todo sufrimiento mental–, sino la misma vida y, a la vez, un cauce particular por el que la vida se expresa en todo momento.

¿Cómo me sitúo ante la vida?

Semana 7 de junio: LAS CRISIS Y LA ATENCIÓN // Rosa RABBANI

Entrevista de Ima Sanchís a Rosa Rabbani, doctora en Psicología Social, terapeuta familiar, publicada en La Contra, de La Vanguardia, 13 abril 2020.

https://www.lavanguardia.com/lacontra/20200413/48450517698/seamos-conscientes-de-donde-focalizamos-nuestra-atencion.html

“Seamos conscientes de dónde focalizamos nuestra atención”.

Tengo 48 años. Nací en Yazd, Irán, y vivo en Barcelona desde hace 20 años. Casada, dos hijos. Políticamente me identifico con la idea de una federación mundial: toda la humanidad somos los ciudadanos de la Tierra, ahora más que nunca. Pertenezco a la comunidad bahá’í, creemos en la verdad de todas las religiones.

Resiliencia planetaria

“En cuestión de semanas un cambio repentino de régimen, la revolución islámica, hizo que la comunidad bahá’í, la principal religión no islámica de Irán, fuéramos objeto de prisión, tortura y muerte. Mi familia fuimos capaces de superar y de ser resilientes ante la mayor adversidad que un ser humano puede padecer: temer por nuestra vida debido a una oleada de persecuciones violentas repentinas”. Ir interiorizando a lo largo de su infancia y juventud claves experienciales para superar la adversidad la doctoró. Como psicoterapeuta atiende a profesionales de los hospitales de Catalunya. “La pandemia actual es un signo más de que o bien se forma una unión política de nuestra especie o difícilmente podremos ser resilientes a las calamidades propias de esta era”.

Cuando tenía 8 años la revolución ­islámica (1979) en Irán cambió radicalmente la vida de mi familia. A mi padre le quemaron su comercio. A mi madre, maestra, la expulsaron de un día para otro de la escuela pública.

¿Por qué?

Éramos bahá’ís, la principal religión no islámica de Irán. Todos los bahá’ís fuimos perseguidos, torturados, encarcelados o asesinados.

Todavía hoy.

Sí, incluso se nos niega cualquier identificación en Irán, es como si no existiéramos. En el país de la región más afectada por el coronavirus, no podemos acceder a tratamiento sanitario.

¿Qué fue de usted y su familia?

Nos vinimos a España a pasar unos días en espera de que todo se calmara, pero supimos que mis padres estaban buscados por las autoridades del régimen islámico por ser miembros activos de la comunidad bahá’í.

Ya nunca volvieron.

No, lo dejamos todo atrás: familiares, amigos, nuestra casa y todo lo que había en ella. Imagínelo: una familia con tres niños pequeños –yo era la mayor con ocho años–, amenazados de muerte, aterrorizados, desubicados. Imagine la resiliencia que tuvieron que desarrollar mis padres. Aprendí que el sufrimiento y el dolor forman parte de la vida, algo que le parecerá obvio.

Sinceramente, sí.

Como psicoterapeuta trabajo con personas que están pasando por momentos difíciles y a la gran mayoría nunca se les ha ocurrido pensar que eso formaba parte de la vida.

Creemos que “lo normal” es que todo vaya bien.

Cada vez que queríamos colgar un cuadro, comprar una bicicleta o intentar aprender el idioma, mi madre decía: “Para qué, si en cuestión de semanas volveremos a casa”.

Nos cuesta asumir los cambios.

Las adversidades grandes e inesperadas de la ­vida no sirven de nada, solo nos generan sufrimiento y dolor, salvo que seamos capaces de hacer una profunda introspección para hallar sentido a los que nos ocurre.

¿Todos somos resilientes?

Todos podemos aprender a serlo, pero para ello debemos seleccionar dónde queremos focalizar nuestra atención. Esta mañana leía el correo de un joven al que se le acaba de morir su padre por coronavirus.

¿Qué le decía?

Agradecía que le hubieran permitido verlo antes de morir y poder despedirse de él de parte de toda la familia, se focalizó en lo positivo.

¿En qué creen los bahá’ís?

Uno de los principios centrales es la unidad de la humanidad, y en estos momentos, debido al proceso de globalización, estamos preparados para afrontar esos desafíos globales con una mirada común.

Eso es ser optimista.

La peste negra de 1348, la mayor pandemia de la historia hasta la fecha, estableció las bases para el renacimiento europeo.

Cierto.

