Semana 7 de abril: CONSCIENCIA DESPUÉS DE LA MUERTE

Entrevista de Lluís Amiguet a Pim van LOMMEL, en La Contra de La Vanguardia, 20.05.2018.
http://www.lavanguardia.com/lacontra/20180520/443704351764/hay-conciencia-despues-de-la-muerte.html?utm_campaign=botones_sociales_app&utm_source=whatsapp&utm_medium=social

Pim Van Lommel, cardiólogo: investiga regresos de la muerte.

Tengo 58 años. Soy cardiólogo desde hace 31 y profesor de Cardiología del hospital Rijnstate de Arnhem (Holanda). He visto morir a cientos de pacientes y resucitar a algunos: mi vida cambió cuando empecé a averiguar qué había al otro lado. Mi estudio en ‘The Lancet’ desafía el concepto de conciencia de la medicina oficial.

Más allá

“Si estoy yo, no está la muerte; si está la muerte, no estoy yo. ¿Por qué, pues, preocuparnos de ella?”. Lo decía Epicuro y para mí era suficiente hasta ahora, pero el doctor Van Lommel me lo deja inservible: si está la muerte, seguimos estando nosotros. La pregunta es: ¿seguimos siendo nosotros? Y si no somos nosotros ya, ¿quiénes somos? Como todos los grandes avances, el de Van Lommel, avalado por The Lancet (“Near death experience in survivors of cardiac arrest: a prospective study in the Netherlands”, diciembre del 2001), más que responder, plantea un montón de preguntas. Al contestar a las mías, Van Lommel me ha transmitido la tranquilidad de un hombre feliz, porque se ha asomado al más allá como científico y le ha gustado.

Tenía 42 años y sufrió un infarto en el autobús. Llegó a mi hospital en coma, ya azul, sin pulso ni respiración. Lo intubamos. La enfermera le quitó la prótesis dental para conectarle el tubo…

¿Y murió?

Clínicamente estaba muerto. Pero al cabo de hora y media su corazón volvió a latir débilmente. Tras una semana abrió los ojos y la primera persona que vio fue aquella enfermera que le había intubado cuando estaba en coma.

¿Y…?

Fue la enfermera la que casi sufre un ataque entonces, porque el paciente que ella había visto muerto la saludó y le dio las gracias por haberle intubado con mimo. Y le preguntó dónde había puesto su prótesis dental…

No es la primera vez que se explican estas experiencias: túneles, luces blancas…

Pero es la primera vez que la prestigiosa The Lancet publica un estudio como el mío, que desafía nuestro concepto de conciencia.

Cuénteme.

Es el primer estudio científico prospectivo, no retrospectivo; es decir, no explicamos experiencias después de la muerte (EDM), porque ya han sido suficientemente documentadas, sino que apuntamos las causas que las producen.

Pues explique.

Estudiamos 344 casos de pacientes que habían sufrido un ataque cardiaco y estaban clínicamente muertos. Solo 62 de ellos (el 18 por ciento) había experimentado una EDM.

No son muchos.

Precisamente por eso, no aceptamos la explicación meramente fisiológica de esas EDM. Como sabe, hay tres explicaciones médicas hoy aceptadas para justificar las EDM.

No lo sabía, pero me estoy enterando.

La primera es fisiológica: la anoxia (falta de oxígeno) en el cerebro daría lugar a alucinaciones, luces blancas y demás.

Resplandor blanco al final del túnel.

Luego hay otra teoría, la psicológica, que sostiene que esas EDM son fruto del miedo a la muerte. Y luego una tercera teoría afirma que las EDM son consecuencia de la mezcla de ano­xia y el miedo a la muerte.

 ¿Y usted qué cree?

Yo he demostrado que no puede ser la anoxia, pues todos los pacientes la padecen y, por tanto, todos tendrían también que experimentar una EDM. En cambio, solo el 18 por ciento de quienes la experimentan tiene una EDM. Tampoco acepto la teoría psicológica, porque los 344 pacientes que entrevisté no tienen conciencia de haber sufrido ese miedo a la muerte.

