Semana 17 de enero: ¿QUÉ ES LA ESPIRITUALIDAD?

Arco irisCuando nos encontramos ante alguna palabra “gastada”, parece imprescindible recurrir a otras equivalentes, que puedan acercarnos más “limpiamente” a lo que aquel término quería vehicular.

 

         En lo que se refiere a la palabra “espiritualidad”, es probable que rescatemos su contenido original, si usamos, de entrada, estas cuatro: interioridad, profundidad, transpersonalidad y no-dualidad.

 

         Interioridad es lo opuesto a banalidad. Dirige nuestra mirada hacia ese lugar, oculto a simple vista, pero del que brota la vida. Porque, como proclama el poeta argentino Francisco Luis Bernárdez, “lo que el árbol tiene de florido, vive de lo que tiene sepultado”.

 

         Profundidad es lo opuesto a superficialidad. Habla de hondura que, en la literatura espiritual, coincide con la “altura”. Nos orienta hacia ese mismo y único lugar, liberándonos de la compulsión que nos mantiene en la superficie de las cosas, y del vacío que hay en su origen.

 

         Transpersonalidad es lo opuesto a egocentración. Si el ego se caracteriza por vivir pendiente de sus deseos y de sus miedos –no es otra cosa-, en un programa caracterizado por la defensa y el ataque, la práctica espiritual consiste en la desapropiación progresiva del ego. Y ello no ocurre gracias a algún tipo de voluntarismo, sino a un proceso creciente de comprensión: la práctica espiritual es también un proceso de autoconocimiento en profundidad. Hasta el punto de que, como dijera Bo Lozoff, “del camino espiritual, ningún ego sale con vida…, gracias a Dios”. El texto completo es el siguiente: “El verdadero desarrollo espiritual no es una tarea sencilla, segura ni cómoda. Ningún ego sale con vida de este camino, gracias a Dios”.

 

         No-dualidad es lo opuesto a separación dualista. La mente es necesariamente dual, porque sólo puede operar a partir de la separación sujeto/objeto, perceptor/percibido. Sin embargo, esa lectura de la mente, que sostiene al ego en la creencia de ser una entidad separada del resto, es un engaño. La realidad se halla interconectada en un Todo único, en un Abrazo no-dual que integra las diferencias.

 

         Muy brevemente, “espiritualidad” hace referencia a la dimensión profunda de lo Real, a aquello que no se ve de todo lo que se ve. Lo que vemos es únicamente el anverso; lo que no vemos –y, sin embargo, posibilita la visión- es el reverso. Pero todo es (somos) Uno-en-la-diferencia. Y, en su sentido más profundo, “espiritualidad” es idéntico a “humanidad plena” o “plenitud de vida”.

MÁS SOBRE PALABRAS GASTADAS

Espiritualidad genuinaCon frecuencia notamos que, a la hora de expresar nuestras vivencias, las palabras se nos quedan muy pobres. O resultan ambiguas. Que sea así parece inevitable: tanto la palabra como el concepto son incapaces de dar razón de toda la riqueza y amplitud de lo real.

 

El motivo es muy simple: al pensar y al nombrar algo, inevitablemente lo objetivamos; dado que la mente y la palabra funcionan a partir de un modelo dual, todo aquello a lo que nos referimos queda irremediablemente convertido en “objeto” separado. Con el añadido de que ese objeto, así delimitado, es visto y nombrado desde una perspectiva concreta, quedando otras relegadas. La conclusión es patente: El acercamiento mental a lo real es siempre objetivante, separador y parcial (relativo).

 

Si bien todas las palabras participan de ese carácter pobre y ambiguo, algunas de ellas parecen haber sido especialmente “maltratadas” por un uso tan excesivo como inadecuado. Cuando eso ocurre, terminan vacías de significado –por ejemplo, ¿qué decimos cuando decimos “amor”?- o provocan automáticamente malestar o rechazo.

 

Ahí entra la palabra “espiritualidad”. Y eso mismo parece haber sucedido con la palabra “Dios”, tal como reconocía Martin Buber: “«Dios»…  Ninguna palabra ha sido tan manchada ni machacada… Generaciones de hombres han rasgado la palabra con sus partidismos religiosos; han matado o muerto por ella; lleva las huellas digitales y la sangre de todos ellos”.

 

En no pocos ambientes, la palabra “Dios” provoca incomodidad, malestar o rechazo. Porque en muchos oídos suena a engaño, manipulación, mentira u opresión: lo que, debido a ella, han padecido muchas personas.