Quizá los graves efectos económicos y sociales que nos reportará la actual pandemia tengan un efecto renaciente, pero esta vez para toda la humanidad, porque si no cualquier solución a cualquier crisis va a ser ineficaz.

Los retos actuales son enormes y globales.

Por eso, o bien se forma esa unión política de nuestra especie o difícilmente podremos ser resilientes a las nuevas calamidades propias de esta nueva era, ya sabe: cambio climático, terrorismo integrista, infecciones globales, crisis migratorias, recesiones económicas…

Entonces, ¿los bahá’ís creen que estamos ante el nacimiento de una nueva era?

Creemos que el mundo está ahora preparado para hacer esta transición y la fe bahá’í plantea una serie de principios que facilitan ese cambio de conciencia de la humanidad.

Resúmame los fundamentales.

Ciencia y espiritualidad deben armonizarse. Si la ciencia no cuenta con la espiritualidad humana, se convierte en puro materialismo, y la religión que obvia las bases científicas es superstición.

Otro principio.

La libre investigación de la verdad para desarrollar un criterio propio. En mi caso, haber nacido en una familia bahá’í no me hace bahá’í, tengo la responsabilidad de buscar el camino que dota de sentido a mi vida por mí misma.

Interesante.

Otro principio, que nació en el Irán de hace dos siglos, es la igualdad entre hombres y mujeres. La fe bahá’í tiene una visión muy esperanzadora del futuro de la humanidad.

Tal vez tras esta crisis volvamos a llenar el planeta de coches, aviones y desigualdad.

Como mínimo nos habrá servido para dar más importancia a la gente que se dedica a la salud que a los que se dedican a darle patadas a un balón, con todo mi respeto, pero es que los futbolistas parecían los héroes de nuestra sociedad. Aprendizajes hay muchos, pero depende de nosotros que los desentrañemos e incorporemos a la vida.

Veremos.

Sin una reflexión profunda y concienzuda individual y colectiva nada cambiará para bien, de nosotros depende.

CIELO Y TIERRA SON LO MISMO

Fiesta de la Trinidad

7 junio 2020

Jn 3, 16-18

Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único, para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna. Porque Dios no mandó a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él. El que cree en él, no será juzgado; el que no cree, ya está juzgado, porque no ha creído en el nombre del Hijo único de Dios.

 CIELO Y TIERRA SON LO MISMO

          La comunidad del cuarto evangelio entiende a Jesús como el “salvador celeste” enviado por Dios. Y lee ese gesto de envío –o mejor, de “entrega”–, como prueba del amor de Dios al mundo y como fuente de “vida eterna” para la humanidad. Tal es la lectura que hizo aquella comunidad: se trata de lo que, posteriormente, la teología cristiana denominaría el “misterio de la encarnación”.

        Tal creencia suponía un salto cualitativo con respecto a la ortodoxia judía, en cuyo seno había nacido. El Dios absolutamente transcendente e inefable –YHWH– se hacía completamente inmanente, hasta el punto de –como dice también cuarto evangelio– “habitar entre nosotros” (Jn 1,14). Desde este punto de vista, la novedad aportada por el cristianismo es manifiesta: Dios se hace humano, con todas las consecuencias que eso supone para nuestra propia auto-comprensión.

       Sin embargo, esa lectura se apoyaba sobre la creencia en Dios como un Ser separado: Yhwh, desde el cielo, enviaba a su Hijo al mundo. La cosmovisión que esa misma frase expresa no puede ser más elocuente: habla de una realidad dividida en dos planos y entiende la divinidad como habitando el “piso de arriba”.

    Es precisamente esa cosmovisión la que progresivamente ha ido entrando en crisis en nuestra comprensión de la realidad: no hay “un Dios ahí arriba” (Roger Lenaers) separado del conjunto de lo real.

        A partir de ahí, intuyo que nos hallamos ante la posibilidad de otro “salto cualitativo”, no menor del que supuso el cristianismo en la historia de la auto-comprensión humana. Tal como me parece verlo, podría formularse de este modo: lo que el cristianismo atribuía exclusivamente a Jesús como “encarnación” de Dios es atribuible a todo ser humano sin excepción, e incluso a todos los seres: todos somos “formas” en las que Dios se expresa. O dicho con más propiedad: lo que realmente somos es vida, consciencia, ser, Dios…, experimentándose en formas concretas.

           Somos plenitud de vida desplegada en una forma sumamente vulnerable. Lo que nuestros antepasados proyectaban en un “Dios” separado constituye realmente nuestra verdadera identidad. Y esa identidad es amor y es vida. Nuestra tragedia consiste sencillamente en la ignorancia, por la que ignoramos lo que somos y nos identificamos –y reducimos a– lo que no somos.

