Otro modo de leer el Evangelio. Comentario al evangelio de cada día (CICLO C – 2015/2016)

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A Ana

             Después de siete años enviando semanalmente el comentario del evangelio del domingo a miles de destinatarios, el autor ofrece en esta obra un comentario al evangelio diario.

         Propone “otro modo” de leerlo, no desde el gusto superficial por lo “novedoso”, sino desde aquel modelo de cognición, en el que siempre se han movido los sabios y hacia el que parece encaminarse la humanidad: el modelo no-dual.

         Es una lectura que nace de la admiración y el amor a Jesús, de la fascinación y gratitud hacia el evangelio, del gusto por la sabiduría no-dual y del servicio humilde y amoroso a todas las personas que buscan.

         Al ser una propuesta diaria, este comentario quiere brindar la posibilidad de que, día a día –con el trasfondo de la vida y el mensaje de Jesús-, renovemos el gusto por reconocer nuestra verdadera identidad y experimentemos el gozo de vivirla.

         No se puede leer el evangelio y no ser transformados. Pero la transformación no viene de una manera mágica, sino cuando permitimos que el “eco” despertado en nuestro interior por la palabra leída tome vida hasta convertirse en la luz que nos libera de la oscuridad, la ignorancia, la tristeza y el sufrimiento.

Desde la perspectiva no-dual, y abandonados el literalismo y el moralismo que lo desfiguran y empobrecen, el evangelio se revela en lo que es: un texto de sabiduría que, a partir del saboreo de lo que somos, ayuda a vivir en plenitud.

EDITORIAL DESCLÉE DE BROUWER

 

ÍNDICE

Introducción

Tiempo de Adviento

Tiempo de Navidad

Tiempo Ordinario / 1

Tiempo de Cuaresma

Tiempo de Pascua

Tiempo Ordinario / 2

Índice de las lecturas evangélicas

 

INTRODUCCIÓN

         Parece innegable que, muy frecuentemente, el evangelio ha sido leído desde una doble clave: el literalismo y el moralismo.

         La lectura literalista lo ha convertido en una especie de “anecdotario”, que parecía buscar la exaltación de Jesús como hacedor de milagros, pero al precio de mantener el relato anclado en el pasado y desconectado de las preocupaciones de quienes hoy se acercaban al mismo.

         Por su parte, la lectura moralizante reducía el texto evangélico a una especie de código moral, regulador del comportamiento, con el riesgo de hacerlo aparecer como un “policía divino” o superego controlador.

         En ambos casos, aunque fuera inconscientemente, se banalizaba y empobrecía el texto, dejando en el olvido lo más importante y decisivo: su carácter de libro de sabiduría, en el sentido más genuino y profundo del término.

         La sabiduría es atemporal, porque trasciende la mente y sus conceptos, aunque indudablemente tenga que hacer uso de una y otros. Por ese motivo, al acercarnos a textos que la expresan, a poco que lo hagamos con un mínimo de apertura, nos sentimos directamente concernidos y afectados. Descubrimos que esos escritos están, en realidad, hablando de nosotros. No importa la anécdota ni la moralina: hemos hallado un espejo en el que vernos reflejados.

         La sabiduría es originaria: no es sino la misma Consciencia expresándose o, si se prefiere, la “voz” del misterio último de lo Real, que también a nosotros nos constituye. Por ello, al leerla o escucharla, resuena con fuerza en nosotros, porque la reconocemos como nuestra propia voz, la voz de nuestro “maestro interior”.

         La sabiduría es luminosa, fuente de toda comprensión y certeza, porque es una con la Verdad. Por esa razón, nos saca de la ignorancia básica acerca de nosotros mismos, nos libera de la confusión y nos rescata del laberinto tortuoso del sufrimiento. Algo se ensancha en nuestro interior, el corazón se dilata y la mente se abre, en una sensación creciente de amplitud y de claridad.

         La sabiduría no tiene que ver, primariamente, con los conceptos ni con la erudición. Ni siquiera con la mente, por más que esta sea una herramienta precisa y preciosa. Tiene que ver, antes que nada, con el sabor, o más exactamente, con el saboreo inmediato de lo Real. Tal vez por ese motivo, las palabras de sabiduría provocan silencio en nuestro interior y, en ese silenciarnos, se produce el encuentro íntimo con la Verdad que somos, a la vez que se va operando un proceso de desegocentración.

