LA VERDAD QUE HACE LIBRES

Fiesta de «Cristo Rey»

21 noviembre 2021

Jn 18, 33-37

En aquel tiempo, preguntó Pilatos a Jesús: “¿Eres tú el rey de los judíos?”. Jesús le contestó: “¿Dices eso por tu cuenta o te lo han dicho otros de mí?”. Pilatos replicó: “¿Acaso soy yo judío? Tu gente y los sumos sacerdotes te han entregado a mí: ¿Qué has hecho?”. Jesús le contestó: “Mi reino no es de este mundo. Si mi reino fuera de este mundo, mi guardia habría luchado para que no cayera en manos de los judíos. Pero mi reino no es de aquí”. Pilatos le dijo: “Con que, ¿tú eres rey?”. Jesús le contestó: “Tú lo dices: Soy Rey. Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo; para ser testigo de la verdad. Todo el que es de la verdad, escucha mi voz”.

LA VERDAD QUE HACE LIBRES

Es notable la insistencia del cuarto evangelio en la cuestión de la verdad. Jugando con el binomio verdad/mentira, reprocha a “los judíos” -recuérdese que, con tal expresión, este evangelio se refiere a los que no han creído en Jesús- ser “hijos del diablo, mentiroso y padre de la mentira” (Jn 8,44). Frente a ellos, Jesús es presentado como portador y mensajero de la verdad, hasta poner en su boca estas expresiones: “Yo soy el camino, la verdad y la vida” (Jn 14,6) y “Todo el que es de la verdad, escucha mi voz” (Jn 18,37).

En el mismo relato del proceso, Pilato lanza la pregunta fundamental: “¿Qué es la verdad?” (Jn 18,38). Lástima que, apenas formulada, Pilato “salió fuera”, sin darle a Jesús la oportunidad de ofrecer su respuesta.

Con todo, algo tenemos claro: la verdad no es un concepto. Por lo cual, nadie puede pretender poseerla. La verdad es una con la realidad, es… lo que es. Y es también lo que somos. Esta es nuestra paradoja: no podemos apresarla, pero sin embargo la somos.

Estamos en la verdad, no cuando profesamos una creencia determinada, ni porque sostengamos un concepto concreto. Somos verdad y caemos en la cuenta de ello cuando reconocemos nuestra verdadera identidad. Eso es vivir en la verdad o, como dice el texto evangélico, “ser de la verdad”: vivir en la comprensión de lo que somos.

Al comprenderlo, por una parte, reconocemos la verdad de todos los seres, a la vez que nuestra unidad con ellos; por otra, logramos la libertad interior. Y advertimos el acierto de aquellas palabras que este evangelio pone también en boca de Jesús: “Conoceréis la verdad y la verdad os hará libres” (Jn 8,32).

Realmente, nada, fuera de la comprensión, puede garantizarnos la libertad. En la ignorancia de lo que somos -incluso aunque se presuma de lo contrario-, todo es confusión, oscuridad y esclavitud a miedos y necesidades. Al comprender lo que somos, nos reconocemos a salvo y nos liberamos de los miedos que nos tiranizaban. Ciertamente, solo la verdad nos hace libres.  

¿Distingo cuando vivo en la verdad de cuando me muevo en la mentira?

TODO ES AHORA, PRESENTE ATEMPORAL

Domingo XXXIII del Tiempo Ordinario

14 noviembre 2021

Mc 13, 24-32

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: “En aquellos días, después de una gran tribulación, el sol se hará tinieblas, la luna no dará su resplandor, las estrellas caerán del cielo, los ejércitos celestes se tambalearán. Entonces verán venir al Hijo del Hombre sobre las nubes con gran poder y majestad; enviará a los ángeles para reunir a sus elegidos de los cuatro vientos, del extremo de la tierra al extremo del cielo. Aprended lo que os enseña la higuera. Cuando las ramas se ponen tiernas y brotan las yemas, sabéis que la primavera está cerca; pues cuando veáis vosotros suceder esto, sabed que él está cerca, a la puerta. Os aseguro que no pasará esta generación antes que todo se cumpla. El cielo y la tierra pasarán, mis palabras no pasarán. El día y la hora nadie lo sabe, ni los ángeles del cielo ni el Hijo, solo el Padre”.