          Cielo y tierra son lo mismo. Para la mente analítica no deja de ser una contradicción. Sin embargo, en la comprensión no-dual se reconoce y resuelve la paradoja que es consecuencia del “doble nivel” de lo real: en el plano profundo, aquella afirmación –cielo y tierra son lo mismo, todo está bien– es cierta; sin embargo, en el plano fenoménico o de las formas, es innegable que, lejos de ser “cielo”, hay situaciones humanas que resultan un auténtico “infierno”, que es necesario transformar. Ambas afirmaciones son ciertas, cada una en su nivel: todo es cielo y todo es mejorable. La sabiduría consiste en articular esa doble afirmación adecuadamente y vivir desde esa comprensión.

¿Dónde estoy en mi comprensión de la realidad?

Semana 31 de mayo: SOBRE LA PSICOLOGÍA TRANSPERSONAL – Entrevista

(Aprovecho el envío de esta entrevista para comunicaros que la edición impresa de este libro -en papel- saldrá probablemente en este mes de junio).

Entrevista de Jesús Bastante, redactor jefe de «Religión Digital», 24.05.2020. 

https://www.religiondigital.org/libros/Enrique-Martinez-Lozano-desclee-psicologia-transpersonal-amor-cuidado-libros_0_2232976689.html

Primera pregunta, de lector ‘asustado’. ¿Qué es eso de la Psicología transpersonal y cómo lo puedo aplicar a mi día a día?

No hay que asustarse, Jesús. La psicología transpersonal constituye la “cuarta ola” de la psicología, después de las tres corrientes anteriores: psicoanalítica, conductista y humanista. Asumiendo e integrando sus aportaciones, supone un “salto cualitativo” con respecto a ellas. ¿Cuál es ese salto? El reconocimiento de que somos más que nuestro cuerpo, nuestra mente y nuestro psiquismo; somos más que el “yo” que estudia la psicología clásica.

Somos infinitamente más de lo que nuestra mente piensa. Somos “más que” la persona. Lo que somos transciende a la persona: de ahí el nombre trans-personal, que remite a una dimensión transcendente.

Es importante cuidar nuestro psiquismo, de la misma manera que es importante cuidar el cuerpo. Pero es decisivo no reducirnos a ello. Somos “Eso” que es consciente de nuestro cuerpo, de nuestro psiquismo y de nuestro yo… No somos ningún objeto observado, sino “Eso” que observa a los objetos.

Una cosa es nuestra “personalidad” –objeto de la psicología clásica– y otra nuestra “identidad”, que aborda la psicología transpersonal. El error está en identificarlas: ese es el origen de la confusión y del sufrimiento mental. Nuestra identidad no está circunscrita a nuestro cuerpo ni atada a su destino.

La personalidad es diferente en cada persona; la identidad es compartida con todos los seres. La inscripción del Templo de Delfos lo expresaba con sabiduría: “Hombre, conócete a ti mismo y conocerás al Universo y a los dioses”.

A la pregunta decisiva ¿qué somos?, la psicología transpersonal responde: somos la vida una –la consciencia, el ser…– expresándose en formas diferentes. Por eso podemos decir con razón: no somos iguales, pero somos lo mismo. Tal como lo veo, es lo que vivió Jesús de Nazaret. El cuarto evangelio pone en su boca esa expresión: “Yo soy la vida”. Pues bien, esa afirmación es válida para todos nosotros.

¿Cómo aplicarlo en el día a día? La comprensión de lo que somos afecta completamente a nuestro día a día. Todo se ventila ahí, en esa comprensión. Mientras vivimos reducidos al yo –en la ignorancia o el olvido de nuestra identidad–, es imposible superar la confusión, el egocentrismo y el sufrimiento mental. Al crecer en comprensión, se nos regala lucidez, descanso, paz, liberación del sufrimiento mental, amor, compasión, unidad, comunión con todos los seres…

¿Es posible llegar a conocerse a uno mismo y no caerse mal?

Sin ninguna duda. Es posible llegar a conocernos en nuestra personalidad y también en nuestra identidad. Para esto último, que puede resultar más “novedoso”, puedes preguntarte: ¿Qué soy yo?, y ve soltando todas las respuestas que tu mente vaya dando. Soy “Eso” que queda, más allá (trans) de lo que mi mente me dice. Eso que únicamente puede conocerse en el silencio de la mente, porque lo que esta me dice son solo cosas “aprendidas”. Lo expresaba con acierto José Saramago: “En nosotros hay algo que no tiene nombre. Eso es lo que somos”. En cualquier caso, nuestra mente no puede saber lo que somos, porque ella es una parte de lo que somos.