         Las palabras sabias nacen siempre del silencio a través de aquellos hombres y mujeres que han saboreado, de primera mano, el secreto más profundo de lo Real. Hombres y mujeres sabios que han visto y transitado el “territorio” común y compartido. Por eso, cuando los escuchamos o leemos, se aviva en nosotros aquel mismo Anhelo que los motivó a ellos, empezamos a “re-cordar” (volver al corazón) y “despertamos” a nuestra verdad.

         Eso explica que, siempre que leemos textos de sabiduría, tenemos la sensación cierta de que alguien ha puesto palabras a nuestra vivencia más profunda. Por lo que, de un modo connatural, a la vez que sentimos “arder nuestro corazón” (Lc 24,32), “entramos en comunión” con aquellos escritos. Y esto es lo que ocurre con el evangelio, cuando sabemos recibirlo como un libro de sabiduría.

         Ahora bien, si hubiera que decirlo de la manera más escueta posible, ¿qué es lo que la sabiduría aporta? Sencillamente, la respuesta adecuada a la única pregunta decisiva, aquella que contiene el secreto de toda otra comprensión y la clave para vivir adecuadamente: ¿quién soy yo?, ¿quiénes somos?, ¿qué es lo real?

         Porque, tal como proclamaba el Oráculo de Delfos, quien conoce su verdadera identidad, conoce todo lo que es: “Hombre, conócete a ti mismo, y conocerás al Universo y a los dioses[1]. El todo está en la parte, nos dice hoy incluso la misma ciencia. Por eso, quien se conoce a sí mismo, conoce el secreto último de lo real.

         Los sabios son los que han sabido quiénes eran. Sirvan solo un par de testimonios para ejemplificar lo que intento decir.

         Cuenta una anécdota que, en una ocasión, le preguntaron al Buddha: “¿Eres un dios?”. No, respondió. ¿Eres un ángel? No. ¿Un santo? No. ¿Qué eres entonces? “Yo estoy despierto”, respondió.

         Por su parte, en una polémica con las autoridades judías, y ante una pregunta cargada de ironía, Jesús les responde: “Antes que Abraham naciera, Yo soy” (Jn 8,58).

         La propuesta es que nos acerquemos al evangelio de “otro modo”. Y no solo porque no lo hagamos desde el literalismo ni desde el moralismo, a los que antes aludía, sino porque sepamos adoptar la perspectiva que parece más idónea para que la sabiduría se manifieste. Me refiero a la perspectiva o modelo no-dual que, sorteando los riesgos inherentes a la razón separadora, nos facilite conectar con la sabiduría y saborear lo que somos. De ese “saboreo”, brotará con certeza todo lo que necesitamos[2]. Si permanecemos ahí, en una conexión consciente y constante con lo que somos, todo lo demás –como nos recordaba el propio sabio de Nazaret- “se nos dará por añadidura” (Mt 6,33).

         Lo más característico de la no-dualidad es el reconocimiento de que no existe nada separado de nada. “La Realidad es No-Dual, es decir, carece de toda división” (Gilbert Schultz). Es solo nuestra mente, debido tanto a sus límites como a su inherente naturaleza dual, la que percibe únicamente separación, confundiendo y tomando como “realidad” lo que solo es una expresión “aparente” de la misma. En lo profundo, todo es (somos) Uno, que se expresa en admirables diferencias.

         Las repercusiones de la perspectiva no-dual son inmediatas y revolucionarias para nuestro modo habitual (mental) de asumir la realidad. Y afectan también –es inevitable- a los planteamientos religiosos y a las imágenes (mentales) de Dios.

         Esto explica que, cuando una persona religiosa teísta se acerca a esta perspectiva, tema que todo se derrumbe, experimentando sentimientos más o menos dolorosos de orfandad, de infidelidad, o incluso de culpa. Pero, en realidad, no se “cae” nada valioso, excepto aquello que era pura construcción mental carente de fundamento real –lo cual es bueno que caiga-; lo que se produce es un profundo cambio de perspectiva, al empezar a percibir que nada es lo que parece.

