MIRAR NO SIEMPRE TERMINA EN VER // Esther Fernández Lorente

Mirar no siempre termina en ver.

Miramos buscando la visión,
abrimos los ojos del asombro,
esos tan grandes y limpios,
o los entrecerramos enfocando un punto fijo.
A veces, nos engañan las ideas,
como en un espejismo, otras,
naufragamos en la densa oscuridad
o las expectativas empañan nuestra mirada.

Y es que
mirar no siempre termina en ver;
a veces, la visión irrumpe, desconcertante,
en ese hermoso concierto donde
todo se centra y se expande,
ahí donde luces y sombras
velan y revelan la verdad.
O llega calando poco a poco,
filtrándose en las rendijas abiertas,
como suave lluvia de verano,
y vemos y comprendemos
en un instante sin tiempo,
sin pensamientos.
Simplemente, vemos.

Es así, mirar no siempre termina en ver.
La visión es el origen velado
que nos pone en camino,
que alienta y afina la mirada para la búsqueda,
que permanece en el horizonte
y en lo más profundo de las entrañas
como anhelo, como llamada que sostiene.

Pero, mirar no siempre termina en ver.
Ver, siempre, es el más natural, más íntimo
y más inmenso de los regalos.

Esther Fernández Lorente.

EL PODER DE LA GRATITUD

Domingo XXVIII del Tiempo Ordinario

9 octubre 2022

Lc 17, 11-19

Yendo Jesús camino de Jerusalén, pasaba entre Samaria y Galilea. Cuando iba a entrar en un pueblo, vinieron a su encuentro diez leprosos, que se pararon a lo lejos y a gritos le decían: “Jesús, Maestro, ten compasión de nosotros”. Al verlos, les dijo: “Id a presentaros a los sacerdotes”. Y mientras iban de camino, quedaron limpios. Uno de ellos, viendo que estaba curado, se volvió alabando a Dios a grandes gritos y se echó por tierra a los pies de Jesús, dándole gracias. Era un samaritano. Jesús tomó la palabra y dijo: “¿No han quedado limpios los diez? Los otros nueve, ¿dónde están?; ¿no ha vuelto más que este extranjero para dar gloria a Dios?”. Y le dijo: “Levántate, vete; tu fe te ha salvado”.

EL PODER DE LA GRATITUD

La gratitud es un sentimiento profundamente terapéutico, a la vez que constituye un test de la madurez humana -psicológica y espiritual- de la persona.

La gratitud aleja la queja y el lamento, libera del victimismo y constituye el más eficaz antídoto frente al desánimo y el desaliento. Hoy conocemos también, desde las neurociencias, que el sentimiento de gratitud libera dopamina y oxitocina: al generar sentimientos de gratitud, se activa el sistema de recompensa del cerebro, que es el responsable de la sensación de bienestar y placer en nuestro cuerpo.

El efecto “sanador” de la gratitud radica en el hecho de que ese sentimiento nos coloca en el lugar adecuado, es decir, en la verdad de lo real: nuestra identidad profunda no es el “yo”, que puede sentirse descolocado por lo que sucede, sino la consciencia, vida o totalidad. Tiene lugar así un “círculo virtuoso”: cuando estamos situados en la verdad de lo que somos, la gratitud fluye espontánea; y cuando vivimos la gratitud incondicional, esta nos coloca en la verdad de lo que somos.

La gratitud, comprendida en profundidad, no nace únicamente cuando todo nos va bien o cuando alcanzamos una meta soñada. La gratitud no se halla a merced de lo que nos ocurre, porque en realidad no es (solo) una actitud que podamos vivir y cultivar. Gratitud es lo que somos.

La gratitud brota de la gratuidad, de la comprensión experiencial de que todo es gracia. Este es el motivo por el que las personas sabias han invitado a dar gracias por absolutamente todo lo que pudiera suceder.

Sin embargo, esta propuesta sabia no es asumible para el ego, que divide la realidad en “buena” y “mala”. A partir de ahí, puede dar gracias cuando ocurre algo “bueno”, pero se frustra y sufre cuando le adviene lo que etiqueta como “malo”.