TODO ES AHORA, PRESENTE ATEMPORAL

 Más o menos afligidos por las circunstancias que nos tocan vivir, los humanos tenemos tendencia a idealizar el pasado -la imagen tradicional en nuestra cultura hablaba del “paraíso original”, del que habríamos sido arrojados por nuestro pecado- y a proyectar la felicidad en el futuro -en un “cielo” o “paraíso” que colmaría definitivamente todos nuestros deseos-.

 Tal lectura habla, prioritariamente, de nuestros deseos y se basa en una lectura secuencial del tiempo. Por ello mismo, presenta dos puntos radicalmente cuestionables: por un lado, parece olvidar que todas las formas se hallan sometidas a la ley de la impermanencia -dicho de otro modo: es imposible hablar de “plenitud” referida a cualquier forma-; por otro, la lectura secuencial del tiempo es una creación mental.

 A partir de esa doble constatación, emerge una nueva luz que ilumina nuestra comprensión. Lo realmente real trasciende las formas y solo existe el presente.

 Las formas evolucionan, cambian, se mueven…, pero sin dejar de ser impermanentes, por lo que se verán siempre sometidas a altibajos (no existe ningún “cielo” o “paraíso” para ellas, donde hallarían descanso).

 Lo que somos, más allá de la forma “personal” en la que nos experimentamos, es plenitud de presencia o presencia consciente, permanente y estable. Carece de sentido esperar un “futuro” perfecto. Lo que seremos ya lo somos. Por lo que se entiende el dicho de un místico, cuyo nombre he olvidado: “Si no estás en el cielo ahora, tampoco estarás en él cuando te mueras”.

 Y ahí se muestra, una vez más, nuestra paradoja: somos, a la vez, vulnerabilidad -en la forma impermanente- y plenitud.

¿Puedo percibir la plenitud que soy y, desde ella, aceptar la vulnerabilidad e impermanencia de mi persona?

PODER O ENTREGA

Domingo XXXII del Tiempo Ordinario

7 noviembre 2021

Mc 12, 38-44

En aquel tiempo enseñaba Jesús a la multitud y les decía: “¡Cuidado con los letrados! Les encanta pasearse con amplio ropaje y que les hagan reverencias en la plaza, buscan los asientos de honor en las sinagogas y los primeros puestos en los banquetes; y devoran los bienes de las viudas con pretexto de largos rezos. Esos recibirán una sentencia más rigurosa”. Estando Jesús sentado enfrente del cepillo del templo, observaba a la gente que iba echando dinero: muchos ricos echaban en cantidad; se acercó una viuda pobre y echó dos reales. Llamando a sus discípulos les dijo: “Os aseguro que esa pobre viuda ha echado en el cepillo más que nadie. Porque los demás han echado de lo que les sobra, pero esta, que pasa necesidad, ha echado todo lo que tenía para vivir”.

PODER O ENTREGA

 Los letrados (escribas) y la viuda constituyen dos símbolos que encarnan maneras de vivir diametralmente opuestas.

 Los primeros se mueven por el poder, queriendo ofrecer una imagen ostentosa y persiguiendo reconocimiento, privilegios y dinero por cualquier medio. Jesús denuncia el “amplio ropaje” que suele utilizarse, en los ámbitos más dispares, como signo distintivo de superioridad. (Si se me permite un paréntesis: ¿qué sentido tiene que, todavía hoy, la jerarquía de la iglesia siga vistiendo capisayos que producen vergüenza ajena y que, para más inri, tienen su origen en los que vestían los poderosos del Imperio romano? Indudablemente, la resistencia a abandonarlos, parece indicar la necesidad, consciente o inconsciente, de manifestar una posición de poder).

 En un nivel más profundo, los “letrados” pueden verse como símbolo del ego (religioso), que se mueve en virtud de sus propias necesidades e intereses narcisistas.

 Por su parte, la imagen de la viuda, tal como es presentada en el relato, representa a la persona capaz de entregar y entregarse (“todo lo que tenía para vivir”), de manera generosa y desapropiada.

 El contraste que el relato pone de manifiesto refleja el que cada uno de nosotros vivimos en nuestro interior. En nosotros conviven, mejor o peor, y en diferentes “dosis”, tanto el “letrado” -el ego que gira constantemente en torno a sí mismo- como la “viuda” -la dimensión profunda que vive en la comprensión y se expresa en el amor que se entrega-.

