¿QUIÉN SOY YO? LA RESPUESTA SE HALLA EN EL SILENCIO

Domingo después de Epifanía: Fiesta del Bautismo de Jesús

13 enero 2019

Lc 3, 15-16.21-22

En aquel tiempo, el pueblo estaba en expectación y todos se preguntaban si no sería Juan el Mesías; él tomó la palabra y dijo a todos: “Yo os bautizo con agua; pero viene el que puede más que yo y no merezco desatarle la correa de sus sandalias. Él os bautizará con Espíritu Santo y fuego”. En un bautismo general, Jesús también se bautizó. Y, mientras oraba, se abrió el cielo, bajó el Espíritu Santo sobre él en forma de paloma, y vino una voz del cielo: “Tú eres mi hijo, el amado, el predilecto”.

¿QUIÉN SOY YO? LA RESPUESTA SE HALLA EN EL SILENCIO        

       Los evangelistas presentan a Jesús como el Mesías esperado que “bautiza con Espíritu Santo y fuego”, es decir, que comunica la misma vida divina. Para ellos, Juan es solo el “precursor”, quien anuncia que “el tiempo último se ha cumplido”, pero es con Jesús con quien se hace presente la plenitud.

          Más dificultad debieron experimentar para explicar el motivo por el que el propio Jesús se pusiera en la fila de quienes esperaban a ser bautizados por Juan. Porque este hecho no resultaba fácil de conciliar con lo que ellos mismos afirmaban a propósito de su Maestro. La disonancia es de tal calibre que, probablemente, nos hallamos ante un dato estrictamente histórico: ningún discípulo se hubiera atrevido a afirmar el bautismo de Jesús por parte de Juan, de no haber ocurrido realmente.

          En cualquier caso, lo que interesa al evangelista es la proclamación que introduce a continuación, con la que presenta la fe de aquella primera comunidad en Jesús como “el hijo amado” de Dios.

         Esta proclamación nos remite a la cuestión decisiva: ¿quiénes somos? Desde la mentalidad judía, de Jesús se dijo que era “el hijo amado de Dios” y, más tarde, desde la fe cristiana, se le reconoció como “Dios y hombre”, “el Hijo de Dios encarnado”.

          Pues bien, eso que se afirma de Jesús es válido igualmente para todos los seres humanos. Todos somos Plenitud de Presencia expresándose y experimentándose en esta forma concreta que llamamos “persona” o “yo”.

          Ahí radica el secreto profundo de nuestra paradoja. Y eso explica que todo radique en encontrar la respuesta adecuada a la pregunta quién soy yo. Pero esa respuesta no puede provenir de la mente.

      Por ese motivo, me parece que ante cualquier pregunta mental –que tiende a encerrarnos en discusiones tan prolongadas como estériles–, lo adecuado es “retraducirla” a esta otra: ¿quién soy yo? A diferencia de las otras, esta primera cuestión nos resitúa –nos coloca en “otro lugar”– y, al resituarnos, toda pregunta mental aparece en el marco adecuado. De otro modo, podemos enzarzarnos en debates interminables que no pasarán de ser meros juegos mentales.

        La mente, necesariamente ambigua e incapaz de atrapar la verdad, no puede conducirnos más allá de sí misma. Es una herramienta preciosa para manejarnos en el mundo de los objetos –de las formas– y para desenmascarar la irracionalidad –este es el gran logro de la llamada “razón crítica”–, pero se revela absolutamente incapaz de responder a la gran cuestión: ¿quién soy yo? En este campo, lo que se requiere es justamente aprender a acallarla si queremos empezar a ver con claridad. Tal como repite Marià Corbí, siguiendo lo que han dicho sabios y místicos de todos los tiempos, “el silenciamiento desde la mente pretende conducir nuestra comprensión hasta llegar a ver con toda claridad que lo que damos por realidad es solo una construcción de nuestra mente”[1].

          Ante cualquier debate, sobre todo si nos vemos “pillados” emocionalmente –el sujeto de la emoción siempre es el ego–, el camino adecuado es el de acallar la mente y abrirnos a saborear la Verdad que se oculta en el Silencio. Ahí salimos de la ambigüedad y experimentamos la Plenitud que, constituyendo nuestra identidad, transciende por completo el mundo de las formas y de las construcciones mentales. Es justamente el Silencio quien guarda la respuesta a la pregunta ¿quién soy yo?, tal como recuerda la bella parábola de Chuang-Tzú (siglo IV a.C.):

“El Emperador Amarillo fue paseando al Norte del Agua Roja, a la montaña de Kwan Lun. Miró a su alrededor desde el borde del mundo. Camino a casa, perdió su perla del color de la noche.