         Caerán todas las imágenes de Dios, caerán conceptos y catecismos aprendidos…; antes o después, tendrán que caer todas las creencias, porque son simplemente “objetos mentales”. Pero –justo en la medida en que caigan- estaremos en condiciones de abrirnos a una profundidad mayor, que trasciende los límites de la mente. Dejaremos de pensar a Dios, para reconocernos en él de un modo no-separado.

         Porque la no-dualidad nos hace ver que Dios y nosotros somos no-dos. El Misterio último de lo que es no es distinto de nuestro núcleo más profundo. En consecuencia, acceder a la verdad de sí mismo es llegar a la verdad de Dios: el Fondo de lo real es solo Uno.

Realmente, nos hallamos ante un giro revolucionario en nuestro modo de conocer y de percibir lo real. Como observa acertadamente Javier Melloni, “hay signos de que algo nuevo está naciendo: la claridad de que no nos podemos percibir separados de la totalidad de la que formamos parte ni del fondo del que emergen todas las cosas y nosotros mismos a cada instante. Nuestra confusión y nuestro extravío proceden de habernos desconectado de ello y nuestra agonía de haberlo olvidado[3].

La propuesta contiene, por tanto, una invitación: la de aproximarnos cada día al texto evangélico y renovar, diariamente, la conexión consciente con nuestra verdadera identidad, Aquello –ni masculino ni femenino, ni personal ni impersonal- que nuestra mente nombra “Dios”.

         Nuestra identidad es aquello que permanece siempre, cuando todo cambia. Es también única y compartida con todos los seres porque, como acabo de decir, parafraseando al místico cristiano Maestro Eckhart, no puede haber “dos fondos” de lo Real. Y podemos experimentarla en cuanto dejamos caer las ideas o etiquetas que, desde la mente, la nublan.

Si lo único que permanece siempre es la consciencia, se comprende –y aquí se da otra elegante coherencia- que nuestra única certeza sea esta: la certeza de ser. Como escribe Juan Carlos Savater, no necesitamos ninguna experiencia de “iluminación”; basta anclarnos en esa certeza innata y atestiguar su verdadera naturaleza invulnerable y eterna. “Anterior a la idea de ser tal o cual persona, anterior a cualquier tipo de razonamiento o pensamiento, hay una innata «certeza de ser». Una desnuda o pura consciencia que es y sabe que es. Esta es siempre, no la mayor, sino verdaderamente nuestra única e incuestionable certeza[4]. La práctica es sencilla de enunciar: permanece todo el tiempo que puedas, a lo largo de todo el día, en la única certeza: la certeza de ser.

         Somos, pues, –como todo lo real- Consciencia, que se expresa en formas concretas. Consciencia de ser –lo único que permanece siempre idéntico a sí mismo a lo largo de toda nuestra historia-, que algunas tradiciones sapienciales han nombrado en primera persona como “Yo soy”.

         La mente piensa: “yo soy esto”, y crea la ficción del ego. La sabiduría –la Consciencia- afirma con nitidez: “Yo soy”.

La sabiduría –como la genuina espiritualidad- consiste en el reconocimiento y la vivencia de esa identidad última y compartida. Ahí se juega la comprensión y la liberación del sufrimiento, como pone de relieve este hermoso texto de Helen Mallicoat:

“Estaba lamentándome del pasado y temiendo el futuro… De repente «mi Señor» estaba hablando: «MI NOMBRE ES YO SOY».

Hizo una pausa. Esperé. Él continuó:

Cuando vives en el pasado, con sus errores y pesares, es difícil. Yo no estoy allí. Mi nombre no es «Yo fui».

Cuando vives en el futuro, con sus problemas y temores, es difícil. Yo no estoy allí. Mi nombre no es «Yo seré».

Cuando vives en este momento, no es difícil. Yo estoy aquí. Mi nombre es YO SOY”.

La religión teísta, con la expresión “mi Señor”, se refiere a la divinidad. Lo cual es absolutamente legítimo. Sin embargo, me parece más ajustado afirmar la no-separación de todo, por lo que tal expresión puede entenderse como otro nombre de aquel Fondo común que compartimos todos los seres, y que, aun sin agotarse en las formas, constituye el núcleo de todas ellas. En ese sentido, la citada expresión nos remite a nuestra identidad más profunda, que puede nombrarse también como “Yo Soy”.