 

Frente a esos equívocos, es bueno empezar reconociendo algo elemental: la palabra “Dios” no es Dios. No se está necesariamente más cerca de “Dios” por utilizar ese término. Y quizás necesitemos dejar de usarlo para poder rescatar su contenido.

 

Ante el Misterio, parece que la actitud adecuada pasa por recuperar el Silencio, el Asombro, la Admiración, la Adoración, la Gratitud, el Sobrecogimiento, la Unidad de todo, el Amor…, para dejarnos contagiar por él, percibir que nos constituye –el Misterio es la Mismidad de todo lo que es– y dejarnos vivir la Amplitud en la que nos reconocemos.

COMPASIÓN Y COMPRENSIÓN

 

Compasión..LA COMPASIÓN NACE

CUANDO COMPRENDEMOS CONDICIONAMIENTOS

 

 

 

“Si su pasado fuera tu pasado, si su dolor fuera tu dolor, si su nivel de conciencia fuera tu nivel de conciencia, pensarías y actuarías exactamente como él o ella. Esta comprensión trae consigo perdón, compasión y paz.

 

Al ego no le gusta oír esto, porque pierde fuerza cuando no puede mostrarse reactivo y tener razón”.

 

(Eckhart TOLLE, El silencio habla, Gaia, Madrid 2003, p. 92).

 

 

 

 

El ego necesita “tener razón”; lo que somos, anhela la sabiduría.

(Uno de los mayores enemigos de cualquier relación es querer tener siempre la razón).

El ego se siente fortalecido cuando reacciona; lo que somos, no busca sino fluir con la Vida.

(La reactividad es directamente proporcional a la inseguridad y da la medida de nuestro ego).

El ego gira de una manera egocentrada; lo que somos, es amor.

(La egocentración es sinónimo de narcisismo y constituye un caparazón que nos hace vivir desconectados de nuestra verdadera identidad y, por tanto, de los otros).

El Ser y el ego

ESPIRITUALIDAD: UNA PALABRA GASTADA, UNA REALIDAD EMERGENTE

Espiritualidad y verdad

Para no pocos de nuestros contemporáneos, el término “espiritualidad” suena a algo caduco. Su desgaste parece deberse a un doble motivo: por un lado, a aquel dualismo trasnochado y dañino que contraponía “lo espiritual” a “lo material”, con la consiguiente devaluación o demonización de este último; por otro, a una indebida identificación entre “espiritualidad” y “religión”, por lo que el rechazo de la segunda arrastró consigo el menosprecio de la primera.

 

Paradójicamente, sin embargo, estamos siendo testigos de un resurgir espiritual, llamativo tanto en su extensión como en su intensidad. Un resurgir, ciertamente, no exento de ambigüedades y, en gran medida, al margen de las instituciones religiosas. Pero preñado de promesas y esperanzas: según no pocos estudiosos, podemos jugarnos en ello el futuro de la humanidad y del planeta.

 

Desearía que esta sección, que inicio hoy, en torno al tema de la «espiritualidad», pudiera ofrecer claves y recursos para:

  • entender el por qué de la situación (religiosa y espiritual) en la que nos encontramos, así como sus consecuencias en nuestras vidas;
  • comprender y vivir lo que entendemos por “espiritualidad”;
  • familiarizarnos con la llamada “inteligencia espiritual”, haciéndonos conscientes de la importancia de potenciar su cuidado, también en el proceso educativo de niños y jóvenes.

Aliento la esperanza de que el trabajo en este campo nos haga crecer en lucidez y en profundidad. Una mirada más clara y un corazón más abierto son signos inequívocos de una vida espiritual; justo lo opuesto a la cerrazón fanática y a la egocentración estéril.

 

Y termino esta primera entrega con unas palabras del Dalai Lama, que nos sitúan ante el horizonte genuino y amplio de lo espiritual: “Transformar la mente: ese es mi concepto de la espiritualidad. Ahora bien, la mejor manera de transformarla es acostumbrarla a pensar de manera más altruista. Por eso, la ética es la base de la espiritualidad laica para todos, sin limitarse al grupo de creyentes de una u otra religión”.

 

Porque, de entrada, la espiritualidad no remite directamente a la religión, sino a la vida. Por eso no habla de creencias, sino de certezas; no habla de fe, sino de comprensión. En su sentido más genuino, espiritualidad es sinónimo de sabiduría y, en último término, de vida en plenitud. La “dimensión espiritual” no es algo que tengamos los seres humanos, sino más bien lo que somos en nuestra verdad más profunda.