La lectura adecuada y la vivencia de la gratitud incondicional requiere dos condiciones que, en cierto modo, corren paralelas: la comprensión no-dual y el reconocimiento de que, en nuestra identidad profunda, somos gratitud.

La comprensión no-dual nos permite ver la realidad no troceada ni fragmentada por nuestras etiquetas, al mismo tiempo que nos hace reconocer que lo realmente real -nuestra verdadera identidad- se halla siempre a salvo, más allá de lo que nos ocurra. Todo es uno y todo lo que sucede forma parte de ese único entramado. Todo nace del Fondo último (consciencia, vida) que sostiene y constituye todas las formas. Alineados con ese Fondo, porque hemos descubierto que es nuestra verdadera identidad, la gratitud brota de manera espontánea, junto con el sí a lo que es.

Esto no significa que nuestra mente y nuestra sensibilidad no se rebelen ante determinadas situaciones hasta el punto de resultarnos imposible vivir la gratitud. Todo esto forma parte de nuestra propia constitución psicológica, pero no niega la verdad de la armonía última de lo real.

La vivencia o no de la gratitud constituye, además, un test de la madurez humana. La ausencia de gratitud mostraría la identificación con el ego -y la consciencia de separatividad- que, de modo narcisista, exige que la realidad responda a sus expectativas. Por el contrario, la gratitud sostenida es señal de comprensión experiencial de quien vive en la consciencia de unidad.

Y un último apunte: gratitud no significa resignación ni indolencia. Como ocurre cuando se vive la aceptación, la gratitud -desde la misma consciencia de unidad de donde nace- movilizará a la persona para hacer todo lo que tenga que hacerse. El comportamiento sabio es siempre paradójico: abandono (confianza, rendición, gratitud) y acción.

¿Qué ocupa más lugar en mi vida: la queja o la gratitud?

ADICCIÓN AL SUFRIMIENTO // Ramón Andreu Anglada

«La gente desconoce que tiene una adicción al sufrimiento».

Entrevista de Cristina Turrau a Ramón Andreu Anglada, psiquiatra y psicoanalista, en El Diario Vasco, 1 agosto 2022:
https://www.diariovasco.com/sociedad/salud/psicologia/gente-desconoce-adiccion-20220801215541-nt.html

El psiquiatra Ramon Andreu Anglada (Vic, 1937) piensa que cualquier psicólogo o psiquiatra y toda persona interesada por estas disciplinas es o ha sido antes un ser neurótico. Y este último es aquel que sufre de inestabilidad emocional: las cosas de la vida alteran su equilibrio en mayor medida que a otras personas. Con este convencimiento quiso rubricar su larga carrera profesional con una trilogía de libros –’El GPS secreto de nuestra mente’, ‘Las cartas que los padres nunca recibieron’ y ‘El monstruo de hielo’–. Ahora publica ‘¿Ir al psiquiatra? ¿Para qué?’, una guía sobre terapias psicológicas que incluye además testimonios que sus pacientes, generosamente, han dado permiso para publicar.

Los pacientes de Andreu Anglada, que ejerce como psiquiatra psicoanalítico, sufren de una adicción al sufrimiento. «Terminada la trilogía sobre ese sufrimiento adictivo, que no se sabe que se padece, sentí la necesidad de escribir algo que orientara a la gente sobre qué clase de terapia o de terapeuta se necesita según el tipo de sufrimiento o malestar que se experimenta», explica. «Uno puede perderse en el laberinto de las terapias existentes, y por tanto, de terapeutas».

¿Hay mucha gente que arrastra comportamientos repetitivos y dañinos dictados por su inconsciente?

«Sí. El sufrimiento de los ‘tres demasiados’ que he descrito en la trilogía, es cada vez más frecuente. Se trata de un sufrimiento que se produce demasiado pronto, que es demasiado fuerte y que sucede durante demasiado tiempo seguido. Así se fragua el ‘efecto droga’ del sufrimiento. Quien lo sufre se ve obligado a romper de forma inconsciente cualquier etapa de bienestar emocional. Porque le falta su dosis de dolor. Y este sufrimiento patológico es cada vez más frecuente. Se fragua en el grupo original o familia de infancia. Y la familia como institución está siendo cada vez más maltratada y desprotegida por parte de la sociedad. La comunicación emocional entre sus miembros no siempre funciona bien».

