Semana 7 de febrero: CUARESMA: EL DESIERTO, LUGAR DE APRENDIZAJE

Desierto.2El número “cuarenta” –cuarenta años era la edad de toda una generación- hace alusión, en la Biblia, a un “periodo largo de prueba”. Cuarenta son los años que el pueblo hebreo, liderado por Moisés, pasa en el desierto, camino hacia la “Tierra prometida”; cuarenta días son los que, como “nuevo Moisés”, aparece Jesús en el desierto, sometido a tentaciones, de las que sale airoso, con fidelidad renovada.

         El desierto, en la tradición bíblica, es un lugar ambivalente: por un lado, es el escenario de las mayores dificultades, donde el ser humano, sin seguridades a las que aferrarse, se siente sometido a las pruebas más duras; por otro, sin embargo, aparece como el espacio en el que se goza de una especial intimidad con Dios: “La llevaré al desierto y le hablaré al corazón”, le hace decir Oseas a JHWH (Os 2,14).

         Sin duda, no es casual que ambos significados aparezcan unidos. Con frecuencia, los humanos necesitamos pasar por experiencias de despojo, fragilidad, vulnerabilidad, crisis…, para poder “ablandar” nuestro corazón y, de ese modo, hacernos más receptivos.

         Porque el “desierto” no es solo un lugar geográfico; ni siquiera solo aquellos espacios que, en nuestra sociedad, se caracterizan por la soledad o el silencio, como suelen ser los monasterios o, más ampliamente, los parajes rurales. Son lugares que buscamos para silenciarnos y ofrecernos la oportunidad de reconectar conscientemente con nuestro centro.

 

         Pero existe otro “desierto” no buscado y, por eso, con frecuencia, más desconcertante y más difícil de asimilar. Entran ahí todas aquellas situaciones y circunstancias que nos presenta la vida, generalmente en forma de crisis, en las que somos invitados a vivir un despojo de aquello con lo que nos habíamos identificado. Se trata de una experiencia de “desierto” porque se produce también una caída de (supuestas) seguridades en las que creíamos hacer pie y nos vemos enfrentados a lo más vulnerable y oscuro de nuestra existencia.

         Se trata de un momento tan difícil como privilegiado. Difícil e incluso doloroso porque nos sentimos zarandeados. (En la Biblia se dice que la experiencia del desierto resultaba tan dura para los hebreos, que hubieran ansiado volver a la esclavitud: no solo echaban de menos las “cebollas de Egipto” [Num 11,5], sino que deseaban “haber muerto” [Num 14,2]).   

         El desierto inesperado se caracteriza por la aridez, la sequedad, el sinsentido e incluso la desesperanza. La oscuridad parece invadir el espacio que antes nos parecía luminoso y el desconcierto amenaza con introducirnos en una espiral de vacío.

         Y, sin embargo, es entonces cuando puede producirse el milagro. Acertaba Leonard Cohen cuando decía: “Hay una grieta, una grieta en todo. Por ahí es por donde entra la luz«. Y Carl Jung: “No es posible despertar a la conciencia sin dolor. Uno no alcanza la iluminación fantaseando sobre la luz sino haciendo consciente la oscuridad”.

         Existe un riesgo grave: ante experiencias dolorosas –que tocan nuestra zona más frágil o vulnerable, porque guarda memoria de heridas antiguas-, se activan emociones invasivas que nublan nuestra mente hasta el punto de bloquearnos. Lo cual, a su vez, se traduce en una intensificación de aquellos primeros sentimientos que nos habían descolocado. Emociones y pensamientos se retroalimentan mutuamente, introduciéndonos en un circuito peligroso y nocivo en sus consecuencias. 

         Con cuidado amoroso, habremos de acoger nuestro dolor y aquietar nuestra mente, dándonos tiempo para que, al calmarse el “oleaje” mental-emocional, pueda regresar la luz y, con ella, la lucidez y la serenidad.

Desierto

         El “desierto” –la crisis- nos zarandea y nos desnuda porque desenmascara nuestras falsas seguridades. ¡Habíamos puesto nuestra seguridad en algo incapaz de otorgarla! Por eso, en un primero momento, somos llevados a buscar nuestras raíces más profundas. Cuando ese recorrido se vive adecuadamente, es probable que al final podamos constatar, con Kierkegaard, que “me habría ido al fondo si no hubiera ido al Fondo”. En efecto, antes o después, el desierto nos conduce hacia el Fondo estable y quieto, aquello que queda cuando hemos soltado –voluntaria o involuntariamente- todo lo demás.