Zizur Mayor, 3 enero 2016.

AÑO NUEVO: ¿DÓNDE ENCONTRAR LA NOVEDAD?

Consciencia e inconscienciaLa celebración del “Año nuevo” –conocida prácticamente en todas las culturas y religiones-, aparte de reflejar el ciclo vital, tal como se aprecia en la naturaleza, parece responder al anhelo humano de “comenzar de nuevo”. Es inevitable que en la existencia humana se hagan presentes el dolor, el cansancio, la frustración, el fracaso…, que amenazan con ahogar las mejores expectativas. Ante esa constatación, se entiende que surja la voz que dice: “Empecemos de nuevo”. La celebración del “año nuevo”, en este sentido, viene a significar la oferta de una nueva oportunidad.

 

Lo que ocurre es que poner la novedad en un mero cambio de fechas del calendario no pasa de ser una mera convención. El 1 de enero –por ceñirnos a nuestra tradición- no es más “nuevo” que el 31 de diciembre. Y tras el rito del “paso de año”, todo seguirá siendo como era ayer. O incluso peor porque, a la resaca de la celebración, le acompañará la frustración de comprobar que nada ha cambiado.

 

Más allá de las lecturas que pueda hacer nuestra mente, es obvio que la novedad no es “algo” que podamos encontrar “fuera” para incorporar a nuestra existencia cotidiana. No la hallaremos en el mundo de las formas, caracterizado inexorablemente por la impermanencia. Lo más que podemos encontrar en ese nivel son sucedáneos de novedad que, satisfaciendo por un momento nuestra curiosidad, rápidamente volverán a entrar en el cajón de la rutina. Y no solo debido a su propia impermanencia, sino al dato innegable de la rapidez con que el cerebro se habitúa a cualquier hecho o circunstancia, por “novedosos” que nos resulten en un primer momento.

 

Novedad es sinónimo de frescor, limpieza, presencia, vida –la vida siempre es nueva-, y va acompañada de actitudes y sentimientos de sorpresa, admiración, alabanza, gratitud, comunión y plenitud. Todo esto es lo que, sepámoslo o no, nuestro corazón anhela. Pero habitualmente lo buscamos donde no puede encontrarse.

 

Con frecuencia después de no pocas frustraciones, aprendemos que la novedad anhelada no reside en nada que podamos aferrar –todo ello se revela rápidamente efímero- ni se halla al alcance de la mente. Lo que nace de esta, por su propia naturaleza, tiene siempre el color de lo “ya sabido”, porque pensar no es sino barajar interpretaciones oídas a otros y almacenadas en el cajón de nuestros recuerdos, conscientes o inconscientes. La mente nos conducirá siempre al pasado –pensar es recordar– y, desde él, nos proyectará al futuro que ella misma piensa. En cualquier caso, la identificación con la mente es el camino más seguro para hacer imposible la novedad.

 

La novedad no es “algo” que se halle al alcance de la mente, así como tampoco es el yo el que pueda saborearla. Mente y yo son sinónimos de no-presencia, por más que reconozcamos la mente como una herramienta excepcional para múltiples tareas. Pero solo podremos verla como herramienta cuando no estamos identificados con ella, sino que nos (la) vivimos desde la atención. Y con esto nos aproximamos ya a comprender qué es realmente la novedad y dónde se encuentra.

 

La novedad es un estado de consciencia, no separado por tanto de lo que realmente somos –en nuestra verdadera identidad, somos novedad-, y lo experimentamos cuando nos reconocemos y dejamos permanecer en la Presencia. De manera que “novedad” y “estado de presencia” son expresiones equivalentes, que quieren designar lo que somos en profundidad. No somos “algo” que aparece en la consciencia (o presencia), sino esa misma Consciencia (o presencia) que constituye el núcleo último de todo lo que es, que sostiene y abraza todo lo que existe y de donde están brotando en permanencia la infinidad de formas impermanentes.

 

¿Y cómo acceder a ese estado de presencia que –en una profunda paradoja-, aun creyéndolo “separado” e incluso lejano, constituye nada menos que nuestra identidad real? La herramienta adecuada para ello es la atención. Así como el pensamiento (no observado) –o identificación con la mente- nos saca del estado de presencia, la atención abre la puerta para aposentarnos en él.

