Semana 1 de octubre: EL YO Y LOS SENTIMIENTOS (I)

Sabemos que el yo (o ego) no es otra cosa que la identificación que la mente hace con sus propios contenidos. No es, por tanto, sino la suma de pensamientos y sentimientos, más o menos armonizados o integrados.

Creer que eso constituye nuestra identidad nos sume en la ignorancia y, simultáneamente, en el sufrimiento.

      Sin embargo, por otro lado, aunque no nos identifiquemos con ellos, necesitamos aprender a gestionar los sentimientos y las emociones de un modo adecuado. Es algo similar a lo que hacemos con el cuerpo: no se nos ocurre identificarnos con él, pero comprendemos que necesitamos atenderlo y responder adecuadamente a sus necesidades.

      La gestión adecuada de pensamientos y de sentimientos nos permite la integración del psiquismo, con todo lo que se deriva de ello. Una integración armónica favorece el gusto de vivir, la serenidad, la apertura, el amor… Por el contrario, la carencia de integración se manifiesta como neurosis o psicosis y lleva a funcionamientos y mecanismos más o menos destructivos y siempre dolorosos.

       En resumen, el yo es únicamente una ficción mental; pensamientos y sentimientos son algo que tenemos, no lo que somos. Sin embargo, es necesario cuidar nuestro psiquismo. Solo en este sentido podría hablarse del “yo”, no como identidad, sino como el centro operativo de la vida cognitiva y emocional de la persona.

         ¿Qué hacer, pues, con los sentimientos? La primera dificultad que encontramos consiste en el no fácil diálogo entre la “razón” y el “corazón”; dificultad que tiene una base neurológica en el “contraste” entre el cerebro límbico (emocional) y el cerebro cognitivo (neocórtex).

         Debido a ello, se puede caer en una doble trampa. En un caso, las emociones pueden desbordarnos, hasta el punto de bloquear el discernimiento lúcido e incluso la libertad ante ellas: es lo que conocemos como “cortocircuito emocional” o “secuestro cerebral”, y es lo que ocurre, por ejemplo –aunque no solo-, en los diferentes casos de estrés postraumático. En el otro, la mente bloquea y reprime los sentimientos, a causa de miedos, prohibiciones o sufrimiento: se produce entonces una especie de “asfixia cognitiva”, con dos consecuencias nocivas: la persona queda “cortada” de su mundo interior y crece la probabilidad de cualquier tipo de somatización, como único medio que les queda a los sentimientos para expresarse.

         Frente a esa doble trampa, es necesario el cuidado de la inteligencia emocional, por la que entendemos la capacidad para identificar, comprender, razonar y gestionar las emociones, pasando de la lejanía e ignorancia a una consciencia cada vez más lúcida de los propios estados emocionales, sus causas y su gestión adecuada.

Semana 1 de octubre: SOBRE EL HÁBITO DE QUEJARSE

PROTESTAR HACE DAÑO AL CEREBRO: UNA ESPECIALISTA DA CONSEJOS PARA HUIR DE ESTE HÁBITO

Descubre porqué, cuanto más protestas, más refuerzas ese mecanismo de «protesta» en tu cerebro.

Escuchar a alguien protestando seguramente te provoque ganas de salir huyendo de la persona malhumorada. La ciencia explica que una cascada de reclamaciones, además de llenar los oídos, afecta negativamente a tu cerebro y al funcionamiento de tu cuerpo. Peor: si eres tú la persona que tiene la costumbre de criticar a todo y a todos, el efecto también se aplica a tu salud mental.

Pero parece que la costumbre de protestar acaba formando parte de nuestra vida una y otra vez, ¿verdad? Para evitar (o reducir) los daños, entrevistamos a la coach de alta performance y productividad Patricia Marinho, que enseña cómo debemos lidiar con las ganas de protestar, y ofrece consejos prácticos para levantar el ánimo de quien solo ve la vida en tonos grises. Entre otros consejos, enseña la “regla del agua” para mantener el optimismo cada día. ¿Qué tal probar?

