Semana 31 de marzo: PALABRAS DE SABIDURÍA (Rumi)

A Rumi, el gran poeta y místico sufí del siglo XIII, se le atribuyen estas respuestas:

¿Qué es el veneno?

Cualquier cosa más allá de lo que necesitamos es veneno. Puede ser el poder, la pereza, la comida, el ego, la ambición, el miedo, la ira, o lo que sea…

¿Qué es el miedo? 

La no aceptación de la incertidumbre. Si la aceptamos, la incertidumbre se convierte en aventura.

¿Qué es la envidia? 

La no aceptación de la bienaventuranza en el otro. Si lo aceptamos, se torna en inspiración.

¿Qué es la ira?

La no aceptación de lo que está más allá de nuestro control. Si lo aceptamos, se convierte en tolerancia.

¿Qué es el odio?

La no aceptación de las personas como son. Si las aceptamos incondicionalmente, se convierte en amor.

¿Qué es la madurez espiritual?

  • Dejar de tratar de cambiar a los demás y concentrarnos en cambiarnos a nosotros mismos.
  • Aceptar a las personas como son.
  • Entender que todos están acertados según su propia perspectiva.
  • Aprender a «dejar ir».
  • Ser capaz de no tener «expectativas» en una relación, y dar de nosotros mismos por el placer de dar.
  • Comprender que lo que hacemos, lo hacemos para nuestra propia paz.
  • Dejar de pretender demostrar al mundo lo inteligente que se es.
  • Dejar de buscar la aprobación de los demás.
  • Dejar de compararnos con los demás.
  • Estar en paz consigo mismo.
  • Ser capaces de distinguir entre «necesidad» y «querer» y somos capaces de dejar ir ese querer.
  • Dejar de unir la «felicidad» a las cosas materiales.

VOLVER A CASA

Domingo IV de Cuaresma

31 marzo 2019

Lc  15, 1-3.11-32

En aquel tiempo, se acercaban a Jesús los publicanos y los pecadores a escucharle. Y los fariseos y los letrados murmuraban entre ellos: “Este acoge a los pecadores y come con ellos”. Jesús les dijo esta parábola: “Un hombre tenía dos hijos: el menor de ellos dijo a su padre: «Padre, dame la parte que me toca de la fortuna». El padre les repartió los bienes. No muchos días después, el hijo menor, juntando todo lo suyo, emigró a un país lejano y allí derrochó su fortuna viviendo perdidamente. Cuando lo había gastado todo, vino por aquella tierra un hambre terrible y empezó a pasar necesidad. Fue entonces y tanto le insistió a un habitante de aquel país, que lo mandó a su campo a cuidar cerdos. Le entraban ganas de llenarse el estómago de las algarrobas que comían los cerdos; y nadie le daba de comer. Recapacitando entonces se dijo: «Cuántos jornaleros de mi padre tienen abundancia de pan, mientras yo aquí me muero de hambre. Me pondré en camino a donde está mi padre y le diré: ʽPadre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo: trátame como a uno de tus jornalerosʼ». Se puso en camino a donde estaba su padre: cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se conmovió, y echando a correr, se le echó al cuello, y se puso a besarlo. Su hijo le dijo: «Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo». Pero el padre dijo a sus criados: «Sacad enseguida el mejor traje y vestidlo; ponedle un anillo en la mano y sandalias en los pies; traed el ternero cebado y matadlo; celebremos un banquete, porque este hijo mío estaba muerto y ha revivido; estaba perdido y lo hemos encontrado». Y empezaron el banquete. Su hijo mayor estaba en el campo. Cuando al volver se acercó a la casa, oyó la música y el baile, y llamando a uno de los mozos, le preguntó qué pasaba. Este le comentó: «Ha vuelto tu hermano y tu padre ha matado el ternero cebado, porque lo ha recobrado con salud». Él se indignó y se negaba a entrar; pero su padre salió e intentaba persuadirlo. Él le replicó a su padre: «Mira, en tantos años como te sirvo, sin desobedecer nunca una orden tuya, a mí nunca me has dado un cabrito para tener un banquete con mis amigos; y cuando ha venido ese hijo tuyo que se ha gastado tus bienes con malas mujeres, le matas el ternero cebado». El padre le dijo: «Hijo, tú estás siempre conmigo y todo lo mío es tuyo: deberías alegrarte, porque ese hermano tuyo estaba muerto y ha revivido, estaba perdido y lo hemos encontrado»”.