 

Bajo este punto de vista, la sabiduría consiste en quitar pensamiento y poner atención. O, más exactamente, en utilizar la mente viviendo en la atención. Y esta es la pregunta que nos trae a la realidad: ¿Dónde vivo más tiempo: en la mente o en la Consciencia, en el pensamiento o en la atención? A partir de ahí, podremos adiestrarnos en un entrenamiento constante en la vida cotidiana para venir, una y otra vez, a la atención (presencia, novedad) que somos. Ahí ocupa su lugar la práctica meditativa.

 

Para hacernos conscientes contamos con una alarma inequívoca: todo “malestar” que nos quita la paz, nos está diciendo que hemos abandonado la atención y estamos siendo manejados como marionetas por un pensamiento al que le hemos otorgado todo el poder. Basta tomar distancia de él –observarlo desde el Testigo– para que emerja la atención que nos conduce a casa, al estado de presencia.

 

En ese estado, todo es siempre nuevo. “He aquí que hago nuevas todas las cosas”, hace decir a Dios el Libro del Apocalipsis (21,5). No se trata de la acción de un dios que interviniera desde fuera, sino del reconocimiento de que, siempre y en todo momento –Dios es Presencia- todo es nuevo. Pero solo podemos apreciarlo cuando salimos del nivel aparente (de las formas), en el que estamos hipnotizados o hechizados por la mente (el yo), y nos situamos en aquella dimensión profunda que es ella misma Presencia.

 

Por todo ello, la instrucción más adecuada quizás sea esta: “Deja de buscar… Déjate encontrar”. La búsqueda no conduce a ninguna parte porque es obra del yo. Puesto que ya eres Presencia, lo que necesitas es dejarte encontrar. Lo cual no tiene nada de pasividad, ya que implica un compromiso firme y perseverante por soltar (abandonar) aquel modo de funcionar centrado en la mente, que tan atrayente resulta para el yo.

 

El yo se resiste a abandonarlo porque estar en la mente, no solo le permite creer que existe, sino que le otorga además una sensación de protagonismo muy atrayente para él. Desde la mente cae bajo el hechizo de creer que la seguridad depende del control que él pueda ejercer. Eso explica su (nuestra) resistencia a soltar. Preferimos ese control, tan agotador como inútil, al hecho de abandonarnos a la sabiduría de la Vida, permaneciendo sencillamente en conexión consciente con la Presencia que somos. Pero si quieres vivir todo de una manera siempre nueva y fresca, deja de buscar (de controlar, de aferrarte…): ese es un intento inútil. Y déjate encontrar por lo que ya eres. ¿No te sientes realmente encontrado(a), en el momento mismo en que acallas la mente? Ahí reside permanentemente la Novedad.

 

Hacerse niños

Con el deseo de un año 2016 lleno de Vida, de Gozo, de Paz y de Amor.

Enrique.

Zizur Mayor, 27 diciembre 2015.

Semana 20 de diciembre. NAVIDAD: CIELO Y TIERRA SON UNO

Al vaciarte del yo, descubres la Plenitud que eresEn ocasiones se oyen voces de personas cristianas lamentando que alguna gran festividad, como la de “Todos los Santos”, se quiera convertir en fiesta pagana tipo “Halloween”. No soy amigo de esta fiesta en concreto pero quienes así protestan, parecen desconocer que esa práctica ha sido habitual en todas las épocas. Durante siglos, la Iglesia católica se fue apropiando de diversas festividades paganas, a las que terminó “cristianizando”.

 

Ese es el caso de la fiesta de Navidad. Para la inmensa mayoría cristiana, el 25 de diciembre es Navidad, porque se celebra el nacimiento de Jesús. Sin embargo, originalmente, no fue así: esta fiesta se institucionalizó a partir del siglo IV, y su reconocimiento oficial se produjo el año 354, por parte del papa Liberio.

 

La Iglesia terminó cristianizando la fiesta del “Dies Natalis Solis Invicti” (natividad del sol invicto), que se celebraba apenas pasado el solsticio de invierno, cuando la luz del día empezaba a alargar. Es decir, el Sol invicto se “recuperaba” una vez más y su luz volvía a abrirse paso tras el declive estacional.