¿Por qué protestar afecta negativamente al cerebro?

El divulgador y científico de la computación Steven Parton publicó un texto en el sitio Curious Apes sobre cómo el hecho de protestar puede acabar con tu bienestar y el de los que te rodean, afectando directamente al cerebro de los individuos.

Él explica que, con cada pensamiento que tenemos, nuestro cerebro se remodela, alterando la construcción física de la realidad. Esto sucede porque el puente que se forma entre las células nerviosas (las neuronas) acaba estrechándose cada vez más para producir ese pensamiento.

“A lo largo de tu cerebro hay una colección de sinapsis separadas por un espacio vacío llamado espacio sináptico. Siempre que tienes un pensamiento, una sinapsis dispara un producto químico a través del espacio hacia otra sinapsis, construyendo así un puente por el que puede pasar una señal eléctrica, llevando consigo la información relevante que estás pensando”, detalla.

Sinapsis

“Cada vez que esa carga eléctrica se pone en marcha, las sinapsis disminuyen la distancia que la carga eléctrica tiene que atravesar. Por tanto, el cerebro está religado en su propio circuito, y se altera físicamente para hacer más fácil la realización de las sinapsis adecuadas –y esto hace que el pensamiento, en resumen, se produzca más fácilmente”.

Junto a esa capacidad cerebral, está el hecho de que las sinapsis que tienes más fortalecidas definen tu personalidad. A fin de cuentas: ese pensamiento que se repite más dentro de tu cabeza refuerza los puentes dentro de la red de tus neuronas.

“A través de la repetición del pensamiento, el par de sinapsis que representa sus inclinaciones se acerca cada vez más, y cuando surge el momento oportuno para que puedas formar un pensamiento, el pensamiento que gana es el que tiene menos distancia para viajar”.

Esto significa que, cuanto más protestas, más refuerzas ese mecanismo de “protesta” en tu cerebro.

Aceptación/disgusto

Steven apunta a otro factor que hace que las protestas, a veces, destruyan nuestro cerebro: la dualidad entre la aceptación y el disgusto, el amor y el miedo, el optimismo y el pesimismo. En una experiencia personal, el autor resolvió seguir, frente a situaciones buenas y malas, el precepto de “agradecer la experiencia y la lección”.

“La naturaleza aprecia el caos, y nuestro cerebro no es diferente. Por eso es importante subrayar que esta, obviamente, no es una práctica a prueba de idiotas que erradique completamente la negatividad de tu conciencia. A veces, la emoción es muy fuerte, y el par de sinapsis que llama la carga química será el negativo”, relata.

“Pero, como cualquier músculo, si quieres ejercitar esas sinapsis ‘amorosas’, encontrarás una nueva fuerza innata que hará que el mundo brille con más frecuencia. También te darás cuenta de que eres mucho más feliz gracias a  tu bienestar”.

Escuchar las protestas de los demás

Cuando escuchas mucho bla-bla-bla negativo, tu cerebro se relaciona con la otra persona en virtud de las “neuronas-espejo”.

En esta experiencia, la empatía con el otro hace que intentemos sentir la emoción que está sintiendo –y en ese momento, literalmente, “intercambias energías negativas” con tu interlocutor.

Qué hacer para evitar la negatividad

Patricia Marinho nos da 8 consejos de comportamiento para escapar de la gente “protestona”. Si eres una persona así, la especialista también orienta sobre la mejor manera de cambiar tu forma de ver las experiencias en la vida:

  1. “Somos el resultado de las cinco personas con las que más nos relacionamos”

“Si estás junto a personas que solo protestan, en breve te convertirás en alguien así también”, comenta Patricia.