         Pero el viaje no acaba ahí. El desierto seguirá apareciendo ante nosotros de forma más o menos intermitente, más o menos acuciante, hasta que hagamos la experiencia de que somos aquel mismo Fondo que nos sostiene.

         En un lenguaje teísta, Oseas decía que en el desierto se hacía presente Dios para hablar al corazón del pueblo. En un lenguaje no religioso (o trans-religioso), eso significa que, cuando el desierto nos ha “obligado” a soltar nuestras falsas identificaciones, se nos hace presente Aquello inefable, lo único permanente que, no solo nos sostiene en todo momento, sino que nos constituye.

         Descubrimos entonces que lo que somos no puede ser dañado jamás. Y nos percatamos de la clave que explica todo el proceso vivido: en medio del desierto (o crisis), nos creíamos zarandeados porque estábamos identificados con lo que no somos (el yo) y éramos presa de la confusión, porque intentábamos leer lo que sucedía desde ese mismo “personaje” que se veía afectado. ¿Acaso puede un personaje del sueño nocturno entender la trama de lo que sucede en el mismo? De manera similar, tampoco el yo puede entender nada de aquello que lo sacude.

         El desierto nos va llevando a reconocer la inconsistencia del yo hasta poder percibir que somos Aquello que no puede ser amenazado. Ese fue el modo como Jesús superó las tentaciones de su desierto particular, centradas –como las nuestras- en el tener, el poder y el aparentar (Mt 4,1-11).

 

         Se abre entonces, ante nosotros, un trabajo paradójico: por un lado, dejamos deVegetación identificarnos con el yo –que se debatía, tan ansiosa como inútilmente, buscando seguridad en aquello a lo que se aferraba-; por otro, sin embargo, lo acogemos desde el Amor que somos y en el que permanecemos anclados. Paradójicamente también, el desierto nos conduce a “casa”, a nuestra verdadera identidad, a la “Tierra prometida”. 

 

7 febrero 2016.

Semana 7 de febrero: VIVIR VIVIENDO

GirasolesEN CONEXIÓN CON LO REAL

Todos los “istas” y todos los “ismos” viven anclados a un sistema de creencias. Esto no es ni buen ni malo; simplemente es así. Y todos los sistemas de creencias son producto de la mente. Por lo mismo, son verdad para los que creen en ellos, pero ninguno es real. Porque lo real está más allá de la mente, del lenguaje y del tiempo. La mente jamás podrá entenderlo ni vivirlo. La mente piensa acerca de. Y el “acerca de” se transforma en la barrera que impide ver lo real.

 

Quienes están bajo el influjo de un sistema de creencias responden a este doble patrón: por un lado, en ese mundo –su mundo- todo es verdad: cada uno tiene la suya; sin embargo, nada es real; por otro, para ellos, las cosas no son como son, sino como ellos mismos son, y son lo que creen que son o pretenden ser. Lo que creen ser lo proyectan mentalmente fuera y ven el mundo como reflejo de ellos mismos: de sus creencias, juicios, opiniones, elecciones, preferencias… Y esto lo convierten en su verdad. Indiscutiblemente, eso es verdad pues es verdad para ellos, pero nada tiene que ver con lo real.

 

¿Y qué es lo real? La vida sin más. Sin nada que pensar. La vida que se despliega por sí misma. Todo es ahora un vivir viviendo, en un sí constante a la vida. Entonces, y solo entonces, se percibe la esencia de la vida.

 

Vives desde la consciencia, en la consciencia, con consciencia. Fuera de la mente, sin ningún sistema de creencias. Tomas el mando de la vida, que ya no es tu vida, sino la vida misma. Todo es tal como es y como tiene que ser, tú también.

 

Así, no es que flotes en el río de la vida, sino que tú eres la vida misma.

 

 

Emilio Carrillo.

Vivir en el ahora

Semana 31 de enero: ¿QUIÉN SOY YO? LOS LÍMITES DE LA MENTE

Playa y luz¿Quién soy yo? En rigor, esa es la primera pregunta. La respuesta adecuada a la misma nos libera de la ignorancia, de la confusión y del sufrimiento. Nos hace libres.

 

Porque el objetivo de nuestra vida no puede ser otro que el de vivir lo que somos. Y eso no es algo que debamos “alcanzar”, “conseguir” o “lograr”…, sino, sencillamente, reconocer. Se trata de caer en la cuenta o comprender quiénes somos. Al comprenderlo, emerge la plenitud, la sabiduría y el gozo.

 

Dicho de otro modo: la causa de nuestro sufrimiento no es otra que la ignorancia o inconsciencia de nuestra identidad profunda. Por tanto, la liberación del mismo viene de la mano de la comprensión.