Indudablemente, en cuanto alguien se conoce deja de caerse mal. Porque el conocimiento de sí viene acompañado de un sentimiento de comprensión y de compasión. Al conocerse y acogerse, la persona experimenta una creciente cercanía amorosa hacia sí misma –esto ya lo había aportado la psicología clásica– y la comprensión de que lo que somos es plenitud de vida y se halla siempre a salvo.

El mayor poder que tenemos, en el plano psicológico, es el amor humilde e incondicional hacia nosotros mismos, y haremos bien en cuidarlo. En el plano transpersonal –o espiritual– nuestra mayor riqueza es la comprensión experiencial de que somos vida.

Hablas de cinco etapas para el proceso de integración…

 Son las etapas que estudia la psicología transpersonal, que van desde el no-yo prepersonal (indiferenciado del entorno) al no-yo transpersonal (que ha comprendido que es más que el yo).

Son etapas que se han dado en nuestra especie y que se dan en cada individuo particular –la ontogénesis repite la filogénesis–, tal como se puede apreciar en el estudio de la antropología cultural o de la psicología evolutiva.

Esas cinco etapas son las siguientes:

  • etapa del “no-yo prepersonal” o fusión; la tarea a realizar es distinguir el propio cuerpo del entorno;
  • etapa del “yo corporal”; una vez distinguido el cuerpo del entorno, el niño tiene que percibirse como diferenciado de los otros;
  • etapa del “yo-verbal: emerge la mente y la tarea a realizar es la separar y luego integrar la mente y el cuerpo, pensamientos y emociones;
  • etapa del “yo social”, con la tarea de integrar la imagen y la sombra, para poder caminar hacia un yo psicológicamente integrado;
  • etapa del “no-yo transpersonal”, que requiere la integración de la dimensión transpersonal o espiritual.

Cada etapa presenta sus riesgos, con las consecuencias que luego tendrán para  la historia de la persona, tal como lo analizo en el libro.

Son etapas que, recorridas adecuadamente, posibilitan que la persona, no solo pueda vivirse de manera integrada y armoniosa, sino que llegue a comprender su verdadera identidad, más allá del yo. Solo cuando esto ocurre podemos decir que nos encontramos en “casa”. Esto me parece que es el “camino espiritual”: el camino de vuelta a casa, del que han hablado todas las tradiciones sapienciales.

 ¿Dónde colocamos la fe en este proceso?

La fe, en cuanto adhesión de la mente a unas creencias, es solo algo mental. Cuando se da la comprensión experiencial, la fe así entendida se viene abajo. Como dice el filósofo francés André Comte-Sponville, “el místico ve, ¿qué necesidad tiene ya de dogmas?”. Cuando en una ocasión le preguntaron a Carl Jung si creía en Dios, contestó: “Yo no creo, lo veo”. Eso es la comprensión.

Tengo para mí que Jesús tampoco creía en Dios. ¿Cómo podría creer aquel que, según el cuarto evangelio, dijo: “El Padre y yo somos uno”? Somos uno con el Fondo de lo real –“el fondo de Dios y mi fondo es el mismo fondo”, diría en el siglo XIII el místico cristiano Maestro Eckhart–, ¿qué necesitamos creer?

La comprensión experiencial es el final de las creencias. Y entonces compruebas que el abandono de toda creencia deja un corazón vaciado de sí mismo. Y un corazón vaciado de sí mismo es abierto y capaz de acogerlo todo.

Planteas medio centenar de prácticas (psico-afectivas, atencionales y meditativas o contemplativas). ¿Cuáles son las imprescindibles y por qué?

 La integración de la persona requiere un triple cuidado: el amor a sí mismo/a –frente al auto-reproche, la distancia o la indiferencia–, la atención –frente a la mente no observada que funciona por su cuenta– y el silencio –frente al barullo mental y el protagonismo del ego–. Ese triple cuidado da lugar a los tres tipos de prácticas que se ofrecen en el libro.

El amor a sí mismo/a posibilita y favorece la unificación psicológica de la persona. La atención nos libera de la tiranía de la mente pensante, sacándonos de la jaula de sufrimiento donde esta nos introduce. El silencio meditativo o contemplativo, que es silencio de la mente y del yo, nos permite ir “más allá” de la persona –transcenderla– y accedemos a comprender nuestra verdadera identidad. Porque como decía Krishnamurti, “solo una mente en silencio puede ver la verdad, no una mente que se esfuerza por verla”. Ciertamente, no es el ruido mental –aunque sean sesudas reflexiones–, sino el silencio la puerta que nos lleva a la verdad de lo que somos. En lo profundo, más allá de todo lo que podamos pensar y hacer, somos Silencio consciente. De ese silencio brotará el pensamiento preciso y la acción adecuada.