  1. La palabra tiene mucho poder

“Si estás en medio de una crisis y dices que estarás así hasta finales de año, así será”, comenta la especialista. “Lleva optimismo a la conversación: ‘existe una crisis, sí. Pero ¿qué vamos a hacer para cambiar?”.

  1. Procura estar al lado de personas que son altruistas y optimistas

“Un ancla constituye solo el 10% del peso de la nave, y sin embargo, basta para detenerla. No dejes que nadie sea ancla para ti”.

  1. Protestar es un hábito y, por ello, puede cambiarse

“Nuestro cerebro tarda 21 días en entender que creamos un hábito. Después, se convierte en rutina”. Por eso, evita mantener actitudes negativas, como respuestas duras y mal humor.

  1. Intenta cambiar de tema cuando una persona se pone a protestar

“Si dices ‘buenos días’ y esa persona responde ‘¿buen día de qué?’; pídele que respire hondo y que diga que el hecho de estar vivo ya es motivo para un buen día”.

  1. Si alguien protesta a tu lado, no hagas coro a la crítica

“Ella habla mal de alguien y tú hablas bien. Un día, esa persona cambiará de comportamiento”, pondera la coach.

  1. Cambia de tema siempre que te sientas arrastrado por las energías negativas del interlocutor

Si la persona protesta de algo, pregunta algo como “¿viste que el cielo está despejado?”, para forzarla a cambiar de asunto.

  1. No intentes corregir a esa persona

Frases del tipo “solo saber protestar” o “hablas muy mal” no funcionan, según la coach. “Cuando alguien hace una crítica, responde con algo positivo”.

Consejo de oro: la regla del agua

La coach sugiere un hábito a las personas que tienen la costumbre de protestar siempre. “Lleva una botellita de agua, y cada vez que pienses en hablar mal de algo, bebe agua y mantén el líquido en la boca”, explica. “Es un consejo que da beneficio a la salud del cuerpo y la mente”.

Fuentehttps://es.aleteia.org/2017/08/29/protestar-hace-dano-al-cerebro-un-especialista-da-consejos-para-huir-de-este-habito/

Semana 24 de septiembre: LA MENTE Y LA REALIDAD (y II)

II. LO REAL ES LO QUE ES 

La simple constatación de que el yo es solo un pensamiento más, el primero de todos, tendría que ayudarnos a aflojar la identificación egoica. Entonces seríamos capaces de tomarnos con humor, reírnos de nosotros mismos y aceptar con sencillez que también nuestro ego, como todos los humanos, puede sentir frustración, decepción, fracaso, dolor… y muerte. Dejaríamos de tomarnos todo personalmente y, en paralelo, soltaríamos la pretensión (inconsciente) que nos situaba en el ombligo del cosmos. El alivio que ello produce no es menor, ya que aprendemos a mirar todo lo que nos sucede como si no nos sucediera a nosotros.

Y en realidad es rigurosamente así: porque no somos ese yo al que le ocurren todo tipo de cosas. Al descubrir su carácter de constructo mental, advertimos que el yo es solo “una ilusión óptica de la consciencia” (Einstein). Es “verdadero” para quien permanece en el nivel mental, pero no es real.

Desenmascarado el sueño del yo, queda al descubierto también la irrealidad del nivel aparente (mental). Quien se halla en él no podrá advertirlo, del mismo modo que quien duerme no alcanza a ver la irrealidad de su sueño. Por eso, se afanará en aquello en lo que considera que le va la vida. Y será esa misma ignorancia la que se convierta en fuente constante de sufrimiento y de alienación, tal como expresaba el sabio Nisargadatta: “Compare usted la conciencia y su contenido con una nube. Usted está dentro de la nube, mientras que yo la miro. Está usted perdido en ella, casi incapaz de ver la punta de sus dedos, mientras que yo veo la nube y otras muchas nubes y también el cielo azul, el sol, la luna y las estrellas. La realidad es una para nosotros dos, pero para usted es una prisión y para mí un hogar”.

