DIOS JUEZ

Domingo XXIX del Tiempo Ordinario

16 octubre 2022

Lc 18, 1-8

En aquel tiempo, Jesús, para explicar a los discípulos cómo tenían que orar siempre sin desanimarse, les propuso esta parábola: “Había un juez en una ciudad que ni temía a Dios ni le importaban los hombres. En la misma ciudad había una viuda que solía ir a decirle: «Hazme justicia frente a mi adversario»; por algún tiempo se negó, pero después se dijo: «Aunque ni temo a Dios ni me importan los hombres, como esa viuda me está fastidiando, le haré justicia, no vaya a acabar pegándome en la cara»”. Y el Señor respondió: “Fijaos en lo que dice el juez injusto; pues Dios ¿no hará justicia a sus elegidos que le gritan día y noche?, ¿o les dará largas? Os digo que les hará justicia sin tardar. Pero cuando venga el Hijo del Hombre, ¿encontrará esta fe en la tierra?”.

DIOS JUEZ

Parece claro que estamos ante una “parábola de contraste” (probablemente no pronunciada por Jesús, sino construida por la comunidad posterior) que, mostrando la indignidad de un juez concreto, busca subrayar la magnanimidad de un Dios justo y solícito que cuida de los suyos.

Con todo, no deja de apreciarse un elemento sectario por parte de aquella comunidad de seguidores que se autocalifican como “sus elegidos”. Y algo que es más grave, visto siempre desde nuestra perspectiva: la imagen de Dios como juez. Tal imagen corresponde a un nivel mítico de consciencia, caracterizado -por lo que se refiere a esta cuestión- por la heteronomía, el mérito y la recompensa.

Pocas imágenes han pervertido tanto la conciencia religiosa como esta de “Dios Juez” que, tal como se enseñaba habitualmente en la predicación y en la catequesis, te estaba vigilando constantemente (“mira que te mira Dios…”), no se le escapaba nada y anotaba todo para darte el castigo merecido.

Tal imagen contaminó la conciencia religiosa inoculando en generaciones cristianas sentimientos angustiantes de miedo y de culpa. Como ha quedado dicho, se trata de una imagen mítica, pero extremadamente fácil de grabar en la conciencia y sumamente “eficaz” para sostener la institución religiosa, que poseía el poder de definir el comportamiento moral.

Resultaba fácil de inocular porque se asentaba en la experiencia vivida con las figuras parentales (percibidas como “jueces” que premian o castigan): se trata, sin duda, de un esquema infantil, seguramente ya olvidado, pero no por ello menos activo en la vida adulta. Es sabido que los esquemas o patrones vividos en la infancia quedan grabados a fuego en el cerebro, por lo que tienden a perpetuarse, condicionando nuestro modo de ver y de vivir, hasta que no se “ajustan cuentas” con ellos.

Y se convertía en un eficaz instrumento de sumisión porque la persona que se siente culpable (piénsese en el fenómeno frecuente de los “escrúpulos” en el ámbito religioso) está dispuesta a someterse con tal de liberarse de aquel sentimiento agobiante.

La espiritualidad acaba con la imagen de un “dios juez” y con todo sentimiento de culpa. Se comprende que “Dios” no es un Ente que dirige nuestra vida desde fuera y marca nuestro comportamiento en base a premios y castigos, sino la Realidad última que nos constituye. Por decirlo brevemente, “Dios” no es un Ser, sino un estado de ser. A su vez, esta comprensión muestra el engaño y la perversión de la culpabilidad; lo que emerge, en su lugar, es responsabilidad.

¿Mantengo imágenes míticas de Dios?

MIRAR NO SIEMPRE TERMINA EN VER // Esther Fernández Lorente

Mirar no siempre termina en ver.

Miramos buscando la visión,
abrimos los ojos del asombro,
esos tan grandes y limpios,
o los entrecerramos enfocando un punto fijo.
A veces, nos engañan las ideas,
como en un espejismo, otras,
naufragamos en la densa oscuridad
o las expectativas empañan nuestra mirada.

Y es que
mirar no siempre termina en ver;
a veces, la visión irrumpe, desconcertante,
en ese hermoso concierto donde
todo se centra y se expande,
ahí donde luces y sombras
velan y revelan la verdad.
O llega calando poco a poco,
filtrándose en las rendijas abiertas,
como suave lluvia de verano,
y vemos y comprendemos
en un instante sin tiempo,
sin pensamientos.
Simplemente, vemos.

Es así, mirar no siempre termina en ver.
La visión es el origen velado
que nos pone en camino,
que alienta y afina la mirada para la búsqueda,
que permanece en el horizonte
y en lo más profundo de las entrañas
como anhelo, como llamada que sostiene.

Pero, mirar no siempre termina en ver.
Ver, siempre, es el más natural, más íntimo
y más inmenso de los regalos.