 ¿Y son sinceros siempre?

Sus recuerdos son precisos, claros y muchas veces comprobables, como el de la prótesis que le explicaba. Pero no cuestione mi estudio. ¿Por qué no cuestiona nuestra idea de conciencia?

 Estoy dispuesto.

Muchos médicos, cuando oyen estas historias de pacientes, prefieren atribuirlas a alucinaciones, al trauma, a lo que sea, porque cuestionan su concepto de conciencia y de muerte.

¿Y usted?

Yo ya no puedo aceptarlo tras mis 31 años de cardiólogo y de haber visto morir a cientos de pacientes y resucitar a decenas de ellos. La medicina oficial considera que la conciencia es un producto del cerebro y por lo tanto desaparece cuando desaparecen las funciones cerebrales.

Eso tiene su lógica…

¡Pero la realidad y mi experiencia lo desmienten! Estos enfermos con sus EDM demuestran que hay conciencia después de la muerte y la tenían cuando ya estaban clínicamente muertos y sin funciones cerebrales. Su percepción estaba encima de su cuerpo y fuera de él. ¡Y tuvieron experiencias ultrasensoriales comprobadas!

 ¿Y usted qué piensa?

Me interesa el concepto de conciencia como retransmisor de ondas, una especie de televisión que repite ondas que llegan de otro sitio. Así que, aunque el cerebro deje de funcionar, la conciencia sigue retransmitiendo.

 Interesante.

Y me intriga ver cómo las experiencias después de la muerte cambian la vida de mis pacientes. ¿Sabe que el 70 por ciento de los regresados se divorciaron poco después?

 ¿Por qué?

Porque ya eran otras personas y su nueva personalidad no casaba con su antigua pareja. Cuando regresan de la muerte, los pacientes con una EDM ya son otras personas.

 ¿Por qué?

Han perdido el miedo a la muerte, pues han estado allí y saben que no pasa nada, que de algún modo siguen estando en alguna parte. Y eso les cambia su manera de vivir.

 Pero no son ellos ya…

¡Por ahí va usted bien! Ahora siga pensando conmigo…

 Lo intentaré.

¿Cómo es posible que cambiemos nuestro cuerpo hasta la última célula unas 50 veces en 80 años –si es que llegamos a vivirlos– y sigamos siendo nosotros?

 ¿Aún somos nosotros?

Siga haciéndose preguntas. ¿Está la conciencia ligada a nuestro yo o puede ir más allá? Está claro que puede ir más allá de la muerte. Lo hemos demostrado.

 Doctor, no sé si yo quiero ir más allá.

Ese es el problema de muchos humanos y, no crea, también de muchos médicos.

 ¿Y usted?

A mí, este estudio me ha cambiado la vida porque, si no temes la muerte, cambias tu vida.

MORALISMO, FANATISMO E INSEGURIDAD

Domingo V de Cuaresma

7 abril 2019

Jn  8, 1-11

En aquel tiempo, Jesús se retiró al Monte de los Olivos. Al amanecer se presentó de nuevo en el templo y todo el pueblo acudía a él y, sentándose, les enseñaba. Los letrados y los fariseos le trajeron una mujer sorprendida en adulterio y, colocándola en medio, le dijeron: “Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio. La Ley de Moisés nos manda apedrear a las adúlteras: tú ¿qué dices?». Le preguntaban esto para comprometerlo y poder acusarlo. Pero Jesús, inclinándose, escribía con el dedo en el suelo. Como insistían en preguntarle, se incorporó y les dijo: “El que esté sin pecado, que le tire la primera piedra”. E inclinándose otra vez, siguió escribiendo. Ellos, al oírlo, se fueron escabullendo uno a uno, empezando por los más viejos, hasta el último. Y quedó solo Jesús, y la mujer en medio, de pie. Jesús se incorporó y le preguntó: “Mujer, ¿dónde están tus acusadores?, ¿ninguno te ha condenado?”. Ella contestó: “Ninguno, Señor”. Jesús dijo: “Tampoco yo te condeno. Ve en paz, y en adelante no peques más”.