 VOLVER A CASA

           De una forma u otra, las tradiciones espirituales utilizan dos metáforas para aludir a nuestra verdadera identidad: la del “tesoro escondido” y la de la “casa”. Ambas aparecen también en los evangelios, en forma de parábolas.

          La paradoja que encierran ambas metáforas puede expresarse de este modo: el tesoro está dentro de nosotros, pero lo buscamos afanosamente fuera; siempre estamos en casa, pero lo ignoramos.

          ¿Cómo se explica tan desconcertante paradoja? De un modo simple: por nuestra identificación con el yo. En el instante mismo en que asumimos esa creencia mental –soy el yo que mi mente piensa–, nos percibimos como carencia, que ha de ser “completada” por algo que se halla fuera, lejos y, probablemente –creemos– en el futuro.

        En ese mismo movimiento por que el desconectamos de lo que somos, “olvidamos” el tesoro y nos “alejamos” de la casa. Ya hemos caído en la ignorancia original, de donde nace toda confusión y todo sufrimiento.

          A partir de ese equívoco radical, si no hemos caído en un cinismo resignado, plantearemos nuestra existencia como una carrera por alcanzar “aquello” –no sabemos bien qué ha de ser– que supuestamente habría de aportarnos la plenitud que de fondo no podemos dejar de anhelar.

          Ese engaño nos lleva a “alejarnos” de casa y a proyectar nuestro anhelo en objetivos medibles o creencias más o menos ilusorias. Pensamos así que lo que habrá de “completarnos” serán bienes, títulos, profesión, alguna relación especial o la creencia en Dios… Y ahí seguiremos…, hasta que, como en el caso del hijo pequeño de la parábola, la Vida nos lleve a alguna situación tan insoportable –cuidar cerdos era la tarea más inmunda que podía imaginar un fiel judío– que nos haga caer en la cuenta de nuestro extravío.

          Tal vez entonces, desde la docilidad a la Vida y la flexibilidad ante lo real, encontremos el camino de conduce a casa, para descubrir, con sorpresa, que, por más que estuviéramos completamente confundidos, en realidad nunca habíamos estado fuera de ella. Esa casa, como aquel tesoro, es nuestra verdadera identidad.

¿Dónde y cómo busco la “casa”? ¿Dónde y cómo busco el “tesoro”?

 

Semana 24 de marzo: Elogio de la Presencia

Mientras vivimos en la mente, fuera del aquí y ahora, nos pasamos el tiempo buscándole un significado a la vida; basta venir al instante presente para disfrutar de una vida plena de significado. La Presencia es sentido.

Mientras estamos en la mente, permanecemos enredados en cavilaciones incesantes, alejados de la vida. Al venir al presente, empezamos a sentir la vida interna. La Presencia es energía.

Mientras estamos en la mente, es imposible detener la cavilación agotadora. Basta venir al presente, para que la mente se aquiete. La Presencia es descanso.

Mientras estamos en la mente (identificados con ella), no podemos sino reaccionar, siguiendo las pautas grabadas en ella. Al venir al presente, esas pautas se desvanecen y respondemos desde lo que se nos regala y fluye. La Presencia es libertad.

Mientras estamos en la mente, vivimos reaccionando, en un drama de defensa o ataque, desde el miedo, la culpa o la venganza. Al venir al presente, notaremos que lo que sale de nosotros es una respuesta adecuada, caracterizada en todo momento por la responsabilidad. La Presencia es responsablemente ajustada.

Mientras estamos en la mente, no podemos ir por la vida sino como vencedores o como víctimas. Al venir al presente, no hay papeles que representar. La Presencia es certeza de que todo está bien.

Mientras estamos en la mente, nos percibimos separados y alejados de todo y de todos; la mente nos mantiene en la superficie y en la distancia de lo real. Al venir al presente, percibimos la interconexión de todo y sentimos la vida que se manifiesta en todo y en todos como “energía en movimiento”. La Presencia es plenamente integradora.