         Si el mundo que pensamos es solo una construcción mental, verdadero en esa dimensión, pero carente de realidad, ¿qué es entonces lo real? La respuesta, de tan simple, parece infantil: Lo real es lo que es. La vida sin más añadidos, que se despliega constantemente dando lugar a infinitas formas. Del mismo modo que la materia es, en último término energía, y esta a su vez es solo información (consciencia), todas las formas que perciben nuestros órganos neurobiológicos y que nuestra mente conceptualiza o modula, no son sino Vida (pura consciencia de ser).

         A partir de esta comprensión, cae el yo y todos sus sistemas de creencias. Dejas de vivir en la mente y de girar alocado en torno a los intereses del ego, para anclarte en la consciencia de ser. Importa poco cómo le vaya a tu yo. Lo que eres –la Vida- se halla siempre a salvo.

         No solo aprendes a fluir con la Vida, rindiéndote a su Sabiduría, sino que sabes que tú eres la Vida misma. Todo es como tiene que ser –algo que en el nivel mental suena escandaloso- y tú también.

         Ahora bien, descubrir que el mundo mental es irreal, no significa negarlo ni desinteresarse. Tales actitudes serían igualmente “mentales”, nacidas de un ego más o menos decepcionado. La sabiduría consiste en reconocerse en el plano profundo –en la certeza de que nuestra identidad es la Vida misma- y, desde ahí, vivir el despliegue del mundo aparente, en un sí constante a la Vida, en un “vivir viviendo” que no necesita aferrarse a ningún sistema de creencias, porque reconoce que la Vida no las necesita.

Semana 24 de septiembre: EN BUSCA DEL LUGAR

Hay unos pececillos minúsculos que se dedican a comerse las piltrafas de carne podrida que los peces más grandes tienen dentro de la boca; porque al buscarse el alimento o pelearse, esos peces mayores se hacen heridas entre los dientes; y si no existieran esas criaturas ínfimas que les mordisquean y les limpian, las infecciones acabarían con ellos.

         Para mantenerse pulcros y aseados, pues, cada cierto tiempo esos pescados gordos abren la cabeza y permiten que unos pescadillos que normalmente serían su aperitivo deambulen por el interior de sus fauces durante largo rato, arrancándoles pedacitos de carne y haciéndoles ver previsiblemente las estrellas. Pero el pez grande se aguanta y se comporta, y repite el ritual una vez al mes o cosa así sin dañar jamás al invitado.

         Para mí, lo más asombroso de esta asombrosa historia radica en el acuerdo tácito para reconocerse en lo que son. Es decir, el bicho grande sabe que el pequeño no es un bocado nutritivo, sino su dentista. Y el pececillo estomatólogo es capaz de contrarrestar su pánico innato a ser devorado y de introducirse entre los colmillos de un depredador con la rara intuición de que no va a acabar convertido en merienda, sino que, por el contrario, va a poder merendar él tan ricamente de la paciente boca del monstruo caníbal.

         Ese acuerdo, tan provechoso para ambos, se basa en el reconocimiento instantáneo del lugar del otro. Siempre me ha fascinado la cristalina y precisa claridad con que los animales se contemplan unos a otros. Tienen una percepción estable e inmediata de lo que el otro es para sus vidas, así como lo que ellos son para el contrario. Y así, las criaturas salvajes disciernen enseguida si lo que tienen enfrente es un depredador o una presa comestible, o la pareja para el apareamiento, o un rival territorial, o un compañero de caza, o el dentista que te va a mordisquear esa carne podridilla de los mofletes. Se miran y se miran mutuamente, y cada uno conoce el lugar respecto al otro. De esa sabiduría nacen las reglas del juego, el equilibro.