MORALISMO, FANATISMO E INSEGURIDAD

          La escena –que no pertenecía originalmente al evangelio de Juan– remite a una pregunta muy frecuente en el trasfondo de los evangelios sinópticos: ¿qué es más importante: la norma o la persona? La ley judía, tal como indican quienes llevan a la mujer ante Jesús, exigía la muerte de los adúlteros: “Si uno comete adulterio con la mujer de su prójimo, los dos adúlteros son reos de muerte” (Lev 20,10); “Si sorprenden a uno acostado con la mujer de otro, han de morir los dos” (Deut 22,22). Aunque, en realidad, en una cultura tan machista como aquella, quien realmente moría era la mujer.

          La religión reviste a la norma de un “manto sagrado” que pretende hacerla rígida e “intocable”, al ser presentada y considerada como expresión de la voluntad divina. La religión suele entender la norma como expresión de los “intereses de Dios” frente a los intereses del ser humano, dando como resultado un planteamiento en clave de rivalidad.

        Por esa razón, la persona religiosa puede convertirse en fanática, arrogándose nada menos que la defensa de la voluntad divina. Así se explica la obcecación cruel de quienes, en nombre de la Ley, no dudan en apedrear a una mujer hasta la muerte.

          Mientras la persona se halla identificada con ese modo de ver, no se cuestiona su actitud: aunque sea dar muerte a alguien, eso es lo que se debe hacer. Sin embargo, apenas tomamos un mínimo de distancia, empiezan los interrogantes: ¿Qué religión es esa en cuyo nombre se pueden matar personas y que no defiende al ser humano por encima de cualquier otro valor?

          Se trata, sencillamente, de una religión que, al absolutizarse, se ha pervertido, proyectando un dios a imagen de los peores tiranos, autocráticos y vengativos.

         Nos hallamos ante un riesgo que suele acechar a la persona religiosa…, mientras no desmonta sus ideas sobre Dios. Una prueba de ello es que este pasaje que comentamos fue omitido en la mayoría de los códices y a punto estuvo de perderse. La peripecia de este texto parece poner de relieve la tendencia humana a asegurar el cumplimiento de la norma, así como el miedo a admitir excepciones a la misma. No sería extraño que aquella comunidad primera hubiera tenido miedo de la actitud libre y perdonadora de Jesús, hasta el punto de silenciar (censurar) su novedad. 

       Detrás de tanto juicio y condena –como en el texto que leemos hoy–, parece que no hay sino una inseguridad radical, que se disfraza justamente de seguridad absoluta. La misma necesidad de tener razón y de creerse portadores de la verdad es indicio claro de una inseguridad de base que resulta insoportable. Por eso, el fanatismo no es sino inseguridad camuflada, del mismo modo que el afán de superioridad esconde un doloroso complejo de inferioridad, a veces revestido de “nobles” justificaciones

          Ante esa situación, Jesús no entra en discusiones, ni en intentos de convencerlos de lo errado de su posición. Como si supiera que las polémicas, cuando hay inseguridad (aunque sea inconsciente), no hacen otra cosa sino que las personas todavía se amurallen más en sus posturas previas y busquen más “argumentos” para sostenerlas.

          Precisamente porque conoce el corazón humano, acierta al decir: “El que esté sin pecado que le tire la primera piedra”. Ante estas palabras, que desnudan las etiquetas autocomplacientes de quienes se creían “justos”, todos se alejan. Nadie es mejor que nadie: ¿con qué derecho juzgamos, descalificamos y condenamos?

          Pero la respuesta de Jesús no termina ahí. La suya es una palabra de denuncia para los censores, pero de perdón para la mujer. No hay condena: “ve en paz”.