 

¿Cómo comprender? Es decir, ¿desde qué lugar responder adecuadamente a aquella pregunta? Porque la respuesta puede venir de la mente en cuanto capacidad de razonar, o puede surgir en lo que, de momento, llamaremos “experiencia no mediada por la mente”. Las diferencias, según lo hagamos desde uno u otro lugar, serán decisivas.

 

Cualquier respuesta que provenga de la mente será necesariamente reductora, por dos motivos: porque la mente es solo una parte de nuestra identidad, y porque únicamente puede operar delimitando aquello a lo que se refiere, es decir, objetivando.

 

La mente es incapaz de decirme quién soy yo; me ofrecerá solo una “idea del yo”, un mero concepto que, forzosamente, me objetivará. Para ella, soy únicamente un yo individual y separado (un “objeto”). Precisamente por eso, debido a su carácter reductor, las respuestas que ofrece la mente no logran sacarnos de la ignorancia ni liberarnos del sufrimiento.

 

 La mente es una herramienta admirable…, siempre que ocupe su lugar. Como escribe la doctora Joan Borysenko, “la mente es un siervo maravilloso, pero un amo terrible”.

 

Porque tiene límites muy claros, que necesita reconocer humildemente: solo puede trabajar en el mundo de los objetos –pensar es objetivar- y se convierte en tiránica cuando se arroga cualquier tipo de protagonismo.

 

Con otras palabras: la mente no puede captar lo que no es objeto. Pero existe un modo de conocer previo a la razón, al que nos referiremos en la  próxima entrega.

Semana 24 de enero: UN MOMENTO HISTÓRICO PRIVILEGIADO

Vegetación

No sé si los humanos tendemos a absolutizar el momento histórico que nos toca vivir. Pero me parece innegable que el nuestro posee unas connotaciones que lo hacen único.

 

         Nunca como ahora habíamos tenido la posibilidad de acceder a tantas visiones del mundo, a tantos sistemas de creencias y formas de entender la realidad. Nunca antes el mundo había sido visto como una “aldea global”.

 

         Globalización y pluralismo son dos de los términos que mejor explican la “novedad” de nuestro momento. Y ambos, unidos, hablan de “unidad en la diferencia”. Somos Uno en la pluralidad de formas. Si sabemos “leerlo”, esa mera constatación constituye una llamada a ampliar nuestra conciencia, a despertar, a crecer en espiritualidad…, es decir, a desprendernos de la identificación con nuestro ego y abrirnos a la Identidad compartida.

 

         La llamada “globalización” se manifiesta en todos los sectores. Y puede constituir –si empezamos a despertar- una oportunidad única para crecer en un holismo integrador, en el que las diferentes corrientes de sabiduría parecen estar en camino de encontrarse.

 

         Monjes budistas se sientan con científicos de Harvard para hablar de sati (mindfulness o atención plena) y de neurociencia; curanderos indígenas trabajan junto con médicos en grandes hospitales; físicos cuánticos y biólogos de los sistemas vivos vienen a confirmar la visión de la conciencia que sostenían las grandes tradiciones espirituales…

 

         En una palabra, la convergencia entre la antigua sabiduría espiritual y las últimas comprensiones científicas del mundo nos está proporcionando nueva luz para responder más ajustadamente a la pregunta de siempre: “¿quién soy?”.

 

         “¿Quién soy yo?”. Se trata de la pregunta esencial. Las respuestas erróneas o simplemente parciales nos sumen en la ignorancia, la confusión y el sufrimiento. La respuesta adecuada, por el contrario, encierra el secreto de nuestra libertad: es luz que genera un comportamiento verdaderamente humano.

 

         La pregunta esencial –tan antigua como el ser humano- nos remite a la espiritualidad. Y solo la respuesta ajustada nos permite despertar.

 

         En ese sentido, es totalmente ajustado afirmar que la práctica espiritual es una tarea de autoconocimiento, hasta responder adecuadamente a la pregunta “quién soy yo”. Con ello seguiremos…

Comprender la sabiduría

Semana 17 de enero: ¿QUÉ ES LA ESPIRITUALIDAD?

Arco irisCuando nos encontramos ante alguna palabra “gastada”, parece imprescindible recurrir a otras equivalentes, que puedan acercarnos más “limpiamente” a lo que aquel término quería vehicular.

 

         En lo que se refiere a la palabra “espiritualidad”, es probable que rescatemos su contenido original, si usamos, de entrada, estas cuatro: interioridad, profundidad, transpersonalidad y no-dualidad.