         Los humanos también somos animales, cosa que olvidamos con excesiva frecuencia; pero somos unos animales tan inteligentes que nos hemos quedado medio tontos. Como especie tenemos unas características inciertas: hemos perdido la llave de la sabiduría instintiva, pero la urgencia de ese confuso instinto sigue creándonos conflictos con la razón. Todo esto se traduce, precisamente, en la pérdida del lugar propio. No sabemos quiénes somos, ni quiénes son los otros, ni cómo relacionarnos mutuamente. Nos corroe el desasosiego de ignorar cómo nos ven los demás y desde qué mirada. Imaginamos que somos unos y deseamos ser otros, y al final de tanta ensoñación, ya no podemos reconocernos. Hay una inquietud básica en el ser humano ante la propia identidad, una inquietud de encierro dentro de un cuerpo equivocado. Tal vez nos desconcierte seguir siendo animales y no saberlo.

         A medida que envejezco voy valorando más y más el descubrimiento del propio lugar como medida de la madurez, como conquista fundamental de la sabiduría vital. Ese lugar no es un espacio público, es decir, no tiene que ver con el éxito social. Es un sitio interior, algo así como una ligereza en la asunción de todas las capas de lo que uno es, aquellas que sé nombrar y aquellas para las que no tengo ni tendré nunca palabras. Es ese espacio íntimo desde el que no necesito preguntarme quién soy, ni representarme para los demás. Un lugar de serenidad probablemente inalcanzable desde el que se deben de entender los secretos de la muerte y de la vida.

Rosa Montero.

Semana 17 de septiembre: LA MENTE Y LA REALIDAD (I)

I.

EL MUNDO QUE TOMAMOS POR REAL ES UNA CREACIÓN DE LA MENTE

 La mente no puede captar lo real, porque la trasciende por completo. Lo más que puede hacer es elaborar sistemas de creencias a partir de lo que constituye su primer postulado: la idea del propio yo.

El resultado es que todas las personas creen estar en la verdad. Y en cierto modo es así: cada una tiene la suya. Sin embargo, ninguna “verdad” sustentada por la mente es real. Es solo una construcción mental, que proyecta “fuera” lo que ella percibe. Y de esa manera crea un mundo acorde con sus propias creencias, juicios, preferencias…, para terminar concluyendo que eso es verdad. Y ciertamente lo es para quien se halla en ese nivel, pero no tiene nada que ver con lo real.

Del mismo modo que el inconsciente crea todo un mundo onírico que, mientras dormimos, tomamos como verdadero –el único verdadero en ese momento-, la mente crea el mundo de vigilia que, mientras permanecemos en el nivel mental, se nos antoja completamente objetivo. Sin embargo, ambos son solo apariencia. De hecho, basta simplemente despertar para percibir su inconsistencia. Eran “verdaderos” en su nivel, pero no reales, sino meras construcciones mentales.

Decía que esa construcción gira en torno a un eje central: la creencia de que somos el yo individual que nuestra mente piensa. Eso explica que nos tomemos todo personalmente, y que vivamos preocupados por la suerte que pueda correr ese yo.

Tan asumida tenemos esa creencia que vivimos en la idea de que yo soy el centro del universo, la persona más real e importante que existe. Un egocentrismo de ese calibre nos resulta socialmente repulsivo y por eso no presumimos de él. Pero eso no niega que la mente nos configure de esa manera. Incluso quien se rebele contra esta afirmación convendrá en que no ha tenido ninguna experiencia de la que no haya sido el centro absoluto. Es así: todo lo demás –lo que llamamos el “mundo”, en el sentido más amplio del término- se encuentra “fuera”; lo que vivimos nosotros viene revestido de una impresión de certeza inmediata e irrevocable. ¿Cómo no habríamos de considerarnos el “sujeto” de todo el universo?

Sin embargo, esa misma idea del yo –y nuestra identificación con él- es ya una construcción mental, la primera. Porque lo que llamamos “yo” no es sino un pensamiento más, creado por la mente –que se apropia de sus contenidos, identificándose con ellos- y sostenido por la memoria.