¿Descubro en mi vida algún signo de intolerancia que nace de mi inseguridad?

Semana 31 de marzo: PALABRAS DE SABIDURÍA (Rumi)

A Rumi, el gran poeta y místico sufí del siglo XIII, se le atribuyen estas respuestas:

¿Qué es el veneno?

Cualquier cosa más allá de lo que necesitamos es veneno. Puede ser el poder, la pereza, la comida, el ego, la ambición, el miedo, la ira, o lo que sea…

¿Qué es el miedo? 

La no aceptación de la incertidumbre. Si la aceptamos, la incertidumbre se convierte en aventura.

¿Qué es la envidia? 

La no aceptación de la bienaventuranza en el otro. Si lo aceptamos, se torna en inspiración.

¿Qué es la ira?

La no aceptación de lo que está más allá de nuestro control. Si lo aceptamos, se convierte en tolerancia.

¿Qué es el odio?

La no aceptación de las personas como son. Si las aceptamos incondicionalmente, se convierte en amor.

¿Qué es la madurez espiritual?

  • Dejar de tratar de cambiar a los demás y concentrarnos en cambiarnos a nosotros mismos.
  • Aceptar a las personas como son.
  • Entender que todos están acertados según su propia perspectiva.
  • Aprender a «dejar ir».
  • Ser capaz de no tener «expectativas» en una relación, y dar de nosotros mismos por el placer de dar.
  • Comprender que lo que hacemos, lo hacemos para nuestra propia paz.
  • Dejar de pretender demostrar al mundo lo inteligente que se es.
  • Dejar de buscar la aprobación de los demás.
  • Dejar de compararnos con los demás.
  • Estar en paz consigo mismo.
  • Ser capaces de distinguir entre «necesidad» y «querer» y somos capaces de dejar ir ese querer.
  • Dejar de unir la «felicidad» a las cosas materiales.

VOLVER A CASA

Domingo IV de Cuaresma

31 marzo 2019

Lc  15, 1-3.11-32

En aquel tiempo, se acercaban a Jesús los publicanos y los pecadores a escucharle. Y los fariseos y los letrados murmuraban entre ellos: “Este acoge a los pecadores y come con ellos”. Jesús les dijo esta parábola: “Un hombre tenía dos hijos: el menor de ellos dijo a su padre: «Padre, dame la parte que me toca de la fortuna». El padre les repartió los bienes. No muchos días después, el hijo menor, juntando todo lo suyo, emigró a un país lejano y allí derrochó su fortuna viviendo perdidamente. Cuando lo había gastado todo, vino por aquella tierra un hambre terrible y empezó a pasar necesidad. Fue entonces y tanto le insistió a un habitante de aquel país, que lo mandó a su campo a cuidar cerdos. Le entraban ganas de llenarse el estómago de las algarrobas que comían los cerdos; y nadie le daba de comer. Recapacitando entonces se dijo: «Cuántos jornaleros de mi padre tienen abundancia de pan, mientras yo aquí me muero de hambre. Me pondré en camino a donde está mi padre y le diré: ʽPadre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo: trátame como a uno de tus jornalerosʼ». Se puso en camino a donde estaba su padre: cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se conmovió, y echando a correr, se le echó al cuello, y se puso a besarlo. Su hijo le dijo: «Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo». Pero el padre dijo a sus criados: «Sacad enseguida el mejor traje y vestidlo; ponedle un anillo en la mano y sandalias en los pies; traed el ternero cebado y matadlo; celebremos un banquete, porque este hijo mío estaba muerto y ha revivido; estaba perdido y lo hemos encontrado». Y empezaron el banquete. Su hijo mayor estaba en el campo. Cuando al volver se acercó a la casa, oyó la música y el baile, y llamando a uno de los mozos, le preguntó qué pasaba. Este le comentó: «Ha vuelto tu hermano y tu padre ha matado el ternero cebado, porque lo ha recobrado con salud». Él se indignó y se negaba a entrar; pero su padre salió e intentaba persuadirlo. Él le replicó a su padre: «Mira, en tantos años como te sirvo, sin desobedecer nunca una orden tuya, a mí nunca me has dado un cabrito para tener un banquete con mis amigos; y cuando ha venido ese hijo tuyo que se ha gastado tus bienes con malas mujeres, le matas el ternero cebado». El padre le dijo: «Hijo, tú estás siempre conmigo y todo lo mío es tuyo: deberías alegrarte, porque ese hermano tuyo estaba muerto y ha revivido, estaba perdido y lo hemos encontrado»”.