La neurosis, el mal funcionamiento de nuestro psiquismo, ¿está más extendida de lo que se piensa?

«Sí, bastante más. Es algo que suele banalizarse sin reconocer su importancia. ‘Es que él es así’, ‘son cosas suyas’, ‘es su carácter’… son comentarios que suelen hacerse por no reconocer la importancia de ciertos rasgos de conducta de muchas personas. Pero el carácter admite cambios. Y aprender es la terapia. Se necesita mucha fuerza moral y de voluntad para cambiar. Y también capacidad de amar y perdonar».

Si Andreu Anglada tuviera que dar una receta a quien busca modificar hábitos de pensamiento y de comportamiento nocivos, ¿cuál sería?

«La autocrítica valiente y sincera, asociada a una gran fuerza de voluntad. Pero muchas veces esto no basta, y es necesaria, en mi opinión, una terapia de orientación analítica, ya sea el psicoanálisis convencional (de 3 a 5 sesiones semanales durante años) o la cura psicoanalítica semanal vis a vis, que yo denomino ‘neopsicoanálisis’, que no tiene una duración desmesurada».

Sostiene el psicoanalista que, si falta comunicación profunda en el núcleo familiar originario, arrastramos un sentimiento de soledad y abandono. «Lo fundamental es la salud mental de los padres, su capacidad de comunicar y transmitir. Si es la óptima, la calidad del tiempo que puedan invertir suplirá con creces la falta de cantidad».

¿Qué es lo mejor que aprendió de sus pacientes?

«Una de ellas, Araceli (los nombres son supuestos), que sale en mi primer libro, ‘El GPS secreto de nuestra mente’, me dijo que no es posible olvidar, pero sí se puede llegar a recordar sin sufrimiento. Es decir, se puede vivir sin rencor, sin afán de venganza y sin resentimiento. También he aprendido, de todos ellos, que no somos víctimas de verdugos, sino de otras víctimas, que ya lo eran antes de nacer nosotros».

Andreu Anglada prepara nuevos libros. «Estoy terminando uno sobre la visión psicoanalítica de España, de sus problemas y dificultades, de su génesis y de sus problemas estructurales, con mi diagnóstico, pronóstico y tratamiento. Y tengo un proyecto sobre el perdón, que es la clave de la curación del sufrimiento adictivo. Mientras tenga salud y capacidad, seguiré trabajando y publicando. Moriré con las botas puestas».

«SIERVOS INÚTILES»

Domingo XXVII del Tiempo Ordinario

2 octubre 2022

Lc 17, 5-10

En aquel tiempo, los apóstoles dijeron al Señor: “Auméntanos la fe”. El Señor contestó: “Si tuvierais fe como un grano de mostaza, diríais a esa morera: «Arráncate de raíz y plántate en el mar», y os obedecería. Suponed que un criado vuestro trabaja como labrador o como pastor, cuando vuelve del campo, ¿quién de vosotros le dice: «Enseguida, ven y ponte a la mesa?». ¿No le diréis: «Prepárame de cenar, cíñete y sírveme mientras como y bebo y después comerás y beberás tú?». ¿Tenéis que estar agradecidos al criado porque ha hecho lo mandado? Lo mismo vosotros. Cuando hayáis hecho todo lo mandado, decid: «Somos siervos inútiles, hemos hecho lo que teníamos que hacer»”.

“SIERVOS INÚTILES”

Desde la mente -o estado mental de consciencia-, esas palabras de Jesús –“somos siervos inútiles”- suenan intolerables, ya que parecen promover una actitud de sometimiento y auto-desvalorización, que choca frontalmente con la primera apetencia del ego, que reclama sentirse reconocido y valorado. Más todavía en un contexto sociocultural que hace de la autoestima y, más profundamente, del protagonismo del yo sus señas de identidad.

Es cierto que, en algunas ocasiones, aquella expresión se leyó en clave de autodesprecio y, en otras, sirvió de pretexto para alimentar una “falsa humildad”.

Entre ambas lecturas extremas y erradas, la expresión de Jesús apunta a una sabiduría que trasciende la mente y desvela el funcionamiento último de lo real.