Esta lectura no-dual nos revela algo profundo. Cuando perdemos la consciencia del momento presente, nos alejamos de quienes somos. Por el contrario, en cuanto acallamos la mente y venimos al aquí y ahora, escuchamos en nuestro interior a nuestra verdadera identidad –nuestro “Señor interior”- que nos susurra: “Yo soy”, todo está bien.

         En esta presentación, siento también necesario decir una palabra sobre el modo de realizar los comentarios a los textos evangélicos. Dada la intencionalidad de este libro, serán breves, como simples “recordatorios” que nos faciliten “conectar” cada día con quienes realmente somos. En cada uno de ellos, destacaré dos puntos: por un lado, haré una brevísima alusión al contexto histórico y marco vital de aquellas primeras comunidades donde surge el texto evangélico; por otro, propondré una lectura actualizada desde la perspectiva no-dual. Al final del libro, ofrezco un Índice de las lecturas evangélicas de este ciclo “C”, con la referencia exacta y la página donde puede encontrarse el texto y el correspondiente comentario.

  Puede haber algunos lectores cristianos a quienes les rechine todo el trabajo de “desmenuzar” los textos, considerando que lo importante es vivir la admiración ante el Misterio y su “saboreo”. Comprendo esa actitud, pero me parece que el “saboreo” del Misterio no está reñido con la razón. De lo contrario, como ha ocurrido tantas veces en la piedad e incluso en el estudio de la teología, el Misterio se convierte en Mito. Y para cada vez más contemporáneos nuestros, eso es sinónimo de infantilismo o, al menos, credulidad. Esa es la razón por la que me parece importante «diseccionar» lo que antes nos «tragábamos» de un modo acrítico. Más aún, denunciar la absolutización de la mente y reconocer la  necesidad de trascenderla, no significa renunciar a ella –lo cual nos llevaría a la irracionalidad-, sino utilizarla adecuadamente, como herramienta que es, pero con todo el rigor posible. Cuando se hace así, no es difícil constatar que la razón y el Misterio se llevan muy bien. Y no podía ser de otro modo: ambos nacen de la misma y única Fuente.

         Deseo que podamos hacer juntos una andadura diaria que, al contacto con la sabiduría de Jesús, nos haga saborear la Vida, permitiendo que se exprese a través de nosotros. La insistencia, quizás para algunos machacona, en la cuestión de nuestra verdadera identidad es intencionada: pretende favorecer, día a día, el cambio en nuestra forma de vernos, con la seguridad de que ahí brotará el modo ajustado de vivirnos.

Existen muchos y variados comentarios al evangelio diario. Este quiere abrir caminos, favorecer experiencias y potenciar la conexión, cada vez más constante, con lo que realmente somos. Un “recordatorio” que nos ayude a volver a la verdadera “casa”, aquella común en la que –tomando distancia de la mente y del yo- cada uno nos reconocemos y que todos los seres compartimos.

         Esa “casa” no es otra que la Vida. Con respecto a ello, la mente –el modelo mental de cognición- nos induce a un grave error, de dolorosas y agobiantes consecuencias: nos hace creer que la vida es “algo” separado, que tenemos y que, en cualquier momento, podemos perder. Tal creencia –asumida como incuestionable, porque corresponde a lo que nuestra mente puede ver y porque se halla sostenida por la convención social-, activa un doble mecanismo, igualmente erróneo y dañino.

         Por un lado –creyéndonos desgajados o separados-, nos protegeremos de la vida, en una actitud temerosa y defensiva, pensando que en cualquier momento puede hacernos daño. Por otro, en lugar de dejarnos fluir con ella, nos empeñaremos –recurriendo a mil estratagemas estresantes, y siempre con el temor de no lograrlo- en “sostener” ese “algo” que creemos que es “nuestra” vida, para que tome la dirección que nuestra mente piensa que debe tomar.

         Crecimos pensando que debíamos tomar las riendas de nuestra vida, para que no nos hiciera daño y para que fuera en la dirección que creíamos adecuada. No cabe insensatez mayor. ¿Cómo no habríamos de sufrir tensión, agobio, temor, estrés…?