 VOLVER A CASA

           De una forma u otra, las tradiciones espirituales utilizan dos metáforas para aludir a nuestra verdadera identidad: la del “tesoro escondido” y la de la “casa”. Ambas aparecen también en los evangelios, en forma de parábolas.

          La paradoja que encierran ambas metáforas puede expresarse de este modo: el tesoro está dentro de nosotros, pero lo buscamos afanosamente fuera; siempre estamos en casa, pero lo ignoramos.

          ¿Cómo se explica tan desconcertante paradoja? De un modo simple: por nuestra identificación con el yo. En el instante mismo en que asumimos esa creencia mental –soy el yo que mi mente piensa–, nos percibimos como carencia, que ha de ser “completada” por algo que se halla fuera, lejos y, probablemente –creemos– en el futuro.

        En ese mismo movimiento por que el desconectamos de lo que somos, “olvidamos” el tesoro y nos “alejamos” de la casa. Ya hemos caído en la ignorancia original, de donde nace toda confusión y todo sufrimiento.

          A partir de ese equívoco radical, si no hemos caído en un cinismo resignado, plantearemos nuestra existencia como una carrera por alcanzar “aquello” –no sabemos bien qué ha de ser– que supuestamente habría de aportarnos la plenitud que de fondo no podemos dejar de anhelar.

          Ese engaño nos lleva a “alejarnos” de casa y a proyectar nuestro anhelo en objetivos medibles o creencias más o menos ilusorias. Pensamos así que lo que habrá de “completarnos” serán bienes, títulos, profesión, alguna relación especial o la creencia en Dios… Y ahí seguiremos…, hasta que, como en el caso del hijo pequeño de la parábola, la Vida nos lleve a alguna situación tan insoportable –cuidar cerdos era la tarea más inmunda que podía imaginar un fiel judío– que nos haga caer en la cuenta de nuestro extravío.

          Tal vez entonces, desde la docilidad a la Vida y la flexibilidad ante lo real, encontremos el camino de conduce a casa, para descubrir, con sorpresa, que, por más que estuviéramos completamente confundidos, en realidad nunca habíamos estado fuera de ella. Esa casa, como aquel tesoro, es nuestra verdadera identidad.

¿Dónde y cómo busco la “casa”? ¿Dónde y cómo busco el “tesoro”?

 

Semana 24 de marzo: Elogio de la Presencia

Mientras vivimos en la mente, fuera del aquí y ahora, nos pasamos el tiempo buscándole un significado a la vida; basta venir al instante presente para disfrutar de una vida plena de significado. La Presencia es sentido.

Mientras estamos en la mente, permanecemos enredados en cavilaciones incesantes, alejados de la vida. Al venir al presente, empezamos a sentir la vida interna. La Presencia es energía.

Mientras estamos en la mente, es imposible detener la cavilación agotadora. Basta venir al presente, para que la mente se aquiete. La Presencia es descanso.

Mientras estamos en la mente (identificados con ella), no podemos sino reaccionar, siguiendo las pautas grabadas en ella. Al venir al presente, esas pautas se desvanecen y respondemos desde lo que se nos regala y fluye. La Presencia es libertad.