Cada persona podrá elegir la práctica concreta que más le encaje; lo decisivo es vivir el triple cuidado que quieren sostener. En él nos jugamos la unificación psicológica y la comprensión vivencial de lo que somos. Todo lo demás, como también decía Jesús, “se nos dará por añadidura”.

Para terminar, ¿cómo resumirías brevemente el contenido del libro?

Como decía antes, la emergencia de la psicología transpersonal ha supuesto un paso cualitativo en el intento de comprensión del ser humano. Valorando e integrando todas las corrientes anteriores, abre un horizonte nuevo en el campo psicológico que, sin embargo, conecta con lo que siempre ha enseñado la “filosofía (o sabiduría) perenne”: no somos un “contenido” de la consciencia, sino la consciencia misma, Presencia consciente experimentándose en formas temporales.

La comprensión adecuada del ser humano requiere que se atiendan sus dos dimensiones: la psicológica (o personalidad) y la espiritual (o identidad). En esta especie de “manual de bolsillo”, lo que busco es ofrecer claves y recursos que buscan ayudar a comprender cómo se articulan ambos niveles para posibilitar una vivencia plena y armoniosa; en definitiva, para aprender a reconocer y vivir lo que ya somos.

PAZ

Fiesta de Pentecostés

31 mayo 2020

Jn 20, 19-23

Al anochecer de aquel día, el día primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas, por miedo a los judíos. En esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo: “Paz a vosotros”. Y diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. Jesús repitió: “Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo”. Y dicho esto, exhaló su aliento sobre ellos y les dijo: “Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos”.

PAZ

          Somos paz. De hecho, cuando no se añaden agitaciones mentales (y emocionales), la paz se hace manifiesta sin ningún esfuerzo. Solo cuando, por diferentes motivos –muchos de ellos, y los más graves, inconscientes–, entramos en la cavilación obsesiva, la paz se oculta a nuestra mirada; pareciera entonces que la alteración, la inquietud, el agobio, la inseguridad ocupan todo nuestro campo de consciencia, hasta el punto de llegar a escuchar una voz que repite machaconamente: “no hay salida”.

       La alteración nace de la mente pensante en el momento mismo en que no aceptamos lo que nos ofrece el instante presente. Pero la mente tiene también motivos que explican su funcionamiento:

  • tendencias ancestrales, como el afán de controlar todo y la exigencia de que todo responda a sus expectativas, así como el egocentrismo que busca el propio beneficio;
  • mecanismos disfuncionales, heredados o aprendidos en la infancia, como la obsesión compulsiva, la rigidez o la culpa;
  • experiencias dolorosas, más o menos traumáticas, que han dejado huella en forma de heridas, de vacíos y de mecanismos de defensa, que terminan volviéndose contra el propio sujeto;

      Todo ese material, fruto de lo heredado y lo aprendido, fue modelando el cableado neuronal, del que depende nuestro modo de pensar, de sentir, de actuar… Con lo cual, a la hora de cambiar aquellos funcionamientos disfuncionales, nos topamos con la arraigada inercia cerebral que los tiende a repetir una y otra vez. Eso explica que, a pesar de tantos esfuerzos, comprobemos que nuestros intentos de cambio parezcan fracasar repetidamente.

         La buena noticia se llama ahora, desde la ciencia, neuroplasticidad. La inercia puede revertirse con una práctica perseverante que permita, en un proceso de reeducación, establecer nuevas conexiones neuronales y, con ello, un modo nuevo y creativo de relacionarnos con nuestra propia mente.

     En esa tarea de reeducación ocupan un lugar destacado la práctica de la atención –centrada en el cuerpo, en la respiración, en la acción que desarrollamos…–, la observación de la mente y el silencio, unido todo ello al cuidado del amor humilde e incondicional hacia sí mismo.

      Decía más arriba que toda alteración nace de la mente pensante. Pues bien, cuando aprendemos a observarla, la “mente pensante” se va silenciando y va ocupando más espacio la “mente observada”. La primera nos tiraniza sin límite; la segunda nos sirve con docilidad.

        En ese camino venimos a descubrir que la paz no es “algo” que hayamos de conseguir o que tengamos que recibir de una divinidad exterior. Paz es lo que somos en todo momento. Y lo experimentamos siempre que somos capaces de silenciar nuestra mente pensante.

¿Vivo mi mente como “dueña de casa” o como servidora?