Esther Fernández Lorente.

EL PODER DE LA GRATITUD

Domingo XXVIII del Tiempo Ordinario

9 octubre 2022

Lc 17, 11-19

Yendo Jesús camino de Jerusalén, pasaba entre Samaria y Galilea. Cuando iba a entrar en un pueblo, vinieron a su encuentro diez leprosos, que se pararon a lo lejos y a gritos le decían: “Jesús, Maestro, ten compasión de nosotros”. Al verlos, les dijo: “Id a presentaros a los sacerdotes”. Y mientras iban de camino, quedaron limpios. Uno de ellos, viendo que estaba curado, se volvió alabando a Dios a grandes gritos y se echó por tierra a los pies de Jesús, dándole gracias. Era un samaritano. Jesús tomó la palabra y dijo: “¿No han quedado limpios los diez? Los otros nueve, ¿dónde están?; ¿no ha vuelto más que este extranjero para dar gloria a Dios?”. Y le dijo: “Levántate, vete; tu fe te ha salvado”.

EL PODER DE LA GRATITUD

La gratitud es un sentimiento profundamente terapéutico, a la vez que constituye un test de la madurez humana -psicológica y espiritual- de la persona.

La gratitud aleja la queja y el lamento, libera del victimismo y constituye el más eficaz antídoto frente al desánimo y el desaliento. Hoy conocemos también, desde las neurociencias, que el sentimiento de gratitud libera dopamina y oxitocina: al generar sentimientos de gratitud, se activa el sistema de recompensa del cerebro, que es el responsable de la sensación de bienestar y placer en nuestro cuerpo.

El efecto “sanador” de la gratitud radica en el hecho de que ese sentimiento nos coloca en el lugar adecuado, es decir, en la verdad de lo real: nuestra identidad profunda no es el “yo”, que puede sentirse descolocado por lo que sucede, sino la consciencia, vida o totalidad. Tiene lugar así un “círculo virtuoso”: cuando estamos situados en la verdad de lo que somos, la gratitud fluye espontánea; y cuando vivimos la gratitud incondicional, esta nos coloca en la verdad de lo que somos.

La gratitud, comprendida en profundidad, no nace únicamente cuando todo nos va bien o cuando alcanzamos una meta soñada. La gratitud no se halla a merced de lo que nos ocurre, porque en realidad no es (solo) una actitud que podamos vivir y cultivar. Gratitud es lo que somos.

La gratitud brota de la gratuidad, de la comprensión experiencial de que todo es gracia. Este es el motivo por el que las personas sabias han invitado a dar gracias por absolutamente todo lo que pudiera suceder.

Sin embargo, esta propuesta sabia no es asumible para el ego, que divide la realidad en “buena” y “mala”. A partir de ahí, puede dar gracias cuando ocurre algo “bueno”, pero se frustra y sufre cuando le adviene lo que etiqueta como “malo”.

La lectura adecuada y la vivencia de la gratitud incondicional requiere dos condiciones que, en cierto modo, corren paralelas: la comprensión no-dual y el reconocimiento de que, en nuestra identidad profunda, somos gratitud.

La comprensión no-dual nos permite ver la realidad no troceada ni fragmentada por nuestras etiquetas, al mismo tiempo que nos hace reconocer que lo realmente real -nuestra verdadera identidad- se halla siempre a salvo, más allá de lo que nos ocurra. Todo es uno y todo lo que sucede forma parte de ese único entramado. Todo nace del Fondo último (consciencia, vida) que sostiene y constituye todas las formas. Alineados con ese Fondo, porque hemos descubierto que es nuestra verdadera identidad, la gratitud brota de manera espontánea, junto con el sí a lo que es.

Esto no significa que nuestra mente y nuestra sensibilidad no se rebelen ante determinadas situaciones hasta el punto de resultarnos imposible vivir la gratitud. Todo esto forma parte de nuestra propia constitución psicológica, pero no niega la verdad de la armonía última de lo real.

La vivencia o no de la gratitud constituye, además, un test de la madurez humana. La ausencia de gratitud mostraría la identificación con el ego -y la consciencia de separatividad- que, de modo narcisista, exige que la realidad responda a sus expectativas. Por el contrario, la gratitud sostenida es señal de comprensión experiencial de quien vive en la consciencia de unidad.

Y un último apunte: gratitud no significa resignación ni indolencia. Como ocurre cuando se vive la aceptación, la gratitud -desde la misma consciencia de unidad de donde nace- movilizará a la persona para hacer todo lo que tenga que hacerse. El comportamiento sabio es siempre paradójico: abandono (confianza, rendición, gratitud) y acción.

¿Qué ocupa más lugar en mi vida: la queja o la gratitud?

ADICCIÓN AL SUFRIMIENTO // Ramón Andreu Anglada

«La gente desconoce que tiene una adicción al sufrimiento».