Mientras estamos en la mente, vivimos reaccionando, en un drama de defensa o ataque, desde el miedo, la culpa o la venganza. Al venir al presente, notaremos que lo que sale de nosotros es una respuesta adecuada, caracterizada en todo momento por la responsabilidad. La Presencia es responsablemente ajustada.

Mientras estamos en la mente, no podemos ir por la vida sino como vencedores o como víctimas. Al venir al presente, no hay papeles que representar. La Presencia es certeza de que todo está bien.

Mientras estamos en la mente, nos percibimos separados y alejados de todo y de todos; la mente nos mantiene en la superficie y en la distancia de lo real. Al venir al presente, percibimos la interconexión de todo y sentimos la vida que se manifiesta en todo y en todos como “energía en movimiento”. La Presencia es plenamente integradora.

Mientras estamos en la mente, nos hallaremos convencidos de que todo lo que nos ocurre es efecto de algo que, pensamos, no depende de nosotros. Basta venir al presente, para empezar a percibir con claridad que la calidad de nuestra experiencia vital en este mismo instante es una consecuencia de nuestro propio sistema de creencias, generado por las experiencias no elaboradas o integradas de nuestra infancia. Y que, en la medida en que venimos al instante presente, nos sentimos crecer en libertad frente a ellas. La Presencia es liberadora.

Mientras estamos en la mente, tendemos a evitar todo aquello que nos haga sentir mal, lo que la propia mente etiquete como “desagradable”. Al venir al presente, nos vamos viendo capaces de no evitar nuestros “malestares”, sino de acogerlos y de integrarlos progresivamente, creciendo a partir de ellos y responsabilizándonos de toda nuestra vida. La Presencia es sanadora.

Mientras estamos en la mente, toda nuestra vida es regida por los principios: “yo debo” o/y “yo quiero”, que se traducen en un “yo hago o haré”. Al venir al presente, experimentamos por nosotros mismos que se trata, sencillamente, de estar, en una consciencia sin pensamientos, y que, en ese “estar”, no falta absolutamente nada, sino que todo lo demás “se nos da por añadidura” (evangelio de Mateo 6,33). La Presencia es plenitud.

Mientras estamos en la mente, habremos de movernos necesariamente entre reflejos –algo ocurre que nos “recuerda” algo- y proyecciones –nuestra reacción ante aquel recuerdo activado-; entre “el despertador” y “lo despertado”. Al venir al presente, nos vamos haciendo conscientes de que todo lo que nos ocurre es sólo un mensajero, una oportunidad de crecimiento. La Presencia es ecuanimidad.

Mientras estamos en la mente, pensamos que todo es casual e incluso caótico, en un mundo caracterizado por la aparente distancia y separación entre todo y entre todos. Al venir al presente, nos descubrimos interconectados con todo, compartiendo la misma Vida, la misma Energía, el mismo Ser…, la misma identidad. La Presencia es compartida.

Mientras estamos en la mente, nos sentimos solos y separados, por lo que los sentimientos de soledad, miedo y ansiedad son inevitables. Al venir al presente, nos apercibimos del engaño. La Presencia es unidad.

Mientras estamos en la mente, nos vemos a nosotros mismos como seres “pensadores” y “hacedores”, movidos por la ansiedad e incluso por la compulsión. Al venir al presente, nos situamos como “observadores”, testigos de todas las películas que ocurren en nosotros. La Presencia es realista.

Mientras estamos en la mente, nos hallamos en el “modo hacer”, en estado permanente de “piloto automático”, con todo el cansancio, la ignorancia y el sufrimiento que ello supone. Al venir al presente, se activa el “modo ser”, se desconecta el piloto automático, y se manifiesta la plenitud en la que todo fluye sabiamente. La Presencia es sabiduría.

Mientras estamos en la mente, permanecemos en un estado inconsciente, dormidos. Al venir al presente, despertamos a la experiencia emocional consciente que nos permite percibir nuestro propio flujo de energía. La Presencia es lucidez.