 La psicología profunda nos enseña que “todos tenemos de todo” porque, más allá de la imagen que mostramos y en la que nos reconocemos, hay otra parte equivalente -la sombra- donde se albergan aspectos ocultos de signo contrario. La sombra no es mala. De hecho, en cuanto somos capaces de reconocerla y de abrazarla, la sombra nos humaniza, regalándonos, a partes iguales, humildad y compasión. Dejamos de “ver la mota en el ojo ajeno” -como diría el propio Jesús-, porque ya hemos visto la “viga” en el propio (Lc 7,41).

¿Reconozco al “letrado” y a la “viuda” que habitan en mí?

¿MANDAMIENTOS DE DIOS?

Domingo XXXI del Tiempo Ordinario

31 octubre 2021

Mc 12, 28b-34

En aquel tiempo, un escriba se acercó a Jesús y le preguntó: “¿Qué mandamiento es el primero de todos?”. Respondió Jesús: “El primero es: «Escucha, Israel, el Señor nuestro Dios es el único Señor: amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, con todo tu ser». El segundo es este: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo». No hay mandamiento mayor que estos”. Él explicó: “Muy bien, maestro, tienes razón cuando dices que el Señor es uno solo y no hay otro fuera de él; y que amarlo con todo el corazón, con todo el entendimiento y con todo el ser y amar al prójimo como a uno mismo vale más que todos los holocaustos y sacrificios”. Jesús, viendo que había respondido sensatamente, le dijo: “No estás lejos del Reino de Dios”. Y nadie se atrevió a hacerle más preguntas.

¿MANDAMIENTOS DE DIOS?

 Al tiempo que estudiábamos los “mandamientos de la Ley de Dios”, surgía en nuestras mentes infantiles la imagen de un Dios Juez absoluto y arbitrario -podía hacer lo que quisiera-, que exigía, por encima de todo, ser obedecido. Explicado con categorías actuales, tal imagen de Dios se caracterizaba por la auto-referencialidad, por lo que aparecía como un gran Narciso caprichoso y pronto a la ira cuando sus mandamientos eran desobedecidos.

 Uno de los errores graves de la religión -aunque sea comprensible si tenemos en cuenta el momento histórico en que nace- fue justamente el de leer los “mandamientos” desde la heteronomía.

 Tal idea presuponía una cosmovisión -Dios habitando en un “piso” superior al de la creación- y una determinada concepción de la autoridad -omnímoda, arbitraria e incuestionable-. Y daba como resultado, por un lado, la imagen de un Dios antropomorfo empeñado en que hiciéramos lo que él quería y, por otro, en los creyentes, una actitud infantiloide de sometimiento pasivo, aderezado con miedo y resentimiento.

 La propia evolución de la consciencia en nosotros va haciendo posible la superación de aquellas imágenes míticas, en la medida en que nos abre a una comprensión mayor.

 Los llamados “mandamientos” no son caídos del cielo -no hay un dios que los haya entregado escritos en las “Tablas de la Ley” a Moisés en el monte Sinaí, a no ser que caigamos en la que he llamado «sutil trampa teísta»-, sino un constructo mental, plasmación de aquello que los seres humanos han ido descubriendo como “reglas” para ordenar su convivencia y responder a las circunstancias de la manera más sabia posible.

En este sentido, los mandamientos son expresión de la comprensión: aquello que los humanos creían ir comprendiendo lo plasmaban, con mayor o menor acierto, en forma de “mandato”.

 Si así fueron escritos, ahí también se halla la clave para una lectura adecuada. Por ejemplo, cuando en el “primer mandamiento” se dice que “amarás al Señor tu Dios” y “al prójimo como a ti mismo”, no se está dando una orden heterónoma, nacida de alguna voluntad superior. Se está expresando una verdad profunda: la unidad de todo lo real. De modo que, en un lenguaje laico, no teísta, podría formularse de este modo: “Cuando comprendes lo que somos, amas lo que es y vives la unidad -el amor- con todo”. Si, más allá de la infinidad de formas diferentes, lo realmente real -el fondo de todas las formas- es uno, solo cabe una actitud adecuada: el amor, entendido como certeza de no separación, que genera un comportamiento en esa misma línea.

¿Cómo veo la realidad? ¿Cómo veo a los otros?