 

         Interioridad es lo opuesto a banalidad. Dirige nuestra mirada hacia ese lugar, oculto a simple vista, pero del que brota la vida. Porque, como proclama el poeta argentino Francisco Luis Bernárdez, “lo que el árbol tiene de florido, vive de lo que tiene sepultado”.

 

         Profundidad es lo opuesto a superficialidad. Habla de hondura que, en la literatura espiritual, coincide con la “altura”. Nos orienta hacia ese mismo y único lugar, liberándonos de la compulsión que nos mantiene en la superficie de las cosas, y del vacío que hay en su origen.

 

         Transpersonalidad es lo opuesto a egocentración. Si el ego se caracteriza por vivir pendiente de sus deseos y de sus miedos –no es otra cosa-, en un programa caracterizado por la defensa y el ataque, la práctica espiritual consiste en la desapropiación progresiva del ego. Y ello no ocurre gracias a algún tipo de voluntarismo, sino a un proceso creciente de comprensión: la práctica espiritual es también un proceso de autoconocimiento en profundidad. Hasta el punto de que, como dijera Bo Lozoff, “del camino espiritual, ningún ego sale con vida…, gracias a Dios”. El texto completo es el siguiente: “El verdadero desarrollo espiritual no es una tarea sencilla, segura ni cómoda. Ningún ego sale con vida de este camino, gracias a Dios”.

 

         No-dualidad es lo opuesto a separación dualista. La mente es necesariamente dual, porque sólo puede operar a partir de la separación sujeto/objeto, perceptor/percibido. Sin embargo, esa lectura de la mente, que sostiene al ego en la creencia de ser una entidad separada del resto, es un engaño. La realidad se halla interconectada en un Todo único, en un Abrazo no-dual que integra las diferencias.

 

         Muy brevemente, “espiritualidad” hace referencia a la dimensión profunda de lo Real, a aquello que no se ve de todo lo que se ve. Lo que vemos es únicamente el anverso; lo que no vemos –y, sin embargo, posibilita la visión- es el reverso. Pero todo es (somos) Uno-en-la-diferencia. Y, en su sentido más profundo, “espiritualidad” es idéntico a “humanidad plena” o “plenitud de vida”.

MÁS SOBRE PALABRAS GASTADAS

Espiritualidad genuinaCon frecuencia notamos que, a la hora de expresar nuestras vivencias, las palabras se nos quedan muy pobres. O resultan ambiguas. Que sea así parece inevitable: tanto la palabra como el concepto son incapaces de dar razón de toda la riqueza y amplitud de lo real.

 

El motivo es muy simple: al pensar y al nombrar algo, inevitablemente lo objetivamos; dado que la mente y la palabra funcionan a partir de un modelo dual, todo aquello a lo que nos referimos queda irremediablemente convertido en “objeto” separado. Con el añadido de que ese objeto, así delimitado, es visto y nombrado desde una perspectiva concreta, quedando otras relegadas. La conclusión es patente: El acercamiento mental a lo real es siempre objetivante, separador y parcial (relativo).

 

Si bien todas las palabras participan de ese carácter pobre y ambiguo, algunas de ellas parecen haber sido especialmente “maltratadas” por un uso tan excesivo como inadecuado. Cuando eso ocurre, terminan vacías de significado –por ejemplo, ¿qué decimos cuando decimos “amor”?- o provocan automáticamente malestar o rechazo.

 

Ahí entra la palabra “espiritualidad”. Y eso mismo parece haber sucedido con la palabra “Dios”, tal como reconocía Martin Buber: “«Dios»…  Ninguna palabra ha sido tan manchada ni machacada… Generaciones de hombres han rasgado la palabra con sus partidismos religiosos; han matado o muerto por ella; lleva las huellas digitales y la sangre de todos ellos”.

 

En no pocos ambientes, la palabra “Dios” provoca incomodidad, malestar o rechazo. Porque en muchos oídos suena a engaño, manipulación, mentira u opresión: lo que, debido a ella, han padecido muchas personas.

 

Frente a esos equívocos, es bueno empezar reconociendo algo elemental: la palabra “Dios” no es Dios. No se está necesariamente más cerca de “Dios” por utilizar ese término. Y quizás necesitemos dejar de usarlo para poder rescatar su contenido.

 

Ante el Misterio, parece que la actitud adecuada pasa por recuperar el Silencio, el Asombro, la Admiración, la Adoración, la Gratitud, el Sobrecogimiento, la Unidad de todo, el Amor…, para dejarnos contagiar por él, percibir que nos constituye –el Misterio es la Mismidad de todo lo que es– y dejarnos vivir la Amplitud en la que nos reconocemos.