         La sabiduría nos muestra lo errado de nuestra creencia, al hacernos ver que la vida no es “algo” separado y que tampoco es “nuestra”. Vida es nuestra identidad, es lo que somos. No hay, por tanto, nada que temer, nada de lo que defenderse, nada que controlar ni nada que sostener: la Vida se sostiene a sí misma. La actitud sublimemente sabia consiste solo en dejar de creer que somos seres separados –olas que se pensaran autónomas en la superficie del mar- y reconocernos como Vida una –el océano que juega con sus olas en todo lo que ocurre-.

         La Vida es infinitamente más sabia que nuestra mente. Al ser vida, solo tenemos una cosa que aprender: a dejarnos fluir en y con ella. Así salimos de las erróneas y dañinas creencias mentales y “reencontramos” la unidad con todos los seres –en la misma y única vida-, unidad que nunca habíamos perdido.

         Los comentarios de estos trescientos sesenta y seis días –estamos en un año bisiesto- están animados por este único interés: ayudar, día a día, a abandonar la creencia –el engaño radical, el auténtico “pecado original”- de que somos yoes separados y renovar la invitación a experimentar que somos Vida, escuchando la palabra de aquel que dijo: “Yo soy la Vida” (Jn 11,25; 14,6).

         A lo largo del camino, probablemente el mayor descubrimiento consista en percibir que la autoridad del evangelio no le viene de algo “exterior”, como se pensaría desde una consciencia mítica y dual que entiende la “revelación” como “dictado” de un dios separado, sino de su capacidad para resonar dentro de nosotros mismos.

         Porque eso que resuena quizás no sea sino aquella misma y única identidad que compartimos con Jesús y con todos los seres, en lo que los científicos modernos –desde campos tan diversos como la física cuántica, la biología, la astrofísica, las neurociencias o la misma psicología- llaman un “campo de conciencia” o “campo de información” (campo mórfico o morfogenético), de donde brotan, en una admirable no-dualidad, todas las formas concretas. Nuestra mente las percibe como separadas, pero, en realidad, como siempre nos habían dicho los místicos, no existe nada separado. Por eso, en palabras del Maestro sabio de Nazaret, “quien me ve a mí, ve al Padre” (Jn 14,9).

         Deseo cordialmente que estos breves apuntes nos ayuden a experimentar y vivir, día a día, nuestra realidad paradójica: el Ser, ilimitado y siempre a salvo, que se está viviendo en una forma concreta, frágil y vulnerable.

         El Todo está en cada parte. Nosotros somos, también, la “parte” –un “punto” particular de la única “red”: el yo individual- y somos, más profundamente, el “Todo” –la “red” completa: el Yo Soy universal-.

Pues bien, para vivir ajustadamente esa realidad paradójica que somos, necesitamos consciencia –para no olvidar nunca lo que somos de fondo, aquella realidad ilimitada y siempre a salvo- y compasión –para amar la forma frágil y vulnerable, en que se está expresando de modo transitorio-.

En realidad, la consciencia (o sabiduría) y la compasión son las dos caras de la misma realidad y de la misma actitud. Los sabios han dicho que ambas constituyen las “dos alas” de la realización. Ojalá estos breves comentarios ayuden a desplegarlas y, de ese modo, abrazando con ellas toda la realidad, vivir la Unidad que somos.

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[1] Algo similar se afirma desde la Cábala judía: “Cábala [del verbo lekabel = recibir] significa «recepción»… En la medida en que cada persona descubre su interior más profundo logra entender con mayor claridad todo el universo, los misterios de la creación y las razones de la existencia del hombre”: L. HALAC, Prólogo a la obra de M.J. SABÁN, Maasé Bereshit. El Misterio de la Creación, edición del autor, Buenos Aires 2013, p.9; M.J. SABÁN, Sod 22, el Secreto. Los fundamentos de la Cábala y la tradición mística del judaísmo, edición del autor, Buenos Aires 2011.

[2] He tratado de exponer con extensión la perspectiva no-dual en Otro modo de ver, otro modo de vivir. Invitación a la no-dualidad, Desclée De Brouwer, Bilbao 2014. Ahí pueden encontrarse precisiones y aclaraciones sobre la “clave de lectura” que utilizaré en estos comentarios al evangelio.

[3] J. MELLONI, El emerger de la nueva espiritualidad, en Dar lugar 1 (mayo 2014) p.9.

[4] J.C. SAVATER, La certeza de ser, La Trompa de Elefante, Madrid 2012, p.35.