Desde la mente, nos consideramos hacedores (más o menos) autónomos y libres, a la vez que presumimos de nuestra capacidad de control. Y en ese plano es así, de la misma manera que, mientras estamos dormidos, creemos que todo lo que aparece en nuestros sueños es completamente real.

Sin embargo, apenas trascendida la mente, la percepción cambia por completo. La comprensión nos muestra que el yo es solo un “objeto” más dentro del mundo de las formas: la ilusión de ser el hacedor libre es condición para que funcione todo este despliegue del llamado mundo de las formas. Pero es solo eso: una ilusión. Hasta el punto de poder afirmar que, mientras permaneces en el estado mental, estás hipnotizado, viviendo un espejismo, algo que no es más que fruto de tu propia creencia.

El único actor real es el sujeto. Y el único sujeto que merece ese nombre -lo que no puede ser observado, Eso que es consciente de todos los objetos- es la consciencia (o la vida o la totalidad).

¿Qué significan, entonces, las palabras de Jesús? El reconocimiento de que no hay ningún yo hacedor, no hay nadie que haga nada; todo se hace a través de nosotros. La expresión “siervo inútil” equivale al término “cauce” o “canal”. Y ningún canal presume de hacer algo. El único sujeto realmente real -aquello que permanece cuando todo cambia- es la vida que se despliega, lo cual, en la admirable paradoja de lo real, no niega que, en el nivel de las formas, sigamos funcionando como si fuéramos hacedores libres.

Vivimos creyendo que somos libres, pero sabemos que no lo somos. Solo hay un sujeto: la consciencia o la vida. Y Eso es lo que realmente somos. Lo que llamamos “yo” es solo un “siervo inútil”, que se engaña cuando se apropia de la acción o cuando cae -por utilizar el lenguaje de los sabios- en la “falsa sensación de autoría”.

¿Desde qué nivel de consciencia leo la realidad?

¿QUIÉN SOY YO? // Pedro Miguel Lamet

Me miro al espejo. Mi primera impresión es que yo soy mi cuerpo, mi foto, el que externamente ven los demás, el niño o la niña que fui yo y fue creciendo y cambiando de aspecto con los años y la experiencia, y que ahora es ese que veo, con su juventud, sus canas, sus arrugas, sus bellezas y/o imperfecciones por enfermedad, accidentes, cultivo o debilidad física. El que veo ahora.

Pues bien, ese no soy yo.

Me voy a acostar o me levanto por la mañana. De pronto se acumulan en mí mis impresiones mentales: preocupaciones personales con la familia, el jefe, el trabajo, las deudas, el futuro, la salud, amores, fracasos, mujer, esposo, hijos, el sentimiento de culpa por lo que hice o dejé de hacer, fantasmas, miedos, obsesiones…

Tampoco ese o esa soy yo.

Con el tiempo he hecho de mí un personaje. Tengo una idea hecha de mí mismo, una especie de autorretrato robot con determinadas características: guapa, seductor, intelectual, simpático, deportista, hombre de empresa, escritor, artista, sociable, interesante, etc. Muchas veces con diversas caretas: una en la oficina, otra para las fiestas, la tercera con los amigos.

No soy ese o esa.

Tampoco soy mis pensamientos, emociones, reacciones…

¿Quién soy yo, pues?

Cuando haces meditación, sin darle vueltas al coco, solo contemplando, te das cuenta de que hay algo detrás de todo eso: la conciencia, algo que se conecta con la luz y que te despersonaliza de la identificación con pensamientos y emociones. Tu vida, tu relato personal es como una película que pasa en un plano secundario comparado con la luz de detrás, la de la conciencia. Todo eso no es la base de tu yo, de tu verdadera identidad.

Tú eres la luz de la Presencia, una luz más interior y profunda que tu cuerpo, impresiones, emociones o el personaje que crees ser.