Mientras estamos en la mente, nos hallaremos convencidos de que todo lo que nos ocurre es efecto de algo que, pensamos, no depende de nosotros. Basta venir al presente, para empezar a percibir con claridad que la calidad de nuestra experiencia vital en este mismo instante es una consecuencia de nuestro propio sistema de creencias, generado por las experiencias no elaboradas o integradas de nuestra infancia. Y que, en la medida en que venimos al instante presente, nos sentimos crecer en libertad frente a ellas. La Presencia es liberadora.

Mientras estamos en la mente, tendemos a evitar todo aquello que nos haga sentir mal, lo que la propia mente etiquete como “desagradable”. Al venir al presente, nos vamos viendo capaces de no evitar nuestros “malestares”, sino de acogerlos y de integrarlos progresivamente, creciendo a partir de ellos y responsabilizándonos de toda nuestra vida. La Presencia es sanadora.

Mientras estamos en la mente, toda nuestra vida es regida por los principios: “yo debo” o/y “yo quiero”, que se traducen en un “yo hago o haré”. Al venir al presente, experimentamos por nosotros mismos que se trata, sencillamente, de estar, en una consciencia sin pensamientos, y que, en ese “estar”, no falta absolutamente nada, sino que todo lo demás “se nos da por añadidura” (evangelio de Mateo 6,33). La Presencia es plenitud.

Mientras estamos en la mente, habremos de movernos necesariamente entre reflejos –algo ocurre que nos “recuerda” algo- y proyecciones –nuestra reacción ante aquel recuerdo activado-; entre “el despertador” y “lo despertado”. Al venir al presente, nos vamos haciendo conscientes de que todo lo que nos ocurre es sólo un mensajero, una oportunidad de crecimiento. La Presencia es ecuanimidad.

Mientras estamos en la mente, pensamos que todo es casual e incluso caótico, en un mundo caracterizado por la aparente distancia y separación entre todo y entre todos. Al venir al presente, nos descubrimos interconectados con todo, compartiendo la misma Vida, la misma Energía, el mismo Ser…, la misma identidad. La Presencia es compartida.

Mientras estamos en la mente, nos sentimos solos y separados, por lo que los sentimientos de soledad, miedo y ansiedad son inevitables. Al venir al presente, nos apercibimos del engaño. La Presencia es unidad.

Mientras estamos en la mente, nos vemos a nosotros mismos como seres “pensadores” y “hacedores”, movidos por la ansiedad e incluso por la compulsión. Al venir al presente, nos situamos como “observadores”, testigos de todas las películas que ocurren en nosotros. La Presencia es realista.

Mientras estamos en la mente, nos hallamos en el “modo hacer”, en estado permanente de “piloto automático”, con todo el cansancio, la ignorancia y el sufrimiento que ello supone. Al venir al presente, se activa el “modo ser”, se desconecta el piloto automático, y se manifiesta la plenitud en la que todo fluye sabiamente. La Presencia es sabiduría.

Mientras estamos en la mente, permanecemos en un estado inconsciente, dormidos. Al venir al presente, despertamos a la experiencia emocional consciente que nos permite percibir nuestro propio flujo de energía. La Presencia es lucidez.

Mientras estamos en la mente, nuestros movimientos son egocéntricos. Al venir al presente, nos abrimos a todos los seres. La Presencia es amor

Mientras estamos en la mente, tendemos a reducirnos a nuestro ego y a vivir en función de él. Al venir al presente, descubrimos que somos Presencia. La Presencia es nuestra identidad más profunda.

EL FRUTO NACE DE LA COMPRENSIÓN

Domingo III de Cuaresma

24 marzo 2019

Lc  13, 1-9

En aquella ocasión se presentaron algunos a contar a Jesús lo de los galileos, cuya sangre vertió Pilato con la de los sacrificios que ofrecían. Jesús les contestó: “¿Pensáis que esos galileos eran más pecadores que los demás galileos, porque acabaron así? Os digo que no, y si no os convertís, todos pereceréis del mismo modo. Y aquellos dieciocho que murieron aplastados por la torre de Siloé, ¿pensáis que eran más culpables que los demás habitantes de Jerusalén? Os digo que no. Y si no os convertís, todos pereceréis de la misma manera”. Y les dijo esta parábola: “Uno tenía una higuera plantada en su viña y fue a buscar fruto en esta higuera, y no lo encontró. Entonces dijo al viñador: «Ya ves, tres años llevo viniendo a buscar fruto en esta higuera y no lo encuentro. Córtala. ¿Para qué va a ocupar terreno en balde?». Pero el viñador contestó: «Señor, déjala todavía este año: yo cavaré alrededor y le echaré estiércol, a ver si da fruto. Si no, el año que viene la cortarás»”.