Mandó a la Ciencia a buscar su perla, y no consiguió nada. Mandó al Análisis a buscar su perla, y no consiguió nada. Mandó a la Lógica a buscar su perla, y no consiguió nada. Entonces preguntó a la Nada. ¡Y la Nada la tenía!

El Emperador Amarillo dijo: «Es en verdad extraño: ¡La Nada, que no fue mandada, que no trabajó nada para encontrarla, tenía la perla del color de la noche!».

             ¿Por qué somos temporales?, se pregunta Pedro Miguel Lamet. ¿No sería mucho mejor ser eternos? En realidad somos temporales y eternos a la vez, si despertamos a nuestra auténtica identidad. Y después de todo, ¿este sentirse temporal no es también fuente de gozo? ¿No hay un sabor a infinito en todo lo finito?”[2].

         En esa comprensión se halla la clave de la sabiduría, que Fidel Delgado formula en clave de bienaventuranza: “Feliz quien se sabe en camino y en casa a la vez”[3].

¿Vivo consciente de lo que soy? ¿En qué se nota?

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[1] M. CORBÍ, Silencio desde la mente. Prácticas de meditación, Bubok, Barcelona 2011, p.15.

[2] P.M. LAMET, El sabor eterno del tiempo, en http://www.pedrolamet.com/?p=1503

[3] F. DELGADO, Prólogo al libro de E. MARTÍNEZ LOZANO, Metáforas de la no-dualidad. Señales para ver lo que somos, Desclée De Brouwer, Bilbao 2018, p.21.

Semana 6 de enero: EPIFANÍA: SIEMPRE HAY UNA ESTRELLA

La tradicional fiesta de “los Reyes Magos” corresponde, en la liturgia, a la celebración de la “Epifanía del Señor”. El término griego “epifanía” significa “manifestación”. La liturgia, apoyándose en el relato del evangelista Mateo, que construyó este texto para mostrar la universalidad del mensaje cristiano –los “magos” venidos de Oriente representarían a toda la humanidad– celebra en este día que el “acontecimiento Jesús” se hace presente al mundo entero.

          En realidad, todo habla para quien sabe escuchar y todo es manifestación para quien sabe ver. Todas las formas que nos entran por los sentidos son, sencillamente, “disfraces” en los que se oculta la Vida, expresiones que surgen del Fondo último de todo lo que es.

          El problema surge cuando nos quedamos reducidos a las formas. Entonces se vuelven completamente opacas a nuestra mirada, perdiendo a nuestros ojos toda su capacidad de transparentar. Y cuando nosotros mismos nos reducimos a la “forma” que nuestra mente percibe, creyendo que nuestra identidad queda constreñida a nuestra “personalidad”, todo se vuelve oscuridad.

          La manifestación (epifanía) solo es posible en el Silencio: al acallar la mente podemos ver más allá de las ideas o creencias en las que habitualmente nos enredamos. Y descubrimos que, detrás de todas las construcciones mentales, lo que hay es consciencia de ser. Y nos capacitamos para advertirla en todas las formas que –ahora sabemos verlo– la están manifestando.

          En nuestro camino hacia la comprensión contamos, como los Magos, con la presencia de una “estrella” que guía la marcha. “Cuando el discípulo está preparado –reza un viejo adagio de Oriente– el maestro aparece”. Siempre que hay voluntad firme o determinación de buscar la verdad, aparecerá una “estrella”.

          Tal vez no ocurra como uno desearía, incluso pueda ser que de pronto pareciera que la hemos perdido –también la estrella de los Magos se ocultó en algún momento decisivo–, pero si mantenemos la determinación, antes o después, volverá a lucir para mostrarnos el camino.

          Ahora bien, el camino puede que no corresponda con la idea que nos habíamos hecho del mismo. Lo cual requerirá de nuestra parte desapropiación y confianza: entrega confiada a la Sabiduría mayor que rige todo el proceso y desapego frente a las propias expectativas y los proyectos previamente acariciados. La Vida nos irá conduciendo por un camino de desnudez, en el que habremos de ejercitarnos en un soltar consciente, apoyados únicamente en la confianza cuya voz escuchamos en el Silencio.

          Esa voz es la “estrella” que, más allá de nuestros vaivenes y etapas de oscuridad, seguirá siempre viva y disponible, brillando incluso cuando todo parece apagarse.

          Sabemos que la “estrella” no dejará de brillar –siempre que seamos capaces de soltar todo aquello que puede oscurecer nuestra mirada– porque, en lo más profundo de nuestra identidad, somos luz. Y la luz siempre termina abriéndose paso…