 

Con todo, la elección de esa fecha no fue algo exclusivo de la Iglesia; eso mismo había ocurrido en muchas mitologías: en Persia, Mitra, dios de la Luz; en Roma, Apolo; en Egipto, Horus; en las culturas germánicas y escandinavas, Frey, dios del sol naciente; entre los mexicas, antiguo pueblo precolombino, Huitzilopochtli, dios del sol… Tomando al sol como símbolo de lo divino, las diferentes culturas fijaron como fecha del nacimiento de sus respectivas divinidades el solsticio de invierno, cuando los días empiezan a alargar, cuando el sol “vuelve a nacer”.

 

En el caso cristiano, lo que se perseguía con la elección de ese día –más allá de “cristianizar” una fiesta previamente pagana-, era señalar a Jesús como el verdadero “Sol invicto”, la Luz originaria y originante, tal como proclamara el Prólogo del cuarto evangelio: “Al principio ya existía la Palabra. La Palabra estaba junto a Dios y la Palabra era Dios… Todo fue hecho por ella y sin ella no se hizo nada de cuanto llegó a existir. En ella estaba la vida y la vida era la luz de los hombres… La Palabra era la luz verdadera, que con su venida al mundo ilumina a todo hombre” (Jn 1,1-4.9).

 

En un nivel mítico, la lectura literal presenta la Navidad como el acontecimiento histórico en el que el Hijo de Dios preexistente, que había tomado cuerpo en el seno de María virgen, nace como un ser humano, para aportar salvación a toda la humanidad.

 

Tal lectura presupone una cosmovisión tripartita (cielo/tierra/abismo) que hoy nos resulta completamente obsoleta y desfasada. Y se mueve, además, en un modelo de cognición mental basado en la separación radical. El Dios pensado no puede ser visto sino como un ente separado y, en cierto sentido, viviendo al margen o en paralelo a la realidad creada. Sin embargo, apenas se toma un mínimo de distancia de ese modelo de conocer, se aprecia que aquella imagen, construida desde ese mismo modelo, es una mera proyección realizada por la propia mente.

 

Trascendido el literalismo, retomamos el mito desde una clave simbólica. Y es entonces cuando nos muestra toda la riqueza que contiene, que podría expresarse de este modo: Lo más grande y excelso (“Dios”) está (“nace”) en lo más pequeño (un niño). Eso es lo que ha ocurrido siempre y lo que ocurre en cada instante: todo es divino-humano, celeste-terrenal, sin separación alguna.

 

Los mitos –no podía ser de otro modo en aquel nivel de consciencia- imaginaban lo realmente Real como algo separado y ajeno a lo cotidiano. Lo que, en la no-dualidad, nos parece impensable -¿cómo Lo Real podría ser separado de algo real?-, para una mente mítica parecía incuestionable. Desde ella nacieron las diferentes mitologías que proyectaban un “reino paralelo” –el mundo de los dioses- al de la experiencia cotidiana. Sin embargo, superado aquel nivel de consciencia, resulta patente que todo aquello que los mitos atribuían a una supuesta divinidad separada no es sino el Secreto o Núcleo último de todo lo real, Aquello que somos.

 

En el imaginario colectivo, dentro de nuestro marco cultural occidental, la “Navidad” toca fibras sensibles, asociadas desde nuestra infancia a toda una serie de elementos particularmente evocadores: fiesta familiar, celebración religiosa, pesebre o belén, bebé, villancicos…; elementos acompañados de notable carga afectiva que puede sentirse como irrenunciable. Pero más allá de todo eso, su significado remite a la Unidad.

 

En cierto sentido, el mensaje de Navidad puede encerrarse en la imagen del bebé y en la afirmación de que Dios se hace manifiesto en lo más pequeño. No hay un ente separado; lo Real es solo uno, en sus “dos caras”, la manifiesta y la inmanifestada. Todo lo manifiesto, por pequeño que sea, es expresión del misterio último.

 

La tradición cristiana expresa esta certeza en el símbolo de Jesús, el Dios-Niño, que a su vez es expresión de lo que somos todos. Al afirmar de él que es Enmanuel (“Dios-con-nosotros”), se está reconociendo que no existe nada separado de nada. Como él, todo sin excepción es divino-humano. Por eso, en todo lo visible estamos “viendo” lo invisible: son solo las dos caras de lo Real. Y nos equivocamos cuando pretendemos “anular” cualquiera de ellas. Navidad nos recuerda que todo es valioso.

 

Con el deseo profundo de una muy feliz Navidad,

celebrando la Vida y la Unidad que somos.

Enrique.

Zizur Mayor, 20 diciembre 2015.