EL FRUTO NACE DE LA COMPRENSIÓN

          El relato encierra un doble mensaje: por un lado, desvincula el dolor, en cualquiera de sus formas, del pecado, desmontando así una creencia arraigada, según la cual, toda desgracia era vista como consecuencia de algún tipo de desorden moral y, en ese sentido, como castigo divino; por otro, pone de relieve la insistencia en “dar fruto”.

          La parábola puede leerse en clave cristológica, y reflejaría una creencia fundamental de aquellos primeros grupos: Jesús es quien cuida y alimenta a la comunidad para que pueda dar fruto.

          Sin duda, como nos sucede a todos los humanos, los discípulos debían observar que sus comportamientos distaban mucho de ser coherentes con lo que decían creer. Y era esa constatación la que les llevaba a apelar a la paciencia divina y a Jesús como fuerza de transformación.

          Ha sido habitual asociar el “dar fruto” a la voluntad, cayendo con frecuencia en un voluntarismo tan exigente como estéril. Porque, si bien es importante educarla y ejercitarla, la voluntad no funciona –o funciona mal– cuando se desliga de la comprensión.

          Eso explica por qué el moralismo ha conseguido efectos contrarios a los deseados: no ha hecho “mejores personas”, sino personas más rígidas, resentidas y con frecuencia más orgullosas.

      El intento de “ser mejor” suele encerrar peligros graves, porque cuanto más se lucha contra algo, más se refuerza; más que “mejorar”, puede producir neurosis; y en lugar de desapropiarse del ego, este sale fortalecido. Se trata, por tanto, de un círculo vicioso peligroso, que puede llevar a la persona a tocar fondo.

         Paradójicamente, el “dar fruto” viene de la mano de la aceptación y de la comprensión: ambas actitudes hacen que la persona puede vivirse alineada con lo real y, desde la conexión con el Fondo que constituye nuestra identidad última, fluir y ser cauce a través de la cual la Vida se expresa en todo momento.

        El “fruto” –el cambio– es entonces posible porque, gracias a la aceptación y a la comprensión, mi centro se desplaza del “yo” que creía ser a la Vida o Presencia consciente que realmente soy. Tal desplazamiento constituye la mayor y más radical transformación que podemos vivir.

¿Desde dónde actúo? ¿Desde la exigencia o desde la aceptación?

Semana 17 de marzo: LÍDERES (Manuel Vicent)

«Existen dos Españas, no la de derechas o de izquierdas, sino la de los políticos nefastos y la de los ciudadanos con talento».

Manuel Vicent, en El País, 18 noviembre 2018.

          Por organismos internacionales de toda solvencia España ha sido declarado el mejor país del mundo para nacer, el más sociable para vivir y el más seguro para viajar solos sin peligro por todo su territorio. Según The Economist, nuestro nivel democrático está muy por encima de Bélgica, Francia e Italia. Pese al masoquismo antropológico de los españoles, este país es líder mundial en donación y trasplantes de órganos, en fecundación asistida, en sistemas de detección precoz del cáncer, en protección sanitaria universal gratuita, en esperanza de vida solo detrás de Japón, en robótica social, en energía eólica, en producción editorial, en conservación marítima, en tratamiento de aguas, en energías limpias, en playas con bandera azul, en construcción de grandes infraestructuras ferroviarias de alta velocidad y en una empresa textil que se estudia en todas las escuelas de negocios del extranjero. Y encima para celebrarlo tenemos la segunda mejor cocina del mundo.

          Frente a la agresividad que rezuman los telediarios, España es el país de menor violencia de género en Europa, muy por detrás de las socialmente envidiadas Finlandia, Francia, Dinamarca o Suecia; el tercero con menos asesinatos por 100.000 habitantes, y junto con Italia el de menor tasa de suicidios. Dejando aparte la historia, el clima y el paisaje, las fiestas, el folklore y el arte cuya riqueza es evidente, España posee una de las lenguas más poderosas, más habladas y estudiadas del planeta y es el tercer país, según la Unesco, por patrimonio universal detrás de Italia y China.