Entrevista de Cristina Turrau a Ramón Andreu Anglada, psiquiatra y psicoanalista, en El Diario Vasco, 1 agosto 2022:
https://www.diariovasco.com/sociedad/salud/psicologia/gente-desconoce-adiccion-20220801215541-nt.html

El psiquiatra Ramon Andreu Anglada (Vic, 1937) piensa que cualquier psicólogo o psiquiatra y toda persona interesada por estas disciplinas es o ha sido antes un ser neurótico. Y este último es aquel que sufre de inestabilidad emocional: las cosas de la vida alteran su equilibrio en mayor medida que a otras personas. Con este convencimiento quiso rubricar su larga carrera profesional con una trilogía de libros –’El GPS secreto de nuestra mente’, ‘Las cartas que los padres nunca recibieron’ y ‘El monstruo de hielo’–. Ahora publica ‘¿Ir al psiquiatra? ¿Para qué?’, una guía sobre terapias psicológicas que incluye además testimonios que sus pacientes, generosamente, han dado permiso para publicar.

Los pacientes de Andreu Anglada, que ejerce como psiquiatra psicoanalítico, sufren de una adicción al sufrimiento. «Terminada la trilogía sobre ese sufrimiento adictivo, que no se sabe que se padece, sentí la necesidad de escribir algo que orientara a la gente sobre qué clase de terapia o de terapeuta se necesita según el tipo de sufrimiento o malestar que se experimenta», explica. «Uno puede perderse en el laberinto de las terapias existentes, y por tanto, de terapeutas».

¿Hay mucha gente que arrastra comportamientos repetitivos y dañinos dictados por su inconsciente?

«Sí. El sufrimiento de los ‘tres demasiados’ que he descrito en la trilogía, es cada vez más frecuente. Se trata de un sufrimiento que se produce demasiado pronto, que es demasiado fuerte y que sucede durante demasiado tiempo seguido. Así se fragua el ‘efecto droga’ del sufrimiento. Quien lo sufre se ve obligado a romper de forma inconsciente cualquier etapa de bienestar emocional. Porque le falta su dosis de dolor. Y este sufrimiento patológico es cada vez más frecuente. Se fragua en el grupo original o familia de infancia. Y la familia como institución está siendo cada vez más maltratada y desprotegida por parte de la sociedad. La comunicación emocional entre sus miembros no siempre funciona bien».

La neurosis, el mal funcionamiento de nuestro psiquismo, ¿está más extendida de lo que se piensa?

«Sí, bastante más. Es algo que suele banalizarse sin reconocer su importancia. ‘Es que él es así’, ‘son cosas suyas’, ‘es su carácter’… son comentarios que suelen hacerse por no reconocer la importancia de ciertos rasgos de conducta de muchas personas. Pero el carácter admite cambios. Y aprender es la terapia. Se necesita mucha fuerza moral y de voluntad para cambiar. Y también capacidad de amar y perdonar».

Si Andreu Anglada tuviera que dar una receta a quien busca modificar hábitos de pensamiento y de comportamiento nocivos, ¿cuál sería?

«La autocrítica valiente y sincera, asociada a una gran fuerza de voluntad. Pero muchas veces esto no basta, y es necesaria, en mi opinión, una terapia de orientación analítica, ya sea el psicoanálisis convencional (de 3 a 5 sesiones semanales durante años) o la cura psicoanalítica semanal vis a vis, que yo denomino ‘neopsicoanálisis’, que no tiene una duración desmesurada».

Sostiene el psicoanalista que, si falta comunicación profunda en el núcleo familiar originario, arrastramos un sentimiento de soledad y abandono. «Lo fundamental es la salud mental de los padres, su capacidad de comunicar y transmitir. Si es la óptima, la calidad del tiempo que puedan invertir suplirá con creces la falta de cantidad».

¿Qué es lo mejor que aprendió de sus pacientes?

«Una de ellas, Araceli (los nombres son supuestos), que sale en mi primer libro, ‘El GPS secreto de nuestra mente’, me dijo que no es posible olvidar, pero sí se puede llegar a recordar sin sufrimiento. Es decir, se puede vivir sin rencor, sin afán de venganza y sin resentimiento. También he aprendido, de todos ellos, que no somos víctimas de verdugos, sino de otras víctimas, que ya lo eran antes de nacer nosotros».

Andreu Anglada prepara nuevos libros. «Estoy terminando uno sobre la visión psicoanalítica de España, de sus problemas y dificultades, de su génesis y de sus problemas estructurales, con mi diagnóstico, pronóstico y tratamiento. Y tengo un proyecto sobre el perdón, que es la clave de la curación del sufrimiento adictivo. Mientras tenga salud y capacidad, seguiré trabajando y publicando. Moriré con las botas puestas».