Dice Jesús: “Yo soy la luz, el camino, la verdad y la vida”. ¿Puedes decir tú lo mismo? Pues sí, en lo más profundo, desde tu participación de la naturaleza divina puedes decirlo. ¿Es esto una herejía? No, lo afirman los místicos, como san Juan de la Cruz. “La luz de Dios y el alma toda es una –escribe–, unida la luz natural con la sobrenatural, y luciendo ya la sobrenatural solamente; así como la luz que Dios crio se unió con la del sol, luce la del sol solamente sin faltar la otra”. A fin de cuentas eso soy. El que lo descubre encuentra la paz y su verdadero ser.

Pedro Miguel Lamet.

LA INDIFERENCIA CREA ABISMOS

Domingo XXVI del Tiempo Ordinario

25 septiembre 2022

Lc 16, 19-31

En aquel tiempo, dijo Jesús a los fariseos: “Había un hombre rico que se vestía de púrpura y lino y banqueteaba espléndidamente cada día. Y un mendigo llamado Lázaro estaba echado en su portal, cubierto de llagas y con ganas de saciarse de lo que tiraban de la mesa del rico, pero nadie se lo daba. Y hasta los perros se le acercaban a lamerle las llagas. Sucedió que se murió el mendigo y los ángeles se lo llevaron al seno de Abrahán. Se murió también el rico y lo enterraron. Y estando en el infierno, en medio de los tormentos, levantando los ojos, vio de lejos a Abrahán y a Lázaro en su seno, y gritó: «Padre Abrahán, ten piedad de mí y manda a Lázaro que moje en agua la punta del dedo y me refresque la lengua, porque me torturan estas llamas». Pero Abrahán la contestó: «Hijo, recuerda que recibiste tus bienes en vida y Lázaro a la vez los males; por eso encuentra aquí consuelo, mientras que tú padeces. Y además entre vosotros y nosotros se abre un abismo inmenso, para que no puedan cruzar, aunque quieran, desde aquí hacia vosotros, ni puedan pasar de ahí hasta nosotros». El rico insistió: «Te ruego, entonces, Padre, que mandes a Lázaro a casa de mi Padre, porque tengo cinco hermanos, para que, con su testimonio, evites que vengan también ellos a este lugar de tormento». Abrahán le dice: «Tienen a Moisés y a los profetas, que los escuchen». El rico contestó: «No, padre Abrahán. Pero si un muerto va a verlos, se arrepentirán». Abrahán le dijo: «Si no escuchan a Moisés y a los profetas, no harán caso ni aunque resucite un muerto»”.

LA INDIFERENCIA CREA ABISMOS

Si la compasión -capacidad de vibrar con el otro, ponerse en su piel, ver las cosas desde su perspectiva, desear su bien y ofrecerle ayuda eficaz- es el “alma” de la sabiduría y el test que verifica la autenticidad espiritual, su opuesto es la indiferencia.

De entrada, la indiferencia es un mecanismo de defensa para evitar ser removidos por las situaciones que ocurren a nuestro alrededor. De ese modo, podemos permanecer en nuestra zona de confort, sin cuestionamientos ni responsabilidad, porque “ojos que no ven, corazón que no siente”.

En un nivel más profundo, la indiferencia es expresión de egocentrismo y narcisismo, que nos mantienen girando como peonzas en torno al yo y a sus intereses, sin ni siquiera advertir lo que sucede junto a nosotros.

Y más hondamente aún, la indiferencia es hija de la ignorancia. Vivimos egocentrados porque somos ignorantes que ponen su identidad en el yo, con lo cual, vivimos identificados con lo que no somos y desconectados de lo que realmente somos.

Tal actitud aporta “beneficios” -como todo aquello que mantenemos, ya que, de otro modo, la modificaríamos-, en tanto en cuanto logremos ir “compensando”, en el día a día, nuestras carencias y malestares. Metidos en nuestra burbuja egoica, vamos tratando de sobrevivir con el menor malestar posible, sin ningún otro anhelo ni horizonte.

Sin embargo, detrás de ese aparente bienestar, lo que hay en realidad es un “abismo” que nos mantiene irremediablemente separados de nosotros mismos y de los demás. El egocentrismo crea fracturas y genera dolor, porque se asienta en la mentira. Si todo es uno -la realidad conoce diferencias, pero no separación-, negarlo en la práctica implica situarse en el error de partida, que crea inexorablemente abismos, mundos y personas fragmentados.

¿Qué hay en mí de indiferencia y de compasión?