          Todo esto demuestra que en realidad existen dos Españas, no la de derechas o de izquierdas, sino la de los políticos nefastos y líderes de opinión bocazas que gritan, crispan, se insultan y chapotean en el estercolero y la de los ciudadanos con talento que cumplen con su deber, trabajan y callan.

ESPIRITUALIDAD Y COMPROMISO

Domingo II de Cuaresma

17 marzo 2019

Lc  9, 28b-36

En aquel tiempo, Jesús se llevó a Pedro, a Juan y a Santiago a lo alto de una montaña, para orar. Y mientras oraba, el aspecto de su rostro cambió, sus vestidos brillaban de blancos. De repente dos hombres conversaban con él: eran Moisés y Elías, que aparecieron con gloria, y hablaban de su muerte, que iba a consumar en Jerusalén. Pedro y sus compañeros se caían de sueño; y espabilándose vieron su gloria y a los dos hombres que estaban con él. Mientras estos se alejaban, dijo Pedro a Jesús: “Maestro, qué hermoso es estar aquí. Haremos tres chozas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías”. No sabía lo que decía. Todavía estaba hablando cuando llegó una nube que los cubrió. Se asustaron al entrar en la nube. Una voz desde la nube decía: “Este es mi Hijo, el escogido, escuchadle”. Cuando sonó la voz, se encontró Jesús solo. Ellos guardaron silencio y, por el momento, no contaron nada de lo que habían visto.

ESPIRITUALIDAD Y COMPROMISO

          El llamado “relato de la transfiguración” está repleto de simbolismo: el monte, el color blanco, la alusión a las figuras de Moisés y Elías, la referencia a la muerte en Jerusalén, la reacción de Pedro, la “nube”, el miedo, la proclamación de Jesús como “el Hijo”…

          Todo él puede considerarse como una proclamación de fe de la primera comunidad en Jesús resucitado: de hecho, esta narración bien podría entenderse formando parte de los “relatos de apariciones”. Un Jesús “transfigurado” (resucitado), culmen de la “Ley” (Moisés) y los “Profetas” (Elías), se manifiesta en el “monte” (lugar de la divinidad), que es envuelto en una “nube” (que recuerda a la del Sinaí, según el relato del Libro del Éxodo: “Yo vendré a ti en densa sube”, escucha Moisés [Ex 19,9], promesa que se plasma inmediatamente: “Una densa nube cubría la montaña [19,16]).

          Ante la teofanía –o manifestación del Misterio–, cabe vivir una actitud de asombro, admiración, sobrecogimiento, adoración, gratitud…, pero pueden darse otras bien diferentes: la del miedo ante lo desconocido que nos desborda y la de la apropiación egocéntrica.

          Esta última es la que parece expresarse en las palabras de Pedro. Uno de los mecanismos característicos del ego es la apropiación de todo aquello que le aporta bienestar o le resulta eficaz para sostener y alimentar su sensación de existir.

          Sin embargo, la apropiación pervierte el don porque lo cosifica y reduce a un objeto satisfactorio. Y aquello que debía provocar una radical desegocentración se convierte en alimento para fortalecer el ego.

          En el campo espiritual, produce una pseudo-espiritualidad desencarnada y narcisista, en la que se busca sencillamente el propio bienestar.

          Conscientes de este riesgo, hay quienes optan por marginar la espiritualidad, absolutizando lo que llaman “compromiso”, sin advertir que se cae en un reduccionismo de signo contrario, igualmente empobrecedor y, con frecuencia, también narcisista, en cuanto es objeto de apropiación por el mismo ego.

          La comprensión no-dual permite ver ambas realidad como radicalmente inseparables, las dos caras de la misma moneda. No hay entre ellas contraposición, ni siquiera yuxtaposición: la espiritualidad se vive y se expresa como compromiso, y el compromiso hunde sus raíces en la espiritualidad genuina.

          Eso es lo que vemos en Jesús de Nazaret, como en tantos hombres y mujeres, que han sabido vivir ambas dimensiones en un mismo movimiento. Los frutos que advertimos en sus vidas tienen el sello de lo profundo, lo transparente, lo armonioso, lo entregado… No hay búsqueda de “refugio” narcisista en la espiritualidad ni búsqueda de “autoafirmación” igualmente narcisista en el compromiso.

¿Cómo se articula en mi existencia esa doble dimensión?