Mientras estamos en la mente, nuestros movimientos son egocéntricos. Al venir al presente, nos abrimos a todos los seres. La Presencia es amor

Mientras estamos en la mente, tendemos a reducirnos a nuestro ego y a vivir en función de él. Al venir al presente, descubrimos que somos Presencia. La Presencia es nuestra identidad más profunda.

EL FRUTO NACE DE LA COMPRENSIÓN

Domingo III de Cuaresma

24 marzo 2019

Lc  13, 1-9

En aquella ocasión se presentaron algunos a contar a Jesús lo de los galileos, cuya sangre vertió Pilato con la de los sacrificios que ofrecían. Jesús les contestó: “¿Pensáis que esos galileos eran más pecadores que los demás galileos, porque acabaron así? Os digo que no, y si no os convertís, todos pereceréis del mismo modo. Y aquellos dieciocho que murieron aplastados por la torre de Siloé, ¿pensáis que eran más culpables que los demás habitantes de Jerusalén? Os digo que no. Y si no os convertís, todos pereceréis de la misma manera”. Y les dijo esta parábola: “Uno tenía una higuera plantada en su viña y fue a buscar fruto en esta higuera, y no lo encontró. Entonces dijo al viñador: «Ya ves, tres años llevo viniendo a buscar fruto en esta higuera y no lo encuentro. Córtala. ¿Para qué va a ocupar terreno en balde?». Pero el viñador contestó: «Señor, déjala todavía este año: yo cavaré alrededor y le echaré estiércol, a ver si da fruto. Si no, el año que viene la cortarás»”.

EL FRUTO NACE DE LA COMPRENSIÓN

          El relato encierra un doble mensaje: por un lado, desvincula el dolor, en cualquiera de sus formas, del pecado, desmontando así una creencia arraigada, según la cual, toda desgracia era vista como consecuencia de algún tipo de desorden moral y, en ese sentido, como castigo divino; por otro, pone de relieve la insistencia en “dar fruto”.

          La parábola puede leerse en clave cristológica, y reflejaría una creencia fundamental de aquellos primeros grupos: Jesús es quien cuida y alimenta a la comunidad para que pueda dar fruto.

          Sin duda, como nos sucede a todos los humanos, los discípulos debían observar que sus comportamientos distaban mucho de ser coherentes con lo que decían creer. Y era esa constatación la que les llevaba a apelar a la paciencia divina y a Jesús como fuerza de transformación.

          Ha sido habitual asociar el “dar fruto” a la voluntad, cayendo con frecuencia en un voluntarismo tan exigente como estéril. Porque, si bien es importante educarla y ejercitarla, la voluntad no funciona –o funciona mal– cuando se desliga de la comprensión.

          Eso explica por qué el moralismo ha conseguido efectos contrarios a los deseados: no ha hecho “mejores personas”, sino personas más rígidas, resentidas y con frecuencia más orgullosas.

      El intento de “ser mejor” suele encerrar peligros graves, porque cuanto más se lucha contra algo, más se refuerza; más que “mejorar”, puede producir neurosis; y en lugar de desapropiarse del ego, este sale fortalecido. Se trata, por tanto, de un círculo vicioso peligroso, que puede llevar a la persona a tocar fondo.

         Paradójicamente, el “dar fruto” viene de la mano de la aceptación y de la comprensión: ambas actitudes hacen que la persona puede vivirse alineada con lo real y, desde la conexión con el Fondo que constituye nuestra identidad última, fluir y ser cauce a través de la cual la Vida se expresa en todo momento.

        El “fruto” –el cambio– es entonces posible porque, gracias a la aceptación y a la comprensión, mi centro se desplaza del “yo” que creía ser a la Vida o Presencia consciente que realmente soy. Tal desplazamiento constituye la mayor y más radical transformación que podemos vivir.

¿Desde dónde actúo? ¿Desde la exigencia o desde la aceptación?